Blanchot y la filosofía: El dulce tormento

La pasión de la pregunta. Blanchot y la filosofía

Sergio Espinosa Proa
Maestría en Filosofía e Historia de las Ideas
Universidad Autónoma de Zacatecas

El dulce tormento
Ese deseo de oscuridad, esa huida del día, esa búsqueda de lo que inevitablemente es rechazado, esa exigencia de darse al abismo, es aquello que de modo esencial caracteriza, según Blanchot, a la experiencia literaria. El arte, la Obra, se sitúa en esa región limítrofe, entre el sentido y el ser-para-siempre donde todo sentido se desfonda. En su estar presente subviene la ausencia del ser: en su hacer memoria, sobreviene el olvido de lo que es sin principio ni fin. Si la palabra es la vida de la muerte, la inquietud de la literatura es el anhelo por alcanzar, por tocar el antes de la palabra. No la (palabra) flor, sino su negrura, su irrespirable perfume, el invisible polvo que todo lo impregna, “ese color que es rastro y no luz” (12). Búsqueda (de lo) imposible, de esa imposibilidad que consiste en llegar a la muerte desde la vida — y volver, indemne, a ella. Pero ¿cómo insistir en ello si se sabe ya de la imposibilidad?
¿Para qué ir en pos de Eurídice si sabemos que nunca será nuestra?
Tal es el tormento. Hay un antes del lenguaje, un momento que precede a toda significación. El instante donde lo incesante se interrumpe con la irrupción del sentido. Preguntarse por ello es lo mismo que aprender a concebirse de una manera distinta. El hombre no simplemente dispone de signos para poder comunicarse.
Para que los signos sustituyan a las cosas, para que en la voz resuene lo que ha desaparecido, el
lenguaje ha de prescindir de todo — y, de manera eminente, de la especie que lo ha engendrado. Existe de espaldas al sujeto que se imagina su dueño. En el nombre que trae las cosas al mundo late un corazón de ausencia y olvido. Las palabras dan el ser — pero lo dan invadiendo cada cosa con la nada (del ser). Por el lenguaje, las cosas son constituidas en el ser — y, en el mismo movimiento, restituidas a lo insignificante. Ahora bien, ¿cuál es el estatuto de esa cosa que vive de la desaparición, del escamoteo de todas las cosas? No está más allá del mundo, pero tampoco se confunde con éste. No es lo mismo que la consciencia, pero difícilmente coincide con lo inconsciente. No es noche, y tampoco día.
“Es”, dice Blanchot, “el lado del día que éste ha desechado para hacerse luz” (13). No la muerte como fin, sino esa muerte que es la rigurosa imposibilidad de morir.
Revelar lo que toda revelación destruye. Pensar lo que el pensamiento excluye. “Negando el día, la
literatura reconstruye el día como fatalidad; afirmando la noche, encuentra la noche como imposibilidad de la noche” (14). No el día, y tampoco la noche: lo que hay antes y por debajo del día, antes y por debajo de la noche.
¿El ser? La filosofía pregunta por el ser pero en esa pregunta busca la luz del día donde el ser se (ex)tiende.
Antes de que aparezca el día. Pero el misterio no puede revelarse. El ser, como el día, existe en la oscilación “no existe/ya existe”. Tremolación pura, el ser aparece en su desaparición, se aproxima en su alejamiento.
Sin duda, el ser se dice de muchas maneras. Sí, pero ¿quién lo dice? ¿Qué es decir el ser? El ser, ¿no habría de ser la inocencia y el silencio, lo que resta más acá de las palabras? ¿Hay ser fuera de la palabra “ser”? Blanchot no es precisamente un empirista, aunque tampoco coincide con lo que se define en la tradición como un idealista. El idealismo es el lenguaje cuando quiere moralizar. El lenguaje es la vida de la muerte: en él fulgura la desaparición del ser. Es una invocación de lo irrevocable. Pero, ¿hay un resto detrás del lenguaje?
La literatura es lo que abre ese detrás y ese antes: ese entre. “El horror de la existencia privada de mundo, el proceso mediante el cual lo que deja de ser sigue siendo, lo que se olvida tiene siempre cuentas pendientes con la memoria, lo que muere sólo encuentra la imposibilidad de morir, lo que quiere alcanzar el más allá siempre está más acá” (15). Nuestra existencia es fundamentalmente poética; la poesía no es un medio, sino un principio — y un fin.
Poético es el abrirse a ese más acá del sentido de las palabras, antes y por debajo del día que instauran.
Las metáforas espaciales son un irremediable desvío. Notémoslo: Blanchot no sostiene que sólo los poetas puedan alcanzar ese momento patético y auroral en el que chocan el silencio de las cosas y las palabras que viven precisamente de su extinción en cuanto cosas. Dice que sólo cuando el lenguaje es poético —y ello no tiene nada que ver con una profesión u oficio— aparece lo que el lenguaje (también) es: allí donde las palabras “son más fuertes que su sentido” (16). El brillo del discurso oculta una presencia inquietante: es la presencia del sentido, pero presencia que delata una ausencia, una intrusión inaprehensible. El brillo del día reposa en una sustancia material asquerosa, “como una escalera en marcha, un corredor que se despliega, razón cuya infalibilidad excluye a cualquier razonador, lógica hecha ‘la lógica de las cosas’” (17). Cuando es poético, el lenguaje se experimenta a sí mismo como una cosa, como una sustancia, como un animal “que se come y que come, que devora, se engulle y se reconstituye en el vano esfuerzo por trocarse en nada” (18).
Hablar sólo es posible apoyados en una tumba.

Continúa en ¨Blanchot y la filosofía: La exposición a lo no humano¨

Notas:
12- Cf. M. Blanchot, “La literatura y el derecho a la muerte”, en De Kafka a Kafka, Fondo de Cultura Económica, México, trad. Jorge Ferreiro, 1991, p. 51
13- Ibíd., p. 53
14- Ibíd., p. 54
15- Ibíd., p. 61
16- Ibíd., p. 63. La oposición entre fuerza y significación es un tema recurrente en la filosofía francesa contemporánea. Véase, al respecto, de Jacques Derrida, La escritura y la diferencia, Anthropos, Barcelona, trad. Patricio Peñalver, 1987, en esp. el capítulo 1.
17- “La literatura y el derecho a la muerte”, o. c., p. 64
18- Ibídem.