Diccionario de psicología, letra P, Paranoia (proyección y narcisismo)

Diccionario de psicología, letra P, Paranoia (proyección y narcisismo)

Paranoia: Proyección y narcisismo
De modo que, partiendo de la importancia asignada a la fecha del trauma, progresamos al tomar
en cuenta la fecha de la represión (proyección), y desde allí el marco edípico en el que ésta
interviene.
Finalmente, el 9 de diciembre de 1899 se reveló la relación con la teoría de la sexualidad. «Lo que
me preocupa es la «elección de las neurosis». ¿En qué circunstancias una persona se convierte en histérica, en lugar de volverse paranoica? En un intento primero y grosero, en la época en que yo procuraba impetuosamente forzar la ciudadela, pensaba que esa elección dependía de la edad en que se habían producido los traumas sexuales del momento del incidente… Después ya no tuve opinión, hasta estos últimos días, en que se me reveló la conexión con la teoría de la sexualidad… Entre las capas sexuales, la más profunda es la del autoerotismo, que no tiene ninguna meta psicosexual y sólo exige una sensación capaz de satisfacerlo localmente. Más
tarde lo releva el aloerotismo (homoerotismo y heteroerotismo), pero sin duda subsiste con la
forma de una corriente independiente. La histeria (así como su variedad, la neurosis obsesiva)
es aloerótica y se declara principalmente por una identificación con la persona amada. La
paranoia vuelve a deshacer las identificaciones, restablece a las personas que se ha amado en la infancia (véanse mis observaciones relativas a los sueños de exhibición) y escinde al yo en varias personas ajenas. Esto es lo que me ha llevado a considerar la paranoia como el asalto de una corriente autoerótica, como un retorno a la situación de antaño. La formación perversa correspondiente sería la que se denomina locura original.»
De esto surgen las condiciones particulares en las que se propondrá la tarea de interpretación, en los casos respectivos de las neurosis histéricas, la neurosis obsesiva y la paranoia. La relación transferencial, en los dos primeros tipos de afecciones, apunta a liberar representaciones marcadas por la sustitución (histeria), el desplazamiento (obsesión) y, en el caso de la paranoia, por la puesta en evidencia de una relación causal (25 de mayo de 1897). Bajo esta forma recobra su sentido el principio formulado anteriormente (el 24 de enero de 1895), según el cual «el contenido real sigue intacto cuando cambia el emplazamiento (Stellung) de toda la cosa, y el reproche interior es empujado hacia afuera». Más precisamente, «la represión se realiza por recusación de creencia (1º de enero de 1896); se conservan los contenidos y afectos de la idea intolerable, pero son proyectados afuera».
Ahora bien, esto también significa que todos los datos del problema están reunidos de entrada
por la experiencia, y que lo único llamado a modificarse es su configuración. De ello resulta que,
en este terreno de la paranoia, un texto autobiográfico pueda hacer las veces de la emergencia
progresiva del material en la cura. Así puede entonces apreciarse la originalidad de la
contribución que le aportará a Freud el texto de Schreber. Se intentarán tres vías: la puesta en
evidencia de la homosexualidad, la función de la proyección y el papel de la fijación sobre el yo.
La homosexualidad, recuerda Freud, no es original; los estudios de casos realizados con el
concurso de Jung ya habían atestiguado regularmente que el perseguidor del delirio paranoico
es un ser que antes había sido amado. La proyección, en segundo lugar, no es específica de la paranoia. «En lo que concierne a la formación de los síntomas en la paranoia, el rasgo más
sorprendente es el proceso que conviene calificar de proyección. Se reprime una percepción
interna y, en lugar de ella, su contenido, después de haber sufrido una cierta deformación, llega
a la conciencia con forma de percepción proveniente del exterior. En el delirio de persecución, la
deformación consiste en una transformación del afecto: lo que debía experimentarse
interiormente como amor es percibido exteriormente como odio. Uno se sentiría tentado a
considerar este curioso fenómeno como el elemento más importante de la paranoia y como
absolutamente patognomónico si no recordara oportunamente dos hechos. En primer lugar, la
proyección no desempeña el mismo papel en todas las formas de paranoia; en segundo término, no aparece sólo en el curso de la paranoia, sino también en otras condiciones psicológicas; de hecho, tiene asignada una participación regular en nuestra actitud ante el mundo exterior. Pues cuando investigamos las causas de ciertas impresiones, no en nosotros mismos (como lo hacemos cuando se trata de otras impresiones del mismo orden), sino que las situamos en el exterior, ese proceso normal también merece el nombre de proyección. Así, si atendemos al
hecho de que se trata -en el caso de la proyección- de problemas psicológicos más generales,
remitimos a otra oportunidad el estudio de la proyección, y al mismo tiempo, el estudio del
mecanismo de los síntomas paranoicos … »
Si bien es cierto que las cuatro formas de funcionamiento de esta proyección permiten
diferenciar los grandes tipos clínicos -paranoia persecutoria, celosa, erotómana y megalómana-, que corresponden, respectivamente, a los desplazamientos del verbo, del sujeto y del objeto del enunciado, y a la totalización de la enunciación implícitamente elaborada por el paciente, esto no basta todavía para que la proyección sea el fundamento de la paranoia. Para llegar a ello, tendremos que referirnos a ese aborto del desarrollo libidinal que es la fijación del sujeto al yo, en tanto representante del cuerpo.
El 9 de diciembre de 1899, en efecto, se reconocen las vicisitudes de la identificación como
resorte del proceso paranoico. Más profundamente, éste nos remite a la génesis misma de la
identificación, a esa matriz de la identificación que es la integración en un mismo cuerpo de las
zonas erógenas antes dispersas: «Creo -escribirá Freud a propósito del presidente Schreber-
que no es superfluo ni injustificado tratar de señalar que el conocimiento de los procesos
psíquicos que hemos obtenido gracias al psicoanálisis permite desde ahora comprender el papel de los deseos homosexuales en la génesis de la paranoia. Investigaciones recientes han orientado nuestra atención hacia un estadio que atraviesa la libido en el curso de su pasaje desde el autoerotismo hasta el amor objetal. Se lo ha denominado estadio del narcisismo;
personalmente, yo prefiero la palabra «narcismo», quizás menos correcta, pero más breve y
eufónica. Este estadio consiste en lo siguiente: el individuo en desarrollo reúne en una unidad
sus pulsiones sexuales, que hasta ese momento actuaban de modo autoerótico, a fin de
conquistar un objeto de amor, y al principio se toma a sí mismo, toma su propio cuerpo como
objeto de amor, antes de pasar a la elección objetal de otra persona. Quizás este estadio
intermedio entre el autoerotismo y el amor objetal es inevitable en el curso de un desarrollo
normal, pero parece que ciertas personas se detienen en él de una manera insólitamente
prolongada, y que muchos de los rasgos de esta fase persisten en ellas en los estadios
ulteriores de su desarrollo. En ese «sí mismo» tomado como objeto de amor, quizá los órganos
genitales sean ya el atractivo primordial. La etapa siguiente conduce a la elección de un objeto
dotado de órganos genitales semejantes a los propios, es decir, a la elección homosexual del
objeto, y después, a partir de allí, a la heterosexualidad».
Si éste es entonces el término del proceso previo a la represión y a su expresión proyectiva,
falta aún señalar el momento a partir del cual esta regresión interviene. La construcción de la
segunda tópica dará base a la elaboración del problema, en cuanto fijará sus coordenadas
directrices, sobre todo al referir el superyó a la imago paterna, cuyas vicisitudes y cuya
regresión gobiernan la interpretación de la paranoia. La polémica sostenida con Jung
aproximadamente en 1911 arrojará una viva luz sobre este desarrollo.
La cuestión del padre
Recordemos sólo que si Jung, rompiendo con Freud, desarrolló la noción de una «libido»
desexualizada (asimilada, según sus propios términos, al élan vital de Bergson o a la noción más
general de un «interés» existencial), que por otra parte escaparía a toda determinación coactiva
del pasado, en tanto que representativa de la exigencia de autonomía de un sujeto vuelto hacia el
futuro, Jung, decimos, lo hizo en razón del desplazamiento del centro de la teoría desde la
neurosis hasta la psicosis, y de la consiguiente «radicalización» de los planteos y conceptos
derivados del análisis de la histeria, según lo atestiguan las Conferencias de introducción al
psicoanálisis. En efecto, en la medida en que la libido freudiana es apetito de objeto, apetito de un
objeto cuyo goce satisfaría la meta de la pulsión sexual, en esa medida la ruptura del psicótico
con la realidad -sea que ella se manifieste por el delirio, la alucinación o el repliegue del sujeto
sobre su experiencia íntima- parece exigir, a la inversa, un nuevo estatuto para la libido que,
orientada al mundo y no ya a la búsqueda del objeto, se sustraiga por ese mismo hecho a la
esfera de la sexualidad. Con esto Jung parece también abolir la distinción, mantenida por Freud,
entre la energía de la pulsión y la dinámica de los procesos libidinales; se atribuye a la libido la
energía de una tensión consagrada globalmente al desarrollo pleno del sujeto en un «mundo».
Los criterios de verificación característicos de estos trayectos se pueden captar comparando
los trabajos que les sirvieron de preludio: el artículo publicado por Jung en 1909, «Die Bedeutung
des Vaters für das Schicksal des Eizelnen» [La significación del padre para el destino del
individuo] y el análisis presentado por Freud en 1911 sobre la demencia paranoide del presidente
Schreber. Un intercambio de cartas entre Abraham y Freud acerca del artículo de Jung
demuestra el interés que éste había suscitado en Freud, quien subraya que, mientras que la
atención del psicoanálisis se había concentrado particularmente en la investidura libidinal de la
madre, Jung era el primero en atribuir un rol esencial a la representación de la paternidad y sus
vicisitudes. Habrá que observar además (y esto es lo esencial) que Jung entiende precisamente
la paternidad como un modelo, herencia del linaje de los antepasados, según el cual se determina
la figura efectiva y crucial del padre. En 1912, Freud retendrá en Tótem y tabú esta dimensión del
problema, en una perspectiva filogenética. No obstante, desde el punto de vista de la
ontogénesis individual en el que nos sitúa el análisis de Schreber, el padre interviene en tanto
que objeto de una fijación homosexual. Y si, más profundamente, esta relación se enraíza en
una fijación narcisista, lo hace en cuanto ese padre ha sido por sí mismo un objeto de amor, un
objeto libidinal. El individuo en desarrollo «reúne, en efecto, en una unidad sus pulsiones
sexuales -que hasta allí actuaban de modo autoerótico-, a fin de conquistar un objeto de amor, y
al principio se toma a sí mismo, toma su propio cuerpo, como objeto de amor». Esta corriente
libidinal arcaica, en una primera fase de represión, se fija en el inconsciente.
En una segunda fase interviene la represión, descrita, en el caso de las neurosis, como
«emanada de las instancias más altamente desarrolladas, capaces de ser conscientes». Pero
«la tercera fase, la más importante en lo que concierne a los fenómenos patológicos, es la del
fracaso de la represión, la del retorno de lo reprimido. Esta irrupción se origina en el punto en
que tuvo lugar la fijación, e implica una regresión de la libido hasta ese punto preciso». «Ya
hemos aludido -continúa Freud- a la multiplicidad de los puntos posibles de fijación; hay tantos
como estadios en la evolución de la organización de la libido.»
Esta regresión tiene una sanción, que es la vivencia de la destrucción del mundo. Schreber, en
efecto, «adquiere la convicción de que es inminente una gran catástrofe, el fin del mundo». Pero
entonces se desencadena el delirio: el paranoico reconstruye el universo, no en verdad «más
espléndido», como dice Fausto, pero al menos «de modo tal que de nuevo pueda vivirse en él».
Lo que entonces «atrae poderosamente nuestra atención es el proceso de curación que suprime
la represión y reconduce la libido hacia las mismas personas que ella había abandonado». En
este caso no podemos decir que el sentimiento reprimido adentro sea proyectado afuera: «se
debería decir más bien que lo que ha sido abolido (aufgehoben) adentro vuelve desde afuera».
Lo que está en juego en la refutación de Freud a Jung es entonces la posición atribuida al objeto
en la definición de la libido. La libido freudiana, que es ansia de objeto, recorre todas las
posiciones que ese objeto puede ocupar, en una serie cuyo primer momento es dado por «la
primera presencia auxiliadora». La libido junguiana es desexualizada por cuanto se asimila a la
energía de una existencia singular que se realiza en el mundo, con exclusión de toda aspiración
de objeto. Sin duda, en el ciclo recorrido por la libido se pueden distinguir la libido del yo y la libido
de objeto. Esta precisión terminológica no compromete la esencia de la noción, tomada en su
acepción freudiana, si es cierto que, en su posición más arcaica, la libido del yo nos es
representada como segunda con relación a la investidura de la «primera presencia» que
aseguró la satisfacción nutricia.
En la línea de las sugerencias de Freud, también es posible remover el equívoco terminológico del
«objeto» libidinal con referencia al estado de «prematuración»; ante la carencia orgánica del
recién nacido, este objeto se encuentra reducido al polo virtual de un «apetito», cuya cualidad de
«sexual» sólo sirve para justificar el hecho de que proviene «del exterior», y a la exigencia de
repetición que, por este mismo hecho, se liga menos a la satisfacción de la necesidad que al
goce de un contacto precario. Así adquirirá todo su alcance la noción de una «pulsión altruista».
Pero, si la libido del prematuro se inserta en un interés de supervivencia, que le presta un valor
prospectivo, la repetición, cuya exigencia ella porta, devuelve la meta hacia el pasado y, si bien
en el horizonte de la libido se perfila el objeto, la compulsión repetitiva sólo apunta a la extinción
de la excitación, puesto que se da por fin el retorno de la satisfacción, en la que esa excitación
es abolida.
De modo que la pulsión sexual aparecerá como anudada a la pulsión de muerte, y el principio de
placer, que rige el curso del proceso libidinal, como subordinado al principio de constancia.
Además, el superyó, representante de la pulsión de muerte, se hará cargo de la desexualización
de la pulsión: la exclusión del objeto libidinal, al servicio de la cual se pondrá la empresa de la
sublimación. Se nos propone una traducción matemática de esta formulación teórica, con la
distinción de la representación vectorial del principio de placer, que rige la reducción relativa de
la tensión, desde un valor superior a uno menor, y el pasaje al límite al que tiende la serie
trigonométrica de Fourier, en la presentación, por Gustav Theodor Fechner, del principio de
constancia. También se subrayará el alcance didáctico de la anticipación que al respecto ofrece
el comentario de «El motivo de la elección del cofre» en 1913, o sea siete años antes de Más allá
del Principio de placer. En el estilo del ensayo, Freud presentaba entonces la imagen de Venus
como la envoltura ilusoria bajo la cual se oculta la fatalidad de la muerte. De este modo el objeto
libidinal revelaba ya su estatuto de ilusión, la subordinación de la pulsión sexual a la pulsión de
muerte.
Pero con la constitución del superyó, la clínica y la teoría de la paranoia se encuentran
fusionadas con la génesis de la experiencia social. Ya el apéndice de 1911, agregado a la
interpretación del caso del presidente Schreber, encuentra su asidero en Tótem y tabú.
Veinticinco años más tarde, la mitología de Schreber (bajo la forma de la ordalía del águila) y la
ilustración aportada a la hipótesis de Tótem y tabú por la religión totémica, se extienden al
dominio general de la religión. Si es cierto que el gran hombre es un sustituto del padre, se lee en
Moisés y la religión monoteísta (1938), no es sorprendente que cumpla la función del superyó en
la psicología de las masas, y esta observación debe valer igualmente para Moisés en su relación
con el templo judío.
Ahora bien, en este modo de ver surge un nuevo punto de referencia teórico, que es el del
Nombre-del-Padre: «Progresar en la vía de la espiritualidad no es sino relegar a un segundo
plano las percepciones sensoriales directas y ceder el paso a los recuerdos, las deducciones,
las reflexiones, procesos todos intelectuales, considerados superiores, es decidir, por ejemplo,
que la paternidad, aunque los sentidos no puedan revelarla, es más importante que la
maternidad. Por eso el hijo lleva el nombre de su madre y lo hereda». Pero, en un desarrollo
paralelo al freudiano, en 1932 apareció la tesis de Lacan titulada De la psicosis paranoica en sus
relaciones con la personalidad. El propio autor comentará este trabajo de juventud en su escrito
«Acerca de la causalidad psíquica» (1946), y volverá a él en su seminario de 1955-1956, sobre
las psicosis, del que en 1958 se publicó un extracto muy elaborado, en el tomo IV de la revista
La Psychanalyse.
La metáfora paterna y su fracaso
La elaboración de Lacan se basará en dos puntos esenciales: el narcisismo y el
Nombre-del-Padre.
En su presentación del caso Schreber, Freud insistía en la integración de las zonas erógenas en
una totalidad orgánica. Esta indicación es elaborada por Lacan en tomo a las nociones del
cuerpo fragmentado y de la identificación iterativa, ilustración del «estadio del espejo».
Queda además por precisar, si se acepta que hay en el paranoico regresión narcisista, a partir
de qué posición tiene lugar esta regresión y qué organización apunta a destruir. La sugerencia
aportada en 1938 por Moisés y la religión monoteísta en cuanto a la función del
«Nombre-del-Padre» (como prolongación de una nota más antigua en el texto sobre el Hombre de
las Ratas, concerniente al pasaje del matriarcado al patriarcado) encontrará en tal sentido todo
su alcance en el comentario de Lacan, un comentario que apunta a extraer todas las
consecuencias de la hipótesis de la «forclusión» del Nombre-del-Padre en tanto que responsable
del boquete del orden significante, en el que se precipita el delirio.
Basándose en el aporte freudiano, constantemente enriquecido desde las primeras
formulaciones de las que atestigua la correspondencia con Fliess, la originalidad de este intento
consiste en relacionar con la descomposición del registro simbólico la producción imaginativa del
psicótico, en primer lugar Schreber. Lacan sigue entonces a Freud, para suponer en su origen la
puesta fuera de juego del Nombredel-Padre. Hay que subrayar además el retoque aportado aquí
a la sugerencia de Moisés y la religión nionoteista. Freud evocaba el nombre del Padre. Lacan
introduce la función de una metáfora que se realiza «en el Nombre-del-Padre». En otras
palabras, le confiere al padre una especie de trascendencia, y a tal título ese padre es llamado a
constituirse en el Otro. En consecuencia, la elucidación del proceso paranoico recurrirá a la
confrontación de dos diagramas; el primero -diagrama de la normalidad-, inserta el campo de la
realidad entre los dominios respectivos de lo imaginario y lo simbólico; el segundo nos permite
asistir a la deriva de las posiciones anteriormente fijadas en torno a las hiancias, donde se
consumen el Falo imaginario y el Padre simbólico.
Sin duda sería instructivo un paralelo entre tales esquemas «que comparten -nos dice Lacan- el exceso al que se obliga a toda formalización que quiere presentarse en lo intuitivo», y la puesta en escena trágica, donde el vocablo «paranoia» tuvo su cuna cultural.

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