Diccionario de Psicología, letra N, nuevas conferencias

Nuevas conferencias de introducción al psicoanálisis
Obra de Sigmund Freud publicada en alemán en 1933 con el título de Neue Folge der
Vorlesungen zur Einführung in die Psychoanalyse. Traducida por primera vez al francés en
1936 por Anne Berman (1889-1979) con el título de Nouvelles Conférences sur la
psychanalyse; en 1984 la tradujo Rose-Marie Zeitlin con el tituIo de Nouvelles Conférences
d’introduction à la psychanalyse, y en 1995 Io hicieron Janine Altounian, André Bourguignon
(1920-1996), Pierre Cotet, Alain Rauzy y Rose-Marie Zeitlin, con el titulo de Nouvelle Suite des
leçons d’introduction à la psychanalyse. Traducida al inglés por primera vez en 1933 por W. J.
H. Sprott, y en 1964 por James Strachey, con el titulo de New Introductory Lectures on
Psycho-Analysis.
A principios de 1932 la situación económica de la Internationaler Psychoanalytischer Verlag, la
editorial fundada por Freud en 1918 gracias a la donación de su amigo húngaro Anton von
Freud, estaba en su nivel más bajo, como consecuencia de la gran crisis de 1929. Para tratar
de sanear las finanzas de la empresa, Freud tuvo la idea de escribir una nueva serie de
conferencias, según el modelo de las anteriores Conferencias de introducción al psicoanálisis,
sabiendo no obstante que esa vez no podría pronunciarlas en público, debido a su enfermedad.
La continuidad entre las dos series de conferencias es evidente. No sólo la materializa la
numeración de las nuevas lecciones, la primera de las cuales lleva el número 29, sino que
también se pone de manifiesto por la permanencia de los objetivos: no ocultar la complejidad de
las cuestiones abordadas, no disimular las lagunas y las incertidumbres persistentes.
Como lo atestiguan la claridad del. estilo y la firmeza de la argumentación, y además una carta a
Arnold Zweig del 27 de noviembre de 1932, mientras redactaba esas siete conferencias Freud
estaba convencido de que ése sería su último libro. Con un despunte de ironía, expresó la misma
idea en una carta a Max Eitingon del 20 de marzo de 1932, afirmando que uno «debería estar
siempre haciendo algo, aunque exista el riesgo de ser interrumpido -esto es mejor que
desaparecer en estado de pereza-«.
Aunque la primera de esas conferencias se titula «Revisión de la teoría del sueño», en ella Freud
reconoce explícitamente que en los últimos quince años «no ha habido nuevos descubrimientos» relacionados con el tema. Es evidente que Freud ignora, o quiere ignorar, la repercusión de su libro La interpretación de los sueños en el movimiento surrealista, y la importancia que le atribuyó André Breton (1896~ 1966). Centrado en su descubrimiento, Freud se felicita de que sus concepciones sobre el sueño hayan resistido la prueba del tiempo. Puesto que el estudio del sueño le permitió atravesar el umbral «que lleva de un procedimiento psicoterapéutico a una psicología de las profundidades», resulta normal que sea el objeto de la primera lección de esa compilación. Empleando una metáfora de resonancia militar (como lo hacía a menudo), Freud
subraya que con la teoría del sueño el psicoanálisis ha conquistado «una porción de nueva
tierra, ganada a la creencia popular y la mística». La originalidad del aporte del psicoanálisis en
ese ámbito le ha conferido al sueño -continúa Freud- el papel de una schibboleth, una
contraseña, una palabra de pase o signo de reconocimiento que permite diferenciar a los
partidarios del psicoanálisis, por un lado, y por el otro a quienes nunca llegarán a comprenderlo.
Pero, si no se ha sumado nada que enriquezca el tema, ¿por qué repetir la exposición?
Sencillamente porque, si se considera atentamente lo que hacen y dicen al respecto las
personas supuestamente cultivadas, y entre ellas los numerosos psiquiatras y psicoterapeutas
que cocinan su caldo en nuestro fuego», surge que con la mayor frecuencia La interpretación
de los sueños ha sido mal leído, o incluso no leído en absoluto.
Después de recordar los grandes avances expuestos en la obra pionera -la distinción entre el
contenido manifiesto y los pensamientos latentes, la función de la represión y las resistencias en
la formación del sueño, los procesos esenciales del trabajo del sueño (la condensación y el
desplazamiento)-, Freud vuelve sobre la cuestión de la simbolización, no renunciando a las correspondencias que a su juicio vinculan la actividad psíquica inconsciente individual y el registro del patrimonio cultural de la humanidad, sobre todo en la forma de mitos y leyendas.
Responde entonces a las objeciones formuladas a su teoría sobre el sueño como realización de
un deseo inconsciente, a la cual sus adversarios oponían la existencia de sueños de castigo y
sueños de angustia.
Lo mismo que en un artículo de 1923 escrito en ocasión de una reedición de La interpretación de
los sueños, Freud diferencia estas dos categorías de sueños, los sueños de castigo y los
sueños de angustia. Los sueños de castigo, que no constituyen el cumplimiento de una moción
pulsional, le parecen una respuesta positiva a un requisito de la instancia que no era aún
conocida en las versiones precedentes de la teoría del sueño: el superyó. En cuanto a los
sueños de angustia, ligados a acontecimientos traumáticos de los que se sabe que
constituyeron el punto de partida, en Más allá del Principio de placer, de la noción de
compulsión de repetición, premisa de la conceptualización de la pulsión de muerte, Freud se
muestra prudente. En 1923 había considerado esos sueños como la única excepción real a su
tesis. Diez años más tarde le parece muy difícil «conjeturar» qué moción de deseo podría
satisfacerse mediante el retorno de acontecimientos penosos, y admite que su tesis, por justa
que fuera, podía no obstante sufrir modificaciones vinculadas con la existencia de otras fuerzas
psíquicas contradictorias: «Si quieren ustedes tener en cuenta estas últimas objeciones
-aconseja o concede Freud-, digan por lo menos que el sueño intenta ser una realización de
deseo».
La segunda conferencia aborda la cuestión del ocultismo, objeto de vivas controversias en el
movimiento psicoanalítico durante el decenio 1920-1930. Siempre ambivalente, por momentos
Freud se niega a abordar el tema, conformándose a los deseos de Ernest Jones y Max Eitingon,
preocupados por preservar la respetabilidad científica del psicoanálisis, y por momentos acepta
promover las manifestaciones de lo irracional, convencido de que al psicoanálisis le interesa
penetrar en esa zona de sombra que el mundo anglo-norteamericano quería abandonar a los
adeptos del espiritismo.
Además de sus intercambios epistolares, sus discusiones y sus sesiones de espiritismo con
Sandor Ferenczi, por lo menos en dos oportunidades Freud trató la cuestión del ocultismo, bao la
rúbrica más general de telepatía, en la década de 1920. La conferencia titulada «Sueño y
ocultismo- no se aleja de las líneas de fuerza de esas dos intervenciones. Todo lo contrario. En
1932, en efecto, Freud ya no estaba en su primer intento. La cuestión del poder en la
International Psychoanalytical Association (IPA) se había zanjado en provecho de la corriente
angloamericana, y el viejo ya no temía las reconvenciones de los miembros del Comité Secreto.
En una declaración de principios no desprovista de ironía, Freud dice querer apartarse de todos
los prejuicios, y en particular de la «pusilanimidad escolar» que frena el ejercicio de la reflexión.
Se trata entonces de proceder con los fenómenos ocultos como con cualquier otro objeto de la
ciencia, y establecer en primer lugar su existencia, para tratar a continuación de explicarlos.
Este trayecto se ve obstaculizado por tres tipos de dificultades: intelectuales, psicológicas e
históricas. Recurriendo alternativamente al buen sentido y al humor, Freud llama primero la
atención sobre la deformación intelectual que consiste en juzgar a quien habla o escribe, en
lugar de discutir lo que propone. Recuerda en tal sentido los ataques que él mismo tuvo que
sufrir en los primeros tiempos del psicoanálisis. En cuanto a la credulidad humana,
frecuentemente invocada para rechazar el ocultismo, ella no informa nada sobre la naturaleza
del objeto. Finalmente, la cercanía entre el ocultismo y las religiones no debe llevar a rechazar al
primero en razón de la desconfianza respecto de las segundas.
Una vez apartados estos obstáculos, Freud se vuelve hacia los supuestos sueños telepáticos (una persona sueña con un acontecimiento que está produciéndose en la realidad). Admitiendo la hipótesis de un mensaje telepático cuya recepción sería favorecida por el estado de sueño, somete no obstante ese fenómeno al trabajo de una interpretación psicoanalítica, y demuestra que la dimensión telepática funciona en realidad como un resto diurno modificado por el trabajo del sueño. Después del examen de algunos ejemplos, se impone la conclusión de que el sueño telepático como tal es hermético, y sólo el trabajo psicoanalítico permite captar su sentido. Puesto que el sueño no es un instrumento útil para verificar la existencia de los fenómenos ocultos,
conviene abordar estos últimos fuera del sueño, a fin de ver si la explicación psicoanalítica
resulta satisfactoria.
Entre la serie de ejemplos sometidos a examen figura la historia de una paciente que había
experimentado un apego muy fuerte a su padre. Feliz en su matrimonio, esta mujer no había
tenido hijos, es decir que no había podido convertir a su esposo en padre. Al descubrirse la
esterilidad del marido, ella cayó en una fuerte depresión. En el curso de un viaje de recreo a
París, a escondidas del esposo, visitó a un adivino que le predijo que tendría dos hijos a los 32
años. La profecía no se realizó, pero la paciente la recordaba con placer. Freud se desplaza
entonces al terreno psicoanalítico, para interpretar esa predicción. La madre de la paciente se
había casado muy tarde, y le llegaron dos hijos a los 32 años. Las palabras del vidente podían
interpretarse como sigue: «Consuélese, usted es aún muy joven. Tendrá el mismo destino que su
madre, quien tuvo que esperar mucho tiempo para tener hijos; usted tendrá dos hijos a los 32
años.» Tener el mismo destino que la madre significaba para la paciente ocupar el lugar de esta
última con el padre al que tanto quería. Esa profecía tenía que llenar de contento a esta mujer.
Pero, ¿cómo explicar la introducción de la cifra en número 32 por el mago, que no sabía nada de
esta historia? Hay dos respuestas posibles, dice Freud, no sin alguna malicia: o bien esta historia
es falsa, o bien hubo efectivamente una transmisión de pensamiento. En realidad, la hipótesis
que él retiene es distinta: al narrar esta historia a su analista dieciséis años más tarde del
momento en que se produjo (Freud no señala que 32 es múltiplo de 16), cabía pensar que la
paciente extrajo el número 32 de su inconsciente para inscribirlo en su recuerdo.
El estudio de los otros ejemplos lleva a la misma conclusión: casi siempre la interpretación
psicoanalítica permite explicar fenómenos que con excesiva facilidad se atribuyen a razones
ocultas. Eso no impide que algunas historias excluyan el análisis, por demasiado precipitado: por
ejemplo, el célebre caso del doctor David Forsyth. Freud logra de nuevo extraer, con ayuda del
psicoanálisis, el sentido de la sucesión de coincidencias que salpican ese caso, pero reconoce
la existencia de un residuo inexplicable. Admite entonces que tiene la sensación de que Ia
balanza se inclina, también aquí, en favor de la transmisión de pensamiento. En apoyo de este
juicio, se apresura a citar algunas observaciones idénticas realizadas por Helene Deutsch.
Previendo las objeciones que seguramente no iban a faltar, Freud deja despuntar su pasión por
la aventura y lo maravilloso, su curiosidad y audacia intelectuales que, unos treinta años antes,
lo habían llevado a lanzarse a la epopeya psicoanalítica en compañía de Wilhelm Fliess. No sólo
se confiesa incapaz de alinearse prudentemente detrás de la bandera del racionalismo, sino que
exhorta a sus lectores «a pensar con mayor benevolencia en la posibilidad objetiva de la
transmisión de pensamiento, y en consecuencia también de la telepatía».
En un discurso pronunciado en el octogésimo cumpleaños de Freud, Thomas Mann se refirió a la
tercera de esas nuevas conferencias: la inspiración que en ella se ponía de manifiesto, su forma
y su contenido, la descripción realizada del «mundo mental del inconsciente y el ello»,
atestiguaban, a juicio del gran escritor, la filiación de Freud con el «siglo de los Schopenhauer y
los lbsen entre los cuales él nació».
En unas pocas líneas, Freud resume el largo camino recorrido por el psicoanálisis: la atención
prestada primeramente a los síntomas, que abrió la vía al inconsciente, la vida pulsional y la
sexualidad; el conflicto entre las mociones inconscientes y las resistencias, y finalmente el gran
punto de inflexión, caracterizado Por el rol esencial atribuido a ese yo hasta entonces inscrito en
la perspectiva de la psicología popular. Se tratará sobre todo de la nueva concepción del yo.
Esta conferencia constituye entonces una puesta a punto definitiva y magistral de las tesis
desarrolladas en las grandes obras de la década de 1920, en particular Más allá del principio
de placer y El yo y el ello. Basándose en observaciones clínicas, y afinando los desarrollos
especulativos que tanto le habían sido reprochados, Freud vuelve sobre su descubrimiento del
clivaje del yo, que permite la emergencia de una nueva instancia, una instancia observadora, que
prepara para el juicio y la sanción sin reducirse a la conciencia moral: una instancia que tomará
el nombre de superyó.
Las etapas de la formación de este superyó lo llevan a subrayar el papel esencial de la
identificación precoz con la estructura parental, y le permite situar el superyó como heredero del
Edipo. En esa oportunidad Freud clarifica la relación entre el superyó y el ideal del yo. El yo y el
superyó son en gran parte instancias inconscientes, lo que implica una revisión fundamental de
la concepción psicoanalítica de las relaciones entre el consciente y el inconsciente. Freud
explica de qué modo, a partir de un cuestionamiento de la primera tópica, se vio llevado a
introducir en 1923 el concepto de ello para designar al inconsciente en su perspectiva dinámica.
La parte final de la conferencia está dedicada a esa instancia, y a las relaciones entre el ello y el
yo.
Se plantea la cuestión de la salida de la relación conflictiva que se anuda entre ambas
instancias. Para aclararla, Freud escribe una frase que se volverá célebre en el mundo entero, y
cuyas diversas traducciones cristalizarían las fracturas del movimiento psicoanalítico: «Wo Es
war soll Ich werden». Se trataba de señalar la nueva tarea que le incumbía a la cultura a través
del psicoanálisis, y cuya importancia le parecía tan grande para la humanidad como la
desecación del Zuiderzee.
En Francia, Anne Berman optó en 1936 por una traducción de tipo adaptativo basada en la
prevalencia del yo: «El yo debe desalojar al ello». Veinte años más tarde, en una conferencia
sobre «la cosa freudiana» pronunciada en Viena en 1955, Jacques Lacan cuestionó esta
traducción, y propuso una nueva: «Allí donde ello [o eso] estaba debo yo advenir» («oú c’etait
doit-je advenir»). De este modo significaba la primacía del ello sobre el yo: allí donde estaba ello,
debe estar el yo. Más tarde fueron retenidas dos nuevas traducciones, una de 1984 («Allí donde
había ello debe advenir yo», «Lá oú etait du Va doit advenir du moi»), y la otra de 1995 («Allí
donde había ello, yo debe advenir», («oú etait du Va, du moi doit advenir»).
James Strachey, por su lado, recurrió para la traducción inglesa a una tesis inversa a la de
Lacan, optando por la idea de que el yo debía ir a ocupar el lugar del ello: «Where id was, there
ego shall be».
La cuarta conferencia está dedicada a la angustia y la vida pulsional. La cuestión de la angustia
había sido objeto de una de las lecciones de la primera serie. Freud la retoma en grandes líneas,
para exponer de nuevo, con mayor claridad que en Inhibición, síntoma y angustia, las
modificaciones que el tratamiento de esta cuestión había sufrido desde la introducción de la
segunda tópica. En adelante se considera que sólo el yo podía producir y experimentar angustia.
Esto lleva a distinguir tres formas de angustia: la angustia real (que corresponde a la
dependencia del yo respecto del mundo externo), la angustia neurótica (resultante de la
dependencia del yo respecto del ello), y la angustia moral (producida por la relación del yo con el
superyó). A continuación Freud reformula su concepción de las relaciones entre la angustia, la
castración y la represión. En este punto rinde un homenaje insistente a Otto Rank: «el
psicoanálisis -dice- le debe muchas hermosas contribuciones», y él tuvo en particular el mérito
de señalar la importancia del acto de nacimiento como primera separación respecto de la madre.
Esta evocación respalda lo que sugieren muchos otros indicios, a saber: que, a diferencia de las
rupturas con Alfred Adler o Carl Gustav Jung, Freud sin duda sufrió más que deseó el
distanciamiento de Rank.
Si bien el tema de la angustia había sido objeto de una profunda revisión teórica, Freud recuerda
que en el ámbito de las pulsiones no se estaba en una mejor situación: las dificultades
respectivas habían sido y seguían siendo más grandes aún. Pasa revista a las etapas de la
transformación de la teoría de las pulsiones, y esto le da la oportunidad de insistir en la pulsión
de muerte, que «no podría estar ausente en ningún proceso de la vida». Acerca de este punto,
Freud tiende a reafirmar su posición, precisando que no lo molesta en absoluto que se le
reproche el perfil filosófico de su propuesta, siendo que la filosofía de la que se trata es la del
gran Schopenhauer.
Con la quinta conferencia Freud vuelve a un terreno en el que nunca se había sentido muy
cómodo, el de la sexualidad femenina, aspecto de lo que él llama, en términos más generales, «el
enigma de la feminidad». Como en el texto de 1931 dedicado a este tema, da prueba de prudencia
y dice querer referirse esencialmente a las investigaciones realizadas por sus «colegas mujeres»
que han trabajo esta cuestión. Sin exponer claramente sus intenciones, Freud parece querer
enmendar su concepción, atribuyéndole un papel esencial a la madre en el emplazamiento y la
resolución del complejo de Edipo, y en la evolución del complejo de castración en la niña. Sin
embargo este texto no modifica en nada su tesis de la libido única, ni su concepción falicista. Por
ello sería criticado, sobre todo cuando volvió a discutirse la cuestión de la sexualidad femenina,
a partir del Congreso de Amsterdam, organizado en 1958 por iniciativa de Jacques Lacan para
tratar este tema, y más tarde en todos los trabajos feministas.
La conferencia siguiente trata de tres cuestiones de orden práctico. Freud evoca primero el
lugar del psicoanálisis y la recepción que le dio la sociedad, así como las reacciones de los
psicoanalistas frente a esa realidad. Renueva sus advertencias contra la utilización abusiva del
saber psicoanalítico, contra todas las formas de interpretación salvaje y, más en general, contra
el proselitismo. Se demora en el reconocimiento y la justificación de las modalidades de
inscripción del método analítico en los ámbitos de las «ciencias del espíritu». Se trata de un
alegato en favor de los diversos aspectos que puede revestir el psicoanálisis aplicado, con el
acento en las cuestiones pedagógicas y educativas, a las cuales Freud había sido sensibilizado
tanto por su hija Anna (Anna Freud) como por August Aichhorn. Los problemas relativos al
psicoanálisis como terapia constituyen la tercera sección de esta conferencia. Aunque Freud
tiene el cuidado de recordar su poco entusiasmo personal por el trabajo terapéutico, aprovecha
la ocasión para realizar alguna puesta a punto sobre cuestiones técnicas tales como las
indicaciones para la utilización del psicoanálisis, o incluso la duración del tratamiento, y subraya
que las objeciones al respecto suelen ser incomprensibles. Si el psicoanálisis no tuviera valor
como terapia, concluye Freud, «no habría sido descubierto al contacto con enfermos, ni se
habría desarrollado durante más de treinta años».
La última lección constituye uno de los textos más célebres de Freud. La reflexión desarrollada
es sólo parcialmente nueva, pero quiere ser una respuesta definitiva a una pregunta frecuente:
¿es el psicoanálisis una concepción del mundo (Weltanschauung), o conduce a ella?
Subrayando que el término Weltanschauung es específicamente alemán y no se presta a una
traducción rigurosa, Freud quiere definir en primer lugar lo que designa con esa palabra: «. ..una
Weltanschauung es una construcción intelectual que resuelve, de manera homogénea, todos los
problemas de nuestra existencia, a partir de una hipótesis que gobierna el todo, en el cual, en
consecuencia, no queda abierto ningún problema, y todo lo que nos interesa encuentra su lugar
determinado».
Después responde al interrogante planteado y su posición es clara: en tanto que doctrina
científica, como «psicología del inconsciente», el psicoanálisis no es ni puede ser una concepción
del mundo; sólo cabe que haga suya la Weltatischauung de la ciencia, cuya definición es rnucho
rnenos ambiciosa. Son muchos los que le reprochan a la
Weltanschauung científica que no sea portadora de ninguna esperanza, porque ignora las
exigencias del espíritu humano. Para Freud, esas objeciones son inadmisibles, puesto que
ignoran el papel del psicoanálisis, que consiste precisamente en hacerse cargo de la parte del
psiquismo, en el interior del continente científico.
Ni el arte, muy inofensivo, ni la filosofía, llena de buenas intenciones pero a menudo incoherente
y demasiado hermética, son enemigos para la ciencia: sólo la religión puede serlo, pues tiene un
poder enorme y «dispone de las emociones más fuertes de los seres humanos». La religión
tranquiliza a los hombres dándoles la ilusión de que responde a sus preguntas más angustiosas.
En algunas páginas, Freud se entrega a la crítica sistemática de la cosmovisión religiosa, como lo
había hecho en algunas obra anteriores, asociando de nuevo la infancia del individuo con la
infancia de la humanidad. Sin dejar de lamentar su incompetencia, emprende a continuación la
crítica de otra concepción del mundo cuyo cuestionamiento había bosquejado en El porvenir de
una ilusión y en El malestar en la cultura: el marxismo. Evaluando la fuerza y la debilidad de
esta doctrina, escribe lo siguiente: «Por su realización en el bolcheviquismo ruso, el marxismo
teórico ha ganado ahora la energía, la coherencia y el carácter exclusivo de una
Weltanschauung, pero, al mismo tiempo, también una semejanza inquietante con lo que combate,
Inicialmente concebido como una parte de la ciencia [ … ], ha decretado no obstante una
prohibición de pensar tan inexorable como lo fue en su tiempo la de la religión.»
Freud concluye esta última conferencia moderando su entusiasmo respecto de la
Weltanschauung científica, consciente de la insatisfacción que no puede dejar de suscitar un
planteo dogmático, demasiado sumiso a las exigencias de la verdad y que profesa el rechazo de
toda ilusión.