Melanie Klein: Amor, culpa y reparación (1937), Tercera parte

 Amor, culpa y reparación (1937), Tercera parte

Sentimientos de culpa, amor y creatividad

Los sentimientos de culpa, como traté de señalar, constituyen un incentivo fundamental para la creación y el trabajo en general, aun en sus formas más simples. No obstante, si son demasiado intensos tienen el efecto de inhibir las actividades e intereses productivos. Estas complejas conexiones se tornaron claras en primer término a través del psicoanálisis de niños pequeños. En los niños los impulsos creadores que habían permanecido latentes despiertan y se expresan mediante actividades tales como el dibujo, el modelado, la construcción y la palabra cuando el psicoanálisis reduce sus diversos temas. Estos incrementan los impulsos destructivos y, por consiguiente, al disminuir los impulsos demostrativos también se debilitan. Simultáneamente con estos procesos, los sentimientos de culpa y de ansiedad por la muerte de la persona amada, que la mente infantil no pudo superar por ser demasiado abrumadores, disminuyen gradualmente, pierden intensidad, haciéndose por lo tanto más fácil su manejo. Como resultado aumenta el interés del niño por la gente, se estimula la piedad y la identificación con los demás, y así se acrece su caudal de amor. El deseo de reparar, tan íntimamente ligado al interés por el ser amado y a la ansiedad por su muerte, puede ahora expresarse en formas creadoras y constructivas. También en el psicoanálisis de adultos pueden observarse estos procesos y cambios. He sugerido que cualquier fuente de alegría, belleza y enriquecimiento (externo o interno) representa para el inconsciente el pecho generoso y amante y el pene creador que en la fantasía posee cualidades similares: en esencia, los dos padres buenos y dadivosos. La relación con la naturaleza, que despierta fuertes sentimientos de amor, reverencia, admiración y devoción, tiene mucho en común con la relación con la madre, como siempre lo han reconocido los poetas. Los múltiples dones naturales son equiparados a los que hemos recibido de nuestra madre en los primeros tiempos de la vida. Pero no siempre nos han satisfecho. Muchas veces nos pareció mezquina y frustradora, aspectos que también se reviven en la relación con la naturaleza, que a menudo no está dispuesta a dar. La satisfacción de las necesidades de autoconservación y la gratificación del deseo de amor permanecen eternamente ligados entre sí, ya que al principio ambas provenían de una misma fuente. La primera seguridad nos fue proporcionada por nuestra madre, que no sólo nos calmó los tormentos del hambre, sino que también nos satisfizo emocionalmente y alivió nuestra ansiedad. Por lo tanto, la seguridad derivada de la satisfacción de nuestras necesidades básicas se vincula a la seguridad afectiva, y la importancia de ambas se agranda, pues contrarrestan los primeros temores de perder a la madre amada. Tener asegurada la subsistencia en la fantasía inconsciente significa también no estar privado de amor y no haber perdido a la madre. El hombre que se queda sin trabajo y lucha por encontrar empleo tiene en mente, por sobre todo sus necesidades materiales. No trato de subestimar los sufrimientos y penurias reales, directos e indirectos, que la pobreza provoca, pero la situación auténticamente dolorosa se hace más acerba por el infortunio y la desesperación que resurgen de tempranas experiencias emocionales, cuando lo acosaba el hambre porque la madre no satisfacía sus necesidades, y temía perderla y verse privado de amor y protección 10 . La falta de trabajo le impide también expresar sus tendencias constructivas que constituyen un método fundamental de manejar temores inconscientes y sentimientos de culpa, o sea, de hacer reparación. La dureza de las circunstancias -aunque pueda ser en parte consecuencia de un sistema social insatisfactorio que justificaría que el miserable achacara a otros la culpa de su situación– tiene algo en común con la inexorabilidad que los niños, bajo la presión de la ansiedad, atribuyen a los padres temidos. En cambio, la ayuda material o moral proporcionada a los pobres o a los desocupados, además de su valor real, inconscientemente les prueba la existencia de padres cariñosos. Volvamos a la relación con la naturaleza. En algunas regiones del mundo la naturaleza es cruel y destructiva. Sin embargo, los habitantes no renuncian a su suelo, sino que desafían los elementos, sequías, inundaciones, heladas, calor, terremotos, plagas. Es cierto que las circunstancias externas desempeñan un papel importante, pues esta gente tenaz tal vez no pueda marcharse del lugar donde ha nacido. Sin embargo, no me parece que esto baste para explicar por qué se soportan tales penurias para conservar la tierra natal. Para los que viven en condiciones naturales tan arduas la lucha por la subsistencia sirve también para otros propósitos (inconscientes). La naturaleza representa para ellos una madre exigente y regañona cuyos dones deben serle extraídos a la fuerza, lo cual reedita las primeras fantasías violentas (aunque en forma sublimada y socialmente adaptada). Habiendo sentido culpa inconsciente por la agresión contra su madre, el hombre comprendía que ella fuera ruda con él; lo comprende aún ahora inconscientemente, en relación con la naturaleza. Este sentimiento de culpa actúa como incentivo para la reparación. La lucha contra la naturaleza se siente en parte como una lucha «para preservar la naturaleza», porque expresa también el deseo de reparar a la madre. De este modo, los que luchan contra los rigores naturales no sólo lo hacen en su propio beneficio sino que también sirven a la naturaleza. Al mantener su conexión con ella mantienen viva la imagen de la madre de antaño. En la fantasía, la protegen y se protegen permaneciendo unidos a ella. En la realidad, mediante el apego a su país. En cambio, el explorador busca en la fantasía una nueva madre para reemplazar a la real, de la que se siente apartado o que inconscientemente teme perder.

Relaciones consigo mismo y con los demás

He tratado en estos capítulos algunos aspectos del amor y de las relaciones con los demás. No puedo, con todo, concluir sin intentar echar alguna luz sobre la más complicada de todas las relaciones: la que mantenemos con nosotros mismos. Pero, ¿qué somos nosotros? Todo lo bueno y lo malo que hemos pasado desde los primeros días; todo lo que hemos recibido del mundo externo, y sentido en el mundo interno; experiencias felices y desdichadas, vínculos con la gente. actividades, intereses y pensamientos de todo tipo, es decir, todo lo que hemos vivido forma parte de nosotros y construye nuestra personalidad. Si algunas de nuestras relaciones pasadas, con todos los recuerdos que traen, con la riqueza de sentimientos que suscitan, pudieran ser súbitamente barridas de nuestra mente ¡qué pobres y vacíos nos sentiríamos! ¡Cuánto se perdería del amor, confianza, placer, consuelo y gratitud que hemos brindado y recibido! Muchos no quisiéramos siquiera haber evitado las experiencias dolorosas, porque han contribuido al enriquecimiento de nuestra personalidad. Me he referido ya varias veces en este artículo a la influencia de nuestras primeras relaciones sobre las siguientes. Quisiera ahora demostrar la fundamental gravitación de las tempranas situaciones emocionales sobre nuestras relaciones con «nosotros mismos». Nuestra mente guarda como reliquias a los seres que amamos. En momentos difíciles sentimos a veces que ellos nos guían. De pronto senos ocurre preguntarnos cómo habrían actuado «ellos» y si aprobarían o no nuestros actos. Por lo que he dicho podemos concluir que las personas a quienes así consideramos representan en esencia a los padres admirados y amados. Hemos visto, no obstante, que de ningún modo es fácil para el niño establecer con ellos relaciones armoniosas y que los primeros lazos de amor se ven seriamente inhibidos y perturbados por el odio y el concomitante sentimiento inconsciente de culpa. Es cierto que los padres pueden haber carecido de amor y comprensión, lo cual tendería a aumentar todas las dificultades. Los impulsos y fantasías destructivos, los temores y la desconfianza, que en cierta medida se hallan siempre activos, aun en las circunstancias más propicias, se incrementan innecesariamente si las condiciones son desfavorables y las experiencias desagradables. Además, lo que es también muy importante, es que si al niño no se le da bastante felicidad en la primera etapa de su vida, quedará perturbada su capacidad para desarrollar una actitud optimista, amor y confianza en los demás. No debe, sin embargo, deducirse que la capacidad de amar y ser feliz responde en proporción directa a la cantidad de amor que se haya recibido. En realidad, hay niños que configuran en su inconsciente imágenes paternas extremadamente duras y severas (lo que perturba su relación con los padres reales y con la gente en general) aunque hayan tenido padres buenos y cariñosos. Por otra parte, las dificultades mentales del niño no están frecuentemente en proporción con el trato desfavorable que puedan haber sufrido. Si por razones internas, que desde el principio varían en cada individuo, existe escasa capacidad para tolerar la frustración, y si la agresión, temores y sentimientos de culpa son muy intensos, la mente infantil puede exagerar y deformar grotescamente los defectos de los padres y en especial la intención que determina sus errores. De este modo, los padres y otras personas de su ambiente serán juzgados predominantemente duros y severos. Nuestro propio odio, temor y desconfianza tienden a crear en el inconsciente figuras paternas terribles y exigentes. Estos procesos se encuentran, en diverso grado, activos en todos, ya que todos tenemos que luchar, con mayor o menor intensidad y en un sentido o en otro, con sentimientos de odio y temor. Vemos así que las «cantidades» de impulsos agresivos, temores y sentimientos de culpa (que parcialmente surgen de razones internas) guardan una relación importante con la actitud mental predominante que asumimos. En contraste con niños que, en respuesta a un trato desfavorable, desarrollan en su inconsciente figuras paternas duras y severas, que afectan desastrosamente su perspectiva mental, en muchos otros los errores o la falta de comprensión de los padres producen consecuencias menos adversas. Los niños que, por razones internas, son desde el comienzo mucho más capaces de soportar las frustraciones (ya sean evitables o inevitables), es decir, que puedan hacerlo sin exceso de odio y sospechas, serán más tolerantes con los errores que los padres cometan al tratarlos. Podrán confiar más en sus propios sentimientos amistosos y, por lo tanto, al tener más autoseguridad serán menos susceptibles a lo que provenga del mundo externo. Ninguna mente infantil se encuentra libre de temores y sospechas, pero si la relación con los padres está basada sobre todo en la confianza y el amor, éstos podrán ser establecidos firmemente en la mente como figuras mentoras y benéficas, las que serán fuente de bienestar y armonía y prototipo de todas las relaciones amistosas de la vida futura. He tratado de aclarar algo sobre las relaciones adultas señalando que, con ciertas personas, nos conducimos como nuestros padres lo hacían con nosotros, o bien como hubiésemos deseado que se comportasen, invirtiendo de esta manera las primeras situaciones. Asimismo, en algunos casos, nuestra actitud es la del niño afectuoso con sus padres. Esta relación recíproca niño-padre, que manifestamos frente a los demás, también es experimentada internamente ante las figuras benéficas y mentoras que conservamos en la mente. Inconscientemente, consideramos a los seres que forman parte de nuestro mundo interno como padres afectuosos y protectores y les retribuimos su amor; nos sentimos hacia ellos como padres. Estas relaciones fantaseadas, basadas en experiencias y recuerdos reales, integran nuestra continua y activa vida afectiva e imaginativa y contribuyen a darnos felicidad y fuerza mental. En cambio, si las figuras paternas que conservamos en los sentimientos y en el inconsciente son predominantemente duras, no lograremos estar en paz con nosotros mismos. Es harto sabido que una conciencia demasiado severa ocasiona desdicha y preocupación. Es menos sabido, pero comprobado por los descubrimientos psicoanalíticos, que la presión de las fantasías de lucha interna y los temores con ellas conectados, se hallan en el fondo de lo que reconocemos como conciencia vindicativa. Incidentalmente, estas tensiones y temores pueden expresarse en profundas perturbaciones mentales y conducir al suicidio. He utilizado la extraña frase «relación con nosotros mismos». Quisiera ahora agregar que ésta es la relación de todo lo que apreciamos y amamos, con todo lo que odiamos en nosotros. He tratado de aclarar que la parte nuestra que apreciamos es la riqueza que hemos acumulado a través del contacto con otros seres, pues estos vínculos y las emociones que los acompañan han llegado a constituir una posesión interna. Odiarnos en nosotros las figuras duras y severas que también forman parte de nuestro mundo interno y que son en gran medida el resultado de nuestra propia agresión hacia nuestros padres. Sin embargo, en el fondo, lo que más violentamente odiarnos es el odio interno en si. Lo tememos tanto que nos vemos llevados a emplear una de nuestras más fuertes medidas de defensa, que consiste en ubicarlo en otros, o sea, proyectarlo. Pero también desplazamos amor hacia el mundo externo, y sólo podemos hacerlo genuinamente si hemos establecido buenas relaciones con figuras amistosas en nuestra mente, creando así un circulo benigno: en primer lugar brindamos amor y confianza a nuestros padres; luego los incorporamos a nosotros, por así decirlo, con todo ese caudal, y podemos de nuevo dar al mundo externo parte de esta riqueza de sentimientos positivos. El odio configura un círculo análogo pues, como hemos visto, erige figuras aterradoras en nuestra mente y entonces dotamos a los demás de cualidades desagradables y malas. Incidentalmente, esa actitud mental produce el efecto real de suscitar sospechas y desagrado en los demás, mientras que una actitud confiada y amistosa de nuestra parte tiende a provocar la confianza y la benevolencia ajenas. Observamos que algunas personas, especialmente a medida que envejecen, se vuelven cada vez más desagradables. Otras en cambio, se suavizan y se hacen más comprensivas y tolerantes. Es bien sabido que tales variaciones no corresponden simplemente a las experiencias adversas o favorables que hayan tenido en la vida, sino que se deben a las diferencias de actitud y de carácter. De lo expuesto, podemos llegar a la conclusión de que la amargura, ya sea hacia la gente o hacia el destino -y por lo general abarca a ambos- se establece fundamentalmente en la niñez y puede reforzarse o intensificarse más tarde. Si el amor no ha sido ahogado por el resentimiento, los pesares y el odio, sino que se ha consolidado internamente, la confianza en los demás y en nuestra propia bondad soporta como una roca los embates de la vida. Cuando surge el infortunio, la persona que se ha desarrollado de ese modo es capaz de preservar en sí a aquellos padres buenos cuyo amor constituye una ayuda infalible en la desdicha y volver a encontrar en el mundo personas que en su mente los reemplacen. La capacidad de invertir situaciones en la fantasía e identificarse con los demás -importante característica de la mente humana- permite al individuo otorgar a otros la ayuda y el amor que él mismo necesita, obteniendo de ese modo bienestar y satisfacción para sí. Comencé por describir la situación emocional del lactante en su relación con la madre, fuente primera y fundamental de la bondad que recibe del mundo externo. Afirmé también que es un proceso extremadamente doloroso para el niño el privarse de la suprema satisfacción de ser alimentado por ella. Con todo, si su voracidad y su resentimiento ante la frustración no son excesivos, puede éste desprenderse gradualmente de la madre y al mismo tiempo obtener satisfacción de otras fuentes. En su inconsciente los nuevos objetos de placer se eslabonan con las primeras gratificaciones recibidas de la madre. Puede por consecuencia, aceptar otros goces como sustitutos de los originales. Podría decirse que retiene la bondad primaria a la vez que la reemplaza, y cuanto más exitoso es ese proceso, menos apoyo tendrán en su mente la voracidad y el odio. Pero, como lo he señalado frecuentemente, los sentimientos inconscientes de culpa que derivan de la destrucción fantaseada del ser amado, desempeñan aquí un papel importante. Hemos visto que los sentimientos de culpa y pesar, provenientes de la fantasía agresiva y voraz de destruir a la madre, activan el impulso de curar estos daños imaginarios y repararla. Estas emociones actúan grandemente sobre el deseo y la capacidad infantiles de aceptar sustitutos maternos. Los sentimientos de culpa provocan el temor a depender de esta persona querida, cuya pérdida se recela, pues no bien surge la agresión el niño siente que está causándole daño. Este temor es un incentivo para desligarse, para volcarse en otras personas y cosas y agrandar así su círculo de intereses. Normalmente el impulso de reparar logra mantener a raya la desesperación suscitada por los sentimientos de culpa. En este caso, prevalecerá la esperanza; el amor y el deseo de reparación del niño serán inconscientemente extendidos a los nuevos objetos de amor e interés. Estos, como ya sabemos, se asocian en su mente con la primera persona amada, a quien vuelve a descubrir o crear a través de sus nuevas relaciones e intereses constructivos. En esta forma, la reparación -que es en parte inherente a la capacidad de amar- ensancha su ámbito, consolidando la posibilidad infantil de aceptar amor y de hacer suya, por varios medios, la bondad proveniente del mundo externo. Un equilibrio satisfactorio entre «dar» y «recibir» es condición primordial para la felicidad futura. Si en nuestro temprano desarrollo hemos podido transferir interés y amor de nuestra madre a otras personas y hemos obtenido nuevas gratificaciones, entonces y sólo entonces, podremos en el futuro obtener placer de otras fuentes. Esto nos permite compensar, mediante un nuevo vínculo afectivo, los fracasos o desengaños que sufrimos, bien como aceptar sustitutos para lo que no hemos logrado conseguir o conservar. Si la voracidad frustrada, el resentimiento y el odio no perturban la relación con el mundo externo, hay infinidad de modos de extraer de él belleza, bondad y amor. Al hacerlo, acrecentamos continuamente nuestro acervo de recuerdos felices y este acopio de valores nos da una seguridad difícil de vulnerar y un bienestar íntimo que aleja la amargura. Además del placer que proporcionan, estas satisfacciones tienen el efecto de mitigar las frustraciones (o mejor, el sentimiento de frustración) pasadas y presentes, incluso las primeras y fundamentales. Cuanto más satisfacción auténtica logremos, menor será nuestro resentimiento ante las privaciones y menos nos dominarán la voracidad y el odio. Seremos entonces realmente capaces de aceptar de otros amor y bondad, de brindárselos y, en retribución, de recibir más aun. En otras palabras, la capacidad esencial de «dar y recibir» se desarrolla de tal manera que nos asegura satisfacciones y contribuye al placer, al bienestar o a la felicidad de otras personas. Y para terminar, una buena relación consigo mismo condiciona el amor, la tolerancia y la buena disposición hacia los demás. En parte esta buena relación deriva, como intenté demostrar, de una actitud amistosa, comprensiva y afectuosa hacia los demás, o sea hacia aquellos que tanto significaron para nosotros en el pasado y cuyo vínculo con nosotros integra nuestra mente y personalidad. Si en lo más hondo del inconsciente logramos superar los rencores contra nuestros padres y perdonarles las frustraciones que debimos sufrir, podremos entonces vivir en paz con nosotros mismos y amar a otros en el verdadero sentido de la palabra.

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