Diccionario de Psicología, letra E, Edipo Rey. de Sófocles (tercera parte)

Diccionario de Psicología, letra E Edipo Rey. de Sófocles

Criado: Había nacido en la familia de Layo. Edipo: ¿De un esclavo o de quién, de su familia? Criado: ¡Ay de mí, que he llegado al punto más terrible de lo que he de decir! Edipo: Y yo al de lo que he de oír; con todo, hay que oír. Criado: Era hijo de Layo… se decía. Pero ella, tu mujer, la que está dentro, te lo podrá decir mejor que yo, lo que ocurrió. Edipo: ¿Fue ella la que te lo entregó? Criado: Justamente, señor. Edipo: ¿Y con qué finalidad? Criado: Para que lo hiciera desaparecer. Edipo: ¡Ella, pobre, que lo había dado a luz! Criado: Lo hizo angustiada por funestos oráculos. Edipo: ¿Cuáles? Criado: Se decía que él sería la muerte de sus padres. Edipo: Mas tú, ¿como se lo diste a este anciano? Criado: Por lástima, señor, porque pensé que se lo llevaría a otra tierra, por donde él era, y él, sí, se salvó, pero para funestísimas desgracias. En cuanto a ti, si eres el que él dice, has de saber que tú eres el que nació malhadado. Edipo: ¡Ay, ay! Todo era cierto, y se ha cumplido. ¡Oh luz!, por última vez hoy puedo verte, que hoy se me revela que he nacido de los que no debí, de aquellos cuyo trato debía evitar, asesino de quienes no podía matar. Entra en palacio y, con él, sus esclavos y el mensajero. Se va el que fue criado de Layo. Coro: ¡Ay, generaciones de los hombres, cómo calculo que vuestra vida y la nada son lo mismo! ¿Quién, qué hombre llega a tanta cuanta felicidad pudo imaginar, si no es para ver declinar lo que imaginó? Teniendo como ejemplo tu destino, el tuyo, sí, Edipo miserable, no hay en el mortal nada porque pueda llamarle feliz. Un hombre que lanzó su flecha más lejos que nadie y se hizo con una total, bienaventurada dicha, oh, Zeus, y que tras matar a la doncella de corvas garras, a la Esfinge de oraculares cantos, se erigió como una torre protectora de los muertos de esta tierra; por ello, Edipo, se te llamó rey mío y, señor de la grandeza de Tebas, recibiste las mayores honras. En cambio, ahora, ¿quién más triste que tú podría oír llamar? ¿Quién por más salvaje ceguera se halla en el dolor, por un cambio de vida: quién? ¡Ió, ilustre Edipo! Te ha bastado a ti, su hijo, para fondear en él como esposo, el puerto mismo que a tu padre: ¿cómo? ¿Cómo pudo el surco que había sembrado tu padre soportar, desgraciado, hasta tal punto, en silencio? Te ha descubierto, a tu pesar, el tiempo que todo lo ve, y castiga una boda que no puede ser boda, que engendre el que antaño fue engendrado. ¡Ió, hijo de Layo! ¡Ojalá, ojalá nunca te hubiera conocido, que por ti fluyen de mi boca alaridos de desolación! Te digo la verdad: por ti recobré mi aliento, un día, pero hoy contigo mis ojos buscan el sueño. Sale de palacio el mensajero(97). Mensajero: Vosotros, ancianos, los más venerables de esta tierra, ¡qué actos habréis de oír, qué habréis de ver, cuánto dolor habréis de soportar si, por fidelidad a vuestra sangre, os preocupáis aún por la estirpe de los Labdácidas! Ni el Istro ni el Fasis, con todas sus aguas(98), bastarían, creo, para purificar esta casa de cuanto esconde, de los males que ahora saldrán a la luz, queridos, no involuntarios. De los sufrimientos los que más afligen son los que uno mismo ha escogido. Corifeo: Los que ya sabíamos bastaban para afligirnos profundamente: ¿qué puedes añadir a ellos? Mensajero: Sólo unas palabras; un momento oírlas y un momento escucharlas: la noble Yocasta ha muerto. Corifeo: ¡Oh, desgraciadísima!, y ¿a causa de qué? Mensajero: Se ha suicidado. Y tú te ahorras lo más doloroso de este suceso porque no está a tu vista; con todo, hasta donde llegue mi memoria, podrás saber los sufrimientos de aquella infortunada. Apenas ha atravesado el vestíbulo se precipita, furiosa, poseída, al punto hacia la habitación nupcial, arrancándose los cabellos con ambas manos; entra, cierra como un huracán las puertas y llama por su nombre a Layo, fallecido hace tanto tiempo, en el recuerdo del hijo que antaño engendró y en cuyas manos había de hallar la muerte; a Layo, que había de dejar a su hijo la que le parió, para que tuviese de ella una siniestra prole. Gemía sobre la cama en la que había tenido, de su marido, un marido, e hijos de su hijo… Después de esto, no sé ya cómo fue su fin, porque se precipitó, gritando, Edipo entre nosotros, y por él no pudimos asistirla a ella en su triste final: en él fijamos todos nuestros ojos, con ansia, viéndole volverse, ir y venir, pidiéndonos un arma, pidiendo que le digamos dónde esta su mujer; no su mujer, aquella madre doble, tierra en que fueron sembrados él y sus hijos. Estaba fuera de sí y algún dios se lo indicó, que no se lo indicó ninguno de los que estábamos a su vera; horrible grita y como si alguien le guiara se abalanza contra la doble puerta, de cuajo arranca la encajonada cerradura y se precipita dentro de la estancia; allí colgada la vimos, balanceándose aún en la trenzada cuerda… Cuando la ve, Edipo da un horrendo alarido, el miserable, afloja el nudo de que pende; después, el pobre cae al suelo, e insoportable en su horror es la escena que vimos: arranca los alfileres de oro con que ella sujetaba sus vestidos, como adorno, los levanta y se los clava en las cuencas de los ojos, gritando que lo hacía para no verla, para no ver ni los males que sufría ni los que había causado: «Ahora miraréis, en la tiniebla, a los que nunca debisteis ver, y no a los que tanto ansiasteis conocer»; como un himno repetía estas palabras y no una sola vez se hería los párpados con esos alfileres; sus cuencas, destilando sangre, mojaban sus mejillas; no daban suelta, no, a gotas humedecidas de sangre, sino que le mojaba la cara negro chubasco de granizo ensangrentado. De dos y no de sólo uno: de marido y mujer, de los dos juntos, ha estallado este desastre. La antigua ventura era ayer ventura, ciertamente, pero hoy, en este día: gemido, ceguera, muerte, vergüenza, cuantos nombres de toda clase de desastres existen, sin dejar ni uno. Corifeo: Y el pobre Edipo, ahora, ¿se siente algo aliviado de su mal? Mensajero: A gritos dice que descorran las cerraduras de las puertas y que muestren a todos los cadmeos un parricida, un matricida, y sacrilegios tales que no puedo yo repetir. Quiere arrojarse a sí mismo de su tierra, dice que no puede permanecer en su casa, maldecido por sus propias maldiciones, que necesita, al menos, de la fuerza de alguien que le guíe: su infortunio es insoportable para él solo. Pero él mismo te lo explicará, que veo que se abren las puertas: el espectáculo que vas a ver es tal que hasta a uno que le odiara apenaría. Aparece, vacías las cuencas de sus ojos, el rostro ensangrentado, Edipo. Corifeo: ¡Oh, qué atroz sufrimiento, apenas visible para un hombre! Esta es la más atroz de cuantas desgracias he topado, en mi vida. Infeliz, ¡qué locura te vino! Sobre tu destino desgraciado, ¿qué dios ha dado un salto mayor que los más grandes? ¡Ay, mísero, ni mirarte puedo, aunque querría, sí, preguntarte tantas cosas, saber, verte, tanto…! pero, ¡es tal la angustia que me infundes! Edipo: ¡Ay ay, ay ay! ¡Ay! ¡Ay, desgraciado de mí, infeliz! ¿adónde voy? ¿Adonde, arrebatada, vuela mi voz? Destino mío, ¿adónde me has precipitado? Corifeo: Es un horror que no puede oírse ni verse. Edipo: ¡Nube, ay, de sombra, abominable, que sobre mí te extiendes, indecible, inaguantable, movida por vientos que me son contrarios! ¡Ay de mí y ay de mí de nuevo! ¡Cómo clava en mí su aguijón el recuerdo de mis males! Corifeo: A nadie puede sorprender, si en tus males doblas tus quejas, pues doble es la desgracia que te aqueja. Edipo: Ió, amigo, tú eres aún mi compañero, el único que me queda: tú aún te preocupas de este ciego. ¡Ay, ay! No, no te creas que no reconozco tu voz: claramente la identifico, a pesar de mis sombras. Corifeo: ¡Oh, qué horrible lo que has hecho! ¿Cómo has podido marchitar así tus ojos? ¿Qué dios te ha empujado a ello? Edipo: Apolo, Apolo ha sido, amigos, el que mis sufrimientos ha culminado tan horrorosa, horrorosamente… pero estas cuencas vacías no son obra de nadie, sino mía, ¡mísero de mí! ¿Qué había de ver, si nada podía ser ya la dulzura de mis ojos? Corifeo: Sí, así era, justo como dices. Edipo: ¿Qué podía ya ver que me fuera grato? ¿A quién podía preguntar cuya respuesta pudiera, amigos, oír con placer? Echadme lejos, lo más lejos que podáis, echad a esta ruina, amigos, a este hombre tan maldecido, al más odiado por los dioses. Corifeo: Te torturas pensando y acreces tu desgracia. ¡Cómo preferiría no haberte conocido! Edipo: ¡Mala muerte tenga, el que fuera que en el prado me cogió por los grillos de los pies y me libró de la muerte, devolviéndome así la vida! Nada hizo que deba agradecerle: de haber muerto entonces nunca hubiera sido el dolor de mis amigos, el mío propio. Corifeo: También yo querría que hubiese pasado así. Edipo: Nunca hubiera llegado a asesinar a mi padre ni me hubiera llamado esposo de aquella por la que tuve la vida. En cambio, ahora, heme aquí, abandonado por los dioses, hijo miserable de impurezas, que he engendrado en la mujer a la que debía mi vida. Si puede haber un mal peor que el mismo mal, éste ha tocado a Edipo. Corifeo: Se me hace difícil decirte que lo que has decidido es cierto: mejor que vivir así, ciego, estuvieras muerto. Edipo: ¿No es quizá lo mejor, lo que he hecho? No me vengas con lecciones ni con consejos, encima. Yo no sé, de tener ojos, como hubiera podido mirar a mi padre cuando vaya al Hades, ni a la pobre de mi madre, porque ahorcarme no es bastante para purgar los crímenes que contra ellos dos he cometido. Y además, ¿podía deleitarme en mirar a mis hijos, nacidos del modo en que han nacido? No, nunca: esto no podía ser grato a mis ojos, ni esta ciudad, ni estas murallas, ni estas sagradas imágenes de los dioses. Yo, mísero, el mas noble hijo de Tebas, me privé a mí mismo de esto, yo que decreté que todos repelieran al sacrílego, a aquel cuya impureza mostraban los dioses… ¡y del linaje de Layo! Y yo, tras haber sacado a relucir una mancha como la mía, ¿podía mirar a los tebanos cara a cara? No, ciertamente, que si hubiera podido cerrar la fuente que permite oír por los oídos no me hubiese arredrado, no, por incomunicar el cuerpo de este miserable: así, además de ciego, fuera sordo: ¿no es dulce poder pensar alejado de los males? Ió, Citerón, ¿por qué me acogiste? ¿Por qué, cuando me tenías, no me mataste al punto? Así jamás hubiera revelado mi origen a los hombres. ¡Oh, Pólibo! ¡Corinto y la casa de mi padre, decían! ¡Qué belleza -socavada de desgracias- criasteis! Y ahora descubro, desgraciado, que vengo de infelices. ¡Ay, tres caminos, soto escondido, encrucijada estrecha! Vosotros bebisteis la propia sangre mía que mis manos vertieron, la de mi padre. ¿Os acordáis de los crímenes que cometí a vuestra vista y de los que cometí, otra vez, llegado aquí? Bodas, bodas que me habéis hecho nacer y, nacido, habéis suscitado por segunda vez la misma simiente, mostrando padres hermanos e hijos entre sí, todos del mismo linaje, y una novia esposa y madre… En fin, el máximo que de vergüenza pueda haber entre los hombres. Pero, vamos, hay cosas que no es decoroso haberlas hecho, pero no menos lo es hablar de ellas. Venga, rápido: por los dioses, escondedme lejos en algún lugar, matadme o arrojadme al mar, adonde no tengáis que verme ya más. ¡Vamos!, dignaos tocar a este miserable; creedme, no temáis: mis males, no hay ningún mortal que pueda soportarlos, salvo yo. Corifeo: De lo que pides, ahora viene a propósito Creonte, que podrá hacer y aconsejar, pues él es el único guardián de esta tierra, que ha quedado en tu lugar. Entra Creonte. Edipo: Ay de mí, ¿qué podré decirle? ¿Qué confianza puede mostrarme, si hace un momento me he presentado ante él tan desconfiado? Creonte: No he venido a hacer burla de ti, Edipo, ni a echarte en cara los insultos de hace un rato. (Al coro). Pero vosotros, si no os angustia este mortal linaje, respetad al menos la luz del soberano Sol que todas cosas nutre y no le mostréis así a este sacrílego(99): hoy, que no pueden ni la tierra, ni la sagrada lluvia, ni la luz aceptarle. Venga, pues, rápido, acompañadle a su casa: son los de su propio linaje, solamente, los que por piedad han de oír las desgracias de su estirpe. Edipo: Pues así vienes a calmar mi ansia, tú, excelente, ante este hombre tan ruin, escúchame, que lo que voy decirte es en tu interés y no en el mío. Creonte: ¿Qué necesitas, que te mueva así a rogarme? Edipo: Que me eches de esta tierra lo antes posible, adonde mortal alguno me dirija jamás la palabra. Creonte: Debes saber que ya lo habría hecho, esto, si no hubiera querido saber antes qué vaticinaba el dios que convenía hacer. Edipo: Pero bastante clara ha dado él ya su sentencia: el parricida, el impío que yo soy, que muera. Creonte: Así se pronunció, sí, en efecto; sin embargo, dada nuestra embarazosa situación, mejor es saber qué hemos de hacer. Edipo: Así pues, por un hombre tan mísero como yo, ¿consultáis al oráculo? Creonte: Sí, y ahora sí habrás de poner tu fe en el dios. Edipo: Sí, y te encargo y te suplico que a la que está dentro de la casa le tributes las exequias que tú quieras: es de tu familia y así obrarás rectamente. En cuanto a mí, no me consideres digno de vivir en esta ciudad de mis padres, de detentar la ciudadanía; no, antes déjame vivir en los montes, en aquel Citerón famoso por ser mi cuna y que mi padre y mi madre, cuando los dos vivían, me asignaron como propia tumba: así podré morir como ellos querían que muriese. Con todo, tengo la certeza de que ni enfermedad ni nada así puede acabarme, pues no hubiera sido salvado de la muerte, de no ser para algún terrible infortunio. Es igual: que vaya por donde quiera mi destino. Pero mis hijos, Creonte, no te pido que te aflijas por los varones, que son hombres, de modo que no ha de faltarles, donde quiera que estén, de qué ir viviendo… Pero mis dos pobres, lamentables hijas… Para ellas siempre estaba parada y servida la mesa, pero ahora, sin mí… En todo lo que yo tocaba, en todo tenían ellas parte… De ellas sí te ruego que cuides… Y déjame que puedan mis manos tocarlas, lamentando su mala fortuna. Hace Creonte señal a un esclavo para que vaya a buscarlas y las saque allí. Ah, príncipe, noble príncipe: si pudiera sentir en ellas mis manos me parecería tenerlas como antes, cuando podía ver. Entra el esclavo con Antígona e Ismene. Mas, ¿qué digo? ¿No estoy oyendo a mis dos hijas, lamentándose? Por los dioses, Creonte ha tenido, pues, piedad de mí y ha hecho venir a mis dos amadísimas hijas: ¿digo bien? Creonte: Sí, dices bien: yo lo he dispuesto así porque me he dado cuenta del deseo que tienes y tenías, hace rato. Edipo: (A Creonte). Bienaventurado seas, y en recompensa a haberlas hecho venir, que te guarden los dioses mejor de lo que a mí me guardaron. (Palpando en la oscuridad, hacia sus hijas). ¿Dónde estáis, hijas? Venid aquí, acogeos a estas manos mías, las del hermano que procuró al padre que os ha engendrado la vaciedad que veis en los ojos que tenían antes luz; al padre que os hizo nacer a vosotras, hijas mías, sin darse cuenta, sin saber nada, del mismo lugar de donde él había sido sacado. Por vosotras lloro, que no puedo miraros, al pensar en la amarga vida que os espera, en la vida que os harán llevar los hombres, porque, ¿a qué reunión de los demás ciudadanos podréis asistir? ¿A qué fiesta que no hayáis de volver llorando a casa en vez de disfrutar de sus espectáculos? Y cuando lleguéis a la edad de casaros, ¿qué hombre puede haber, hijas, que cargue con el peso de estos oprobios que serán vuestra ruina, como fueron la de mis padres? ¿Qué desgracia falta? Vuestro padre ha matado a su padre y ha sembrado en la que le parió, en la que él había sido sembrado, y os ha tenido de las entrañas mismas de las que él había salido. Estos oprobios tendréis que oíros; y así, ¿quién querrá casarse con vosotras? Nadie, no hay duda, hijas, y tendréis que consumiros en la esterilidad, solteras… (A Creonte). Tú, hijo de Meneceo, pues eres el único que queda para hacerles de padre, muertos ya como estamos su madre y su padre, los dos, no permitas que ellas que son de tu sangre vaguen sin marido que las libre de la pobreza. No quieras igualarlas a mis infortunios. No, Creonte, apiádate de ellas pues las ves así, tan jóvenes y privadas de todo, si no es por lo que a ti te tocan. Consiente a mi ruego, noble Creonte, y, en señal de ello, toca con tu mano la mía. Estrecha Creonte la mano de Edipo. Y a vosotras, hijas mías, si tuvieseis edad de comprenderme, yo os daría muchos consejos… Ahora, rogadles a los dioses, que, donde quiera que os toque vivir, tengáis una vida mejor que la que tuvo vuestro padre. Creonte: Ya basta con el extremo a que han llegado tus quejas. Ahora entra en casa. Edipo: He de obedecer, hasta si no me gusta. Creonte: Todo lo que se hace en su momento está bien hecho. Edipo: Iré, pero ¿sabes con qué condición? Creonte: Si me lo dices, podré oírla y la sabré. Edipo: Que me envíes lejos de Tebas. Creonte: Me pides algo cuya concesión corresponde a Apolo. Edipo: Pero a mí me odian los dioses. Creonte: Pues, entonces, sin duda lo obtendrás. Edipo: ¿Tú crees? Creonte: No suelo hablar en vano, diciendo lo que no pienso. Edipo: Venga, pues: ahora, échame de aquí. Creonte: De momento, deja a tus hijas y ven. Edipo: ¡No, no me las quites! Creonte: No quieras mandar en todo. Venciste muchas veces, pero tu estrella no te acompañó hasta el final de tu vida. Entran Edipo y Creonte, con los esclavos, en palacio. Un esclavo se lleva a Antígona e Ismene. Va desfilando el coro mientras el Corifeo dice las últimas palabras. Corifeo: Habitantes de mi patria, Tebas, mirad: he aquí a Edipo, que descifró los famosos enigmas y era muy poderoso varón cuya fortuna ningún ciudadano podía contemplar sin envidia; mirad a qué terrible cúmulo de desgracias ha venido. De modo que, tratándose de un mortal, hemos de ver hasta su último día, antes de considerarle feliz sin que haya llegado al término de su vida exento de desgracias.