Diccionario de psicología, letra P, psicopatología de la vida cotidiana

Psicopatología de la vida cotidiana

Obra de Sigmund Freud publicada en 1901 con el título de Zur Psychopathologie des
Alltagslebens. Traducida por primera vez al francés por Samuel Jankélévitch en 1922 con el
titulo de Psychopathologie de la vie quotidienne. Retraducida en 1997 por Denis Messier con el
titulo de La psychopathologie de la vie quotidienne. Traducida por primera vez al inglés en 1914
por Abraham Arden Brill con el título de Psychopatology of Everday Life, y por Alan Tyson en
1960 con el título de The Psychopathology of Everyday Life.
En su biografía de Freud, Peter Gay se pregunta si el creador M psicoanálisis, para marcar el
«punto de partida» de su obra, no quiso escoger la interpretación de esos hechos menudos de la
vida cotidiana, que son los olvidos, los lapsus y los otros actos fallidos, más bien que la del
sueño. Incluso mientras redactaba La interpretación de los sueños, Freud puso de manifiesto un
interés creciente por esos fenómenos de apariencia anodina. El 26 de agosto de 1898, en una
carta a Wilhelm Fliess, dijo haber finalmente captado un «pequeño hecho» cuya naturaleza había
sospechado desde mucho antes: el olvido de un nombre y su reemplazo «por algún elemento de
otro que uno juraría que es exacto y que una y otra vez revela ser falso». Deplora no obstante
no poder registrar públicamente esa observación. Un mes más tarde, también dirigiéndose a
Fliess, se alegra de haber «podido incluso explicar fácilmente un segundo ejemplo de olvido de
nombre», pero vuelve a preguntarse: «¿Cómo y ante quién hacer todo esto plausible?» Al cabo de
ocho días, anuncia haber escrito un pequeño artículo sobre ese ejemplo: se trata del texto
«Sobre el mecanismo psíquico de la desmemoria», que apareció, a fines de ese año de 1898, en
la revista Monatschriftfür Psychiatrie und Neurologie. Al año siguiente, en ese mismo periódico,
publicó su artículo «Sobre los recuerdos encubridores», y en 1901 un tercer artículo, «Psicología
de la vida cotidiana» («Zur Psychopathologie des Alltagslebens»), homónimo del volumen que más
tarde reuniría lo esencial de esas tres contribuciones.
Psicopatología de la vida cotidiana constituye, junto con La interpretación de los sueños y El
chiste y su relación con lo inconsciente, un tríptico que Ernest Jones agrupa bajo el rótulo de
psicoanálisis aplicado, trazando así una distinción con otros textos de la misma época, más
precisamente dedicados a la teoría y la clínica, como los Tres ensayos de teoría sexual y el
relato del caso «Dora» (Ida Bauer). La decisión de Jones se justifica, en cuanto esas tres obras
presentan efectivamente características de psicoanálisis aplicado.
Por ejemplo, al estudiar los fenómenos corrientes, el sueño, el chiste o los actos fallidos,
manifestaciones psíquicas que Jacques Lacan denominará «formaciones del inconsciente»,
Freud quiere demostrar, como lo recuerda en varias oportunidades en el libro, que el campo de
acción del psicoanálisis no podía limitarse al dominio de la patología.
Se trataba también de indicar, mediante el estudio de los lapsus, los olvidos y los actos fallidos,
la influencia permanente del inconsciente sobre el conjunto de la vida consciente. Freud subrayó
entonces que su meta era «precisamente atraer la atención sobre cosas que todo el mundo sabe
y que comprende de la misma manera; en otras palabras, reunir hechos de todos los días y
someterlos a un examen científico. No veo por qué, a esta suerte de sabiduría, que es la
cristalización de las experiencias de la vida cotidiana, habría que negarle un lugar en las
adquisiciones de la ciencia.»
Finalmente, Freud sostiene la tesis del determinismo psíquico absoluto, que abre el camino a un
empleo ¡limitado de la interpretación, contra el cual trató más tarde de rebelarse, recurriendo en
particular al procedimiento de la construcción.
A pesar de las apreciaciones negativas de Freud sobre las primeras versiones de su trabajo,
formuladas, entre otros lugares, en una carta a Fliess del 8 de mayo de 1901, donde dice
esperar que la obra les disgustará aún más a los otros que a él mismo, Psicopatología de la vida
cotidiana recibió, desde su publicación, una acogida favorable en el gran público. Objeto de
dieciséis artículos, en su mayoría elogiosos, en el curso de los cuatro años siguientes a su
aparición, el libro fue reeditado en 1907 y reseñado en Francia por Henri Claude en 1913, en
L’Encéphale, en ocasión de la cuarta edición alemana.
En cada reedición, Freud, que había acumulado desde 1908 una cantidad considerable de
ejemplos de olvidos y lapsus (habla en tal sentido de su «colección»), añadía casos nuevos al
texto inicial, algunos proporcionados por colegas (Alfred Adler, Carl Gustav Jung, Viktor Tausk,
Ernest Jones, Sandor Ferenczi, Eduard Hitschmann, Lou Andreas-Salomé, Otto Rank, Hanns
Sachs, Wilhelm Stekel, Theodor Reik), y otros por lectores anónimos.
Psicopatología de la vida cotidiana está dividido en doce capítulos, dedicados a las diferentes
formas de olvido, a los lapsus, errores, torpezas y actos fallidos más variados. Freud reconocía
que esta distribución era esencialmente descriptiva, pues los fenómenos estudiados tenían una
unidad interna de la que todo libro daba testimonio. En sus Conferencias de introducción al
psicoanálisis señaló por otra parte que esa unidad se ponía de manifiesto en la lengua alemana
por el prefijo ver común a todas las palabras que designaban esos «accidentes»: das Vergessen
(olvido), das Versprechen (lapsus linguae), das Vergreifen (errores de la acción), das Verlieren
(el hecho de extraviar un objeto), etcétera.
El primer capítulo, sobre el olvido de los nombres propios, se inicia con un ejemplo célebre, que
constituyó el objeto de un artículo de 1898 dedicado al mecanismo psíquico del olvido. Mientras
viajaba con un compañero casual hacia una ciudad de Herzegovina, Freud no pudo recordar el
nombre de Luca Signorelli (1441-1523), el autor de los frescos de la catedral de Orvieto que
representan las cuatro «últimas cosas». En su lugar, le venían a la mente otros nombres de
pintores, el de Sandro Botticelli (1444/45-1510) y el de Giovanni Boltraffio (1466/67-1516), que
reconocía como incorrectos. Cuando el compañero de viaje pronunció el nombre que él buscaba,
Freud no se sorprendió, pero trató de encontrar las razones de su olvido. Recordó entonces
que, antes de hablar de Italia con su interlocutor, habían comentado la mentalidad de los turcos
de Bosnia Herzegovina, en particular su resignación frente al destino, por ejemplo su reacción
cuando un médico les anunciaba que el caso de algún allegado era desesperado: «Herr [Señor]
-decían entonces-, no hablemos más de ello, sé que si fuera posible salvarlo, tú lo habrías
hecho», Freud observó que los nombres Bosnia y Herzegovina, así como la palabra Herr,
encontraban su lugar en una cadena asociativa entre Signorelli-Botticelli y Boltraffio. El Bo de
Bosnia se volvía a encontrar en los nombres de los dos pintores que reemplazaban al olvidado y
buscado; en cuanto a Herr, se lo encontraba en Herzegovina, pero también, con su traducción
italiana, en Signorelli. Para explorar las razones inconscientes de este olvido, Freud procedió
como lo hacía en el análisis de sus sueños. Trató de asociar a partir del material manifiesto. En el
curso de la conversación, había pensado a menudo en otro aspecto de las costumbres de los
turcos de Bosnia: la importancia que tenía para ellos el placer sexual, y su desesperación
cuando experimentaban dificultades en ese aspecto, tema éste que Freud no había querido
abordar con un desconocido; recordó también que en ese momento había pensado en la noticia,
Tecibida en Trafoi, en el Tirol, del suicidio de uno de sus pacientes, afectado de trastornos
sexuales incurables. La proximidad entre Trafoi y Boltrafflo «me obliga a admitir -escribe Freud-
que, a pesar de la distracción intencional de mi atención, yo sufría la influencia de esta
reminiscencia». Se observará en este ejemplo la especificidad de la lógica inconsciente, que lleva
a reemplazar el nombre de Signorelli por el de un pintor de la misma nacionalidad y la misma
época, Boltraffio, que contiene los fonemas de Trafoi, reenviando a los temas de la muerte y la
sexualidad, reprimidos por Freud en la conversación que precedió a su olvido. «Ya no me es
posible ver en el olvido del nombre Signorelli un hecho accidental. Me veo obligado a ver en este
acontecimiento el efecto de móviles psíquicos. […] Es cierto que yo quería olvidar otra cosa, y no
el nombre del maestro de Orvieto; pero entre esa «otra cosa» y el nombre se estableció un
vínculo asociativo, de manera que mi acto de voluntad no dio en el blanco, y yo, a pesar de mí
mismo, olvidé el nombre, siendo que lo que quería intencionalmente era olvidar la otra cosa.» De
modo que -comenta Octave Mannoni- «el nombre del pintor italiano, asociado a ciertas ideas de
muerte y sexualidad reprimidas, había sido arrastrado con ellas al inconsciente. Desde luego,
las ideas de muerte y sexualidad por sí mismas no tienen ese efecto: Freud no había olvidado el
tema de los frescos, ni las cuatro últimas cosas, una de los cuales era la muerte. Ni tampoco las
historias sexuales turcas: la represión no estaba allí (estaba ligada a la noticia recibida en
Trafoi).»
Freud enuncia entonces las condiciones necesarias para hablar del olvido no accidental de un
nombre, que son tres: la tendencia a olvidar ese nombre, la existencia de una represión
relativamente reciente, y la posibilidad de establecer una asociación exterior entre el nombre del
que se trata y el objeto de la represión. No obstante, Freud no abandona una cierta prudencia,
precisando, para cerrar ese primer capítulo, que no todos los casos de olvido de un nombre
propio se pueden incluir en la categoría ilustrada por el olvido del nombre de Signorelli.
Fueran cuales fueren los ejemplos presentados y el rótulo bajo el cual Freud los cataloga, el
procedimiento es el mismo, y consiste en recurrir al método de las asociaciones libres para
relacionar el contenido del olvido o el objeto del acto fallido con un elemento reprimido.
En el cuarto capítulo, al abordar los recuerdos de infancia y los recuerdos encubridores, Freud
se refiere a su artículo de 1899, que modifica notoriamente. Los primeros recuerdos, o los
recuerdos más antiguos, suelen tener que ver con cosas secundarias, mientras que los
acontecimientos importantes no parecen haber dejado ninguna huella en la memoria. Todo
ocurre, observa Freud, como si, a través de un recuerdo anodino, se produjera una
representación sustitutiva de otras impresiones importantes, cuya reproducción tropezaría con
una resistencia. De allí la expresión recuerdo encubridor, que pone en juego, a la manera de lo
que sucede en los sueños, un mecanismo de desplazamiento.
La misma analogía se aplica a la formación de los lapsus. En este sentido, Freud evoca trabajos
anteriores que consideraban al lapsus un proceso de contaminación, resultado de la proximidad
y la semejanza entre dos palabras, explicación muy cercana a la basada en el mecanismo de la
condensación que él había puesto de manifiesto en su estudio de los sueños. El lapsus, por sus
efectos de hilaridad y desconcierto, por su estructura, la de una abreviatura, presenta
afinidades con el chiste; como este último, y como el sueño, es una herramienta preciosa en la
cura, una herramienta «que yo uso -escribe Freud- para deshacer y suprimir los síntomas
neuróticos».
En una de las síntesis recapitulativas que puntúan el libro, Freud observa que «en todos los
casos, el olvido estaba motivado por un sentimiento desagradable». Y habla entonces de un
conflicto doloroso, al mismo tiempo que deja que emerja una astucia de su propio inconsciente.
En efecto, narra que, durante el verano de 1901, olvidó que no había sido él, sino Wilhelm Fliess,
el autor de la hipótesis de la bisexualidad. Aunque al evocar este recuerdo Freud afirma haberse
vuelto «más tolerante», no por ello deja de omitir en ese relato el nombre de Fliess; habla de «un
amigo», con el cual dice haber tenido entonces «discusiones muy vivas sobre cuestiones
científicas». En 1904 la amistad con Fliess no era más que un recuerdo lejano, aunque en lo
esencial la gestación del libro se había realizado en el contexto de esa relación. Quizá fue esa
amistad extinguida (o bien las huellas de culpa que su destrucción pudo dejar) lo que se puso de
manifiesto en la aparición, unas páginas más adelante, del nombre de Fliess, con respecto al
olvido de un proyecto anodino. Se trataba del olvido reiterado de comprar papel secante.
Buscando las razones de ese olvido, Freud se ve obligado a reconocer que cuando escribe
«papel secante» utiliza el término alemán Lúschpapier, pero oralmente utiliza un sinónimo, ¡el
vocablo Fliesspapier! «Ahora bien, Fliess -dice Freud- es el nombre de uno de mis amigos de
Berlín, un nombre al que en mi mente se encuentran asociadas, estos últimos días, ideas y
preocupaciones penosas.»
En la medida en que los actos fallidos, calificados más rigurosamente de actos sintomáticos,
«expresan algo que el propio actor no sospecha, y tiene por lo general la intención de
reservarse, en lugar de hacerlo conocer a los otros», se puede afirmar que en realidad son
«actos logrados», que traducen la realización de un deseo inconsciente. Pero las equivocaciones
y las torpezas pueden a veces, por sus consecuencias, exceder el registro de lo anodino. Y se
plantea entonces la cuestión de si el análisis permite descubrir una intención inconsciente cuanto
tales actos generan consecuencias cuya gravedad puede llegar a poner en peligro la vida del
sujeto. Sobre este punto, Freud se muestra prudente, y sólo formula hipótesis.
Psicopatología de la vida cotidiana termina con un capítulo dedicado a la cuestión del
determinismo, de la creencia y la superstición, temas que Freud abordará de nuevo en una de
las conferencias pronunciadas en los Estados Unidos y reunidas en un pequeño volumen
titulado Cinco conferencias sobre psicoanálisis. Observa que el determinismo psíquico -que
denomina por antífrasis «azar interior» (opuesto al «azar exterior» en el cual las determinaciones
psíquicas están totalmente ausentes)-, es a menudo el objeto de una ignorancia espontánea del
ser humano. El supersticioso, subraya Freud, funciona al revés: cree en el azar interior, el azar
psíquico, demostrando con ello que no quiere saber nada de las manifestaciones inconscientes,
pero se niega a creer en el azar externo, convencido de poder revelar intenciones o relaciones
por lo común ocultas. En este sentido, la superstición constituye una prueba a contrario del
conocimiento inconsciente y reprimido de la motivación de los actos fallidos. La superstición es el
producto de una inversión, comparable en más de un sentido al modo del funcionamiento del
paranoico, quien niega que en las manifestaciones del prójimo pueda haber algo accidental, pero
es incapaz de dar prueba de una perspicacia equivalente en lo que concierne a su propio
inconsciente. El paranoico, continúa Freud, proyecta sobre la vida psíquica de los otros lo que
ocurre en su propia vida en estado inconsciente, y de tal modo produce la impresión frecuente
de que en parte tiene razón.
Desarrollando su argumentación, Freud expone ideas que apuntalará más tarde, en El porvenir
de una ilusión y El malestar en la cultura. Según él, el razonamiento que opera en la
superstición se encuentra también en las concepciones mitológicas del mundo y en las religiones
modernas, las cuales no son otra cosa, subraya, que «una psicología proyectada en el mundo
externo». Añade que se podría «abordar la tarea de descomponer, desde este punto de vista, los
mitos relativos al paraíso y el pecado original, al mal y el bien, a la inmortalidad, etcétera, y
traducir la metafísica a la metapsicología».
El paralelismo establecido entre los mecanismos que operan en los actos fallidos, por una parte,
y en los sueños por la otra, demuestra que no existe una diferencia fundamental entre el
neurótico y el hombre normal. Freud se ve así llevado a declarar que «todos somos más o menos
neuróticos», subrayando de tal modo la proximidad indicada por el título mismo del libro entre lo
«patológico» y lo «cotidiano».
Esta proximidad, así como el anclaje en la vida de todos los días, motivaron el proyecto de
Psicopatología de la vida cotidiana. En este sentido, se trata sin duda de la obra de Freud cuya
acogida se adecuó más al espíritu con el que fue concebida, como lo atestiguan dos anécdotas.
La primera tiene que ver con la elaboración del libro. Un mozo de café había estado a punto de
hacerle pagar a Freud más de lo que correspondía. Simultáneamente con este acto fallido, el
mozo cometió otro, dejando caer una moneda de un valor equivalente al aumento injustificado.
Freud se lo señaló y el mozo, confuso, se retiró precipitadamente, antes de volver a disculparse.
Freud relata que le dejó entonces la suma excedente, como recompensa por «su contribución a
la psicopatología de la vida cotidiana». La segunda anécdota ilustra el éxito del libro, mucho más
allá del círculo de los especialistas: describe el placer que Freud experimentó al descubrir, en el
barco que lo llevaba, junto con Jung y Ferenczi, a los Estados Unidos, a un camarero absorto en
la lectura de Psicopatología de la vida cotidiana.