Diccionario de Psicología, letra N, Neurosis obsesiva, Entidad clínica

Entidad clínica.
(fr. névrose obsessíonnelle; ingl. obsessional neurosis, al. Zwangsneurose). Entidad clínica
aislada por S. Freud gracias a su concepción del aparato psíquico: la interpretación de las ideas
obsesivas como expresión de deseos reprimidos le permitió a Freud identificar como neurosis lo
que hasta entonces figuraba como «locura de duda», «fobia al contacto», «obsesión»,
«compulsión», etcétera.
El caso princeps, publicado por Freud en 1909, es el del llamado «Hombre de las Ratas» (A propósito de un caso de neurosis obsesiva), rico en enseñanzas todavía no agotadas. Freud destaca que la neurosis obsesiva deberá sernos más fácil de captar que la histeria porque no comprende un «salto a lo somático». Los síntomas obsesivos son puramente mentales, pero aun así siguen siendo oscuros para nosotros. Hay que confesar que los epígonos han contribuido poco a aclararlos. J. Lacan, por su parte -excluyendo su tesis de medicina , no escribió sobre clínica, hablando propiamente, por temor a que contribuyese a la objetivación de los casos, es decir, que no agregase nada a los avatares de la subjetividad. Sin embargo, haremos referencia a sus tesis en este desarrollo.
¿Por qué esta dificultad específica, en primer lugar? Sin duda, obedece al hecho de que la
neurosis obsesiva está muy próxima a nuestra actividad psíquica ordinaria y, por ejemplo, al
procedimiento lógico mismo con el que habitualmente se está tentado de dar cuenta de ella. Por
otro lado, esta disposición mental solicita una de nuestras relaciones más conflictivas, la que nos
liga con el padre, mientras que el complejo de Edipo más bien nos incitaría, como Tiresias lo había
aconsejado oportunamente, a atemperar nuestro deseo de saber. Opera a este respecto una
disolución de la función propia de la causa en provecho de una relación que liga firmemente, en
la cadena hablada, el antecedente con el sucesor, y de una manera que oblitera todo plano de
clivaje. El investigador se ve así expuesto al riesgo de compartir la duda del obsesivo sobre lo
que estaba al comienzo y hubiera podido ser determinante.
Clínica. La clínica de la neurosis obsesiva se distingue de la clínica de la histeria en principio por
al menos dos elementos: la afinidad electiva aunque no exclusiva por el sexo masculino; la
reticencia del paciente a reconocer y dejar conocer su enfermedad: suele ser la intervención de
un tercero la que lo incita a consultar. La predilección de esta neurosis por el sexo masculino es instructiva, en tanto marca el rol determinante del complejo de Edipo -ahí está la causa que había sido disimulada en la instalación del sexo psíquico. En cuanto al «rechazo» en confesar la enfermedad, depende manifiestamente de que esta es vivida como «falta moral» y no como una patología. (Pero existe otro motivo esencial de disimulo.)
La sintomatología principal está por lo tanto representada por ideas obsesivas con acciones compulsivas y la defensa iniciada contra ellas.
Las obsesiones son destacables por su carácter resueltamente sacrílego: las circunstancias
que llaman a la expresión del respeto, del homenaje, de la devoción o de la sumisión,
desencadenan regularmente «ideas» injuriosas, obscenas, escatológicas, e incluso criminales.
Aun cuando a menudo están articuladas bajo la forma de un mandato imperativo (por ejemplo, la
«idea» respecto de la mujer amada: «Ahora, le vas a c… en la boca…»), son reconocidas por el
sujeto -azorado y aterrorizado de que sea tan monstruosa- como expresión de su propia
voluntad. Hay que destacar entonces que estas ocurrencias (al. Einfallen) no son tomadas
nunca como de inspiración ajena, aun cuando en ciertos casos su audición puede ser cuasi
alucinatoria. A partir de aquí se entabla una lucha, hecha de ideas contrarias expiatorias o
propiciatorias, que pueden ocupar toda la actividad mental diurna, hasta que el sujeto se da
cuenta, con espanto redoblado, de que estas contramedidas mismas están infiltradas. Se impone
así la imagen de una fortaleza asediada, cuyas defensas, febril y sucesivamente elevadas, se
revelan burladas y puestas al servicio del asaltante, o de la falla, que, apenas colinada, se abre
en otra parte. Puede reconocerse, en estas representaciones familiares de nuestra imaginería
mental, la expresión de la pesadilla, pero también de lo cómico. En cuanto a las acciones
compulsivas, de objetivo verificador o expiatorio, están marcadas por una ambigüedad similar y
pueden mostrarse también involuntariamente obscenas o sacrílegas.
Este debate permanente opera en un clima de duda mucho más sistemático que el aconsejado
por el filósofo y no desemboca en ninguna certidumbre de ser. Con frecuencia se instala en
medio de esa duda una interrogación lancinante, generadora de múltiples verificaciones siempre
insatisfactorias, sobre la posibilidad de un asesinato que el sujeto habría cometido o acabaría de
cometer sin saber -lo. Un automovilista se sentirá así obligado a desandar su camino para
controlar si no ha atropellado a un peatón en un cruce sin darse cuenta; desde luego que la
verificación no podrá convencerlo puesto que puede haber pasado una ambulancia y pueden
haberse ido los testigos.
Un síntoma así merece ser destacado porque conjuga acto y duda; el obsesivo no está
solamente posesionado por el horror de cometer algún acto grave (asesinato, suicidio,
infanticidio, violación, etc.) que sus ideas podrían imponerle, sino también por el de haberlo
realizado sin darse cuenta. Forzando el trazo, se delineará progresivamente la figura de un tipo
humano que no es raro: un solterón que se ha quedado junto a su madre, un funcionario o un
contador lleno de hábitos y pequeñas manías, escrupuloso y preocupado por una justicia
igualitaria, que privilegia las satisfacciones intelectuales y vela con su civismo o su religiosidad
una agresividad mortífera.
El hombre de las ratas. Tal caricatura no se parece en nada al joven jurista -su verdadero
nombre parece haber sido Errist Lanzer- que en 1905 vino a consultar a Freud: inteligente,
valiente, simpático, muy enfermo, el Hombre de las Ratas tenía todo como para seducirlo.
Su síntoma de ese momento se había producido durante un período militar: giraba alrededor de la
imposibilidad de reembolsar, según las modalidades que le habían sido prescritas, una modesta
suma debida a una empleada de correos. Cuando un capitán «conocido por su crueldad» le
ordenó pagarle al teniente A. que hacía de correo las 3 coronas con 80 que había adelantado
por un envío contra reembolso, Errist debía saber que se equivocaba. Era el teniente B. el que se
había encargado de la función, y la empleada del correo la que había dado el crédito. Sin
embargo, esta intimación actuó como una ocurrencia reincidente (al. Einfall) y se vio poseído por
la coerción de realizarla para evitar que desgracias espantosas viniesen a caer sobre seres que
le eran queridos. Fue un tormento atroz tratar de hacer circular su deuda entre estas tres
personas antes de que llegara a indemnizar a la empleada de correos. Es cierto que el objeto
despachado no era indiferente: un par de quevedos (al. Zwicker) encargados a un óptico vienés
en remplazo de los que había perdido durante un alto y que no había querido buscar para no
retrasar la partida. En el curso de ese descanso, el capitán «cr-uel», partidario de los castigos
corporales, había relatado un suplicio oriental (descrito por O. Mirbeau en El jardín de los
suplicios) por el cual a un hombre despojado de sus ropas lo sientan atado sobre un cubo que
contiene ratas: estas, hambrientas, se introducen lentamente por su ano… Freud destaca el
«goce ignorado por él mismo» con el que el paciente le relataba la anécdota.
El padre de Ernst había muerto poco tiempo antes: un buen parroquiano, un vienés vividor del
tipo «tiro al aire», el mejor amigo de su hijo y su confidente «salvo en un solo terreno». Ex
suboficial, había dejado el ejército con una deuda de honor que no pudo reembolsar y debía su
buen pasar al matrimonio con una rica hija adoptiva.
Es la madre, por otra parte, la que tiene los cordones de la bolsa y la que será consultada,
después de la visita a Freud, sobre la oportunidad de emprender una cura. En su horizonte
amoroso está la dama que «venera» y corteja sin esperanza: pobre, no muy bella, enfermiza y
sin duda estéril, no espera demasiado de él. El padre deseaba un matrimonio más pragmático,
que siguiera su ejemplo. Por otro lado, el paciente tiene algunos raros vínculos de baja
extracción, Tiene un amigo «como un hermano» al que acude en caso de desesperación; es
este el que le aconseja consultar. La lectura que había hecho de la Psicopatología de la vida
cotidiana lo conduce a Freud. Sus estudios de derecho no terminan y la procrastinación
[postergar para mañana, de «cras»: mañana, en latín] se ha agravado después de la muerte del
padre.
El esfuerzo de Freud se centró en hacerle reconocer su odio reprimido hacia su padre y que la renuncia relativa a la genitalidad había desembocado en una regresión de la libido al estadio anal, convirtiéndola en deseo de destrucción. Ernst parecía haberse beneficiado mucho con la cura, pero la guerra de 1914 terminó con su brío recuperado.
Obsesión. Como se ve, lo que permanece incomprensible especialmente es el carácter
específico de la enfermedad: la obsesión. ¿Por qué retorna inmediatamente lo reprimido con una
virulencia proporcional a la fuerza de la represión, a tal punto que esta pueda mostrar en una de
sus caras a lo reprimido mismo? ¿Por qué esos actos impulsivos que constriñen al obsesivo?
Es deseable una respuesta a estas preguntas si se quiere que su particularidad contribuya a
enseñarnos las leyes del funcionamiento psíquico.
Por nuestra parte, trataremos de avanzar a partir de la comparación hecha por Freud entre la
ceremonia religiosa y el ritual obsesivo, asimilando este último a «una religión privada».
Para ello debemos recordar el carácter patrocéntrico de la religión judeocristiana, basada en el
amor al Padre y el rechazo de los pensamientos o sentimientos que le sean hostiles. Se habrá
notado que, si la histeria está perfectamente descrita a pesar de su polimorfismo clínico y tiene
identificada su etiología cerca de 2.000 años a. c. por los médicos egipcios, no se encuentra en
cambio rastro alguno significativo de la neurosis obsesiva -en los textos médicos, literarios,
religiosos, o en las inscripciones- antes de la constitución de esta religión judeocristiana. Una
vez establecida esta, se observa una acumulación de los comentarios de los textos sagrados
destinados a depurar actos y pensamientos de todo lo que podría no estar de acuerdo con la
voluntad superior: de esta suerte, cada instante termina por estar dedicado a esto con una
minuciosidad cada vez más refinada. Puede entenderse, por otra parte, en esta perspectiva, al
Evangelio como una protesta de la subjetividad, que se supone separable del fardo de las obras
y de un ritual que no impide la «incircuncisión [infidelidad] del corazón».
Sin embargo, una objeción importante hace de obstáculo en este camino. La tentativa
racionalista, en efecto, no es menos causa de neurosis obsesiva. La recusación de la
referencia a un Creador y la preocupación por un pensamiento riguroso y lógico van fácilmente a
la par con la morbosidad obsesiva, compañera inesperada de quien esperaba una liberación del
pensamiento. ¿Cómo reconciliarnos con tal paradoja si no intentamos hacerla funcionar para que
nos aclare el mecanismo en juego?
Lo que las dos opciones aparentemente contrarias (no lo son para Santo Tomás) tienen en
común, en efecto, es un tratamiento idéntico de lo real. Postulando nuestra filiación de aquel que
se sostendría en lo real (categoría cuya cercanía produce angustia y espanto), la religión tiende
a domesticarlo. No es excesivo decir que la religión -lazo sagrado- es una operación de
simbolización de lo real. Una vez anulada la idea de que lo real siempre está en otra parte, el
único modo -de hacer valer la dimensión del respeto al amo divino es la distancia euclidiana. En
esta esencial mutación vemos la causa de la estasis propia del estilo obsesivo: el rechazo a
desprenderse y crecer, a franquear etapas, a terminar los estudios, e incluso a la cura analítica.
Tal acceso comportaría, efectivamente, el riesgo de igualarse con el ideal y de esa manera
destruirlo, lo que comprometería el mantenimiento de la vida. Pero hay otra consecuencia todavía
más destructiva: la anulación de la categoría de lo real a través de la simbolización suprime en el
mismo movimiento al referente en el que se apoya la cadena hablada. Desde allí, no es solamente
la duda lo que se instala. La función de la causa -privada de su soporte- recae sobre cualquier
par de la cadena, ligando el antecedente con el sucesor, que se convierte así en consecuente.
El poder de la generación depende ahora del rigor de la cadena, con lo que se entiende la
preocupación obsesiva por verificarla incesantemente y expulsar de ella el error convertido en
crimen.
La desdicha -típicamente obsesiva- de este esfuerzo considerable es que, si lo real está
forcluido, vuelve como falla entre dos elementos cualesquiera que se trataba de soldar
perfectamente (el niño jugará con la cesura entre dos adoquines). Pero cada falla es percibida
como causa de objeciones, fuente de comentarios que llamarán a otros comentarios, verificación
retroactiva del camino seguido, cuestionamiento de las premisas, etc., en resumen, como causa
de un raciocinio que no puede encontrar descanso. Falto de un referente que lo alivie, cada
elemento de la cadena adquiere una positividad tal («es eso») que sólo es soportable si se anula
(«no es nada»). Quedará así desbrozado el terreno propicio para una formalización, de la que
daremos un ejemplo aplicado a esta neurosis.
Se puede decir, efectivamente, que el dispositivo evocado está soportado por una relación R
que clasifica todos los elementos de la cadena según un modo reflexivo (x R x), lo que quiere
decir que cada elemento puede ser supuesto como su propio generador, antisimétrico (x R y y
no y R x), a causa del par antecedente-sucesor, y transitivo (x R y, y R u, por lo tanto x R u), lo
que permite ordenar todos los elementos de la cadena. Siendo esta relación R idéntica a la de los
números naturales, se comprenderá mejor la afinidad espontánea del pensamiento obsesivo con
la aritmética y la lógica (lo mismo sucede a la inversa, causa por la cual una formación científica
no siempre es la mejor para devenir psicoanalista).
En todo caso, estamos en la conjunción en la que se adivina por qué la religión y la racionalidad,
al proponer un mismo tratamiento de lo real, se arriesgan a las mismas consecuencias mórbidas.
El precio de la deuda. La forclusión de lo real, categoría que se opone a «toda» totalitarización (y
también al pensamiento que funda al totalitarismo), equivale a una forclusión de la castración. He
aquí lo impago cuya deuda asedia la memoria del obsesivo, siempre preocupado por equilibrar
las entradas y las salidas: en el caso del Hombre de las Ratas, primeramente es lo impago por su
padre, que sin duda saldará a costa de su vida. Pero el rechazo del imperativo fálico se pagará
con el retorno, en el lugar desde el cual se profieren para el sujeto los mensajes que deberá
retomar por su cuenta (el lugar Otro en la teoría lacaniana), del imperativo puro, desencadenado,
sin límite ahora (puesto que la castración está forcluida), y por lo tanto grávido de todos los
riesgos. Es comprensible la repugnancia del obsesivo por las expresiones de autoridad, aun
cuando es partidario del orden. En contrapartida, y a falta de referencia fálica, este imperativo
del Otro surgirá de allí en adelante excitando las zonas llamadas «pregenitales» (oral, escópica,
anal) como otros tantos lugares propicios a un goce, en este caso perverso y culpable, en tanto
puramente egoísta.
Los lentes perdidos de Ernst Lanzer nos recuerdan el voyeurismo de su infancia, y la historia de
las ratas, su analidad. Pero la homosexualidad que se atribuye al obsesivo es de un tipo
especial, porque incluye no sólo el deseo de hacerse perdonar la agresividad contra el padre y
de ser amado por él, sino también el retorno en lo real y de un modo traumático del instrumento
que se trataba de abolir. Esta abolición, como se ha visto, ha provocado ya el retorno en el Otro
(desde donde se articulan los pensamientos del sujeto) de una obscenidad desencadenada y
sacrílega en efecto, porque concierne al instrumento que también prescribe el más alto respeto.
Pero también justifica la retención del objeto, denominado por Lacan «pequeño a», soporte del
plus-de-gozar que el obsesivo consigue irregularmente pero al precio de infinitas precauciones y
de una constipación mental. En fin, en cuanto a los actos impulsivos, sin duda vienen a recordar
por su impotencia al acto principal (la castración) del que el obsesivo ha preferido sustraerse y
que sólo le deja la muerte como acto absoluto, temible y deseable a la vez.