Biopolítica y biopoder, Michel Foucault (hipótesis represiva)

Foucault: biopolítica y biopoder
En el primer volumen de Historia de la sexualidad (La voluntad de saber) [H.S] de Michel Foucault, hacen su aparición dos nociones estrechamente vinculadas. La primera de ellas es la hipótesis represiva (ver el punto 6,“La historia de la sexualidad: M. Foucault”). La segunda es: la noción de biopoder.
La cuestión del biopoder, desarrollada por Michel Foucault en el capítulo final de La voluntad de saber y en la última clase del curso Defender la sociedad, debe ser leída, por una parte, en relación directa con los temas y problemas que plantea el evolucionismo y sus derivaciones (teoría de la degeneración, eugenesia) y el surgimiento de los modernos racismos biológico y de Estado. Por otra parte, debe destacarse su vinculación con una genealogía de las ideas y las prácticas sobre la sexualidad.
 Frente a la perspectiva sostenida por la “hipótesis represiva”, que considera que el poder es un mero instrumento represivo cuya función sería obstaculizar o distorsionar la verdad, Foucault despliega una interpretación alternativa de las relaciones entre poder, sexo y verdad, en el curso de la cual introduce el tema de la biopolítica y del biopoder.  Éste último se constituiría como poder sobre la vida (por ejemplo las políticas de sexualidad), pero también como poder sobre la muerte (el racismo moderno). Se trataría, en última instancia, de la estatización de la vida, considerada en términos biológicos.
 La biopolítica, por su parte, designaría aquello que “hace entrar a la vida y sus mecanismos en el dominio de los cálculos explícitos y convierte al poder-saber en un agente de transformación de la vida humana” . En su Vocabulario de Michel Foucault, Edgardo Castro sintetiza claramente: “Hay que entender por «biopolítica» la manera en que, a partir del siglo XVIII, se buscó racionalizar los problemas planteados a la práctica gubernamental por los fenómenos propios de un conjunto de vivientes en cuanto población: salud, higiene, natalidad, longevidad, raza”. Según Foucault, el “derecho de espada”, es decir, el poder del soberano sobre la vida y muerte de sus súbditos, habría comenzado a ser desplazado, hacia el siglo XVII y XVIII, por un poder que se ejerce positivamente sobre la vida, que procura administrarla, mantenerla y multiplicarla y despliega sobre ella controles y regulaciones. De esta manera, el derecho soberano de hacer morir o dejar vivir habría sido sucedido por un poder de hacer vivir y dejar morir.
 Este poder sobre la vida, se afirmó sobre dos tecnologías que reconocieron un desarrollo autónomo:
a) La primera de ellas, desde el siglo XVII, constituyó una anatomo-política del cuerpo humano que, asegurada por los mecanismos disciplinarios, tomó al cuerpo individual como objeto a ser manipulado, con el objetivo de lograr un aumento de la docilidad y de la utilidad de los individuos.
b) La otra tecnología sobre la que se desarrolló el poder sobre la vida hizo su aparición hacia mediados del siglo XVIII. Se trata en este caso de una biopolítica de la población, asegurada por toda una serie de intervenciones y controles reguladores. Ésta tecnología se centró en el cuerpo como sustento de procesos biológicos, esto es, el cuerpo-especie: “la proliferación, los nacimientos y la mortalidad, el nivel de salud, la duración de la vida y la longevidad, con todas las condiciones que puedan hacerlos variar”.
Las disciplinas del cuerpo y la regulación de las poblaciones constituyeron entonces los dos grandes polos en torno a los que el poder sobre la vida se organizó, dando inicio a lo que Foucault denomina “la era del biopoder”.
Foucault afirma que el biopoder fue un elemento vital para el desarrollo del capitalismo, en la medida en que el mismo requería la inserción de cuerpos dóciles y útiles en el aparato productivo, y el aumento de “las fuerzas, las aptitudes y la vida en general”. Mientras que los aparatos de Estado afianzaron el mantenimiento de las relaciones de producción, la anátomo y la biopolítica, presentes en todos los niveles del cuerpo social (la familia, el ejército, el taller, la escuela, la medicina, la policía, etc), “actuaron en el terreno de los procesos económicos, de su desarrollo, de las fuerzas involucradas en ellos y que los sostienen”. Actuaron también como factores de segregación y jerarquización sociales que garantizaron “relaciones de dominación y efectos de hegemonía; el ajuste entre la acumulación de los hombres y la del capital” . En resumen, el siglo XVIII hace entrar a los fenómenos de la vida de la especie humana en el orden del saber y del poder, esto es, en el campo de las técnicas políticas, las que emprenden la tarea de controlar y modificar los procesos vitales (condiciones de existencia, probabilidades de vida, salud individual y colectiva, etc.).
 Una de las principales consecuencias del desarrollo del biopoder es la importancia que adquiere la norma frente al sistema jurídico de la ley. El biopoder, en tanto tiene como objeto el cuidado y la administración de la vida, requiere mecanismos continuos y reguladores; debe calificar, medir, jerarquizar, en este sentido realiza distribuciones en torno a una norma. De modo que el efecto histórico del desarrollo de ésta tecnología de poder centrada en la vida es el establecimiento de una sociedad normalizadora.
 En éste contexto es posible comprender la importancia que llega a adquirir la sexualidad en el juego político. Matriz de las disciplinas y principio de las regulaciones, la sexualidad se convierte en el siglo XIX, en tema de operaciones políticas, de campañas de moralización y de responsabilización, se la representa como signo de la fuerza y el vigor biológico de una sociedad. En efecto, por un lado, la sexualidad entra en la órbita del poder disciplinario, en tanto conducta corporal individual. En este sentido, las campañas, que desde fines del siglo XVIII, se dirigen a padres y a educadores, a fin de concientizarlos sobre la necesidad de controlar la masturbación en los niños, es un claro ejemplo del control disciplinario de la sexualidad. Por otro lado, por sus consecuencias procreadoras, la sexualidad corresponde a procesos biológicos que afectan a la población.
 Para Foucault, este lugar privilegiado que adquiere la sexualidad, permite dar cuenta, en primer lugar, de la importancia que adquiere el saber médico a partir del siglo XIX, y los efectos de poder que induce en tanto “técnica política de intervención”. En segundo lugar, permite comprender la entronización, en la segunda mitad del siglo XIX, de la teoría de la degeneración como “núcleo del saber médico sobre la locura y la anormalidad”.
En efecto, si la sexualidad ha llegado a convertirse en blanco de intervenciones y objeto de control y regulación, es por los efectos patológicos que se supone puede inducir, cuando es irregular e indisciplinada, en el plano del cuerpo individual y en el de la población. El ejercicio indisciplinado de la sexualidad sometería a los individuos a temibles enfermedades que podrían desembocar en la parálisis, la locura y la muerte; y, más grave aún, por la vía de la herencia, reducirían a su descendencia a la degradación y la degeneración. “Foco de enfermedades individuales” y “núcleo de la degeneración”, la sexualidad representa “el punto de articulación de lo disciplinario y lo regularizador, del cuerpo y la población”.
En este contexto cobran importancia aquellos cuatro grandes conjuntos estratégicos a lo largo de los cuales se desplegaron políticas del sexo. Cada uno de ellos fue una manera de ajustar las técnicas disciplinarias con los procedimientos reguladores: “de una manera general, en la unión del «cuerpo» y la «población», el sexo se convirtió en blanco central para un poder organizado alrededor de la administración de la vida y no de la amenaza de muerte”.
En las sociedades occidentales modernas, continúa Foucault, los mecanismos de poder se orientan al cuerpo, a lo que hace proliferar la vida, a lo que refuerza la especie y su vigor: “Salud, progenitura, raza, porvenir de la especie, vitalidad del cuerpo social, el poder habla de la sexualidad y a la sexualidad”. La posibilidad de intervenir para modificar las conductas sexuales de la población llego a ser considerada, entonces, como un elemento indispensable para la defensa social y la lucha contra la degeneración. También en la utopía sostenida por los eugenistas de una mejora de la especie humana a partir de una gestión de la sexualidad y la reproducción, la nueva idea de raza mantiene la presunción de una sexualidad controlable.
El racismo moderno, estatal y biologizante, sugiere Foucault, se conforma en éste punto:
“toda una política de población, de la familia, del matrimonio, de la educación, de la jerarquización social y de la propiedad, y una larga serie de intervenciones permanentes a nivel del cuerpo, las conductas, la salud y la vida cotidiana recibieron […] su justificación de la preocupación mítica por proteger la pureza de la sangre y llevar la raza al triunfo”.
En una sociedad de normalización, donde prevalece una tecnología de poder que tiene por objetivo la preservación y administración de la vida; en un Estado que funciona según la modalidad del biopoder, el racismo es lo que hace aceptable el ejercicio del derecho soberano de matar, esto es, la eliminación del enemigo, entendido ahora como “peligro biológico” para la población. El racismo estatal moderno, se vincula, entonces, con el funcionamiento de un Estado que, para poder ejercer plenamente su poder soberano, debe recurrir a la noción de eliminación y purificación de razas. El racismo cumpliría así, para Foucault, dos funciones: a) Por una parte, introduce una brecha de tipo biológica en una población, un corte entre “lo que debe vivir y lo que debe morir […] la aparición de las razas, su distinción, su jerarquía, la calificación de algunas como buenas y otras, al contrario, como inferiores […] va a ser una manera de fragmentar el campo de lo biológico que el poder toma a su cargo”.
b) En segundo lugar, permite legitimar y justificar la destrucción del otro de una manera que no se oponga al ejercicio del biopoder. El exterminio del otro, del inferior, del anormal, del degenerado, “la muerte de la mala raza”, fortalece, y hace más sana y más pura  la raza propia.
De éste modo puede entenderse el estrecho vínculo que para Foucault se teje entre el evolucionismo y el discurso del poder, en la segunda mitad del siglo XIX:
“el evolucionismo, entendido en un sentido amplio –es decir, no tanto la teoría misma de Darwin como el conjunto, el paquete de sus nociones (como jerarquía de las especies en el árbol común de la evolución, lucha por la vida entre las especies, selección que elimina a los menos adaptados)- se convirtió […] en una manera de pensar las relaciones de colonización, la necesidad de las guerras, la criminalidad, los  fenómenos de la locura y la enfermedad mental, la historia de las sociedades con sus diferentes clases, etcétera. En otras palabras, cada vez que hubo enfrentamiento, crimen, lucha, riesgo de muerte, existió la obligación literal de pensarlos en la forma del evolucionismo.”