Del crimen en su relación con la realidad del criminal: si el psicoanálisis da su medida

La responsabilidad, es decir, el castigo, es una característica esencial de la idea del hombre que prevalece en una sociedad dada.
Una civilización cuyos ideales sean cada vez mas utilitarios, comprometida como está en el movimiento acelerado de la producción, ya no puede conocer nada de la significación expiatoria del castigo. Si retiene su alcance ejemplar, es porque tiende a absorberlo en su fin correccional. Por lo demás, este cambia insensiblemente de objeto. Los ideales del humanismo se resuelven en el utilitarismo del grupo. Y como el grupo que hace la ley no está, por razones sociales, completamente seguro respecto de la justicia de los fundamentos de su poder, se remite a un humanitarismo en el que se expresan, igualmente, la sublevación de los explotados y la mala conciencia de los explotadores, a los que la noción de castigo también se les ha hecho insoportable. La antinomia ideológica refleja, aquí como en otras partes, el malestar social. Ahora busca su solución en una posición científica del problema: a saber, en un análisis psiquiátrico del criminal, a lo cual se debe remitir, habida cuenta ya de todas las medidas de prevención contra el crimen y de protección contra su recidiva, lo que podríamos designar como una concepción sanitaria de la penología.

Es esta una concepción que supone resueltas las relaciones entre el derecho a la violencia y el poder de una policía universal. Lo hemos visto, soberbio, en Nuremberg, y, aunque el efecto sanitario de este proceso sigue siendo dudoso con respecto a la supresión de los males sociales que pretendía reprimir, el psiquiatra no habría podido dejar de asistir por razones de «humanidad», acerca de las cuales se puede ver que sienten más respeto por el objeto humano que por la noción de prójimo.

A la evolución del sentido de castigo responde, en efecto, una evolución paralela de la prueba del crimen.
Comenzando en las sociedades religiosas por la sandalia o por la prueba del juramento, en que el culpable se designa por los resortes de la creencia u ofrece su destino al juicio de Dios, la probación exige cada vez más el compromiso del individuo en la confesión, a medida que se precisa su personalidad jurídica, Por eso toda la evolución humanista del Derecho en Europa, que comienza por el redescubrimiento del Derecho Romano en la Escuela de Bolonia v va hasta la captación íntegra de la justícia por los legistas reales y la universalización de la noción del Derecho de gentes, es estrictamente correlativa, tanto en el tiempo como en el espacio, de la difusión de la tortura, inaugurada asimismo en Bolonia como medio de prueba del crimen. Un hecho cuyo alcance no parece haber sido medido hasta ahora.

Y es que el desprecio por la conciencia, que se manifiesta en la reaparición general de esta práctica como procedimiento de opresión, nos oculta que fe en el hombre supone como procedimiento de aplicación de la justicia.

Si en el momento preciso en que nuestra sociedad ha promulgado los Derechos del Hombre, ideológicamente bañados en la abstracción de su ser natural, se ha abandonado el uso jurídico de la tortura, no ha sido ello en razón de una dulcificación de las costumbres, difícil de sostener dentro de la perspectiva histórica que tenemos de la realidad social en el siglo XIX; es que el nuevo hombre, abstraído de su consistencia social, ya no es creíble ni en uno ni en otro sentido de este término, lo cual quiere decir que, no siendo ya pecable, no es posible añadir fe a su existencia como criminal ni, con ello, a su confesión. De allí, pues, que sea menester tener sus motivos, juntamente con los móviles del crimen, motivos y móviles que deben ser comprensibles, y comprensibles para todos, lo que implica, como lo ha formulado uno de los mejores espíritus entre aquellos que han intentado repensar la «filosofía penal» en su crisis, y ello con una rectitud sociológica digna de hacer revisar un injusto olvido -hemos nombrado a Tarde-, lo que implica, dice, dos concesiones para la plena responsabilidad del sujeto: la similitud social y la identidad personal.

De ahí, la puerta del pretorio está abierta al psicólogo, y el hecho de que éste no aparezca sino muy rara vez en persona prueba tan solo la carencia social de su función.

A partir de ese momento, la situación de acusado, para emplear la expresión de Roger Greníer, solo puede ya ser descrita como la cita de verdades inconciliables, tal cual aparece a la audiencia del menor proceso en la sala de lo criminal, adonde se llama al experto a atestiguar. Es asombrosa la falta de común medida entre las referencias sentimentales en que se. enfrentan ministerio público y abogado, porque son las del jury, y las nociones objetivas que el experto proporciona, pero que -poco dialéctico- no logra hacer captar, a falta de poder descargarlas en una conclusión de irresponsabilidad.

Y podemos ver cómo en el espíritu del experto mismo esa discordancia se vuelve contra su función en un patente resentimiento  con desprecio de su deber, como que se ha dado con el caso de un experto que se negaba ante el Tribunal a todo otro exámen que no fuera el físico de un inculpado por lo demás manifiestamente válido mentalmente, atrincherándose en el Código, de lo que no había que deducir la conclusión del hecho del acto imputado al sujeto por la averiguación policial, cuando una prueba pericial psiquiátrica le advertía expresamente que un simple exámen desde este punto de vista demostraba con certeza que el acto en cuestión era puramente aparente y que -gesto de repetición obsesiva- no podía constituir, en el lugar cerrado, aunque vigilado, en que se había producido, un delito de exhibición.

Sin embargo, queda en manos del experto un poder casi discrecional en la dosificación de la pena, a poco que se sirva del añadido agregado por la ley, para su propio uso, al artículo 84 del Código.
Pero con el mero instrumento de ese artículo, si bien no puede responder del carácter compulsivo de la fuerza que ha arrastrarlo al acto del sujeto, al menos puede indagar quién ha sufrido la compulsión.
Pero a una pregunta como ésa únicamente el psicoanalista puede responder, en la medida en que únicamente éI posee una experiencia dialéctica del sujeto.

Destaquemos que uno de los primeros elementos cuya autonomía psíquica esa experiencia le ha enseñado a captar, a saber, lo que la teoría ha profundizado de manera progresiva como si representara a la instancia del yo, es también lo que, en el diálogo analítico confiesa el sujeto como por sí solo, o, con mayor exactitud, lo que tanto de sus actos como de sus intenciones tiene su confesión. Ahora bien, Freud ha reconocido la forma de esta confesión, que es la mas característica de la función que representa; es la Verneinung la denegación.

Se podría describir, aquí, toda una semiología de las formas culturales por las que se comunica la subjetividad, comenzando por la restricción mental, característica del humanismo cristiano y acerca de la cual tanto se les ha reprochado a los admirables moralistas que eran los jesuitas el haber codificado su uso, continuando por el Ketman, especie de ejercicio de protección contra la verdad y señalado por Gobineau como general en sus tan penetrantes relatos sobre la vida social del Medio Oriente, y pasando al Yang, ceremonial de las negativas presentado por la cortesía china como escalera al reconocimiento del prójimo, para reconocer la forma más característica de expresión del sujeto en la sociedad occidental, en la protesta de inocencia, y plantear que la sinceridad es el primer obstáculo hallado por la dialéctica en la búsqueda de las verdaderas intenciones puesto que el uso primario del habla parece tener por fin, disfrazarlas.

Pero eso sólo es el afloramiento de una estructura que se encuentra a través de todas las etapas de la génesis del yo, y muestra que la dialéctica proporciona la ley inconsciente de las formaciones, aún las más arcaicas, del aparato de adaptación, confirmando así la gnoseología de Hegel, que formula la ley generadora de la realidad en el proceso de tesis, antítesis y síntesis. Y por cierto que resulta gracioso ver cómo algunos marxistas se afanan en descubrir en el progreso de las naciones esencialmente idealistas que constituyen las matemáticas las huellas imperceptibles de ese proceso y en desconocer su forma allí en donde con mayor verosimilitud debe aparecer, esto es, en la única psicología que manifiestamente va a lo concreto a poco que su teoría se confiese guiada por tal forma.

Tanto más significativo es reconocerla en la sucesión de las crisis -destete, intrusión, Edipo, pubertad, adolescencia- que rehacen cada una una nueva síntesis de los aparatos del yo en una forma siempre mas alienante para las pulsiones que en ello se frustran, y siempre menos ideal para las que allí encuentran su normalización Es una forma producida por el fenómeno psíquico, acaso el mas fundamental que haya descubierto el psicoanálisis; la identificación, cuyo poder formativo se revela hasta en biología Y cada uno de los períodos llamados de latencia pulsional (cuya serie correspondiente se completa con la descubierta por Franz Wittels para el ego adolescente) se caracteriza por la dominación de una estructura típica de Ios objetos del deseo.

Uno de nosotros ha descrito en la identificación del sujeto infans con la imagen especular el modelo que considera más significativo, al mismo tiempo que el momento mas original, de la relación fundamentalmente alienante en la que eI ser del hombre se constituye dialécticamente.

El ha demostrado también que cada una de esas identificaciones desarrolla una agresividad que la frustración pulsional no alcanza a explicar, como no sea en la comprensión del common sense, caro a Alexander, pero que expresa la discordancia, que se produce en la realización alienante; fenómeno cuya noción se puede ejemplificar por la forma gesticulante que al respecto proporciona la experiencia sobre el animal en la creciente ambigüedad (como la de una elipse en un círculo) de señales opuestamente condicionadas.

Esa tensión pone de manifiesto la negatividad dialéctica inscrita en las formas mismas en que se comprometen en el hombre las fuerzas de la vida, y se puede decir que el genio de Freud ha dado su medida al reconocerla como «pulsión del yo» con el nombre de instinto de muerte

En efecto, toda forma del yo encarna esa negatividad, y se puede decir que, si Cloto, Laquesis y Atropos se reparten el cuidado de nuestro destino, de consuno retuercen el hilo de nuestra identidad.

De ese modo, como la tensión agresiva integra la pulsión frustrada cada vez que la falta de adecuación del «otro» hace abortar la identificación resolutiva, también determina, con ello, un tipo de objeto que se vuelve criminógeno en la suspensión de la dialéctica del yo.

Uno de nosotros ha intentado mostrar el papel funcional y la correlación en el delirio de la estructura de ese objeto en dos formas extremas de homicidio paranoico: el caso «Aimée» y el de las hermanas Papin. Este último probaba que únicamente el analista puede demostrar, en contra del común sentimiento, la alienación de la realidad del criminal en un caso en que el crimen da la ilusión de responder a su contexto social,

También Anna Freud, Kate Friedlander y Bowlby determinan, en su condición de analistas, esas estructuras del objeto en los casos de robo entre los delincuentes jóvenes
, según sea que se manifieste en ellos el simbolismo de don del excremento o la reivindicación edípica, la frustración de la presencia nutricia o la de la masturbación fálica, y la noción de que estructura tal responde a un tipo de realidad que determina los actos del sujeto, guía esta parte que llaman educativa de su conducta con respecto a ellos.

Educación que es más bien una dialéctica viva, según la cual el educador remite, con su no actuar, las agresiones propias del yo a ligarse por el sujeto, alienándose en sus relaciones con el otro, a fin de que pueda entonces desligarlas mediante las maniobras del análisis clásico.

Y, desde luego, la ingeniosidad y la paciencia que uno admira en las iniciativas de un pionero como Aichhorn no hacen olvidar que su forma debe ser siempre renovada para superar las resistencias que el «grupo agresivo» no puede dejar de desplegar en contra de toda técnica reconocida.

Una concepción como esa de la acción de «enderezamiento» se opone a todo aquello que puede ser inspirado por una psicología que se dice genética, que en el niño no hace más que medir sus aptitudes decrecientes para responder a las preguntas que se le formulan en el registro puramente abstracto de las categorías mentales del adulto, y que basta para trastornar la simple captación de este hecho primordial de que el niño, desde sus primeras manifestaciones de lenguaje, se vale de la sintaxis y las partículas de acuerdo con los matices que los postulados de la génesis mental solo deberían permitirle alcanzar en la cúspide de una carrera de metafísico.

Y ya que esa psicología pretende alcanzar, bajo estos aspectos cretinizados, la realidad del niño, digamos que el muy bien advertible pedante deberá regresar de su error, cuando las palabras de «¡Viva la muerte!», proferidas por labios que no saben lo que dicen, le hagan comprender que la dialéctica circula ardiente en la carne con la sangre.

Esa concepción especifica además la especie de dictamen pericial que el analista puede proporcionar de la realidad del crimen al basarse en el estudio de lo que podemos llamar técnicas negativistas del yo, ya las sufra el ocasional criminal o estén dirigidas por el criminal habitual, es decir, la inanización básica de las perspectivas espaciales y temporales necesitadas por la previsión intimidante a que se fía, ingenuamente, la teoría denominada «hedonista» de la penología, la progresiva subducción de los intereses en el campo de la tentación objetal, el estrechamiento del campo de la conciencia a la medida de una captación sonambúlica de lo inmediato en la ejecución del acto, y su coordinación estructural con fantasmas que dejan ausente a su autor, anulación ideal o creaciones imaginarias, a lo cual vienen a insertarse, con arreglo a una inconsciente espontaneidad, las denegaciones, las coartadas y las simulaciones en las que se sostiene la realidad alienada que caracteriza al sujeto.

Queremos decir aquí que toda esa cadena no tiene, de ordinario, la organización arbitraria de una conducta deliberada, y que las anomalías de estructura que el analista puede descubrir en ella han de ser para él otros tantos hitos en el camino de la verdad. De ese modo interpretará con mayor hondura el sentida de las huellas a menudo paradójicas con que se delata el autor del crimen y que significan, antes que los errores de una ejecución imperfecta, los fracasos de una «psicopatología cotidiana» demasiado real.

Las identificaciones anales, que el análisis ha descubierto en los orígenes del yo, otorgan su sentido a lo que la medicina legal designa en la jerga policiaca con el nombre de «tarjeta de visita». La «firma», a menudo flagrante, dejada por el criminal puede indicar en qué momento de la identificación del yo se ha producido la represión merced a la cual se puede decir que el sujeto no puede responder de su crimen y también gracias a la cual permanece aferrado a su denegación.

Con respecto al fenómeno del espejo, un caso recién publicado por la señorita Boutonier nos muestra el resorte de un despertar del criminal a la conciencia de lo que lo condena.

¿Recurrimos, para superar tales represiones [répressions] a uno de esos procedimientos de narcosis tan singularmente prometidos a la actualidad por las alarmas que provocan entre los virtuosos defensores de la inviolabilidad de la conciencia?

Nadie, y menos que nadie el psicoanalista, se extraviará por ese camino, ante todo porque, contra la confusa mitología en cuyo nombre los ignorantes aguardan el «levantamiento de las censuras», el psicoanalista conoce el sentido preciso de las represiones [répressions] que definen los límites de la síntesis del yo.

Sabe, de ahí, que, respecto del inconsciente reprimido cuando el análisis lo restaura en la conciencia, no es tanto el contenido de su revelación cuanto el resorte de su reconquista lo que constituye la eficacia del tratamiento; con mucho mayor razón, tratándose de las determinaciones inconscientes que soportan la afirmación misma del yo, sabe que la realidad, ya se trate de la motivación del sujeto o, a veces, de su acción misma, solo puede aparecer por el progresó de un diálogo, al que el crepúsculo narcótico no podría dejar de volver inconsistente. Ni aquí ni en parte alguna es la verdad un dato al que se pueda captar en su inercia, sino una dialéctica en marcha

No busquemos, pues, la realidad del crimen más que lo que buscamos la del criminal por medio de la narcósis. Los vaticinios que provoca, desconcertantes para el investigador, son peligrosos para el sujeto, quien, a poco que participe de una estructura psicótica, puede hallar en ellos el «momento fecundo» de un delirio.
Como la tortura, la narcosis tiene sus límites: no puede hacerlo confesar al sujeto lo que éste no sabe.
Así, en las Questions médico-légales, acerca de las cuales el libro de Zacchias nos trae el testimonio de haber sido planteadas ya en el siglo XVII en torno de la noción de unidad de la personalidad y de las posibles rupturas que a ésta puede causar la enfermedad el psicoanálisis aporta el aparato de exámen que todavía abarca un campo de vinculación entre la naturaleza y la cultura: en este caso, el de la síntesis personal en su doble relación de identificación formal, que se abre sobre las hiancias de las disociaciones neurológicas (desde los raptos epilépticos hasta las amnesias orgánicas), por una parte, y, por la otra, de asimilación alienante, que se abre sobre las tensiones de las relaciones de grupo.

Aquí, el psicoanalista puede indicarle al sociólogo las funciones criminógenas propias de una sociedad que, exigente de una integración vertical, extremadamente compleja y elevada de la colaboración social, necesaria para su producción, les propone a los sujetos por ella empleados ideales individuales que tienden a reducirse a un plan de asimilación cada vez mas horizontal.

Esta fórmula designa un proceso cuyo aspecto dialéctico se puede expresar de manera sucinta dando a observar que, en una civilización en la que el ideal individualista ha sido elevado a un grado de afirmación hasta entonces desconocido, los individuos resultan tender hacia ese estado en el que pensarán, sentirán, harán y amarán exactamente las cosas a las mismas horas en porciones del espacio estrictamente equivalentes.

Ahora bien, la noción fundamental de la agresividad correlativa a toda identificación alienante permite advertir que en los fenómenos de asimilación social debe haber, a partir de cierta escala cuantitativa, un límite en el que las tensiones agresivas uniformadas se deben precipitar en puntos donde la masa se rompe y polariza.

Se sabe, por lo demás, que esos fenómenos ya han atraído, desde el punto de vista único del rendimiento, la atención de los explotadores del trabajo que no se contentan con palabras, y justificado en la Hawthorne  Westenrn Electric los gastos de un estudio continuado por años de las relaciones de grupo en sus efectos sobre las disposiciones psíquicas más deseables entre los empleados.

Por ejemplo, una completa separación entre el grupo vital constituido por el sujeto y los suyos y el grupo funcional, donde se deben hallar los medios de subsistencia del primero, permite una suficiente ilustración al aseverar que torna verosímil a monsieur Vereloux -una anarquía tanto mayor de las imágenes del deseo cuanto que éstas parecen gravitar cada vez más en torno de satisfacciones escoptofílicas, homogeneizadas en la masa social; una creciente implicación de las pasiones fundamentales del poder, la posesión y el prestigio en los ideales sociales: otros tantos objetos de estudio para los cuales la teoría analítica pueda ofrecerle al estadístico coordenadas correctas a fin de introducir allí sus medidas.

Así aun el político y el filósofo encontraran su bien, connotando en una sociedad democrática como ésa, cuyas costumbres extienden su dominación en el mundo, la aparición de una criminalidad que prolifera en el cuerpo social hasta el extremo de adquirir formas legalizadas y la inserción del tipo psicológico del criminal entre el del recordman, el del filántropo o el de la vedette, a veces hasta su reducción al tipo general de la servidumbre del trabajo. y la significación social del crimen reducida a su uso publicitario.

Estructuras tales, en las que una asimilación social del individuo llevada al extremo muestra su correlación con una tensión agresiva, cuya relativa impunidad en el Estado le resulta muy sensible a todo sujeto de una cultura diferente (como lo era, por ejemplo, el joven Sun Yat-sen), aparecen trastocadas cuando, con arreglo a un proceso formal ya descrito por Platón la tiranía sucede a la democracia y opera sobre los individuos, reducidos a su número ordinal, el acto cardinal de la adición, pronto seguida por las otras tres operaciones fundamentales de la aritmética.

Así es como en la sociedad totalitaria, si la «culpabilidad objetiva» de los dirigentes los hace tratar como a criminales y responsables, la borradura relativa de estas nociones, indicada por la concepción sanitaria de la penología, produce sus frutos para todas las demás. El campo de concentración se abre, para la aIimentación del cual las calificaciones intencionales de la rebelión son menos decisivas que cierta relación cuantitativa entre la masa social y la masa proscrita.

Sin duda que se lo podrá calcular en los términos de la mecánica desarrollada por la psicología llamada de grupo y permitir determinar la constante irracional que debe responder a la agresividad característica de la alienación fundamental del individuo.

Así, en la injusticia misma de la ciudad -siempre incomprensible para el «intelectual» sumiso a la «ley del corazón»- se revela el progreso en el que el hombre se crea a su propia imagen.