Diccionario de Psicología, letra N, neurosis obsesiva, el Hombre de las ratas

El Hombre de las ratas
Estas teorizaciones de Freud han tenido a la vez como punto de aplicación y como nueva fuente de enriquecimiento, la cura ejemplar que expuso en «A propósito de un caso de neurosis obsesiva», y de la que, por un azar excepcional, contamos con notas detalladas de las sesiones («Apuntes originales sobre el caso de neurosis obsesiva»). El paciente, un abogado de apenas treinta años, inicia con Freud, en 1907, una cura motivada por inhibiciones y compulsiones muy graves, que le han hecho perder varios años en su carrera. Desde la primera sesión, el analista puede realizar «un inventario completo de esta neurosis», interpretando, en función de sus
propias elaboraciones anteriores, la escena de infancia que el paciente evoca de entrada.
Recuerda haberse deslizado, a los cuatro o cinco años de edad, bajo las faldas de un aya
consintiente, muy bella y muy ligeramente vestida, y haberle tocado los genitales y el vientre;
después fue desarrollándose poco a poco en él un deseo muy intenso de ver desnudas a las
mujeres que le agradaban. En el punto de partida, anota Freud, el yo del niño no estaba en
contradicción con ese deseo, pero pronto apareció el conflicto, precisamente en el momento en
que, «junto al deseo obsesivo, se encuentra un temor obsesivo, íntimamente ligado a ese deseo:
siempre que piensa en él, lo obsesiona la idea de que suceda algo terrible». Ahora bien, el
analista observa que esa «cosa terrible» está envuelta desde hace mucho tiempo en una
imprecisión, típica de esa neurosis, bajo la cual señalará el elemento preciso que se oculta. Se
trata de una fórmula que se enuncia como sigue: «Si tengo el deseo de ver una mujer desnuda,
mi padre debe morir». Esto arrastra irresistiblemente a compulsiones defensivas que se juzgan
capaces de apartar la desgracia anunciada. Tenemos así el esquema completo de la génesis de
la neurosis: «Una pulsión erótica y un movimiento de rebelión contra ella; un deseo (todavía no
obsesivo) y una aprehensión opuesta a él (que tiene ya carácter obsesivo), un afecto penoso y
una tendencia a acciones de defensa.»
Se advierte ya que el obsesivo se siente sometido a palabras amenazantes o imperiosas:
mandamientos, interdicciones, conminaciones, requisitorias o razonamientos en apariencia
irrefutables. De modo que la compulsión se despliega en un universo lenguajero, pero los
mandatos que se le formulan al paciente son tales que éste se encuentra imposibilitado de
obedecerlos, como si la orden estuviera constituida en sí misma de manera tal que no puede
ejecutarse. Esto ocurre con el Hombre de las ratas con respecto a una deuda famosa, cuya
historia se inscribe en el marco de otras desgracias amenazantes. En la segunda sesión, el
paciente, con una repugnancia en la que Freud detecta «el horror de un goce que él mismo ignoraba», relata una conversación, en el curso de la cual, durante un período de servicio militar, un colega oficial, «un capitán muy cruel», describió un suplicio oriental que consistía en hacer penetrar ratas hambrientas por el ano de la víctima. Al oír esa narración, el joven tuvo la idea obsesiva de que esa «cosa horrible» era efectivamente infligida a la mujer amada y a su propio padre, que no obstante había muerto nueve años antes; el paciente estaba ligado de modo narcisista a esas dos personas, cuyas imágenes, como dice Lacan, se sostenían «en una equivalencia característica del obsesivo, una en virtud de la agresividad fantasmática que la
perpetúa, y la otra gracias al culto mortificante que la transforma en ídolo». El suplicio se aplicaba
a ellos sin la participación del joven, como «de una manera impersonal», pero, para que eso
dejara de suceder, se le exigía imperiosamente -como si lo obligara un juramento- que liquidara
una deuda en realidad imposible de pagar en las condiciones prescritas por el mandato. En
efecto, el verdadero acreedor era una empleada de correos que había adelantado el dinero, por
otra parte mínimo, para la expedición de unos anteojos solicitados de urgencia, mientras que el
joven oficial, que lo sabía perfectamente, se sentía obligado a reembolsar esa suma a otro militar,
que no tenía nada que ver y que no podía sino sustraerse a la escenificación de esa restitución
inútil. Ahora bien, el mandamiento interior que le ordenaba pagar la deuda, y al que obedecía de
manera tan poco adecuada, estaba en contradicción con un primer movimiento que le prescribía
evitar absolutamente pagar, bajo pena de ver a la mujer amada y al padre muerto entregados a
ese horrible suplicio. Ante ese imperativo contradictorio, muy típico de esta neurosis, la crisis
obsesiva llega a su pleno desarrollo. Pero el hecho de que el paciente («deudor» y «culpable»,
según el doble sentido del adjetivo alemán schuldig) se pierda, como la rata condenada al
laberinto, en esas impasses angustiantes y culpabilizadas, responde también a una de las
diversas indelicadezas del padre, que había tenido que renunciar a su carrera militar a causa de
una deuda impaga. Y, si se representa a ese padre muerto como pudiendo aún sufrir el suplicio
de las ratas, es porque todavía espera su muerte, en virtud de un deseo inconsciente incluso
más antiguo, del mismo modo que vive con la obsesión de su propia muerte. Pues el obsesivo,
maestro en el arte de anular, de desplazar, de negar, de amortiguar las más innegables
intenciones agresivas, sólo logra ponerse al abrigo del menor deseo y la menor responsabilidad
en tanto todo eso, según él, no puede tener más horizonte que la muerte, «la muerte que lo mira
con sus ojos de betún».
En esa empresa de traducción del dialecto obsesivo que fue la cura del Hombre de las Ratas, Freud se aplica a sacar a plena luz esta ambivalencia del amor y el odio, de la que dirá, en Moisés y la religión monoteísta, que «es propia de la esencia de la relación con el padre». Pues el padre había desempeñado para el paciente el papel de prohibidor de un amor sensual, primero por una niña, después por la dama idealizada, y en este último caso el joven pretendiente se había dicho: «Con la muerte de mi padre, quizá me vuelva lo bastante rico como para casarme con ella». Pero «el anhelo reprensible de suprimir al padre que molestaba» seguía, en virtud de la represión, al abrigo de toda destrucción posible, e imponía a la pena consciente del enfermo el estatuto de un duelo realmente patológico, es decir ilimitado. Al destacar el lugar del padre muerto, Freud anticipaba el aporte relativo a la «función del Otro» que le debemos a Lacan, el que por otra parte no deja de elogiar al maestro de Viena por haber demostrado que «en la neurosis obsesiva se cumple con esta función de ser tenido por un muerto, y que en este caso no podría ser mejor cumplida que por el padre, puesto que, en efecto muerto, él alcanza la posición que Freud reconocía como la del Padre absoluto».