Diccionario de psicología, letra O, Odio

Odio
s. m. (fr. haine; ingl. hatred, hate; al. Hafi). Pasión del sujeto que busca la destrucción de su
objeto.
El odio es para S. Freud un hecho clínico fundamental. De él esboza el origen psíquico y las consecuencias sociales.
Un hecho clínico fundamental. El odio es un hecho clínico cuya evidencia se le impone a Freud.
Esta pasión se manifiesta particularmente en la experiencia del duelo a través de los síntomas o
de los sueños. Freud muestra de entrada su importancia a propósito de su paciente Elisabeth (Estudios sobre la histeria, 1895). La joven había experimentado una gran satisfacción con la idea de que su hermana al fin muriese y le dejase así la vía libre para casarse con su cuñado.
Pero se había defendido de esta representación insoportable convirtiendo esa excitación
psíquica en síntomas somáticos: dolores en la pierna. La confesión de este odio acarrea en ella
la desaparición parcial de sus síntomas. Del mismo modo, el obsesivo puede sufrir la pérdida real de un ser cercano con una intensidad que Freud califica de patológica. Paga el derecho de este odio inconfesado respecto de ese ser cercano volviéndolo contra sí mismo bajo la forma de una culpabilidad autopunitiva. El odio hacia sí mismo es por lo tanto característico del masoquismo moral (Duelo y melancolía, 1915), Pero Freud comprueba más generalmente en La interpretación de los sueños (1900) que la obligación convencional de amar al prójimo provoca la represión de los pensamientos de odio y su reaparición disfrazada en los sueños de duelo.
Cuando alguien sueña que su padre, su madre, su hermano o su hermana han muerto y que se
apena mucho por ello, es porque ha deseado su muerte en un momento dado, antes o ahora. El
dolor experimentado en el sueño burla a la censura.
Su origen y su incidencia social. Este odio se origina para Freud en la relación primordial del
sujeto con los objetos reales pertenecientes al mundo exterior, y no deja de tener su efecto
social. Así, el sujeto odia, detesta y persigue, con la intención de destruirlos, a todos los objetos
que son para él una fuente de displacer. La relación con el mundo exterior extraño que aporta
excitaciones está marcada entonces por este odio primordial. Forman parte de esto real extraño
todos los objetos sexuales cuya presencia o ausencia el sujeto al principio no domina. Así
sucede con el seno materno, por ejemplo (Trabajos sobre metapsicología, 1915). También
forman parte de esto los seres cercanos que impiden la satisfacción: caso de los hermanos o
las hermanas. Por lo común el sujeto los ve como intrusos en la conquista del afecto parental.
Igualmente, el odio puede separar a la madre y a la hija en la lucha más o menos explícita que
llevan para recibir el amor exclusivo del padre. Y opone con fuerza al padre y al hijo en la
rivalidad sexual.
Pues es la función del padre la que le interesa sobre todo a Freud. Su presencia hace obstáculo para el niño en la satisfacción del deseo con la madre, cualquiera que sea su sexo. Pero el varón lo odia con particular vigor, porque le prohibe gozar del objeto femenino que el apetito
sexual de ese padre lo lleva sin embargo a desear. Freud ve en esta rivalidad rencorosa el
resorte de la prohibición del incesto, del complejo de Edipo y del complejo de castración, incluso del deseo mismo. El destino psíquico del sujeto depende para él de la manera en que el sujeto atraviesa este período. La significación simbólica de este odio lo distingue del odio primordial e indiferenciado respecto de toda fuente de displacer. Efectivamente, el odio al padre está en el origen de la ley simbólica de la interdicción, es decir, del lazo social. Para subrayar su alcance civilizador, Freud elabora el mito del padre de la horda asesinado por sus hijos celosos o el de Moisés asesinado por su pueblo. Del remordimiento por el odio y el asesinato del padre nacen
para él todas las interdicciones sociales (Tótem y tabú, 1912-13; Moisés y la religión monoteísta,
1939). A la inversa, Freud insiste también en la tendencia natural del hombre a la maldad, la
agresión, la crueldad y la destrucción, que viene del odio primordial y tiene incidencias sociales
desastrosas. Pues el hombre satisface su aspiración al goce a expensas de su prójimo,
eludiendo las interdicciones. Explota sin resarcir, utiliza sexualmente, se apropia de los bienes,
humilla, martiriza y mata. Como debe renunciar a satisfacer plenamente esta agresividad en
sociedad, le encuentra un exutorio en los conflictos tribales o nacionalistas. Estos permiten a los
beligerantes señalar fuera de las comunidades fraternales enemigos aptos para recibir los
golpes (El malestar en la cultura, 1929). Esta comprobación lo vuelve a Freud pesimista y poco
inclinado a creer en el progreso de la humanidad. Lacan aprueba estas conclusiones. La
voluntad de hacer el bien desde un punto de vista moral, político o religioso enmascara siempre
[si está muy centrada en el bien] una insondable agresividad. Es la causa del mal (La ética del
psicoanálisis, 1960).
Lacan se empeña sobre todo en mostrar la dimensión imaginaria del odio según dos registros distintos: el odio celoso y el odio del ser. La experiencia analítica lleva a veces al sujeto a superarlo, pero también a reconocer su fecundidad simbólica.
Odio celoso y odio del ser. El hermano, la hermana y más en general toda persona rival son
objeto del odio celoso. Para ilustrar -lo, Lacan desarrolla a lo largo de sus seminarios el mismo
ejemplo, el del niño descrito por San Agustín en las Confesiones. Todavía no habla y ya
contempla pálido, y con una mirada ponzoñosa, a su hermano de leche. El hermano prendido al
seno materno le presenta de pronto a este niño, al sujeto celoso, su propia imagen corporal. Pero
en esta imagen que le presenta, el sujeto se percibe como desposeído del objeto de su deseo.
Es el otro el que goza de él en una unidad ideal con la madre, y no él. Esta imagen es fundante
de su deseo. Pero la odia. Le revela un objeto perdido que reanima el dolor de la separación de la
madre (La identificación, 1962). El paranoico permanece en este odio de la imagen del otro sin
acceder al deseo. Es el doble, el perseguidor que conviene eliminar. Esta experiencia se renueva
para cada uno a través de los encuentros en los que el deseo es visto en el otro bajo la figura
del rival, del traidor o de la otra mujer. Basta con que el otro sea supuesto [como] gozando, aun
si el sujeto celoso no tiene la menor intuición de ese goce.
El odio del ser, más intenso todavía, concierne a Dios o a alguien más allá de los celos (Aún,
1973). Contrariamente al precedente, no depende de la mirada o de la imagen. Es inducido por el
hecho de que el sujeto imagina la existencia de un «ser» que posee un saber inasible y, sobre
todo, amenazante para su propio goce. Lo odia entonces con violencia. Para Lacan es el odio de
los hebreos hacia Jehová. El Dios celoso de saber perfecto prescribe la Ley a su pueblo
radicalmente imperfecto, exponiéndose a la traición y al odio. El odio del ser puede también
apuntar al ser de una persona a la que le es supuesto un saber más perfecto y cuyas
conductas o proposiciones son entonces execradas. Más en extenso, es el caso del que viene
a perturbar el goce común, las convicciones bien asentadas. Este odio, a menudo amplificado
por las instituciones, les tocó en suerte a ciertos científicos demasiado audaces para su tiempo:
Galileo, Cantor, Freud, y otros. Más en general, el que está adelantado a su época desde el
punto de vista del conocimiento lo encuentra inevitablemente. Deviene el «ser», ese objeto
extraño y repugnante que se trata de destruir o excluir, como en el odio primordial descrito por
Freud, y aun, ese padre fundador cuya memoria conviene reprimir.
Vanidad y fecundidad del odio. El odio del ser, como el odio celoso, son en última instancia vanos
desde un punto de vista psicoanalítico. El odio del ser divino le parece a Lacan cada vez menos
justificado. Los sujetos han visto revigorizado y luego ahogado este odio por los diluvios de amor
del cristianismo. Finalmente han dejado de creer en la presencia de un saber divino sobre todo,
de una «omniciencia» amenazante de la intimidad de su goce. Del mismo modo, si durante la cura
le sucede a un analizante hacer de su analista un dios, más o menos rápidamente se da cuenta
de que ese otro no lo sabe todo (Aún, 1973). La alternancia de odio y amor, esa
«enamorodiación» [hainamoration], según Lacan, con la que el analizante gratifica al analista
supuesto [al] saber, es por lo tanto superable. El odio se debilita desde que se revela la
naturaleza de ese saber. Pues el saber del que el analizante puede disponer al final de la cura
no es el saber de ningún ser. Es colectivo, impersonal e incompleto, no tiene nada de divino. El
ateísmo consecuente del psicoanalista sería entonces una docta ignorancia sin odio ni amor. En
cuanto al odio celoso, para Lacan es también un síntoma «&ltApertura» del Seminario del Servicio
Deniker en Sainte-Anne, 1978). Sólo se revela superable a condición de que el sujeto haya
tomado la medida exacta del goce que codicia en su semejante.
El odio es vano, pero sus afinidades con la figura paterna, por una parte, y con el conocimiento,
por otra, pueden hacerlo fecundo. Sin esta experiencia inicial del odio del padre, no hay acceso
al or -den de la ley simbólica. En su otra vertiente, el odio tiene un lazo profundo con el deseo de
saber. Para Freud, nuestro placer y nuestro displacer dependen en efecto del conocimiento que tenemos de algo real tanto más odiado cuanto que es desconocido. Lo real es entonces sobrestimado por la amenaza que representa. El odio participa así de la inventiva del deseo de saber (Pulsiones y destinos de pulsión, 1915, Freud; Los cuatro conceptos fundamentales del psicoanálisis, Lacan, 1964; 1973).