Blanchot y la filosofía: La exposición a lo no humano

La pasión de la pregunta. Blanchot y la filosofía

Sergio Espinosa Proa
Maestría en Filosofía e Historia de las Ideas
Universidad Autónoma de Zacatecas

La exposición a lo no humano
El hombre es —posiblemente— el único animal que habla. Pero por hablar se expone a un ruido extraño e inhumano, a un rumor de fondo que ningún sentido y ninguna palabra registran ni pueden hacer asequible. El lenguaje nos pone en contacto con una realidad que trasciende al ser — si por “ser” entendemos una verdad lógica y expresable. Pero esa verdad depende íntegramente de la mentira que es el lenguaje, ese ser reposa en la nada, esa vida sólo es tal en virtud de la muerte. Y aquí el problema se escinde. Ante el horror del ser, ante la angustia de ser, la muerte es la salvación. Pero no la muerte que creemos conocer, la muerte asimilada, la muerte sin la cual ni siquiera podría haber un mundo (humano). “La muerte trabaja con nosotros en el mundo”, advierte Blanchot; “poder que humaniza a la naturaleza, que eleva el ser a la existencia, está en nosotros,
como nuestra parte más humana; sólo es muerte en el mundo, el hombre la conoce sólo porque es hombre, y sólo es hombre porque es la muerte en devenir” (19).
Pero esa muerte desaparece con mi muerte. Al morir, dejo de ser mortal.
La muerte, ¿es lo más propio de los hombres? Porque habla, el hombre lleva en sí a la muerte y se sostiene en ella. Pero se sostiene en aquello que le destruye (sólo así puede sostenerse). “El hombre entra en la noche, pero la noche conduce al despertar y helo ahí miseria” (20). Porque habla, el hombre es un doblez, un plegamiento, una eterna contra-dicción. En todo esto, Blanchot se mueve resueltamente en un horizonte hegeliano.
El lenguaje niega al mundo en y por el mismo impulso bajo el que lo conserva. Niega la muerte, y por ello la lleva dentro de sí. No habría ni sentido ni trabajo sin esa negación previa de las cosas en su materialidad.
Ahora bien, lo que Blanchot entiende por “literatura” es el borde del mundo y del tiempo que el lenguaje, con su característica acción, configura. Lo literario del lenguaje es su conexión con lo informe, su intersección con lo inhumano. Literario es el deslizamiento, la indecisión, la vacilación, la mixtura, la interferencia entre lo real y lo imaginario, entre la acción y la inacción, entre la comprensión y lo inexplicable.
La literatura es el lenguaje de lo que no es lenguaje — ni puede ser llevado a él.
“La literatura aparece entonces vinculada a lo extraño de la existencia que el ser ha repudiado y que escapa de cualquier categoría” (21). Menos lo inefable que lo que el propio lenguaje condena al silencio, la fuerza impersonal que el sentido reduce a mero rumor, a presencia cancelada, a “muerte sin muerte” y “supervivencia que no es supervivencia”. El borde del lenguaje es la ambigüedad, pues asume el carácter bifronte de cada palabra —presencia material y ausencia ideal— sin reducir o reemplazar al uno por el otro. La ambigüedad del lenguaje es constitutiva, pues la negación, la irrealidad y la muerte son sus herramientas para hacer sentido, pero cuando el sentido se ha formado no puede dejar de remitir a su negación, a su irrealidad, a su muerte.
“O bien la muerte se muestra como la fuerza civilizadora que desemboca en la comprensión del ser. Pero, al mismo tiempo, la muerte que desemboca en el ser representa la locura absurda, la maldición de la existencia que reúne en sí a la muerte y al ser y no es ni ser ni muerte” (22).
La nada crea al ser.
Pero, como hemos visto, el “ser” de Blanchot coincide con el mundo de los hombres, el mundo generado por la negatividad, es decir, por el trabajo y por el lenguaje. El ser es una creación de esa nada que el hombre pone a su servicio — pero una nada cuya soberanía sólo el borde poético del lenguaje puede apenas avizorar o captar como en lejanísimo eco: “Escribir, ‘formar’ en lo informe un sentido ausente. Sentido ausente (no ausencia de sentido, ni sentido que faltaría, potencial o latente). Escribir es tal vez traer a la superficie algo como un sentido ausente, acoger la presión pasiva que todavía no es pensamiento, aunque ya es el desastre del pensamiento. Su paciencia” (23).
La literatura manifiesta eso que el sentido, por nacer, ya ha hecho inaccesible. Es la palabra de quien se calla (24).
Digamos, al pasar, que, haciendo dialogar —no sin perversión— a Tomás de Aquino con Blanchot, Klossowski ha notado que ese abismo (Ungrund) que, muriendo, da vida a la palabra, no puede ser otro que Dios: “Dios sería ese abismo (Ungrund) que exige hablar, nada no habla, nada (el Ungrund) encuentra su ser en la palabra y el ser en la palabra no es nada” (25). ¿Qué cosa/no-cosa revela la literatura sino ese abismo cuya huella se adivina en las cosas y los seres antes de que con la palabra hagan su entrada en el mundo? Pero, el Altísimo, ¿es ese sentido, ese signo, esa palabra —común o privilegiada— que desciende a lo insignificante, al fondo sin fondo, al pozo del ser-nada, para traerlo, ausente, nocturno, fugitivo, a la plena luz del día? ¿Ese Dios es el abismo — o la exigencia de elevarse sobre la nada?
De cualquier manera, como huella, como muerte, como insignificancia, como insomnio, como ausencia, como silencio, allí queda, vigilia exasperante, el Más Alto — y su ley.

Continúa en ¨Blanchot y la filosofía: Kafka o la ambigüedad¨

Notas:
19- “La literatura y el derecho a la muerte”, loc. cit.., p. 66
20- Ibíd., p. 67
21- Ibíd., p. 71
22- Ibíd., pp. 77-78
23- M. Blanchot, L’écriture du désastre, Gallimard, Paris, 1980, p. 71
24- P. Klossowski, o. c., p. 126
25- Ibíd., p. 131