Diccionario de psicología, letra p, perversión, aporte lacaniano

Aporte lacaniano a la comprensión de las perversiones.
Esta descripción freudiana de proceso perverso se puede recentrar a la luz de la dialéctica de
deseo en el niño, tal como Lacan la explica, haciéndola girar en torno a la noción de «punto de
anclaje de la elección perversa» en el contexto de la lógica fálica y sobre el terreno de la
dinámica edípica (cf. J. Dor, Introduction à la lecture de Lacan).
El origen de este «punto de anclaje» debe buscarse en el nivel de la identificación pregenital del
pequeño que, ante todo, es identificación fálica, o sea, esa vivencia identificatoria preedípica en
la que el deseo del niño lo lleva a instituirse como el único y absoluto objeto posible del deseo de
la madre. De tal modo, el deseo del niño se hace deseo del deseo de un Otro, originalmente
encarnado por la madre investida como omnipotente por una doble circunstancia: por un lado, en
razón de la sujeción del niño a aquella que satisface sus necesidades; por otra parte, por el
hecho de que ella le asegura un capital de goce, más allá de la satisfacción de esas
necesidades. Es esta doble vivencia psíquica la que le asigna a la madre el lugar del Otro y
destina al niño a aprehender el deseo materno como soporte esencial de su propia dimensión
identificatoria. Al hacerse deseo del deseo del Otro, el deseo del niño tiende a transformar al
Otro omnipotente en Otro que falta. El fundamento de la identificación preedípica está fusionado
con la falta en el Otro. Puesto que el niño se identifica con el objeto fálico capaz de colmar esa
falta, esta identificación, en sentido propio, es fálica, y seguirá siéndolo mientras un tercero no
interfiera en esta dialéctica deseante imaginaria. Por otra parte, en tanto el niño adhiere
plenamente a la idea de la autosuficiencia materna como única dimensión que legisla el orden del
deseo, la cuestión de la diferencia de los sexos es recusada.
Pero esta certidumbre imaginaria de la identificación fálica enfrenta inevitablemente un orden de
realidad que no cesará de cuestionarla. Tal cuestionamiento es inducido por la intrusión de la
figura paterna, con la cual, propiamente hablando, se abre la dinámica edípica y lo que ella
supone de posiciones movilizadas en tomo a la diferencia de los sexos y la castración. De
hecho, toda la dinámica edípica se despliega en torno a la asunción de esta diferencia bajo la
égida de la función paterna como instancia mediadora del deseo.
La función paterna sólo es operatoria si cumple con la condición de estar investida como
instancia simbólica. Por lo tanto, no supone sólo un padre en tanto que está presente, sino sobre
todo un padre promovido a la dimensión de padre simbólico. De allí la necesidad de distinguir
claramente la trilogía introducida por Lacan: padre real, padre imaginario, padre simbólico (cf. Las
psicosis, Seminario III, 1955-1956; Les formations de l’Inconscient, sesiones del 15 y 22 de enero
de 1958, inédito; la transferencia, Seminario VIII, 1960-1961; El reverso del psicoanálisis,
Seminario XVII, 1969, 1970; J. Dor, Le Père et sa fonction en psychanalyse). En efecto, abordar
la cuestión del padre en el complejo de Edipo exige que se pueda en todos los casos identificar
la problemática del deseo del niño, según cuál sea, entre estas tres figuras, aquella con
respecto a la cual esa problemática se moviliza. El padre nunca interviene en la dinámica edípica
en el registro de la realidad -con su presencia hic et nunc- Por el contrario, es con la figura del
padre imaginario, es decir, tal como el niño está en condiciones de representárselo
psíquicamente en la economía de su deseo y según el discurso materno sobre él -que es lugar y
polo de las proyecciones significantes de la madre y las proyecciones personales del niño-, que
el padre irrumpe como elemento perturbador, capaz de hacer vacilar la seguridad de la
identificación fálica del niño. Esto basta ya para inscribir el espacio edípico fuera del campo de la
realidad, e inscribir también la trayectoria obligada que el niño sigue allí en cuanto a la diferencia
de los sexos, en un plano esencialmente imaginario, antes de que sea sancionada por la
simbolización de la castración y de la ley. Ésta es otra manera de decir que en el complejo de
Edipo sólo el padre imaginario y el padre simbólico tienen consistencia, en la medida en que los
hacen presentes los resortes de una exigencia significante que de tal modo pone al niño ante el
valor estructurante de la función paterna.
El discurso materno es entonces soporte de una misión esencial: insiste en designar al padre
como instancia tercera mediadora del deseo del Otro (Las formaciones del inconsciente,
seminario del 22 de enero de 1958). De hecho, la intrusión paterna, bajo la figura del padre
imaginario, sólo puede inducir esta vacilación de la identificación fálica del niño en la medida en
que se presente en el discurso materno que la madre se significa como un objeto potencial del
deseo del padre. El padre imaginario, fantasmatizado por el niño, se le aparece como un
competidor fálico, rival suyo ante la madre: «En este nivel, la cuestión que se plantea es: ser o
no ser, to be or not to be el falo». El niño capta entonces dos órdenes de realidad que en
adelante incidirán en el curso de su deseo: por un lado, se apercibe de que el objeto del deseo
materno no depende exclusivamente de su propia persona; por otra parte, descubre que la
madre está afectada por la falta, y que él, identificado con el falo, no la colma en nada. De allí la
importancia de los mensajes significantes en ese momento decisivo; ellos le permiten al niño
promover el despliegue de su deseo, sea hacia otro horizonte, sea en una dirección obstruida, a
falta de significantes adecuados para lanzar más lejos la cuestión de la diferencia de los sexos.
Detrás de la figura paterna se perfila, en efecto, el universo de un goce nuevo, a la vez extraño
e interdicto, del que el niño no puede sino sentirse excluido. Este presentimiento, a través del
cual adivina el orden irreductible de la castración, constituye el inicio de un saber nuevo con
respecto al deseo del Otro. En la medida en que el discurso significante materno deje en
suspenso la interrogación del niño acerca del objeto del deseo de la madre, esta cuestión podrá
llevar al niño a conducir aquella interrogación mas allá del punto en que su identificación fálica
encuentra un punto de detención. Este «aliento» moviliza al niño hacia un «otro lado» que le
permite desprenderse de la apuesta inmediata del deseo que negocia con la madre, en
competencia con el padre. En cuanto este «aliento» es suspendido, la dinámica del deseo tiende
a un estado en el que la entropía prevalece sobre el esfuerzo psíquico que el pequeño debe
realizar para combatirla. El demorarse en la identificación fálica puede así enquistarse en un
modo particular de economía del deseo que encuentra su cimiento en favor de una identificación
perversa, que induce más tarde la organización de una estructura perversa propiamente dicha.
La identificación perversa, y la organización estructural que ella invoca, cristalizan a menudo en
torno a una cierta cantidad de indicios, testimonios del deseo que encuentra en ellos sus vías de
expresión; esos indicios aparecerán después como rasgos característicos de la estructura.
En el curso de la situación edípica, este estancamiento del deseo en torno a la identificación
fálica es inevitable y tiene una incidencia decisiva, puesto que es a esta insignia, a la que el
perverso juega específicamente la apuesta de su estructura, fijada en ese punto de báscula que
puede o no precipitarlo hacia una etapa ulterior favorable a la asunción de la castración. Por lo
demás, el perverso no cesa de acosar, de asediar la castración, sin encontrarse allí como parte
interesada, es decir sin asumir esa parte perdedora de sí, que sería finalmente falta (a) en
ganar.
El perverso se encierra en la representación de una falta no simbolizable que se traduce en impugnación psíquica inagotable, bajo los auspicios de la desaprobación [désaveu] de la castración en la madre. El recusa así la castración simbólica, cuya única función es hacer advenir lo real de la diferencia de los sexos como causa del deseo en el sujeto. El padre no puede ser despojado de su investidura de rival fálico sin la intercesión del significante de la falta
en el Otro, que invita al niño a abandonar el registro del serlo (ser el falo) en beneficio del
registro del tenerlo (tener el falo), Ahora bien, este pasaje del ser al tener sólo se realiza en
cuanto el padre se le aparece al niño como el que es supuesto tener el falo que la madre desea.
Sólo esta atribución fálica le confiere la autoridad de padre simbólico, embajador de la ley de la
prohibición del incesto. El padre simbólico es precisamente esa instancia mediadora de la que el
perverso no quiere saber nada, en cuanto ella le impone reconocer y simbolizar algo de orden de
la falta en el Otro.
Con esta desmentida, el perverso suscribe esa convicción contradictoria identificada por Freud:
puesto que la madre carente sólo desea al padre porque él tiene el falo, basta con proveerla
imaginariamente de ese objeto, y mantener esa atribución, para que queden neutralizados lo real
de la diferencia de los sexos y la falta que ella actualiza. Pero este mismo hecho impugna,
mientras la reconoce, la ley del padre como instancia decisiva que legisla el deseo. Esta ceguera
fantasmática da testimonio de una confusión importante. El perverso confunde renunciar al
deseo con renunciar al objeto primordial de su deseo. Ahora bien, la renuncia al objeto primordial
del deseo es la condición de salvaguardia de la posibilidad del deseo. Justamente es propio de la
función paterna inducir por su mediación el derecho al deseo como deseo del deseo del otro. El
perverso queda cautivo de una economía deseante que lo sustrae a ese derecho al deseo. Se
agota tratando de demostrar, a contrario, que la única ley que él le reconoce al deseo es la ley
imperativa de su propio deseo, y no la del deseo del otro. La desmentida se dirige esencialmente
a la cuestión del deseo de la madre por el padre, y el perverso, más que cualquier otro, se
condena a soportar las angustias del horror de la castración. De tal modo mantiene una relación
sintomática estereotipada con la madre y, más allá de ella, con las mujeres. Al prolongar sin
interrupción la apuesta a una posibilidad de goce desentendida de la diferencia de los sexos
como causa significante del deseo, el perverso no tiene otra salida que suscribir el desafío a la
ley y su transgresión, dos de los rasgos fundamentales de su estructura.
Para el perverso, el drama del horror de la castración se nutre de modo permanente en los
resortes de dos series de producciones psíquicas imaginarias que conciernen a la vez a la
castración de la madre (y de las mujeres) y a la problemática del deseo de la madre por el padre.
Si la madre no tiene pene, es porque ha sido castrada por el padre. A él se lo hace entonces
responsable de una castración supuesta real. Es entonces el agente que ha obligado a la madre
a comprometerse en el crimen del deseo, imponiéndole esa ley inicua que quiere que el deseo de
uno esté siempre sometido a la ley del deseo del otro. Pero, conjuntamente, otro elemento
fantasmático entra en la liza en la construcción perversa. La madre es culpable por estar ella
misma comprometida con el padre al desear su deseo: es por lo tanto cómplice de la castración.
El horror de la castración no existiría si la madre no se hubiera comprometido deliberadamente
con el padre en el crimen de su deseo.
Este horror de la castración -sostenido por esa doble opción fantasmática- contribuye a que el goce del perverso no pueda encontrar salida fuera de un compromiso. Como reacción a este horror, el perverso le opone una construcción imaginaria que contribuye a mantener a la madre omnipotente en el reino del deseo. El fantasma de una madre no afectada por la falta neutraliza así la incidencia paterna (y la diferencia de los sexos) y le permite ubicarse en el lugar del objeto solo y único del deseo que la hace gozar. Este compromiso fantasmático, al que el perverso se aferra, predetermina inevitablemente ciertos comportamientos estereotipados ante la ley (y más allá de las leyes y las reglas) y, como consecuencia, ante las mujeres y los hombres en relación con los cuales es interpelado su deseo.
¿Qué es lo que lleva precozmente al niño a acorazarse en ese fantasma que lo sustrae a asumir
la castración que lo horroriza? La observación clínica y la demarcación metapsicológica del
proceso perverso sacan a luz la intervención de ciertos factores inductores decisivos en el
momento crucial en que el niño pone en tela de juicio la certidumbre de su identificación fálica. La
ruptura de la identificación fálica en beneficio de la identificación perversa debe imputarse a la
naturaleza de esta ambigüedad, nutrida a la vez por la madre y el padre con respecto a ese
cuestionamiento. La esencia del equívoco puede reducirse a la sinergia de dos factores
favorables que capturan al niño en la frontera de la dialéctica del serlo y el tenerlo: por una
parte, la complicidad libidinal de la madre; por la otra, la complacencia silenciosa del padre.
Esta complicidad libidinal materna se desarrolla en el terreno de una seducción auténticamente
mantenida, ante el niño, en la realidad. En la clínica se descubre una verdadera llamada libidinal
de la madre a las solicitaciones eróticas de su hijo. Éste no puede entonces acoger las
respuestas de la madre más que como otros tantos testimonios de reconocimiento de su deseo y
de aliento a su placer. Esta llamada seductora de la madre se organiza tanto en los registros del
darse a ver como en los del darse a oír, a tocar y a oler. Pero si bien el niño percibe en esto una
incitación real a su goce, lo más frecuente es que no por ello la madre sea menos muda en
cuanto al sentido de la intrusión paterna y del deseo que ésta supone. El padre, que aparece
siempre como un intruso, sigue siéndolo tanto más cuanto que la madre no confirma en nada el
compromiso de su deseo de él, pero tampoco confirma más la eventualidad de su deseo del niño.
Esta ambigüedad tiene que atizar necesariamente la actividad libidinal del niño, que entonces se
esforzará por seducir cada vez más al objeto de su goce, con la esperanza de remover esa
duda sobre el sentido de la instancia paterna que la incitación de la madre invita a convertir en
irrisión. Entonces el desafío, rasgo característico de la estructura perversa, encontrará en esa
llamada a la irrisión su impulso esencial. Por lo demás, aunque la madre se refiera a esa instancia
paterna como mediadora de su deseo, el niño no deja jamás de percibir la inconsistencia
significante que en la madre aloja a esa instancia, al prodigar su renuencia bajo la forma de una
amenaza o de una defensa de pacotilla. El niño sigue entonces doblemente cautivo de la
seducción materna y de la interdicción inconsecuente que ella le da a entender con su
simulación. No hace falta más para que él oiga en ello la prescripción de un verdadero llamado a
la transgresión.
Una ambigüedad materna de este tipo sólo tiene una incidencia determinante en la medida en que
recibe, como eco, cierto refuerzo en la complacencia tácita de un padre que se deja despojar de
buena gana de las prerrogativas simbólicas que le corresponden, delegando sobre todo su
propia palabra en la de la madre, con todo el equívoco que ese mandato supone. Esto no
significa que no se haga ningún caso de la palabra del padre, como lo observamos en ciertas
constelaciones familiares psicotizantes. En las perversiones, el niño permanece confrontado a
un deseo materno referido al padre simbólico, es decir, sometido a la ley del deseo del otro. A lo
sumo, es la significación que recibe de ello lo que ya no es esencialmente portado por la palabra
del padre a la cual debe someterse la madre. La complacencia paterna silenciosa contribuye a
reforzar el equívoco, autorizando al discurso materno a hacerse embajador de la interdicción. El
principio de esta delegación captura al niño en una alternativa inflexible. Alternativa entre una
madre amenazante e interdictora, intermediaria de la palabra simbólica del padre, y una madre
seductora que alienta el goce del niño, convirtiendo en irrisoria la significación estructurante de
la ley del padre.
La alienación del niño en esta ambigüedad no puede sino alentar el fantasma de una madre
omnipotente que, en sentido estricto, es la madre fálica a la cual no renunciará. La imagen de
esta madre fálica lo acompañará sin declinar en todas las estrategias deseantes con respecto a
las mujeres: mujeres fálicas a las que no renunciará, a riesgo de tratar de encontrarlas a veces
en las personas de otros hombres. El perverso se condena de antemano a mantener con las
mujeres una economía deseante, si no imposible, al menos torturante. La encarnación de las
mujeres seguirá siempre parasitada por la representación de una feminidad de doble faz que
traduce la relación estructuralmente ambigua del deseo del perverso con el deseo del otro. Toda
representación de la mujer reactualizará necesariamente los vestigios de su sometimiento a la
doble fantasmatización de la madre no carente o castrada -sea la figura de la virgen en olor de
santidad, sea la de la prostituta repulsiva-
Por un lado, la mujer puede representar a la madre fálica completamente idealizada, que protege
de tal modo al perverso de la madre como objeto de deseo. Al encarnar el ideal femenino, la
mujer es a la vez investida como un ser omnipotente y virgen de todo deseo. Objeto puro y
perverso, su resplandor la ubica en un lugar que no se puede alcanzar, tan interdicto como
imposible. En el mejor de los casos, el perverso no tiene más privilegio que el de esperar de ella
benevolencia y protección.
Por otro lado, la mujer puede metaforizar a la madre repulsiva y abyecta porque sexuada. Ella es
entonces tanto más repugnante cuanto que, a tal título, es deseante y deseable en relación con
el padre. Para el perverso, esta mujer/madre no tiene otra salida que ser relegada al rango de
prostituta, es decir, al lugar de un objeto inmundo, ofrecido a los deseos de todos, puesto que no
está exclusivamente reservada al deseo propio del interesado. Esa es la encarnación femenina
que remite directamente al perverso al horror de la castración y a la repulsión que él desarrolla
ante la abyección del sexo femenino castrado y fantasmatizado como una herida abierta. En
todos los casos, la mujer deseable y descante es una figura peligrosa. Representa una criatura
de la que hay que huir porque puede condenar a la castración (fantasma castrador de la
«vagina dentata», capaz de mutilar el pene), o bien una criatura a la que hay que someter a
prácticas sádicas como un objeto infame destinado al maltrato, con mayor razón desde que es
posible gozar de su condición repugnante.
El insolente poder de seducción de los perversos tiene que ver sobre todo con la fascinación
comúnmente ligada al soborno y la depravación de las costumbres que constituyen lo habitual de
su sanción ideológica y mediática. En tal sentido, no hay afrenta más ciega que esta defensa
imaginaria por parte del observador o el cronista que goza con el extravío perverso del otro.
Queramos saberlo o no, la perversión nos concierne a todos, por lo menos en nombre de la
dinámica «normal» del deseo que en ella se expresa y al que nadie escapa: «De la cuestión
perversa no podremos jamás decir que no nos concierne, puesto que estamos seguros de que
de todas maneras somos concernidos por ella» (cf. P. Aulagnier, «Remarques sur la féminité et
ses avatars», en Le Désir et la perversion).