Blanchot y la filosofía: Fuera de la luz — y de la sombra

La pasión de la pregunta. Blanchot y la filosofía

Sergio Espinosa Proa
Maestría en Filosofía e Historia de las Ideas
Universidad Autónoma de Zacatecas

Fuera de la luz — y de la sombra.
Lo neutro no admite ni mediación ni comunidad; lo neutro no revela pero tampoco oculta; lo neutro escapa a la significación de lo visible y lo invisible, pertenece a un orden que no es el de la iluminación (o la oscuridad) ni es el de la comprensión (o el desprecio). Lo neutro no afirma ni niega nada respecto del ser. Es algo como “la noche para siempre sin aurora”, “el olvido que recuerda”, “el deseo nocturno de volverse para ver lo que no pertenece ni a lo visible ni a lo invisible”, el deseo de “vivir de nuevo en otro, en un tercero, la relación de duelo, fascinada, indiferente, irreductible a toda mediación”, la “inminente certidumbre de que aquello que una vez tuvo lugar siempre empezará de nuevo, siempre se traicionará y se negará” (68).
La escritura es una cita con el (lo) neutro, una “extravagancia”, dice Blanchot. “Don silencioso, don misterioso, pero magia en esencia impura” (69)… La extravagancia de la escritura consiste en mostrar lo que oculta y ocultar aquello que muestra; en generar una Trascendencia que siempre queda o demasiado alta o demasiado por debajo de sí misma y de lo que designa; en fin, en poner en juego eso que no es valor alguno, eso que al entrar en juego no hace sino disiparse. Extraña soberanía de lo neutro: sin inmanencia, sin trascendencia.
Lo neutro escapa a la representación, al símbolo, al significado, a la transmisión, al nombre, a la figura, a la presencia. Por mera aproximación, se dirá que lo neutro es el punto de fuga que otorga y sustrae su perspectiva a toda escritura, a todo relato, a toda figura. Ausencia de centro. Fuga.
En cualquier caso, uno no puede nombrarlo.
Siempre es (el) otro quien dice —o puede decir— lo neutro. O, mejor dicho, es en la interrupción del otro donde ese decir se produce. Interrupción de lo otro en el oído del otro: irrupción de una distorsión irreductible, de una in-comunicación constitutiva, de una ruptura de la unidad, anomalía fundamental que le corresponde al habla. Las pausas del discurso alteran la escritura porque hablar (escribir) es “cesar de pensar con miras a la unidad” (70), introducir la disimetría en las relaciones. Un habla que no tiene el universo (la unidad, la reconciliación: exigencia de toda dialéctica) en el horizonte. Escribir es trazar un círculo para incluir en su límite el afuera del círculo.
El afuera: la hermosa ruptura, la perversa cesura que prepara el acto poético.
El pensamiento es el despliegue de esa dualidad, de esa pluralidad que parece en todo momento huir del uno. El habla humana no es la base de la comunidad — a menos que entendamos claramente lo que toda comunidad (y toda habla) supone: “mandamiento, terror, seducción, resentimiento, elogio, empresa” (71). Hablar no es suprimir la violencia. Mientras su horizonte sea la unidad —o la identidad—, el habla sólo contribuirá al aumento de la violencia, a la caída en la entropía. Debe tenerse en cuenta que el espacio de las relaciones, el espacio del diálogo, no es plano, ni unidimensional. Es un espacio irregular, denso, plural y distorsionado, un espacio polarizado, un espacio con curvatura. Entre el hombre y el hombre hay una desmesura: los atraviesa, los cruza una infinitud. ¿Corresponde al habla reducir este espacio, trazar una línea (dialéctica) entre uno y otro extremo, encontrar el desvío de lo irregular para encontrar el universo?
Sin duda, dirá el dialogante, que transitoriamente adopta un habla singular. El habla es —también—
un esfuerzo por reducir lo otro a lo mismo. Sin esa reducción, la comunicación —la mediación— es impracticable.
Pero debe atenderse al otro flanco del habla. Sin lo otro, sin el esfuerzo de acoger a lo otro en su alteridad, simplemente no habría habla. El habla de los hombres es la expulsión del círculo divino. No hay unidad.
Los hombres son animales condenados, arrojados a la pluralidad y al afuera.
Esta pluralidad es la (abertura de) la pregunta: allí donde, en el habla plena, se infiltra el vacío previo.
“Mediante la pregunta”, observa Blanchot, en una resonancia claramente heideggeriana, “nos damos la cosa y nos damos el vacío que nos permite aún no tenerlo o tenerlo como deseo. La pregunta es el deseo del pensamiento” (72). Recíprocamente, la respuesta es la desgracia —la madurez— de la pregunta. La pregunta libera al ser de sí mismo, lo descentra, lo arroja a su (propio) afuera. Dios no pregunta. La pregunta “más profunda” se enfrenta a la imposibilidad de la respuesta. Por eso nos persigue sin concernirnos. Por eso huye quietamente ante la satisfacción de una respuesta. La pregunta desvía. La pregunta más profunda es lo que queda cuando la pregunta por (el) todo ha sido —finalmente— contestada.
Ella es el problema que no se plantea — cuando, por la dialéctica, (el) todo ha devenido “problema” (73).

Continúa en ¨(Otro) punto de partida¨

Notas:
68- Ibíd., p. 240 n.
69- M. Blanchot, “El fracaso de Milena”, en De Kafka a Kafka, o. c., p. 213
70- M. Blanchot, “La interrupción como en una superficie de Riemann”, en El diálogo inconcluso, o. c., p. 138
71- M. Blanchot, “Un habla plural”, en El diálogo inconcluso, o. c., p. 144
72- M. Blanchot, “La pregunta más profunda”, en El diálogo inconcluso, o. c., p. 40
73 La pregunta más profunda no tiene la forma del problema. Éste exige un “planteamiento” que lleva en sí mismo un espacio para la respuesta (una x en una ecuación). Blanchot alude aquí a una pregunta que tiene forma de enigma: una pregunta que proviene de lo inhumano, de lo que nunca interroga por sí mismo. “La pregunta profunda es el hombre como Esfinge, la parte peligrosa, inhumana y sagrada, que detiene y mantiene detenido ante ella, en el enfrentamiento de un instante, al hombre que se dice simplemente hombre con simplicidad y suficiencia”, en Ibíd., p. 47. La pregunta-enigma no pide respuesta; sólo quiere un cambio de sentido.