Diccionario de psicología, letra P, porvenir de una ilusión (el)

Diccionario de psicología, letra P, porvenir de una ilusión (el)

Porvenir de una ilusión (el)
Obra de Sigmund Freud publicada en 1927 con el título de Die Zukunft einer Illusion. Traducida por primera vez al francés en 1932 por Marle Bonaparte, con el título de L’Avenir d’une illusion, y en 1994 por Anne Balseinte, Jean-Gilbert Delarbre y Daniel Hartmann sin cambio de título.
Traducida por primera vez al inglés en 1928 por W. D. Robson-Scott, con el título de The Future of an Illusion, retomado sin modificaciones por James Strachey en 1961.
La obra de Sigmund Freud El porvenir de una ilusión siguió a la publicación, en 1926, de ¿Pueden los legos ejercer el análisis?, y precedió a la aparición, en 1930, de El malestar en la cultura. En el núcleo de esta trilogía aparece una temática común, como lo demuestra una carta del autor a Oskar Pfister, del 25 de noviembre de 1928. En ella Freud precisó que, al abordar el tema del análisis profano, quería proteger al psicoanálisis de los médicos, mientras que en El porvenir de una ilusión intentaba defenderlo de los sacerdotes.
El título del libro está tomado de la obra de teatro de Romain Rolland titulada Liluli, y a su vez Rolland se apoyó en la obra de Freud para sostener su tesis de un «sentimiento oceánico», como primera forma de necesidad de lo religioso en todo hombre. Después, en El malestar, Freud discutió la validez de la posición de Rolland, Con El porvenir volvió en todo caso al tema de la religión considerada en su dimensión de acto de fe y creencia, perspectiva que ya había examinado en 1907 en el artículo «Acciones obsesivas y prácticas religiosas», donde asimiló la religión a una neurosis obsesiva

Desde los primeros capítulos, Freud aborda un dominio mucho más amplio que el de la religión. En efecto, trata de la oposición entre la naturaleza y la cultura, entendida como el conjunto de los saberes y las técnicas adquiridos por el hombre para dominar las fuerzas naturales. Observa que la cultura, casi siempre impuesta a la masa por una minoría esclarecida, para edificarse tiene que emplazar un sistema de coacciones destinadas a favorecer la renuncia pulsional. Aunque los hombres encuentren en la cultura una protección contra las fuerzas amenazantes y destructoras de la naturaleza, no son por ello menos hostiles a las privaciones que aquélla les impone, sobre todo en el ámbito de las relaciones humanas, y esto al punto de preguntarse a veces si la cultura merece ser defendida.
Semejante situación, observa Freud, no es nueva: su modelo original se encuentra en la infancia.
La pareja de progenitores, en particular el padre, asume un rol protector, sin dejar de ser temible por las interdicciones que enuncia. Además, lo mismo que el niño, el sujeto humano debe encontrar el modo de precaverse contra ciertas fuerzas de la naturaleza que la cultura no puede contener: en particular, la muerte. Para ello, trata de humanizar esas fuerzas terroríficas, convertirlas en padres, y más aún en dioses, que deberán asegurarle un resarcimiento por los
sufrimientos padecidos como consecuencia de las coacciones culturales.
Se plantea entonces la cuestión del sentido de ese movimiento de deificación, del fundamento de esas ideas religiosas y las razones por las cuales son a tal punto apreciadas por los hombres.
La segunda parte del libro trata esos tres puntos, tomando la forma de un diálogo con un interlocutor ficticio que no es otro que el pastor Pfister, psicoanalista y amigo de Freud. Esa forma, de la que Freud dice que está destinada a evitarle los desacuerdos propios del monólogo,
una seguridad exagerada y el rechazo de toda objeción, parece en realidad haber constituido para él un medio de manejar la susceptibilidad de Pfister.
Las ideas religiosas constituyen la realización de los anhelos más antiguos de la humanidad, en primer lugar el de ser protegido de la omnipotencia de la naturaleza, sin tener que soportar las limitaciones y las privaciones de la cultura. Pero ese resultado es imposible: sólo puede tratarse
de una ilusión. En ese tiempo, sumamente preocupado por la sensibilidad de Pfister, Freud subraya que una ilusión no es un error, y que tampoco es asimilable a una idea delirante (la cual se caracteriza por el hecho de estar en total contradicción a la realidad). La ilusión, precisa Freud, no es necesariamente falsa; se caracteriza por el hecho de ser un producto de los deseos humanos: que una joven de condición modesta sueñe con casarse con un príncipe es algo que habla del deseo de esa joven sin ser totalmente falso, puesto que existe siempre una posibilidad, aunque sea ínfima, de que el sueño se realice. La ilusión, para mantenerse, no tiene necesidad de ser confirmada por lo real. Freud subraya que las doctrinas religiosas son todas
ilusiones», y que «es tan imposible refutarlas como demostrarlas».
Pero si el hombre tiene una necesidad tal de la religión para ilusionarse, la argumentación freudiana, que denuncia el procedimiento, «¿no corre el riesgo de desestabilizarlo?» Ante esta pregunta atribuida a su interlocutor imaginario, Freud se apresura a responder que los filósofos de las Luces ya dijeron todo sobre el tema, y que el aporte de él consiste simplemente en añadir una dimensión psicológica a esos argumentos.
Otra cuestión: esa empresa, ¿no corre el riesgo de perjudicar al psicoanálisis? La respuesta, impregnada de positivismo, es elocuente. El psicoanálisis es un medio de investigación científica, «un instrumento imparcial, semejante, por así decirlo, al cálculo infinitesimal». Por lo tanto, no es responsable de lo que pone de manifiesto, así como no lo sería el cálculo infinitesimal si le
permitiera a un físico mostrar la aniquilación futura del planeta.
Con malicia, Freud señala que la lucha contra la ilusión religiosa debería precaverse de los efectos negativos de la pedagogía contemporánea, la cual, por su preocupación de retardar el desarrollo sexual y reforzar la influencia religiosa, contribuye a debilitar el pensamiento de quienes se considera que debe formar.
Finalmente, puesto que la religión es comparable a una neurosis infantil, el psicoanalista, concluye Freud, puede dar libre curso a su optimismo, suponiendo que, lo mismo que el niño, la humanidad llegará a superar esa fase neurótica.
Sin abandonar su humor, ni su admiración por Freud, Pfister le respondió en un artículo titulado «La ilusión de un porvenir», aparecido en Imago en 1928. Allí explicó que la crítica freudiana confundía la religión y la fe, y que la posición de Freud era en sí misma una ilusión.
Cincuenta años más tarde, el optimismo freudiano puede parecer liviano en comparación con la renovación de las fuerzas religiosas a través del mundo. Pero, por el hecho mismo de este retorno de la religiosidad, esta obra cuya debilidad subrayó el propio Freud, depresivo, reprochándole a René Laforgue que sobrestimara su alcance, bien podría encontrar una nueva actualidad, más allá de los límites positivistas y anticlericales en los cuales se la ha encerrado.