Diccionario de psicología, letra P, Presentación autobiográfica

Presentación autobiográfica
Obra de Sigmund Freud publicada en 1925 con el título de Sigmund Freud presentado por él
mismo, genérico de la colección dirigida por el profesor Dr. L. R. Grote, Die Medizin der
Gegenwart in Selbstdarstellung (La medicina contemporánea presentada por ella misma).
Reeditada en 1928 en los Gesammelte Schriften, y en 1934 en forma de libro, con el título de
Selbstdarstellung. Traducida por primera vez al francés en 1928 por Marle Bonaparte, con el
título de Ma vie et la psychanalyse, y en 1984 por Fernand Cambon con el título de Sigmund
Freud présenté par lui-méme. Retraducida en 1992 por Pierre Cotet y René Lainé, con el título de
Autoprésentation. Traducida por primera vez al inglés en 1927 por James Strachey con el título
de An Autobiographical Study; reeditada en 1935 con el título de Autobiography, acompañada de
un post scriptum, y en 1959 con el título de An Autobiographical Study.
En las primeras líneas de este ensayo, Freud se explica: su decisión de responder
afirmativamente a la propuesta de la editorial Felix Meiner de que presentara el ámbito médico del
que era creador, el psicoanálisis, le hacía correr el riesgo de contradecir lo que ya había dicho
sobre el tema -en sus conferencias en los Estados Unidos en 1909,
En su «Contribución a la historia del movimiento psicoanalítico», publicada en 1914.
Bien de caer en una repetición pura y simple, De modo que debía «tratar de encontrar [ … ] una
nueva dosis entre presentación subjetiva y objetiva, entre interés biográfico e histórico».
De hecho, como lo han señalado la mayoría de los comentadores, Norman Kiell entre otros, la
autopresentación de Freud (ése fue el título finalmente retenido en la segunda edición alemana,
de 1934) resulta sobre todo notable por lo que él no dice. En su «Postscriptum» de 1935, precisó
y justificó la salida elegida: «Dos temas recorren esta obra: el de mi propio destino y el de la
historia del psicoanálisis. Están estrechamente ligados. Mi Autopresentación muestra de qué
modo el psicoanálisis se convirtió en el contenido de mi vida, y después se adecua al principio
justificado de que nada de lo que me sucede personalmente tiene interés para mis relaciones
con la ciencia.» Freud recuerda algunas fechas importantes del transcurso de sus estudios y su
vida profesional, y vuelve sobre el tema: «Puedo permitirme poner aquí término a mis
comunicaciones autobiográficas. Por otra parte, en lo que concierne a mis condiciones de vida
personales, a mis luchas, mis decepciones y mis éxitos, el público no tiene ningún derecho a
enterarse más. Y en algunos de mis escritos (La interpretación de los sueños, La vida
cotidiana) he sido más franco y más sincero de lo que acostumbran serlo los personajes que
describen su vida para los contemporáneos o para la posteridad.» Freud tenía razón. En materia
de confidencias y revelaciones sobre su vida privada, fue mucho más elocuente en los dos
textos citados, pero también en otros artículos, en particular «Sobre los recuerdos encubridores»
y «Una perturbación del recuerdo en la Acrópolis», para no hablar de esa cantera de
informaciones que es el conjunto de su correspondencia.
Este libro, casi totalmente silencioso sobre la vida de Freud, es invalorable por la recapitulación
que propone de la historia del psicoanálisis, concebido como el producto de su propio genio.
Poniendo al día sus balances anteriores, Freud le otorga un lugar considerable a la gran
refundación teórica de principios de la década del 20, lanzando al pasar algunas indirectas (a
costa de Pierre Janet, su «pobre competencia» y sus argumentos «inelegantes»); recuerda la
mala acogida que recibieron sus primeros trabajos, denuncia la «barbarie» de la nación alemana
(término que mantuvo a pesar de las presiones de Max Eitingon) y el deshonor de la ciencia
alemana, incapaz de hacer lugar al psicoanálisis.
Ante varias empresas biográficas que le concernían, Freud dio siempre muestras de una gran
ambivalencia.
En 1993, el psicoanalista francés Alain de Mijolla confeccionó la lista de esas reacciones
freudianas: desde la carta a Martha del 24 de abril de 1885, en la cual se alegraba de antemano
por los errores que podrían cometer sus futuros biógrafos, hasta el proyecto de Amold Zweig
en 1936, cuyo abandono lo llenó de contento, pasando por la muy seca acogida que dio a la
biografía escrita por Fritz Wittels, y sus reticencias amistosas al leer el retrato que Stefan Zweig
bosquejó de él en su libro La curación por el espíritu, sin olvidar la carta del 23 de abril de 1933
al doctor Roy Winn, en la cual rechazó la idea, sugerida por su corresponsal, de que escribiera
una autobiografía más íntima. Pero todas estas reacciones negativas no bastan para explicar el
verdadero sentimiento de Freud respecto de la biografía. Lo caracterizan otras actitudes, que
matizan la posición de rechazo: así, cuando tenía apenas 30 años, pensó ya en los biógrafos
eventuales; más tarde tomó la costumbre de recoger y transmitir a los autores de esas
biografías una larga lista de rectificaciones de los errores y los olvidos que hubieran podido
cometer, en vista de las próximas ediciones de sus libros. Uno de los testimonios más
sorprendentes de esta preocupación por la exactitud es la correspondencia, de una precisión
extraordinaria, que dirigió a su discípulo peruano Honorio Delgado, autor de una biografía de
Freud en honor de su septuagésimo cumpleaños.
De hecho, la reserva y el malestar de Freud se expresaban de distinto modo, como lo ha
observado Alain de Mijolla, según el método adoptado por el autor de la biografía. Cuando el
trabajo se limita a tomar en cuenta hechos objetivos (a los cuales se referían las rectificaciones
de Freud), es decir, cuando el ejercicio biográfico no hace uso del psicoanálisis, él, a pesar de
un cierto displacer, da muestras de tolerancia. En cambio, cuando un biógrafo, o un supuesto
biógrafo, se remite al psicoanálisis y se entrega a interpretaciones más o menos rigurosas,
Freud deja ver su irritación.
¿Hay que ver en ello una contradicción a su propia pasión interpretativa? ¿Justificó él mismo el
recurso a la interpretación en su ensayo Un recuerdo infantil de Leonardo da Vinci? En realidad
la contradicción es sólo aparente, si se consideran las circunstancias que dan legitimidad a la
interpretación analítica. Fuera del marco constituido por la cura, el recurso a la interpretación,
capaz de develar afectos íntimos de la vida de un sujeto, siempre fue objeto de una extrema
vigilancia por parte de Freud. El criterio principal es el respeto debido a la persona viva, o a su
ambiente inmediato cuando esta persona ha fallecido. Por cierto, el propio Freud contravino a
veces esta regla, sobre todo en la época febril de los primeros pasos del psicoanálisis. Por
ejemplo, cuando nació la hija de Wilhelm Fliess, Pauline, él se permitió formular la hipótesis de que
tal vez reemplazara a la hermana muerta de su amigo. De una manera aún más concertada, en la
sesión del 11 de diciembre de 1907 de las reuniones de los miércoles, se lanzó a una conjetura
sobre la presunta hermana con la que Wilhelm Jensen (1837-1911), el autor de la novela que
había sido objeto de su ensayo. El delirio y los sueños en la «Gradiva» de W Jensen, habría
tenido «una relación plena de intimidad». Sin embargo, más tarde sólo fueron objeto de
interpretación los muertos lejanos, reales o ficticios.
En una carta del 2 de abril de 1928 dirigida a Ludwig Binswanger, que en su libro Sueño Y
existencia había puesto de manifiesto su interés por el trabajo de Edgar Michaelis, Freud, no sin
alguna irritación, indicó su posición con mucha claridad: «Quizá lo sorprenda a usted enterarse
de que no he leído el análisis realizado sobre mí por ese Michaelis que usted tanto admira.
Analizar a un hombre vivo es muy poco admisible y por cierto de mala educación. Dejaremos en
suspenso la cuestión de si se trata de un agravamiento o una disminución de la descortesía que
no se le envíe el resultado de la vivisección a la víctima. No he sentido curiosidad, pues ese
Michaelis no me conoce. Nuestros análisis clínicos presuponen una mayor familiaridad con su
objeto.» Unos años más tarde aplicó esta misma regla al exigir que la obra escrita en
colaboración con el embajador norteamericano William C. Bullitt (1891-1967), El presidente
Thomas Woodrow Wilson, no se publicara en vida de la viuda del personaje.
Esta prudencia y estos escrúpulos freudianos no deben sin embargo ocultar otras cuestiones,
más directamente ligadas al devenir de la historiografía psicoanalítica. Incuestionablemente, la
salida elegida por Freud en este ensayo, con lo que implica de omisiones y secretos
conservados, conscientes o no, contiene los gérmenes de la historia oficial (inaugurada por el
primer biógrafo de Freud, Ernest Jones), caracterizada por preocupaciones estratégicas y
opciones afectivas difícilmente compatibles con el rigor y la ética de una historiografía experta. Si
la historia oficial y sus vicisitudes favorecieron la emergencia de una historiografía primero
disidente y después revisionista, que encontró aliados entre los adversarios del psicoanálisis, la
historiografía rigurosa debe por su parte preocuparse por preservar en su itinerario la
especificidad del objeto del psicoanálisis: el inconsciente.