Diccionario de Psicología, letra A, Amor (segunda parte)

Diccionario de Psicología, letra A, Amor

Deja de ser un pedigüeño de signos, y toma la palabra en público para decir su amor. Ese decir público constituye a Sócrates en el lugar de erómenos para Alcibíades y, por ese decir, Sócrates deja de ser para Alcibíades la imagen en la cual él se ve amable. Por ese decir, Sócrates es producido como ágalma, envoltura-omato precioso, que aunque en Sócrates rústica y grosera, contiene los agálmata, las joyas, los objetos causa del deseo. ¿Qué indica entonces Sócrates, una vez realizada esa sustitución, esa metáfora, esa transferencia? Que el verdadero erómenos de Alcibíades es Agatón. Sócrates, al hacer entonces el elogio de Agatón, se presenta como erastés deseante de ese mismo erómenos. El analista, al final de la cura, no está en la posición de Sócrates al final de El banquete. No obstante, es posible decir que al final de la transferencia, uno de los puntos puestos en juego en el analizante consiste en abandonar la identificación idealizante y volver posible un actuar pulsional en relación con la demanda. En varias oportunidades, Lacan retorna el tema platónico del milagro puro, del milagro completo del amor, para poner el acento en la creación ex nihilo producida por la sustitución significante, para subrayar el hecho de que el análisis no es la aceptación del destino, finalmente revelado, y que si bien hay una repetición del pasado que posibilita una simbolización, hay creación al final del recorrido, de un actuar nuevo. Así, con las palabras que Platón pone en boca de Alcibíades al final de El banquete, Lacan muestra que la transferencia,es una metáfora del amor suscitada en su punto de partida por el deseo del analista. El analista ocupa la abertura, la hiancia (béance) que es el deseo del Otro, en su anterioridad misma. Esa hiancia, que es la de la incompletud de lo simbólico, hace del deseo del analista el motor de la transferencia. Y a ese motor de la transferencia Lacan lo denominará «Sujeto Supuesto Saber». Suplencia de la relación sexual «¿De qué se trata entonces en el amor? ¿El amor es, tal como lo promueve el psicoanálisis, con una audacia tanto más increíble cuanto que toda su experiencia va en contra y demuestra lo contrario, el amor, es hacer Uno? ¿El Eros es tensión hacia el Uno?» Si el amor fuera hacer Uno, sería una cuestión de identificación, de amor por esencia narcisista, recíproco. Ante esto, Lacan llegará a decir, en el seminario Les non-dupes errent (Los desengañados se engañan), que Freud confronta la identificación con el amor « … sin el menor éxito, para tratar de hacer aceptable que el amor participa de algún modo de la identificación». El único Uno deseado en el amor es el de la relación sexual (relation rapport sexuel); ahora bien, éste es un enunciado imposible de decir, el lenguaje en ese punto desfallece. Pero el lenguaje, en ese mismo desfallecimiento para decir la relación sexual, produce los efectos de significado ligados a ese refereqte real, imposible de decir, y esos efectos, « … eso agita, conmueve, inquieta a los seres hablantes» y, « … cojeando, llegan incluso a dar una sombra de pequeña vida a ese sentimiento llamado amor» (Aun). Lacan añade que, por la mediación de ese sentimiento, eso acaba finalmente en la reproducción de los cuerpos. El amor es así planteado por Lacan como lo que hace suplencia de la relación sexual. ¿Dónde se reúnen entonces amor y goce sexual? En el horizonte de la demanda dirigida a un psicoanalista siempre está la felicidad. Pero, en El malestar en la cultura, Freud comprueba que para la felicidad no hay nada preparado, ni en el macrocosmos ni en el microcosmos. Al respecto, la ética Freudiana no es la del Bien Supremo. No obstante, en este punto convergen Aristóteles y Freud, lo que obliga a comprobar que el psicoanálisis según Freud participa de la moral del bien. Esta suposición de un lugar de inscripción en el que se conoce nuestro bien deja intacta la cuestión de que ese Bien es el del Ser que es nuestro bien, en tanto que erómenos que encierra todos los agálmata, objetos de nuestro deseo. En ese lugar del saber donde se inscribe mi bien, bien que amo en tanto que contiene la causa de mi deseo, puede haber un conocimiento de ese Bien, gracias a la psyché, a lo psíquico. Creer que la psique existe, es creer en la posibilidad de un saber sobre el dominio de sí y de los otros, ética de amo que no conoce el goce. Si Freud toma el relevo de Aristóteles, lo hace por ese crédito otorgado al Otro en el acuerdo de psiques, en la transferencia. Ahora bien, ¿cuál es el límite de esta ética, la ética de los amigos, de la amistad, de la philia? El «odiamoramiento» Precisamente, es Eros quien atraviesa ese límite. Hasta sus últimos textos, como «Análisis terminable e interminable», Freud, con su manera de retomar los términos de Empédocles, Milia y Neikos, como equivalentes a amor y odio, no distingue la philia del Eros, ni el odio de la agresividad. En 1973, en su seminario Aun, Lacan emprende lo que podría denominarse un elogio del odio, y produce el neologisrno «odiamoramiento». El odio no es querer el mal del otro, destruirlo; eso sería la agresividad. El odio, la maldad, es lo que cae mal cuando se quiere el bien del otro e infaliblemente se fracasa; el otro no quiere de mi ser que sabe su bien. En el acceso al ser reside la punta extrema del amor, pero la relación de ser a ser no es una relación de armonía. «El verdadero amor desemboca en el odio»,y de tal modo atraviesa el límite de la amistad, del querer el bien del otro, ligados a la imagen del semejante. El odio es negación, de suposición de un saber sobre el bien. Una vez atravesado ese límite, puede ponerse en obra lo que le importa a Eros, que es el goce del cuerpo, no del pequeño otro, semejante imagen, fuera de sexo, sino del Otro, otro sexo radicalmente heteros. Pero entonces no es sexual lo que está en juego, puesto que, precisamente, Lacan se ha visto llevado a plantear el amor como reemplazo de la relación sexual. ¿Cómo sostener entonces que el amor está activo en un encuentro que, quizás azaroso, no es sin embargo fallido, en el sentido de que en ese encuentro el amor hace posible que el goce del Otro sea llevado a la fatalidad sublime de la pulsión, sin perversión? Reconocimiento de lo real: morra y amor Que el encuentro amoroso es azaroso es un punto que Lacan mantendrá hasta el fin de su enseñanza. Pero ¿de qué modo permite tocar lo real, en qué no depende de una psicología? Haber hecho del sujeto supuesto saber el motor de la metáfora del amor tiene, entre otras consecuencias, la de establecer el lazo más estrecho entre el saber y el amor. En Aun, Lacan dice que «todo amor se basa en una cierta relación entre dos saberes inconscientes». Para refutar entonces absolutamente que haya acuerdo de psiques, para sostener que la desarmonía de ese saber inconsciente es radical, Lacan vuelve sobre la cuestión del final del análisis; hace del amor lo que, por apuntar a la experiencia de lo real, imposible, introduce en el reconocimiento de ese imposible, pero solamente por la vía de la ilusión, en un tiempo de suspensión, tiempo del encuentro, « … ilusión de que algo se inscribe en el destino de cada uno, por lo cual lo que sería la relación sexual encuentra en el ser hablante la huella y su vía de espejismo» (Aun). Sólo al dar en su enseñanza un segundo paso, tan importante como el que había consistido en plantear como paradigma del psicoanálisis las categorías de lo simbólico, lo imaginario y lo real, y al producir, en 1975, en la primera sesión del seminario le Sinthome, una disociación de lo simbólico en síntoma y símbolo, sólo entonces Lacan llegará a una conclusión sobre lo que hay en el amor como camino hacia el reconocimiento de lo real. Para ese «exiliado de la relación sexual» que es el ser hablante, no hay saber de la relación sexual, sino huellas de ese exilio, síntomas que son en sentido estricto letra encarnada, letra «salvaje» que viene de lo real. No solamente Lacan produce entonces una nueva definición del final del análisis, del tiempo último de esa metáfora del amor, sino que propone considerar que hay una identificación con el síntoma, una cierta manera de «hacer Uno» con la letra literalmente sexuada. Y después de haber dicho de diversas maneras que el encuentro amoroso es un encuentro intersinthomático, Lacan da un paso decisivo: por una parte, mantiene lo que siempre ha sostenido desde su lectura de La carta robada, de Edgar Allan Poe. Letra en suspenso, la carta robada llega a destino, es decir que, según el materna de la transferencia escrito en 1967 (Proposición del 9 de octubre de 1967 sobre el psicoanalista de la escuela), la carta llega al sujeto en el momento mismo de la destitución subjetiva. Ésta es una concepción del final del análisis que pone en juego lo simbólico y la definición del sujeto tal como la ha enunciado Lacan: lo que un significante representa para otro significante. Pero en lo simbólico no hay sexo, la sexuación es asunto de declaración, el sujeto puede incluirse a sí mismo entre los hombres o entre las mujeres, con una reserva importante: en la lógica del significante tal como Lacan la desarrolla en relación con la sexuación, si bien todo lo que no es hombre es mujer, no puede sin embargo afirmarse que todo lo que no es mujer sea hombre, y la figura de Lilith como doble de Eva marca la huella de esta lógica del no-todo, Ahora bien, ¿habrá que decir que por lo tanto hay sexo sin sujeto? Ésta es una posición que Lacan rechaza. Al desdoblar la letra, que significa por una parte símbolo, pero por la otra, letra salvaje, sínthoma, Lacan utiliza la carta robada según un doble registro. El primero, simbólico: trata del par simbólico de significantes S1, S2. El segundo, sintomático: trata del par simbólico sexuado Rey-Reina. Carta pendiente, la carta de amor, sinthomática, atraviesa el muro del lenguaje. En un cuarto tiempo que no existe en el cuento de Poe, la carta llega a destino, es decir, no a Dupin, sino al Rey mismo, al Rey en persona. Ella permite ir más allá del pacto de la palabra fundada en la convención significante, en ese «sé que él sabe que yo sé», posición fingida por Dupin, y realiza el doble giro de la objetivación del saber inconsciente, «sé que él sabe que yo sé que él sabe». «Cuando el Rey, inexorablemente, termine por recibir la carta, no solamente la conocerá, sino que la reconocerá»; es ese reconocimiento, afirma Lacan, lo que mantiene a la pareja Rey-Reina (l’Insu que sait de l’Une-bét,ue s’aile à mourre). ¿Cómo se produce este último giro que permite reconocer ese saber, llevado por esa carta de amor que cae bien? Ya el año anterior, y desde luego en relación con la necesidad de poner en claro la obra de la transferencia, Lacan se había preguntado: «¿Y si el amor se volviera un juego del que uno conociera las reglas?» (Les non-dupes errént). En efecto, para regular este cuarto giro, Lacan no utiliza un materna, sino un juego: el juego de la morra. Según la leyenda griega, fue la bella Helena quien inventó la morra para jugarla con su amante Paris (G. Ifrah, Historie universelle des chiffres). Este juego se practicó desde la antigüedad en Grecia, Egipto, China, en tierras del Islam, etcétera. Es muy simple. Participan dos personas, frente a frente, con el puño cerrado. A una señal, los dos jugadores, al mismo tiempo, deben abrir súbitamente tantos dedos de una mano como lo deseen, mientras gritan un número entre cero y diez. Gana el que gritó el número igual a la suma de los dedos abiertos por los dos jugadores. Puro acontecimiento de encuentro, los dos jugadores deben gritar y mostrar los dedos en una simultaneidad perfecta; deben por lo tanto actuar «en el momento oportuno». Cuando el que «por azar» sabe la morra sin saberlo grita el número que corresponde exactamente a la adición de los dos saberes inconscientes, ese número puede ser reconocido como exacto porque responde matemáticamente a las reglas de la suma, así como dos más dos son cuatro. Ese número no se conoce de antemano, no está ligado a la previsión del número de otro. «Saber lo que va a hacer el compañero no es una prueba del amor» (Aun). Se lo grita como puro acontecimiento. Cuando el Rey reciba la carta de amor que la Reina ha recibido y puesto en circulación por equivocación, carta síntoma de «esa necesidad de amor que, para retomar los términos de Freud sobre el enamoramiento, no está plenamente satisfecha» en la pareja real, pareja simbólica sexuada, el Rey la re-conocerá, en el sentido de que no solamente conoce a «su» mujer, sino que «la reconoce bien allí», en esa carta. «El análisis mantiene su estatuto», afirma Lacan, «sólo con la condición» de que sea realizable el doble giro de la objetivación del saber inconsciente. Todo esto se pone en juego en el espléndido título escogido para el seminario de 1976; Lacan examinará punto por punto el equívoco al que se alude. l’insuccés de l’inconscient, c’est l’amour [el fracaso del inconsciente es el amor], el amor recíproco narcisista que no permite llevar una cura a su fin. L’Insu que sait de l’Une-bét,ue sait la mourre [lo no-sabido que sabe de la Una-equivocación sabe la morra]. Doble giro de objetivación del saber -el primero en lo no-sabido, el segundo en el saber matemático-, el juego de la morra lleva una cura a su fin, y el inconsciente, Freudiano, es rebautizado por Lacan «Una-equivocación», saber que se manifiesta por la equivocación. Por último, título verdadero L’Insu que sait de l’Une-bévue s’aile à mourre [lo no sabido que sabe de la Una-equivocación se da alas a morral: se necesita una Ella para que el rey sepa la morra.