Biografía Andreas – Salomé Lou (1861-1937)

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Andreas – Salomé Lou (1861-1937) Escritora y psicoanalista alemana

Por su vida y sus obras, Lou Andreas-Salomé tuvo un destino excepcional en la historia del siglo XX. Figura emblemática de la feminidad narcisista, concebía el amor sexual como una pasión física que se agotaba una vez saciado el deseo. Sólo el amor intelectual, basado en una fidelidad absoluta, era capaz, según decía, de resistir al tiempo. En su opúsculo sobre el erotismo, que apareció un año antes de su encuentro con Sigmund Freud, comentó uno de los grandes temas de la literatura (desde Madame Bovary hasta Anna Karenina), según el cual la división entre la locura amorosa y la quietud conyugal, por lo común imposible de superar, debía ser vivida plenamente. «Lou sabía bien -escribió H. G. Peters, su mejor biógrafo- que sus argumentos en favor de un matrimonio que le permitiera a cada cónyuge la libertad regeneradora de festines de amor periódicos eran bastante caprichosos, no sólo porque se oponían a los mandamientos morales de la mayoría de las religiones, sino también porque eran incompatibles con el poderoso instinto posesivo profundamente enraizado en el hombre.» Sin embargo, ella misma no cesó de poner en práctica esa división durante toda su vida, al precio de hacer creer (erróneamente) que era un monstruo de narcisismo y amoralidad. Ella se reía de las invectivas, de los rumores y los escándalos, habiendo optado por no someterse a las coacciones sociales. Después de Nietzsche (1844-1900) y Rilke (1875-1926), esta mujer deslumbró a Freud, que la amó tiernamente, y a quien le trastornó la existencia. En efecto, ellos se parecían: el mismo orgullo, la misma belleza, la misma desmesura, la misma energía, el mismo coraje, la misma manera de amar y poseer febrilmente los objetos de elección. Uno había optado por la abstinencia sexual con la misma fuerza y la misma voluntad que impulsaban a la otra a satisfacer sus deseos. Tenían en común la intransigencia, esa certidumbre de que la amistad nunca debía ocultar las divergencias ni impedir la libertad de cada uno. Nacida en San Petersburgo en una familia de la aristocracia alemana, Lou era hija de un general del ejército de los Romanov. A los 17 años, negándose a ser confirmada por el pastor de la Iglesia Evangélica Reformada a la cual pertenecía su familia, se puso bajo la dirección de otro pastor, Hendrik Gillot, un dandi brillante y cultivado que se enamoró de ella mientras la iniciaba en la lectura de los grandes filósofos. Lou se negó a casarse, enfermó y abandonó Rusia. Instalada en Zurich con la madre, buscó en la teología, el arte y la religión un medio de acceder al mundo intelectual con el que soñaba. Gracias a MaLwida von Meysenbug (1816-1903), gran dama del feminismo alemán, conoció al escritor Paul Rée (1849-1901), quien le presentó a Nietzsche. Convencido de haber encontrado la única mujer capaz de comprenderlo, éste le pidió solemnemente la mano. Lou se la negó. A esos dos hombres, Rée y Nietzsche, apasionadamente enamorados de ella, les propuso entonces formar una especie de trinidad intelectual y, en mayo de 1882, para sellar el pacto, los tres se hicieron fotografiar juntos ante un decorado de cartón piedra: Nietzsche y Rée uncidos a un carro cuyas riendas estaban en manos de Lou. La imagen provocó un escándalo. Desesperado, Nietzsche incluyó en Zaratustra una famosa frase: «¿Vas a ver mujeres? No olvides el látigo.» Lo que preparó el encuentro de Lou con el psicoanálisis fue la adhesión al narcisismo nietzscheano y, en términos más generales, al culto del ego, característico de la Lebensphilosophie (filosofía de la vida) de fin de siglo. En efecto, en todos sus textos, como lo subraya Jacques Le Rider, ella trata de encontrar un eros cosmogónico capaz de colmar la pérdida irreparable del sentimiento de Dios. En junio de 1887 Lou se casó con el orientalista alemán Friedrich-Carl Andreas, quien enseñaba en la Universidad de Gotinga. El matrimonio no se consumó, y fue Georg Ledebour, fundador del Partido Socialdemócrata Alemán, quien se convirtió en su primer amante, un poco antes que Friedrich Pineles, un médico vienés. Esta segunda relación terminó con un aborto y una renuncia trágica a la maternidad. Lou se instaló entonces en Múnich, donde conoció al joven poeta Rainer Maria Rilke: «Fui tu mujer durante años -escribió ella en Mi vida- porque has sido la primera realidad en la cual el hombre y el cuerpo eran indiscernibles entre sí, hecho incontestable de la vida misma [ … ]. Éramos hermano y hermana, pero como en ese pasado lejano, antes de que el matrimonio entre hermano y hermana se volviera sacrílego.» La ruptura con Rilke no puso fin al amor que los unía, pero, como lo subrayó Freud en 1937, «ella fue a la vez la musa y la madre solícita del gran poeta que experimentaba tanta angustia ante la vida». En 1911, en Weimar, en el Congreso de la International Psychoanalytical Association (IPA), conoció a Freud gracias a Poul Bjerre. De inmediato le pidió que la «iniciara» en el psicoanálisis. Él lanzo una carcajada: «¿Me toma por Papá Noel?», le dijo. Aunque ella sólo tenía cinco años menos, se comportó como una niña: «El tiempo había dulcificado sus rasgos -escribe H. G. Peters-, a lo cual ella añadía una cierta feminidad, llevando pieles suaves, boas, esclavinas sobre los hombros [ … ]. Su belleza física era igualada, si no superada, por la vivacidad de su espíritu, su alegría de vivir, su inteligencia y su cálida humanidad.» Freud no se equivocó. Comprendió de inmediato que Lou deseaba verdaderamente consagrarse al psicoanálisis, y que nada se lo impediría. Por ello la admitió en la Wiener Psychoanalytische Vereinigung (WPV). Su presencia muda atestiguaba a los ojos de todos una continuidad entre Nietzsche y Freud, entre Viena y la cultura alemana, entre la literatura y el psicoanálisis. Evidentemente, Freud estaba enamorado de ella, por lo cual subrayó con fuerza, como para defenderse de lo que experimentaba, que ese apego era extraño a cualquier atracción sexual. En su artículo de 1914 sobre el narcisismo, pensaba en ella al describir los rasgos tan particulares de las mujeres que se asemejan a grandes animales solitarios, sumergidos en la contemplación de sí mismos. Instalada en Viena en 1912, Lou asistió a las reuniones del círculo Freudiano, y también a las de Alfred Adler. Sintiendo celos pero respetuoso, Freud la dejó hacer, aunque permitiéndose algunas fechorías. Una noche, sufriendo por su ausencia, le escribió las siguientes palabras: «La he echado de menos en la sesión de ayer a la noche, y me resulta grato enterarme de que su visita al campo de la protesta masculina no tiene nada que ver con su ausencia. He adquirido la mala costumbre de dirigir siempre mi conferencia a una de las personas de mi círculo de oyentes, y ayer no cesé de mirar fijamente, como fascinado, el lugar vacío que se le había reservado.» Muy pronto, ella abrazó exclusivamente la causa del Freudismo. Fue entonces cuando se enamoró de Viktor Tausk, el hombre más hermoso y melancólico del círculo Freudiano. Se convirtió en su amante. Él tenía veinte años menos. Junto a ellos, Lou se inició en la práctica analítica, visitó hospitales, observó casos que le interesaban, conoció a intelectuales vieneses. Con Tausk y Freud constituyó un trío semejante al que había vivido con Nietzsche y Rée. Una vez más, la historia terminó en tragedia. Introducida en el círculo familiar de la Berggasse, se convirtió en una visitante habitual de la casa, apegándose particularmente a Anna Freud. Después de cada reunión de los miércoles, Freud la acompañaba hasta el hotel, y después de cada cena la cubría de flores. La iniciación de Lou en el psicoanálisis pasó también por la prolongada correspondencia con Freud. Progresivamente, ella fue abandonando la escritura de novelas, para reemplazarla por la práctica de la cura, que le procuraba una satisfacción desconocida. En Königsberg, donde permaneció seis meses en 1923, analizó a cinco médicos y sus pacientes. En Gotinga, en su casa, trabajaba a veces durante diez horas diarias, al punto de que Freud le llamó la atención en una carta del mes de agosto de 1923: «Me entero con espanto -y de la mejor fuente- de que usted dedica hasta diez horas diarias al psicoanálisis. Naturalmente, considero que esto es una tentativa de suicidio mal disimulada, lo que me sorprende mucho, pues por lo que sé usted tiene muy pocos sentimientos de culpa neurótica. Por lo tanto, le suplico que se detenga, y que aumente más bien los honorarios de sus consultas, en una cuarta parte o la mitad, según las cascadas de la caída del marco. El arte de contar parece haber sido olvidado por la multitud de hadas reunidas alrededor de la cuna en el momento de su nacimiento. Se lo ruego, no haga oídos sordos a mi advertencia.» Empobrecida por la inflación que hacía estragos en Alemania, y obligada a mantener a los miembros de su familia arruinados por la Revolución de Octubre, Lou no llegaba a subvenir a sus necesidades. Aunque nunca pidió nada, Freud le envió sumas generosas, y compartió con ella, como él mismo dijo, su «Fortuna recién adquirida». La invitó a su casa en Viena, donde pasaron juntos jornadas Llenas de riqueza». Muy pronto le dio en prenda de fidelidad uno de los anillos reservados a los miembros del Comité Secreto, y después pasó a llamarla su «muy querida Lou», y a hacerle conocer sus pensamientos más íntimos, sobre todo los relacionados con su hija Anna, cuyo análisis se desarrollaba en condiciones difíciles. Lou se convirtió en la confidente de la hija de Freud, e incluso en su segunda analista, cuando hubo necesidad de que lo fuera. A lo largo de la correspondencia entre Freud y ella se los ve evolucionar hacia la vejez y conservar ambos un coraje ejemplar ante la enfermedad. Cuando Lou cumplió 75 años decidió consagrarle un libro para expresar su gratitud, y también algunos desacuerdos con él. Criticó sobre todo los errores cometidos por el psicoanálisis acerca de la creación estética, muy a menudo reducida -dice- a una cuestión de represión. Freud aceptó la argumentación sin reserva, pero trató de obtener que cambiara el título de la obra (Mi gratitud a Freud). Ella no cedió: «Por primera vez -escribió él- me ha impresionado lo que hay de exquisitamente femenino en su trabajo intelectual. Allí donde, seducido por la eterna ambivalencia, yo prefería dejar todo en desorden, usted interviene, clasifica, pone orden y demuestra que de esta manera eso puede ser también agradable.» A partir de 1933, Lou asistió con horror a la instauración del régimen nazi. Conocía el odio que le tenía Elisabeth Förster (1846-1935), la hermana de Nietzsche, convertida en ferviente partidaria del hitlerismo. Conocía también las desviaciones que esa mujer le había hecho sufrir a la filosofía de] hombre del que Lou había estado tan cerca y que admiraba tanto. No ignoraba que los burgueses de Gotinga la llamaban Ia Bruja». Sin embargo, decidió no huir de Alemania. Unos días después de su muerte, un funcionario de la Gestapo se presentó en su domicilio para confiscar la biblioteca, que iba a ser arrojada a los sótanos del ayuntamiento: «Como razón de esta confiscación -escribe Peters- se dijo que Lou había sido psicoanalista y practicado lo que los nazis llamaban ciencia judía, que había sido una colaboradora y amiga íntima de Sigmund Freud, y que su biblioteca estaba repleta de autores judíos».