ACTOS FALLIDOS 1915 [1916] LECCIÓN I

ACTOS FALLIDOS 1915 [1916] LECCIÓN I

 

Ignoro cuántos de mis oyentes conocerán -por sus lecturas o simplemente de oídas- las teorías psicoanalíticas. Mas el título dado a esta serie de conferencias, «Lecciones introductorias al psicoanálisis», me obliga a conducirme como si no poseyerais el menor conocimiento sobre esta materia y hubierais de ser iniciados, necesariamente, en sus primeros elementos.

Debo suponer, sin embargo, que sabéis que el psicoanálisis constituye un especial tratamiento de los enfermos de neurosis. Pero como en seguida os demostraré con un ejemplo sus caracteres esenciales son en un todo diferentes de los peculiares a las restantes ramas de la Medicina, y a veces resultan por completo opuestos a ellos. Generalmente, cuando sometemos a un enfermo a una técnica médica desconocida para él, procuramos disminuir a sus ojos los inconvenientes de la misma y darle la mayor cantidad posible de seguridades respecto al éxito del tratamiento. A mi juicio, obramos cuerdamente conduciéndonos así, pues este proceder aumenta las probabilidades de éxito. En cambio, al someter a un neurótico al tratamiento psicoanalítico procedemos de muy distinta forma, pues le enteramos de las dificultades que el método presenta, de su larga duración y de los esfuerzos y sacrificios que exige, y en lo que respecta al resultado le hacemos saber que no podemos prometerle nada con seguridad y que el éxito dependerá de su comportamiento, su inteligencia, su obediencia y su paciente sumisión a los consejos del médico. Claro es que esta conducta del médico psicoanalítico obedece a razones de gran peso, cuya importancia comprenderéis mas adelante.

Os ruego que no me toméis a mal el que al principio de mis lecciones observe con vosotros esta misma norma de conducta, tratándoos como el médico trata al enfermo neurótico que acude a su consulta. Mis primeras palabras han de equivaler al consejo de que no vengáis a oírme por segunda vez, pues en ellas os señalaré la inevitable imperfección de una enseñanza del psicoanálisis y las dificultades que se oponen a la formación de un juicio personal en estas materias. Os mostraré también cómo la orientación de vuestra cultura personal y todos los hábitos de vuestro pensamiento os han de inclinar en contra del psicoanálisis, y cuántas cosas deberéis vencer en vosotros mismos para dominar tal hostilidad. Naturalmente, no puedo predeciros lo que estas conferencias os harán avanzar en la comprensión del psicoanálisis; pero sí puedo, en cambio, aseguraros que vuestra asistencia a las mismas no ha de capacitaros para emprender una investigación o un tratamiento psicoanalítico. Por otro lado, si entre vosotros hubiera alguien que no se considerase satisfecho con adquirir un superficial conocimiento del psicoanálisis y deseara entrar en contacto permanente con él, trataría yo de disuadirle de tal propósito, advirtiéndole de los sinsabores que la realización del mismo habría de acarrearle. En las actuales circunstancias, la elección de esta rama científica supone la renuncia a toda posibilidad de éxito universitario, y aquel que a ella se dedique, prácticamente se hallará en medio de una sociedad que no comprenderá sus aspiraciones y que, considerándole con desconfianza y hostilidad, desencadenará contra él todos los malos espíritus que abriga en su seno. Del número de estos malos espíritus podéis formaros una idea sólo con observar los hechos a que ha dado lugar la guerra que hoy devasta a Europa.

Sin embargo, hay siempre personas para las cuales todo nuevo conocimiento posee un invencible atractivo, a pesar de los inconvenientes que el estudio del mismo pueda traer consigo. Así, pues, veré con gusto retornar a estas aulas a aquellos de vosotros en quienes tal curiosidad científica venza toda otra consideración; mas, de todos modos, era un deber mío haceros las advertencias que anteceden sobre las dificultades inherentes al estudio del psicoanálisis.

La primera de tales dificultades surge en lo relativo a la enseñanza, al entrenamiento en psicoanálisis. En la enseñanza médica estáis acostumbrados a ver directamente aquello de que el profesor os habla en sus lecciones. Veis la preparación anatómica, el precipitado resultante de una reacción química o la contracción de un músculo por el efecto de la excitación de sus nervios. Más tarde se os pone en presencia del enfermo mismo y podéis observar directamente los síntomas de su dolencia, los productos del proceso morboso y, en muchos casos, incluso el germen provocador de la enfermedad. En las especialidades quirúrgicas asistís a las intervenciones curativas e incluso tenéis que ensayaros personalmente en su práctica. Hasta en la misma Psiquiatría, la observación directa de la conducta del enfermo y de sus gestos, palabras y ademanes os proporciona un numeroso acervo de datos que se grabarán profundamente en vuestra memoria. De este modo, el profesor de Medicina es constantemente un guía y un intérprete que os acompaña como a través de un museo, mientras vosotros entráis en contacto directo con los objetos y creéis adquirir por la propia percepción personal la convicción de la existencia de nuevos hechos.

Por desgracia, en el psicoanálisis no hallamos ninguna de tales facilidades de estudio. El tratamiento psicoanalítico aparece como un intercambio de palabras entre el paciente y el analista. El paciente habla, relata los acontecimientos de su vida pasada y sus impresiones presentes, se queja y confiesa sus deseos y sus emociones. El médico escucha, intenta dirigir los procesos mentales del enfermo, le moviliza, da a su atención determinadas direcciones, le proporciona esclarecimientos y observa las reacciones de comprensión o rechazo que de esta manera provoca en él. Las personas que rodean a tales enfermos, y a las cuales sólo lo groseramente visible y tangible logra convencer de la bondad de un tratamiento, al que considerarán inmejorables si trae consigo efectos teatrales semejantes a los que tanto éxito logran al desarrollarse en la pantalla cinematográfica, no prescinden nunca de expresar sus dudas de que `por medio de una simple conversación entre el médico y el enfermo pueda conseguirse algún resultado’. Naturalmente, es este juicio tan ininteligible como falto de lógica, y los que así piensan son los mismos que aseguran que los síntomas del enfermo son simples «imaginaciones». Las palabras, primitivamente, formaban parte de la magia y conservan todavía en la actualidad algo de su antiguo poder. Por medio de palabras puede un hombre hacer feliz a un semejante o llevarle a la desesperación; por medio de palabras transmite el profesor sus conocimientos a los discípulos y arrastra tras de sí el orador a sus oyentes, determinando sus juicios y decisiones. Las palabras provocan afectos emotivos y constituyen el medio general para la influenciación recíproca de los hombres. No podremos, pues, despreciar el valor que el empleo de las mismas pueda tener en la psicoterapia, y asistiríamos con interés, en calidad de oyentes, a las palabras que transcurren entre el analista y su paciente.

Pero tampoco ésto nos está permitido. La conversación que constituye el tratamiento psicoanalítico es absolutamente secreta y no tolera la presencia de una tercera persona. Puede, naturalmente, presentarse a los alumnos, en el curso de una lección de Psiquiatría, un sujeto neurasténico o histérico; el mismo se limitará a comunicar aquellos síntomas en los que su dolencia se manifiesta pero nada más. Las informaciones imprescindibles para el análisis no las dará más que al médico, y esto únicamente en el caso de que sienta por él una particular ligazón emocional. El paciente enmudecerá en el momento en que al lado del médico surja una tercera persona indiferente. Lo que motiva esta conducta es que aquellas informaciones se refieren a lo más íntimo de su vida anímica a todo aquello que como persona social independiente tiene que ocultar a los ojos de los demás, y aparte de esto, a todo aquello que ni siquiera querría confesarse a sí mismo.

Así, pues, no podréis asistir como oyentes a un tratamiento psicoanalítico, y de este modo nunca os será posible conocer el psicoanálisis sino de oídas, en el sentido estricto de esta locución. Una tal carencia de informaciones directas ha de colocaros en situación poco corriente para formar un juicio sobre nuestra disciplina; juicio que, dadas las circunstancias señaladas, habrá de depender del grado de confianza que os merezca aquel que os informa.

Suponed por un momento que habéis acudido no a una conferencia sobre Psiquiatría, sino a una lección de Historia, y que el conferenciante os habla de la vida y de los hechos guerreros de Alejandro Magno. ¿Qué razones tendréis en este caso para creer en la veracidad de su relato? A primera vista, la situación parece aún más desfavorable que en la enseñanza del psicoanálisis, pues el profesor de Historia no tomó tampoco parte en las expediciones militares de Alejandro, mientras que el psicoanalista os habla, por lo menos, de cosas en las que él mismo ha desempeñado un papel. Pero en las lecciones de Historia se da una circunstancia que os permite dar fe, sin grandes reservas, a las palabras del conferenciante. Este puede citaros los relatos de antiguos escritores contemporáneos a los hechos objeto de su lección, o, por lo menos, bastante próximos a ellos; esto es, referirse a los libros de Diodoro, Plutarco, Arriano, etcétera, y puede presentaros asimismo reproducciones de las medallas y estatuas de Alejandro y haceros ver una fotografía del mosaico pompeyano que representa la batalla de Issos. Claro es que todos estos documentos no demuestran, estrictamente considerados, sino que ya generaciones anteriores creyeron en la existencia de Alejandro y en la realidad de sus hechos heroicos, y en esta circunstancia podríais fundar de nuevo una crítica escéptica, alegando que no todo lo que sobre Alejandro se ha relatado es verosímil ni puede demostrarse detalladamente. Sin embargo, no puedo admitir que tras de una lección de este género saliéseis del aula dudando todavía de la realidad de Alejandro Magno. Vuestra aceptación de los hechos expuestos en la conferencia obedecerá en este caso a dos principales reflexiones: la primera será la de que el conferenciante no tiene motivo alguno para haceros admitir como real algo que él mismo no considera así, y en segundo lugar, todos los libros de Historia a los que podáis ir en busca de una confirmación os relatarán los hechos, aproximadamente, en la misma forma. Si a continuación emprendéis el examen de las fuentes históricas más antiguas, deberéis tener en cuenta idénticos factores; esto es, los móviles que han podido guiar a los autores en su exposición y la concordancia de sus testimonios. En el caso de Alejandro, el resultado de este examen será seguramente tranquilizable. No así cuando se trate de personalidades tales como Moisés o Nimrod. Volviendo ahora a las dudas que puedan surgir en vosotros con respecto al grado de confianza merecido por el informante psicoanalítico, os indicaré que más adelante tendréis ocasión de apreciarlas en su justo valor.

Me preguntaréis ahora -y muy justificadamente por cierto- cómo no existiendo verificación objetiva del psicoanálisis ni posibilidad alguna de demostración, puede hacerse el aprendizaje de nuestra disciplina y llegar a la convicción de la verdad de sus afirmaciones. Este aprendizaje no es, en efecto, fácil, y son muy pocos los que han podido aprenderlo correctamente; pero, naturalmente, existen un camino y un método posibles. El psicoanálisis se aprende, en primer lugar, por el estudio de la propia personalidad, estudio que, aunque no es rigurosamente lo que acostumbramos calificar de autoobservación, se aproxima bastante a este concepto. Existe toda una serie de fenómenos anímicos muy frecuentes y generalmente conocidos, que, una vez iniciados en los principios de la técnica analítica, podemos convertir en objetos de interesantes autoanálisis, los cuales nos proporcionarán la deseada convicción de la realidad de los procesos descritos por el psicoanálisis y de la verdad de sus afirmaciones. Mas los progresos que por este camino pueden realizarse son harto limitados, y aquellos que quieran avanzar más rápidamente en el estudio de nuestra disciplina lo conseguirán, mejor que por ningún otro medio, dejándose analizar por un psicoanalista competente. De este modo, al mismo tiempo que experimentan en su propio ser los efectos del psicoanálisis, tendrán ocasión de iniciarse en todas las sutilezas de su técnica. Claro es que este medio de máxima excelencia no puede ser utilizado sino por una sola persona y nunca por una sala completa de alumnos.

Aún existe para vuestro acceso al psicoanálisis una segunda dificultad, pero ésta no es ya inherente a la esencia de nuestra disciplina, sino que depende exclusivamente de los hábitos mentales que habéis adquirido en el estudio de la Medicina. Vuestra preparación médica ha dado a vuestra actividad mental una determinada orientación, que la aleja en gran manera del psicoanálisis. Se os ha habituado a fundar en causas anatómicas las funciones orgánicas y sus perturbaciones y a explicarlas desde los puntos de vista químico y físico, concibiéndolas biológicamente; pero nunca ha sido dirigido vuestro interés a la vida psíquica, en la que, sin embargo, culmina el funcionamiento de este nuestro organismo, tan maravillosamente complicado. Resultado de esta preparación es que desconocéis en absoluto la disciplina mental psicológica y os habéis acostumbrado a mirarla con desconfianza, negándole todo carácter científico y abandonándola a los profanos, poetas, filósofos y místicos. Mas con tal conducta establecéis una desventajosa limitación de vuestra actividad médica, pues el enfermo os presentará, en primer lugar, como sucede en todas las relaciones humanas, su façade psíquica, y temo que para vuestro castigo os veáis obligados a dejarles a aquellos que con tanto desprecio calificáis de profanos, naturalistas y místicos, una gran parte del influjo terapéutico que desearíais ejercer.

No desconozco la disculpa que puede alegarse para excusar esta laguna de vuestra preparación. Fáltanos aún aquella ciencia filosófica auxiliar que podía ser una importante ayuda para vuestros propósitos médicos. Ni la Filosofía especulativa, ni la Psicología descriptiva, ni la llamada Psicología experimental, ligada a la Fisiología de los sentidos, se hallan, tal y como son enseñadas en las universidades, en estado de proporcionarnos dato ninguno útil sobre las relaciones entre lo somático y lo anímico y ofrecernos la clave necesaria para la comprensión de una perturbación cualquiera de las funciones anímicas. Dentro de la Medicina, la Psiquiatría se ocupa, ciertamente, de describir las perturbaciones psíquicas por ella observadas y de reunirlas formando cuadros clínicos; mas en sus momentos de sinceridad los mismos psiquiatras dudan de si sus exposiciones puramente descriptivas merecen realmente el nombre de ciencia. Los síntomas que integran estos cuadros clínicos nos son desconocidos en lo que respecta a su origen, su mecanismo y su recíproca conexión y no corresponden a ellos ningunas modificaciones visibles del órgano anatómico del alma, o corresponden modificaciones que no nos proporcionan el menor esclarecimiento. Tales perturbaciones anímicas no podrán ser accesibles a una influencia terapéutica más que cuando constituyan efectos secundarios de una cualquiera afección orgánica.

Es ésta la laguna que el psicoanálisis se esfuerza en hacer desaparecer, intentando dar a la Psiquiatría la base psicológica de que carece y esperando descubrir el terreno común que hará inteligible la reunión de una perturbación somática con una perturbación anímica. Con este objeto tiene que mantenerse libre de toda hipótesis de orden anatómico, químico o fisiológico extraño a su peculiar esencia y no laborar más que con conceptos auxiliares puramente psicológicos, cosa que temo contribuya no poco a hacer que os parezca aún más extraño de lo que esperabais.

Encontramos, por último, una tercera dificultad, de la que no haré responsable a vuestra posición personal ni tampoco a vuestra preparación científica. Dos afirmaciones del psicoanálisis son principalmente las que causan mayor extrañeza y atraen sobre él la desaprobación general. Tropieza una de ellas con un prejuicio intelectual y la otra con un prejuicio estético y moral. No conviene, ciertamente, despreciar tales prejuicios, pues son residuos de pasadas fases, muy útiles, y hasta necesarias, de la evolución humana, y poseen un considerable poder, hallándose sostenidos por fuerzas afectivas que hacen en extremo difícil el luchar contra ellos.

La primera de tales extrañas afirmaciones del psicoanálisis es la de que los procesos psíquicos son en sí mismos inconscientes, y que los procesos conscientes no son sino actos aislados o fracciones de la vida anímica total. Recordad con relación a esto que nos hallamos, por el contrario, acostumbrados a identificar lo psíquico con lo consciente, considerando precisamente la consciencia como la característica definicional de lo psíquico y Psicología como la ciencia de los contenidos de la consciencia. Esta ecuación nos parece tan natural, que creemos hallar un absurdo manifiesto en todo aquello que la contradiga. Sin embargo, el psicoanálisis se ve obligado a oponerse en absoluto a esta identidad de lo psíquico y lo consciente. Para él lo psíquico son procesos de la naturaleza de los sentimientos, del pensamiento y de la voluntad, y afirma que existen un pensamiento inconsciente y una voluntad inconsciente.

Ya con esta definición y esta afirmación se enajena el psicoanálisis, por adelantado, la simpatía de todos los partidarios del tímido cientificismo y atrae sobre sí la sospecha de no ser sino una fantástica ciencia esotérica ansiosa por construir misterios y pescar en las aguas turbias. Naturalmente, vosotros no podéis comprender aún con qué derecho califico de prejuicio un principio de una naturaleza tan abstracta como el de que «lo anímico es lo consciente», y no podéis adivinar por qué caminos se ha podido llegar a la negación de lo inconsciente -suponiendo que exista- y qué ventajas puede proporcionar una tal negación. A primera vista parece por completo ociosa la discusión de si se ha de hacer coincidir lo psíquico con lo consciente, o, por el contrario, extender los dominios de lo primero más allá de los límites de la consciencia; no obstante, puedo aseguraros que la aceptación de los procesos psíquicos inconscientes inicia en la ciencia una nueva orientación decisiva.

Esta primera afirmación -un tanto osada- del psicoanálisis posee un íntimo enlace, que ni siquiera sospecháis, con el segundo de los principios esenciales que el mismo ha deducido de sus investigaciones. Contiene este segundo principio la afirmación de que determinados impulsos instintivos, que únicamente pueden ser calificados de sexuales, tanto en el amplio sentido de esta palabra como en su sentido estricto, desempeñan un papel, cuya importancia no ha sido hasta el momento suficientemente reconocida, en la causación de las enfermedades nerviosas y psíquicas y, además, coadyuvan con aportaciones nada despreciables a la génesis de las más altas creaciones culturales, artísticas y sociales del espíritu humano.

Mi experiencia me ha demostrado que la aversión suscitada por este resultado de la investigación psicoanalítica constituye la fuente más importante de las resistencias con las que la misma ha tropezado. ¿Queréis saber qué explicación damos a este hecho? Creemos que la cultura ha sido creada obedeciendo al impulso de las necesidades vitales y a costa de la satisfacción de los instintos, y que es de continuo creada de nuevo, en gran parte, del mismo modo, pues cada individuo que entra en la sociedad humana repite, en provecho de la colectividad, el sacrificio de la satisfacción de sus instintos. Entre las fuerzas instintivas así sacrificadas desempeñan un importantísimo papel los impulsos sexuales, los cuales son aquí objeto de una sublimación; esto es, son desviados de sus fines sexuales y dirigidos a fines socialmente más elevados, faltos ya de todo carácter sexual. Pero esta organización resulta harto inestable; los instintos sexuales quedan insuficientemente domados y en cada uno de aquellos individuos que han de coadyuvar a la obra civilizadora perdura el peligro de que los instintos sexuales resistan tal trato. Por su parte, la sociedad cree que el mayor peligro para su labor civilizadora sería la liberación de los instintos sexuales y el retorno de los mismos a sus fines primitivos y, por tanto, no gusta de que se le recuerde esta parte, un tanto escabrosa, de los fundamentos en los que se basa, ni muestra interés ninguno en que la energía de los instintos sexuales sea reconocida en toda su importancia y se revele, a cada uno de los individuos que constituyen la colectividad social, la magnitud de la influencia que sobre sus actos pueda ejercer la vida sexual. Por el contrario, adopta un método de educación que tiende, en general, a desviar la atención de lo referente a la vida sexual. Todo esto nos explica por qué la sociedad se niega a aceptar el resultado antes expuesto de las investigaciones psicoanalíticas y quisiera inutilizarlo, declarándolo repulsivo desde el punto de vista estético, condenable desde el punto de vista moral y peligroso por todos conceptos. Mas no es con reproches de este género como se puede destruir un resultado objetivo de un trabajo científico. Para que una controversia tenga algún valor habrá de desarrollarse dentro de los dominios intelectuales. Ahora bien: dentro de la naturaleza humana se halla el que nos inclinamos a considerar equivocado lo que nos causaría displacer aceptar como cierto, y esta tendencia encuentra fácilmente argumento para rechazar, en nombre del intelecto, aquello sobre lo que recae. De esta forma convierte la sociedad lo desagradable en equivocado; discute las verdades del psicoanálisis con argumentos lógicos y objetivos, pero que proceden de fuentes emocionales; y opone estas objeciones, en calidad de prejuicios contra toda tentativa de refutación.

Por nuestra parte, podemos afirmar que al formular el principio de que tratamos no hemos tenido en vista finalidad tendenciosa alguna. Nuestro único fin era el de exponer un hecho que creemos haber establecido con toda seguridad al cabo de una cuidadosa labor. Creemos, pues, deber protestar contra la mezcla de tales consideraciones prácticas en la labor científica, y lo haremos, desde luego, aun antes de investigar si los temores que estas consideraciones tratan de imponernos son o no justificados.

Tales son algunas de las dificultades con las que tropezaréis si queréis dedicaros al estudio del psicoanálisis, dificultades que ya son harto considerables para el principio de una labor científica. Si su perspectiva no os asusta, podremos continuar estas lecciones.