Blanchot y la filosofía: Una presencia sin presente

La pasión de la pregunta. Blanchot y la filosofía

Sergio Espinosa Proa
Maestría en Filosofía e Historia de las Ideas
Universidad Autónoma de Zacatecas

Una presencia sin presente
Hegel edifica su sistema como un sólido y seguro puente que nos llevaría del solipsismo individualista a lo societal y comunitario: del Yo al Nosotros (53). Pero el puente, en tanto que puente, está suspendido en un abismo. Blanchot cree que lo humano se juega en ese precipicio, se juega a condición de afirmar —y no de anular, o reducir— esa fractura infinita. Los extremos no son el Ego y la Comunidad, sino, como se ha visto, el Yo — y lo Otro. Sin embargo, y he aquí otra sorpresa, lo Otro sigue siendo humano. “Sólo el hombre me es absolutamente extraño”, confiesa el dialogante (54). Lo desconocido no es lo que el hombre no es. No se encuentra en una especie de espacio exterior. Lo desconocido se revela en la —siempre ambigua— relación del hombre con el hombre.
¿Cómo se revela? ¿Cómo se da o emerge a la luz del día?
Precisamente, de espaldas a esa luminosidad que es la del mundo. El mundo es el imperio de la ley,
de la necesidad, de la comunicación, de la lucha, de la violencia — mediada. No hay mundo si la negatividad — la muerte— no se pone al servicio del proyecto (humano). Los hombres se relacionan entre sí porque trabajan “en la afirmación de un mismo día” (55). El mundo se realiza en y por la ley, que es a su vez lo que mantiene unidos/enfrentados a los hombres. Allí, la negación tiene que ser convertida en posibilidad y la muerte en poder. La negación y la muerte son convertidas en tiempo. Pero el escritor se pregunta por ese instante en el que la ley, el tiempo, las cosas que nos unen/separan permanecen en suspenso. Apunta a ese (imposible) instante en el que emerge lo otro. Allí, la emergencia es lo mismo que la inaccesibilidad.
El hombre se hace inaccesible porque —y cuando— se abisma en su ser inmediato.
Lo inmediato no tiene ni límite ni medida. Es vínculo mortal. Y no la muerte diferida y parcial que se
halla en obra en el trabajo —en el proyecto—, sino la muerte radical. Al aferrarse a la presencia en su inmediatez, el hombre corre el riesgo de hacerla desaparecer. En su deseo de mantenerla viva y presente, en su anhelo de verla, Orfeo condena a Eurídice —que simboliza la condición de lo extraño, la lejanía extrema, lo otro— a la muerte. En esa rotura del tiempo —ese tiempo que es la muerte diferida por el proyecto— lo inmediato aparece como una disyuntiva radical: hablar — o matar.
El contexto de estas cavilaciones no podía dejar de remitir al drama bíblico. La relación de Orfeo y
Eurídice se tuerce y adensa en la relación de Caín —el Ego— con Abel —la presencia—. Una imposibilidad que abre paso a la posibilidad extrema: el hombre es ese desconocido que vacila entre hablar o dar la muerte.
Pero, ¿son en verdad cosas diferentes? Hablar es, también, dar la muerte. No hay un “habla buena” y una “muerte mala”. El habla reduce la presencia, la expone a la violencia, la desnuda, la condena a la fragilidad.
“Hablar al nivel de la debilidad y de la desnudez —al nivel de la desgracia— tal vez sea recusar el poder, pero recusarlo atrayéndole” (56). La alternativa misma entre hablar o matar pertenece al horizonte abierto por el lenguaje.
Hablar y matar no son opciones distintas; representan, a lo más, caras opuestas de una misma realidad, de una misma elección. Porque hablar sólo da fe de una irreductible asimetría, de una radical desigualdad.
Quienes hablan nunca con-vienen.
El lenguaje afirma el abismo entre ego y el otro. Es un puente, pero un puente que hace aún más infranqueable el abismo. No tenemos poder ante el otro. “Y el habla”, destaca el dialogante, “es esta relación donde aquel que no puedo alcanzar se hace presencia en su verdad inaccesible y extraña” (57). El lenguaje no abole el abismo. No establece un plano de igualdad entre los hablantes. No es un “medio” de conocimiento, y tampoco un instrumento de poder sobre el otro. En cualquier caso, quiere, pero no puede. El lenguaje busca lo igual, lo idéntico, para poder comunicar; pero en esa búsqueda se le escapa lo que hay que comunicar: a saber, una diferencia irreductible, una inconmensurabilidad, una discordancia. Saltando sobre el abismo, sólo logra que la distancia se haga evidente e ineludible.
El habla, sin embargo, puede intentar borrar esa distancia, rechazar esa asimetría. Puede trabajar en el sentido de una afirmación del todo (ese horizonte que achata lo humano para que lo otro sea otro “yo mismo”). Puede igualar lo radicalmente desigual. Pero el habla es siempre doble, está rajada de un cabo al otro. Puede — y no puede, quiere — y no quiere. Igualar y excluirse de lo igual son, ambos, y en su mutua inconciliabilidad, movimientos de la lengua.
Un lenguaje que quiere totalizar — y un lenguaje que quiere remontarse al antes y al afuera del todo.
Aquí también deberá decirse que el poder (de la muerte) puede destruir la presencia. La presencia es siempre presencia del infinito en el otro. Pero la muerte, ¿alcanza de verdad esa presencia? El poder de hacer desaparecer, de relegar a la ausencia, ¿equivale a un poder de aprehensión de la presencia? “El poder no tiene poder sobre la presencia”, formula Blanchot. “Contrariamente, en la captura decisiva del acto de la muerte, se descubre que la presencia, reducida a la simplicidad de la presencia, es lo que se presenta, pero no se aprehende; lo que se sustrae a cualquier aprehensión” (58). La presencia permanece intacta — mas no intangible. Lo Otro no admite nombres. La palabra sólo puede acudir a ello para que, desconocido, se vuelva hacia nosotros. El lenguaje tiene dos “centros de gravedad”: nombrar lo posible, responder a lo imposible.

Continúa en ¨El otro reino¨

Notas:
53- Cf. Ramón Valls Plana, Del Yo al Nosotros. Una lectura de la Fenomenología del Espíritu de Hegel, Laia, Barcelona, 1979
54- M. Blanchot, “Mantener la palabra”, en El diálogo inconcluso, o. c., p. 112
55- Ibídem.
56- Ibíd., p. 115
57- Ibíd., p. 116
58- Ibíd., p. 114