Blanchot y la filosofía: La semiosis infinita

La pasión de la pregunta. Blanchot y la filosofía

Sergio Espinosa Proa
Maestría en Filosofía e Historia de las Ideas
Universidad Autónoma de Zacatecas

La semiosis infinita
L’entretien infini (42) es una mole fragmentaria, un texto de múltiples accesos, un inmenso y estratificado palimpsesto.
Es un texto crítico, pero crítico en el exacto sentido que, siguiendo en buena medida a Heidegger, le da Maurice Blanchot: “ese malvado híbrido de lectura y escritura” que “en la misma medida en que se elabora, se desarrolla y se afirma, debe borrarse cada vez más” para, al final, desaparecer y romperse. Crítico, pero no sobrepuesto a las obras que comenta — pues la crítica pertenece al mismo espacio de la escritura literaria. Es algo así como su espacio exterior, ahí donde el desgarramiento y la inquietud que es la literatura se prolonga “a manera de una reserva viviente de vacío, de espacio o de error”, allí donde la escritura halla el poder de “conservarse perpetuamente en falta”. La crítica es una errancia, un deambular, “el trabajo del paso que abre la oscuridad y es por ello la fuerza progresiva de la mediación, que corre el riesgo de ser también el recomenzar sin fin que arruina toda dialéctica, que sólo lleva al fracaso sin encontrar en él ni su medida ni su apaciguamiento” (43).
Formalmente, El diálogo inconcluso se encuentra dividido en tres grandes secciones: “El habla plural. Habla de escritura”, “La experiencia límite” y “La ausencia de libro”. Es un texto móvil, articulado/inarticulado, que Blanchot firma mirándolo como “casi anónimo”. No es ésta, por cierto, una simple pose de modestia. El anonimato significa que pertenece a “todos”, que nadie puede fungir como su propietario, pues su existencia depende de la posibilidad de mantener y prolongar determinada exigencia. Es un libro cuyo propósito es designar —siempre en vano— la ausencia de libro (44).
¿Cómo aproximarse a su obstinación, cómo leer esa su insidiosa interrupción de lo que no cesa?
¿Por dónde comenzar? ¿De qué manera estar siempre dispuestos a recomenzar? Quizá tendríamos que (re)iniciar precisamente aquí: “¿Qué es un filósofo? —Tal vez se trate de una pregunta anacrónica. Pero le daré una respuesta moderna. En otro tiempo se decía: es un hombre que se asombra; hoy diré, usando la expresión de Georges Bataille: es alguien que tiene miedo”(45). Un miedo de una índole muy particular, pues el filósofo —en cuanto “paradigma”— no sólo es un combatiente sino que incluso ha llegado al extremo de beber la cicuta. El filósofo, insiste Blanchot, está regido por el miedo; por aquello que nos hace salir, que nos expulsa de tres reinos limítrofes donde el hombre cree encontrar su mayor confort: la paz, la libertad, la amistad. En principio, los tres reinos del Yo. El filósofo habita en el afuera de sí mismo, en “lo Externo en sí”.
Blanchot sustituye el thaumazein griego con el pavor de los modernos. ¿Cuál podría ser la distancia que los separa? Ese miedo, ¿es lo mismo que la angustia?
La relación con lo desconocido está penetrada por ese sentimiento. Lo desconocido da miedo. Pero el filósofo no sólo tiene miedo: participa de él, se funde con él. El filósofo es el miedo, es “la irrupción de lo que surge y se descubre en el miedo” (46). La filosofía no puede, en tal sentido, ser encapsulada en el estrecho ámbito de lo “racional”. Pero tampoco se deja circunscribir en el —poroso, vibrátil— círculo de lo “sentimental”.
El miedo al que se refiere Blanchot no es el que experimenta un sujeto situado frente a lo desconocido. Cuando habla de fusión con el miedo, es en la disolución del “yo”, es en el des-quiciamiento del sujeto en lo que piensa. Piensa en el arrebato. Pero, ¿cómo podría ser “filosófico” ese transporte, ese extravío?
Lo desconocido es, para Blanchot, el centro mismo de la filosofía.
Pero un centro que escapa a la filosofía. Filosófico es el pensamiento del miedo — y el miedo del pensamiento.
Miedo, ¿de qué? Miedo del miedo, dice el diálogo infinito. Porque lo que da miedo del miedo no es
lo desconocido, sino la violencia que puede desencadenar. La filosofía se define por esa relación con lo desconocido — en cuanto que desconocido. En ella lo desconocido debe, por decirlo así, permanecer “en libertad”.
¿Es posible otra relación? ¿Una relación, por ejemplo, en la que lo desconocido sea reducido —y sometido— a lo conocido, en donde sea domesticado por la acción o por el pensamiento? Se diría que la filosofía es precisamente esa voluntad de domesticación. Que lo desconocido permanezca desconocido es una eventualidad perteneciente al sentimiento: el miedo, la angustia, el éxtasis.
Quizá, en el fondo, se trate de una cuestión de vergüenza. Mas lo vergonzoso no estaría en dejarse arrebatar, sino en el miedo que ese abandono y esa pérdida comportan. Lo vergonzoso, quizá, es mantenernos siempre dentro de nuestros propios límites, preservados contra la irrupción de lo desconocido en el interior del círculo encantado de nuestra conciencia.

Continúa en ¨Afirmar el abismo¨

Notas:
42- M. Blanchot, L’entretien infini, Gallimard, Paris, 1969. Me remitiré en todo lo que sigue a la traducción castellana de Pierre de Place.
43- M. Blanchot, “Prefacio”, en Lautréamont y Sade, Fondo de Cultura Económica, México, trad. E. Lombera Pallares, 1990, pp. 9, 12 y 13
44- El diálogo inconcluso, o. c., p. 664
45- Ibíd., p. 97
46- Ibídem