Escritos de Lacan: Del sujeto por fin cuestionado

Un grano de entusiasmo es en un escrito el rastro más seguro que pueda dejarse para que revele su época, en el sentido lamentable. Lamentémoslo para eI discurso de Roma, tan seco, para lo cual las circunstancias que menciona no aportan nada atenuante.

AI publicarlo, suponemos un interés en su Iectura, incluyendo el malentendido.

Aun si deseásemos la precaución, no añadiríamos a su destinación original (al Congreso) unas palabras destinadas «al lector» cuando la constante, de Ia que advertimos desde el principio, de nuestro dirigirnos al psicoanalista, culmina aquí al adecuarse a un grupo que solicita nuestra ayuda.

Redoblar el interés sería nuestra réplica, si es que no equivale a dividirlo revelar lo que, sea lo que sea para la concioneia del sujeto, gobierna ese interés.

Queremos hablar del sujeto cuestionado por ese discurso, cuando volverlo a situar aquí desde eI punto en que por nuestra parte no le fallamos, es tan sólo hacer justicia al punto donde nos daba cita.

En cuanto al lector, ya no haremos, salvo el apunte un poco más allá del designio de nuestro seminario, sino fiarnos a su enfrentamiento con textos sin duda no más fáciles, pero ubicables intrínsecamente.

Meta, el mojón que señala la vuelta que ha de cerrarse en una carrera, es la metáfora de la que haremos viático para recordarle el discurso inédito que proseguimos desde entonces cada miércoles del año docente, y que pudiera ser que Ie asista (si no asiste a él) al circular por otra parte.

Sobre el sujeto cuestionado, el psicoanálisis didáctico será nuestro punto de partida. Es sabido que se llama así a un psicoanáIisis que se propone uno emprender en un designio de formación, especialmente como elemento de la habilitación para practicar el psicoanálisis.

El psicoanálisis, cuando está especificado por esta exigencia, es considerado por ello como modificado en los datos que se suponen en él ordinarios, y el psicoanalista juzga debe hacer frente a ello.

Que acepte conducirlo en esas condiciones supone una responsabilidad. Es curioso comprobar cómo se la desplaza, por las garantías que se toman.

Pues el bautismo inesperado que recibe lo que allí se propone de «psicoanálisis personal» (como si los hubiese diferentes), si las cosas vuelven a ponerse efectivamente en el áspero punto que se desea, no nos parece incumbir para nada a lo que la proposición aporta en el sujeto así acogido, desatenderla en suma.

Acaso se vea más claro purificando a dicho sujeto de las preocupaciones que expresa el término de propaganda: el efectivo que ensanchar, la fe que propagar, el estándar que proteger.

Extraigamos de ellas al sujeto que implica la demanda en que se presenta. Quien nos lee da un primer paso en la observación de que el inconscionte le da un asiento poco propicio para reducirlo a lo que la referencia a los instrumentos de precisión designa como error subjetivo; sin renuencia a añadir que el psicoanálisis no tiene el privilegio de un sujeto más consistente, sino que más bien debe permitir iluminarlo igualmente en las avenidas de otras disciplinas.

Esta empresa de envergadura nos distraería indebidamente de dar sus derechos a lo que de hecho se alega: o sea el sujeto al que se califica (significativamente) de paciente, el cual no es sujeto estrictamente implicado por su demanda, sino más bien el producto que se desearía determinado por ella.

Es decir que se ahoga al pez en la operación de su pesca. En nombre de ese paciente la escucha también será paciente. Es por su bien por lo que se elabora la técnica de saber medir su ayuda. De esa paciencia y mesura se trata de hacer capaz al psicoanaIista. Pero después de todo, la incertidumbre que subsiste sobre la finalidad misma del análisis tiene como efecto no dejar entre el paciente y el sujeto que se le anexa sino la diferencia, prometida al segundo, de la repetición de la experiencia, quedando incluso legitimado el que su equivalencia de principio se mantenga con todo su efecto en la contratransferencia. ¿Por qué entonces la didáctica sería un problema?

No hay en este balance ninguna intención negativa. Apuntamos un estado de cosas donde asoman muchas observaciones oportunas, una vuelta a cuestionar permanente de la técnica, de los destellos a veces singulares en la verbosidad de la confesión, en suma una riqueza que puede muy bien concebirse como fruto del relativismo propio de la disciplina, devolviéndole su garantía.

Incluso la objeción deducible del black out que subsiste sobre el fin de la didáctica puede quedar como letra muerta ante lo intocable de la rutina usual.

Sólo lo intocado del umbral mantenido en la habilitación del psicoanalista para hacer didácticas (donde el recurso a la antigüedad es irrisorio) nos recuerda que es el sujeto cuestionado en el psicoanálisis didáctico el que constituye un problema y sigue siendo sujeto intacto.

¿No habría que concebir más bien el psicoanálisis didáctico como la forma perfecta con que se iluminaría la naturaleza del psicoanálisis a secas: aportando una restricción?.

Tal es el vuelco que antes de nosotros no se le había ocurrido a nadie. Parece sin embargo imponerse. Porque si el psicoanálisis tiene un campo específico, la preocupación terapéutica justifica en éI cortocicuitos, incluso temperamentos; pero si hay un caso que prohiba toda reducción semejante, debe ser el psicoanálisis didáctico.

Mal inspirado estaría quien emitiese la sospecha de que sugerimos que la formación de los analistas es lo más defendible que el psicoanálisis puede presentar. Pues esa insolencia, si existiese, no tocaría a los psicoanalistas. Más bien a alguna falla por colmar en la civilización, pero que no está todavia bastante circunscrita para que nadie pueda jactarse de tomarla a su cargo.

Para ello sólo prepara una teoría adecuada a mantener el psicoanálisis en el estatuto que preserva su relación con la ciencia.

Que el psicoanálisis nació de la ciencia es cosa manifiesta. Que hubiese podido aparecer desde otro campo es inconcebible.

Que la pretensión de no tener otro sostén siga siendo lo que se considera obvio, allí donde se distingue por ser freudiano, y lo que no deja en efecto ninguna transición con el esoterismo que estructura prácticas vecinas en apariencia, ello no es azar, sino consecuencia.

¿Cómo entonces dar cuenta de las equivocaciones evidentes que se muestran en las conceptualizaciones en curso en los círculos instituídos? Arréglense como se pueda sus diferentes maneras -desde la pretendida efusión unitiva donde, en eI culmen del tratamiento, se recobraría la beatitud que habría que considerar inaugurante del desarrollo libidinal, hasta los milagros tan alabados de la obtención de la madurez genital, con su facilidad sublime para moverse en todas las regresiones- en todas partes se reconocerá ese espejismo que ni siquiera es discutido: la completud del sujeto, que se confiesa incluso formalmente considerar como una meta de derecho posible de alcanzar, si en los hechos algunas cojeras atribuibles a la técnica o a las secuelas de la historia la mantienen en el rango de un ideal demasiado apartado.

Tal es el principio de la extravagancia teórica, en el sentido propio de este término, en que demuestra poder caer el más auténtico interrogador de su responsabilidad de terapeuta tanto como el escrutador más riguroso de los conceptos: confírmese con el parangón que evocamos primero, Ferenczi, en sus expresiones de delirio biológico sobre el amphimixis, o para el segundo, en el cual pensamos en Jones, mídase en ese paso en falso fenomenelógico, la aphanisis del deseo, en que le hago deslizarse su necesidad de asegurar la igualdad-de-derecho entre los sexos respecto de esa piedra de escándalo, que sólo se admite renunciando a la completud del sujeto: la castración, para llamarla por su nombre.

Al lado de estos ilustres ejemplos asombra menos la profusión de esos recentramientos de la economía a que se entrega cada quién extrapolando de la cura al desarrollo, incluso a la historia humana; tal es la retrotracción de la fantasía de la castración a la fase anal, el fundamento tomado de una neurosis oral universal… sin límite asignable a su etc. En el mejor de los casos hay que tomarlo como manifestando lo que llamaremos la ingenuidad de la perversión personal, quedando la cosa entendida para dejar lugar a alguna iluminación.

Ninguna referencia en éstas palabras a la inanidad del término psicoanálisis personal del que puede decirse que con demasiada frecuencia lo que designa se le iguala, no sancionando sino redistribuciones extremadamente prácticas. De donde vuelve a rebotar la cuestión del beneficio de esa curiosa fabulación.

Sin duda el practicante no endurecido no es insensible a una realidad que se hace más nostálgica por alzarse a su encuentro, y responde en ese caso a la relación esenacial deI velo con se experiencia por esbozos de mito.

Un hecho contradice esta calificación, y es que, se reconozcan en ella no mitos auténticos (entendamos simplemente de esos que han sido recogidos sobre el terreno) los cuales sin falta dejan siempre legible la incompletud del sujeto, sino fragmentos folklóricos de esos mitos, y precisamente los que han retenido las religiones de propaganda en sus temas de salvación. Lo discutirán aquellos para quienes esos temas abrigan su verdad, demasiado dichosos de encontrar en ellos cómo confortarla con lo que ellos llaman hermenéutica.

El vicio radical se designa en la transmisión del saber. En el mejor de los casos ésta se defendería con una refencia a aquellos oficios en los cuales, durante siglos, no se ha hecho sino bajo un velo, mantenido por la institución de la cofradía gremial. Una maestría en artes y unos grados protegen eI secreto de un saber sustancial. (De todas formas es a las artes liberales que no practican el arcano a las que nos referimos más abajo para evocar con ellas la juventud del psicoanálisis).

Por atenuada que pueda ser, la comparación no se sostiene. Hasta eI punto de que podría decirse que la realidad está hecha de la intolerancia a esta comparación, puesto que lo que exige, es una posición totalmente distinta del sujeto.

La teoría, o más bien el machacar que lleva ese nombre y que es tan variable en sus enunciados que a veces parece que sólo su insipidez mantenga en ella un factor común, no es más que el rellenamiento de un lugar donde una carencia se demuestra, sin que se sepa ni siquiera formularla.

Intentamos un álgebra que respondería, en el sitio así definido, a lo que efectúa por su parte la clase de Iógica que llaman simbólica: cuando de la práctica matemática fija los derechos.

No sin el sentimiento de la parte de prudencia y de cuidados que convienen para ello.

Que se trata de conservar allí la disponibilidad de la experiencia adquirida por el sujeto, en la estructura propia de desplazamiento y de hendija en que ha debido constituirse, es todo lo que podemos decir aquí, remitiendo a nuestros desarrollos afectivos.

Lo que hemos de subrayar aquí es que pretendemos allanar la posición científica, al analizar bajo que modo está ya implicada en lo más íntimo del descubrimiento psicoanalítico.

Esta reforma del sujeto, que es aquí inaugurante, debe ser referida a la que se produce en el principio de la ciencia, ya que esta última supone cierto aplazamiento tomado respecto de las cuestiones ambiguas que podemos llamar las cuestiones de la verdad.

Es difícil no ver introducida, desde antes del psicoanálisis, una dimensión que podría denominarse del síntoma, que se articula por el hecho de que representa el retorno de la verdad como tal en la falla de un saber.

No se trata del problema clásico del error, sino de una manifestación concreta que ha de apreciarse «clinicamente», donde se revela no un defecto de representación, sino una verdad de otra referencia que aquello, representación o no, cuyo bello orden viene a turbar.. .

En este sentido puede decirse que esa dimensión, ineluso no estando explicitada, está altamente diferenciada en la crítica de Marx. Y que una parte del vuelco que opera a partir de Hegel está constituida por el retorno (materialista, precisamente por darle figura y cuerpo) de la cuestión de la verdad. Esta en los hechos se impone, diríamos casi, no siguiendo el hilo de la astucia de la razón, forma sutil con que Hegel la pone en vacaciones, sino perturbando esas astucias (leanse los escritos políticos) que no son de razón sino disfrazadas…

Sabemos cuál es la precisión con que convendría acompañar a esa temática de la verdad y de su sesgo en el saber, principio no obstante, nos parece, de la filosofía como tal.

La ponemos de manifiesto sólo para denotar allí el salto de la operación freudiana.

Se distingue por articular claramente el estatuto del síntoma con el suyo, pues ella es la operación propia del síntoma, en sus dos sentidos.

A diferencia del signo, del humo que no va sin fuego, fuego que indica con un llamado eventualmente a apagarlo, el síntoma no se interpreta sino en el orden del significante. El significante no tiene sentido sino en su relación con otro significante. Es en esta articulación donde reside la verdad del síntoma. El síntoma conservaba una borrosidad por representar alguna irrupción de verdad. De hecho es verdad, por estar hecho de la misma pasta de que está hecha ella, si asentamos materialistamente que la verdad es lo que se instaura en la cadena significante.

Queremos aquí desligarnos del nivel de broma en que se llevan a cabo ordinariamente ciertos debates de principio.

Preguntándonos de dónde nuestra mirada debe tomar lo que el humo le propone, puesto que tal es el paradigma clásico, cuando se ofrece a ella por mostrar hornos crematorios.

No dudamos que se nos concederá que no puede ser sino de su valor significante; y que incluso negándose a ser estúpido para eI criterio, ese humo seguiría siendo para la reducción materialista elemento menos metafórico que todos los que podrían levantarse al debatir si lo que representa debe retomarse por el sesgo de lo biológico o de lo social.

De atenernos a esa juntura que es el sujeto, de las consecuencias del lenguaje al deseo del saber, tal vez las vías se harán más practicables, por lo que desde siempre se sabe de la distancia que le separa de su existencia de ser sexuado, incluso de ser vivo.

Y en efecto la construcción que damos del sujeto en la corriente de la experiencia freudiana no quita nada de su conmoción personal a los varios desplazamientos y hendijas, que puede tener que atravesar en el psicoanálisis didáctico.

Si éste registra las resistencias franqueadas, es porque ellas lIenan el espacio de defensa donde se organiza el sujeto, y es únicamente por ciertos puntos de referencia de estructura como se puede aprehender el recorrido que de éI se hace, para esbozar su agotamiento.

De igual modo, cierto orden de armazón es exigible de lo que se trata de alcanzar como pantalla fundamental de lo real en fantasía inconsciente.

Todos estos valores de control no impedirán que la castración, que es la clave de ese sesgo radical del sujeto por donde tiene lugar el advenimiento del síntoma, siga siendo incluso en la didáctica el enigma que el sujeto no resuelve, sino evitándolo.

Por lo menos si algún orden, al instalarse en lo que ha vivido, le diese más tarde de sus expresiones la responsabilidad, no intentará reducir a la fase anal lo que de la castración aprehenda en la fantasía.

Dicho de otra manera, la experiencia se precavería de sancionar manipulaciones del guardagujas teórico propias para mantener en su transmisión el descarrilamiento.

Es necesaria para ello la restauración del estatuto idéntico del psicoanálisis didáctico y de la enseñanza del psicoanálisis, en la abertura científica de ambos.

Esta supone, como cualquier otra, las siguientes condiciones mínimas: una relación definida con el instrumento como instrumento, cierta idea de la cuestión planteada por la materia. El que las dos converjan aquí en una cuestión que no por ello se simplifica, tal vez cierre aquella otra con la cual el psicoanálisis acompaña a la primera, como cuestión planteada a la ciencia, que es la de constituir una por sí mismo y en segundo grado.

Si aquí el lector puede asombrarse de que esa cuestión le llegue tan tarde, y con el mismo temperamento que hace que se hayan necesitado dos repercusiones de las más improbables de nuestra enseñanza para recibir de dos estudiantes de la Universidad en los Estados Unidos la traducción cuidadosa (y lograda) que merecían dos de nuestros artículos (uno de ellos el presente), que sepa que hemos puesto en el tablero de nuestro orden preferencial: primero que haya psicoanalistas.

Por lo menos ahora podemos contentarnos con que mientras dure un rastro de lo que hemos instaurado, habrá psicoanalistas para responder a ciertas urgencias subjetivas, si es que calificarlos con el artículo definido fuese decir demasiado, o también, si no, desear demasiado.
l966