El amor al Un-cuerpo (“Hablar con el cuerpo. La crisis de las normas y la agitación de lo real”)

“Hablar con el cuerpo. La crisis de las normas y la agitación de lo real”

Fuente: Virtualia – Revista Digital de Escuela de Orientación Lacaniana – #26 – Editorial 26: “Límite”

Por Claudio Godoy

El amor al Un-cuerpo

Olga G. de Molina

El gran pintor chino, del siglo XVII, Shitao, elevó el trazo único de pincel a la magnitud de la obra completa. Ese rasgo escrito

sobre la materialidad de la tela, encierra en sí mismo el cuerpo de la obra a construir. Le siguen el color, la textura, la brillantez, los

mil trazos que compondrán la estructura de la imagen, porque el cuerpo del pintor está en la presión de su mano en cada trazo.

Dora Maar, mucho después, intentaba atrapar las imágenes que la conmovían con la fotografía, trozos de realidad rescatados de

la escena del mundo, inmortalizados en una imagen fija.

Picasso, en cambio, en el proceso inverso encontraba, como en el rebús de un sueño, en su propio espacio imaginario cada trazo

de pincel con el que iba horadando la tela, hurtando el espacio vacío a la muerte que lo habita, para revivirlo con la impresión de

la imagen, con la pasión por la forma.

Hacia 1935 ambos hurgaban en lo real, cuando la contingencia los unió por varios años. Ella quedó inmortalizada en los mil

rostros que el pintor le dibujó y fue testigo de la construcción del Guernica. Imprimió su rasgo en un detalle de la tela y el pintor

la representó en el cuadro como la mujer que porta la lámpara en alto mostrando el camino.

Dora tomaba sucesivas fotos de la obra monumental, seguía el diseño, lo estudiaba en sus ángulos más complejos, los tonos, la trama

de la tela, y fue testigo apasionado de cada paso de la obra. Ella cumplió el viejo sueño de Picasso de conservar fotográficamente,

no las fases del proceso creativo del cuadro, sino sus metamorfosis, un testimonio de los siete estadios por los que pasó la pintura

antes de aparecer completa a los ojos de su creador.

Los primeros retratos que el pintor realizó de Dora Maar dejaban ver un rostro tierno y sereno, más tarde, la imagen de Dora

reflejada en los retratos sufrió devastadoras distorsiones, ya no se reconocía su expresión en ellos. Fue en ocasión de un estudio

realizado por Picasso para el Guernica, que nació una imagen plasmada en la tela que nombró, La mujer llorando.

El rostro armónico de Dora emerge del marco del cuadro transformado en la patética imagen que el pintor le dibujó. En particular,

el detalle de los ojos que, por la belleza de su mirada ocupaban el centro en los primeros retratos, terminan reflejando la enorme

tristeza que presenta el Guernica.

A cada nueva versión de Mujer llorando, Picasso realizó varias, Dora comenzó a pintar una réplica, en la que escribía, rubricaba, su

nombre propio, como si intentara rescatar su imagen en cada cuadro. Ella recuperaba para sí la imagen que el pintor le arrebató

para su obra, rescatándola de la fascinación que Picasso mostraba en cada nueva versión del rostro de Dora.

Copiaba textualmente cada transformación en la tela, hasta el detalle del sombrero rojo que apareció en una de las versiones,

representante mudo de un detalle singular de lo femenino en Dora y precisamente un rasgo que la diferenciaba, de las otras

mujeres de Picasso.

En su última enseñanza, Lacan se refiere a la función imaginaria de la relación con el propio cuerpo respecto del cual hay, nos dice,

la idea de sí mismo. No se trata de identificación sino de pertenencia. Se trata del amor al un-cuerpo, como única consistencia,

mental, aclara Lacan, es el vínculo más cercano entre ese un-cuerpo y lo imaginario.

Si, como nos enseña Lacan, la adoración al un-cuerpo es la raíz de lo imaginario, el espejo en el que se reflejaba Dora, cambia,

cuando los retratos pintados por Picasso comienzan a transformar la imagen del un-cuerpo en ella a partir de “Mujer llorando”.

Necesitó entonces rescatarse a partir de escribir, de plasmar sobre la imagen su propio nombre, fue su registro, antes había sido

la fotografía, testigo mudo de su necesidad de componer una imagen que la completara, buscándose y encontrándose en el

fotomontaje que había realizado antes de conocer al pintor.

Realizó una composición fotográfica en la que se encuentra frente a una calavera, escribió como leyenda sobreimpresa una leyenda

“Vous revoilá mon amour”, que firmó todavía como Dora Marcovich. Un autoretrato encuentra su rostro frente al espejo en el

que refleja en primer plano un ventilador. El rostro de Dora se perfilaba entre las aspas del ventilador que a su vez lo ocultaba

parcialmente.

Marco dentro de un marco, los fotomontajes de Dora presentaban la particularidad de la complejidad pero aún así se perfilaba en

ellos un patetismo que la distinguía. Quizás su fotografía más original y por la que se hizo famosa en la década de los años treinta,

fue el “Retrato de Ubú”, que se constituyó como un ícono del surrealismo.

Dora nunca reveló cual era el feto de animal real que fotografió, una imagen en primer plano con el aire siniestro de la incompletud

de lo no nacido. “Retrato de Ubú”, en 1936, presidió la exposición de objetos surrealistas en la galería Charles Ratton, casi como

una mascota oficial. En esa obra se denota en Dora la fascinación por ofrecer a la mirada de los otros, imágenes deformadas, guardando el secreto de la presentación de lo informe, lo amorfo o todavía sin formar, la incursión de lo perceptual en una visión

deformada del mundo.

Pero cuando la pintura de Picasso transforma su propia imagen en el retrato, algo se invierte en esta relación singular entre

imaginario y simbólico, ya no es ella la que deforma las imágenes, ahora es ella mirada y transformada por el otro que la mira, en

consecuencia no llega a reconocerse allí, por eso imprime su firma como un registro más para hacer consistir un imaginario que

se le esfuma en cada trazo del pintor.

Cuando su amante se muestra encantado por la imagen de Mujer llorando, Dora, ella, deja de estar en el ángulo de la mirada fascinada

del pintor, que ahora reproduce algo, que no es ella. Su espacio de mujer ocupado por la mujer llorando es un desdoblamiento que

solo logra soportar con la reproducción que realiza del cuadro con su nombre propio, recién allí vuelve a ser ella.

Dora soporta compartir a Picasso con otras mujeres hasta que él la abandona cuando se establece en una pareja con Francoise

Gillot. La ruptura con Picasso la arroja a una profunda tristeza, sufre una crisis y es internada en Saint Anne, de dónde es rescatada

por Paul Eluard. Permaneció dos años en análisis con Lacan, mejorada, persistió no obstante en ella una “vena mística”, resto de

una antigua vocación por lo oculto, el budismo y por una permanencia en lo religioso inspirada por su madre.

Aún así Dora no abandona su vida social y continuó pintando recluida en la casa que Picasso le obsequió en Menerbes como

regalo de despedida.

Siendo Henriette Theodora Marcovich, desplegó su arte con la fotografía, le gustaba componer imágenes con el aire surrealista

de la Francia de los años 30, su inclinación natural era la pintura, pero por su zurdera contrariada padecía una cierta torpeza, que

la orientó decididamente a la fotografía. Fue el momento en que cambió su nombre por el de Dora Maar, nombre con el que era

reconocida en el medio de la fotografía.

Se inventó un nombre con una parte de su nombre propio, redujo Tehodora, a ser Dora y el nombre de su padre, Marcovich, quedó

reducido a Maar, con el que disimuló el origen judío del nombre del padre, que siempre ocultó. Los críticos de la época sostenían

que Dora imitaba a Picasso, lejos de la imitación, ella buscaba un marco, una prueba de la existencia de la imagen arrebatándola a

la realidad con la fotografía o reproduciéndola con la pintura. Joyce se inventó ese marco con el artificio de la escritura logrando

con ello una nominación.

Dora Maar encontró esa función en el marco del rostro, que de ella pintaba Picasso para retener el espíritu que reflejaba la mirada

en el rostro de Dora. Ella no dejó caer la relación con su propio cuerpo, como Joyce, sin embargo olvidó su rostro detrás de la

genialidad con que lo pintaba Picasso, por eso buscó recuperarlo en las réplicas que construía, pero necesitó eternizar en el lazo

con su partenaire en el amor, la seguridad, la persistencia, la presencia, él era el amo de su imagen.

Picasso representó a Dora de muchas formas, las pinturas y dibujos que hizo de ella la presentan en constante transformación,

la convierte en pájaro, ninfa acuática, adopta cuernos o rasgos de flor, “Era cualquier cosa que quisieras, un perro, un ratón, un

pájaro, una idea, una tormenta. Eso es una gran ventaja cuando te enamoras”, relataba Picasso.

Pero cuando su partenaire la abandona en el amor, Dora pierde el marco que la contenía y anudaba a un sentido ser la mujer

de Picasso, permaneció entonces fijada a la imagen máscara del Guernica, ella es La mujer llorando de Picasso, la identificación

cristalizada en una identidad.

Picasso comentó que la dejó porque “Estaba loca antes de que enloqueciera de verdad”. Ella, amante fiel, guardó como tesoros

los pequeños objetos que iba construyendo Picasso en épocas de guerra y rodeada de esos objetos concluyó su vida en Menerbes.

El epílogo de la historia se anticipaba ya hacia 1941 cuando Picasso había modelado una cabeza en yeso de Dora, allí el genio del

autor transforma la imagen en una consistencia y la guarda en su estudio hasta que se produce la muerte de un amigo Guillaume

Apollinaire y en ocasión de un recordatorio de esa pérdida, Picasso hizo recubrir la cabeza en bronce y dispuso ubicarla en el

mármol que recuerda al poeta.

La cabeza de Dora Maar, máscara de aflicción y tristeza, provocaba la extrañeza de los visitantes a la plaza hasta que a la muerte

de Dora y conocida su obra, alguien la arrebató del impropio lugar en que había sido colocada.

Si quisiéramos ubicar a Dora Maar en la particularidad de una estructura podríamos pensar en los detalles erotómanos de la

pasión por su amante y hablaríamos quizás de una relación estragante. O mejor aún podríamos situarla en un modelo de las

formas que puede tomar el goce femenino.

Quizás podríamos volver nuestra mirada hacia lo singular de su modo de gozar y nos encontraríamos con un sujeto

que busca sin cansancio restituir su imaginario con los restos deformados de su propia imagen como quien arma un

collage que pudiera reflejarla como la Henrietta que dejó caer cuando se nombró Dora-Maar, singular conjunción

para una mujer que amó demasiado.

Dora, decíamos, no dejó caer su cuerpo como Joyce, sino su nombre propio, aquello que acompaña el amor al uncuerpo

poniéndole el sello de su pertenencia. Su necesidad de rescatarlo del naufragio de lo imaginario la condujo a buscar en la afirmación del rasgo singular que contingentemente encontró en ser pintada y eternizada en “ser la

mujer de Picasso”.

Para nombrarse y reconocerse en el mundo entre los otros se inventó ser Dora Maar, pero en la elección de ese

pseudónimo se repetía en una homofonía persistente, un residuo de lalangue, su rasgo singular, Doraamar. Y en la

resonancia de ese nombre reparó lo no-nacido de su arte y continuó pintando esta vez teniendo frente a su mirada el paisaje sereno de Menerbes.