Diccionario de psicología, letra S, Sueño: Problemática de la interpretabilidad

Problemática de la interpretabilidad
Ninguna elaboración teórica freudiana demostró ser tan estable como la doctrina del sueño
(Traumlehre). En el curso de los tres decenios que siguieron a la aparición de La interpretación
de los sueños, su autor se aplicó a enriquecerla, defenderla contra objeciones de desigual valor
(modificarla e incluso revisarla en algunos puntos importantes). Pero la economía de conjunto fue
mantenida con rigor y convicción; las tesis esenciales no fueron cuestionadas, ninguna de las
revisiones consideradas necesarias llegó a ser desgarradora. La concepción del sueño se
mantuvo imperturbable bajo las dos tópicas y a través de las modificaciones sucesivas de la doctrina de las pulsiones. Tampoco fue afectada por la evolución de la técnica analítica, aunque ésta estaba lejos de haber sido puesta a punto en 1900, y a su aplicación le estaban reservadas numerosas sorpresas en los muchos años de expansión del movimiento freudiano. Mientras que el fundador del psicoanálisis nunca temió cambiar de opinión con respecto a cuestiones de interés central para su obra (como la libido, la organización del yo, la remoción de la represión, la coacción de repetición), adoptando ideas nuevas que podían desconcertar a sus discípulos más fieles, en el caso de la edición princeps de su libro fundamental sobre el sueño se limitó a incorporar varios desarrollos ulteriores, que pocas veces creyó tener que señalar como tales.
Esta constancia en la afirmación de una teoría primera no tiene que ver sólo con su coherencia
ni con la adhesión de la mayor parte de los psicoanalistas. Coherencia y adhesión no le
impidieron a Freud cambiar de criterio cuando se trató de la etiología de las neurosis, las
pulsiones de autoconservación y el narcisismo, la angustia o la muerte (psíquica).
Seguramente ese primer libro, tan poco leído en el primer decenio del siglo y tan mal
comprendido, fue -como lo ha demostrado Jones- la obra predilecta de Freud, la que supo de
entrada que mantendría su vigencia a través del tiempo. Tampoco quedan dudas acerca de que
esa preferencia estaba suficientemente justificada por la amplitud del esfuerzo y la
extraordinaria riqueza de esa composición inspirada. Dicho esto, no podría ignorarse la alquimia
singular que mezcló en esa inspiración elementos fáciles de ordenar pero no menos
parcialmente heterogéneos:
– La tesis, de origen preanalítico, de la Wunscherfüllung.
– La idea, igualmente antigua, del texto o del acertijo a descifrar.
– La concepción del método de análisis por descomposición y asociaciones subsiguientes.
La intuición absolutamente original sobre el trabajo de sueño, que consiste en: la condensación, que produce la sobredeterminación y las formaciones compuestas; el desplazamiento o trasposición de los valores psíquicos, que implica transformar el potencial de afecto de ciertos pensamientos en vivacidad sensorial, y sobre todo las transferencias de intensidad; la expresión figural o transformación en el sentido de la figurabilidad y la visualización; la elaboración secundaria, también denominada «pequeño aporte variable de un tratamiento interpretativo»  debido al soñante.
– La derivación de este mismo trabajo a partir de una conjunción de procesos: pensamientos
latentes, censura, regresión, transferencia de lo infantil sobre la actividad preconsciente.
¿De qué modo se ha mantenido y se mantiene aún en el pensamiento y en la práctica analítica
este conjunto, mientras que todo el resto ha evolucionado sensiblemente en el transcurso de
casi un siglo? No es posible responder aquí a esta pregunta de manera exhaustiva, pero
podemos aislar dos aspectos, bajo los cuales la cuestión se plantea de una manera
particularmente instructiva:
la técnica y el lugar de la interpretación del sueño en los análisis;
– la relación de la Wunscherfüllung con las pulsiones de vida y de muerte.
Para comenzar por el problema técnico, conviene distinguirlo de lo que funda el método. El
principio de éste consiste en desmembrar el relato (que, se supone, entrega con cierta fidelidad
al menos una parte del contenido manifiesto) para someter sus elementos a procedimientos
asociativos separados y no ordenados a priori, a fin de deshacer lo hecho por el trabajo de
sueño y sacar a luz otras conexiones que dibujen una configuración: el sentido, como lo llamaba Freud. Pero saber si y cuándo se aplica el método es ya una cuestión de técnica, y no de las menores. Otra consiste en representarse de qué modo se lo emplea, y a partir de qué (de qué tipo de momento analítico y de qué forma de relato). Una cuestión más es la de la finalidad de la
puesta en obra del método, cuando se ha decidido efectivamente aplicarlo. La técnica así
concebida no se limita entonces a un estudio de los procedimientos; incluye, por el contrario,
todo lo que concierne al uso del método en el curso de un psicoanálisis, y no simplemente en la
interpretación de tal o cual sueño.
El método que debía abrir la «vía regia» al conocimiento del inconsciente casi siempre es utilizado
en nuestros días con circunscripción y parsimonia (para muchos, que por lo general callan, hace
tiempo que de facto ha caído en desuso). Esta relativa desafección, que concierne
electivamente (pero no exclusivamente) a la interpretación de los sueños, no data de ayer. Para asegurarse de ello basta releer la primera de las Nuevas conferencias… Estamos en 1932. Al
emprender un reexamen de conjunto del psicoanálisis, Freud comienza por la doctrina del sueño, en la cual el psicoanálisis debe llevarse desde el rango de procedimiento psicoterapéutico hasta el de psicología abisal. De esta doctrina, que es lo más notable, lo más original, lo más singular que la joven ciencia ha proporcionado -su shibbloleth-, ¿qué han hecho los psicoanalistas? Si hojeamos la Revue internationale de psychanalyse (médicale) desde 1913 en adelante, comprobamos la reducción progresiva, y finalmente la desaparicion, de la sección (al principio ricamente provista) que esa importante publicación dedicaba a la interpretación de los sueños.
«Los analistas se comportan como si ya no tuvieran nada que decir sobre el sueño, como si la doctrina del sueño estuviera cerrada (abgeschlossen).» Y además, hay que deplorar lo que se  ha conversado de esta teoría y de esta práctica -por ejemplo, la proposición de que todos los sueños son de naturaleza sexual, que Freud niega haber sostenido nunca (en lo cual tiene formalmente razón, mal que les pese a los lectores precipitados)-, y sobre todo lo que se
continúa ignorando de ellas al cabo de treinta años: cosas tan importantes como la distinción
entre contenido manifiesto y pensamientos oníricos latentes; la idea de que la función de
realización de anhelo no es contradicha por los sueños de angustia; la imposibilidad de
interpretar el sueño cuando no se cuenta con las asociaciones del soñante y, más que nada, la noción de que lo esencial en cuanto al sueño (das Wesentliche ant Traum) es el proceso de su trabajo.
Si estos cuatro puntos cardinales (de los cuales el tercero, es preciso decirlo, no aparece
siempre en Die Traumdeutung) son aún extraños a la «conciencia general», ésta parece incluir la
conciencia (y el preconsciente) de los analistas. En las décadas de 1910 y 1920, Freud no cesó
de tropezar con la incomprensión de muchos de ellos. Además del amargo prefacio a la 6′
edición de La interpretación de los sueños, lo atestiguan varios pasajes en los que la impaciencia y la amonestación despuntan bajo el verbo crítico. Así, en 1920, hablando de los sueños «mentirosos e hipócritas» de la joven homosexual, que anticipaban la curación de su inversión y confesaban el deseo nostálgico de ser amada por un hombre y tener hijos, Freud experimenta la necesidad de interrumpir el análisis clínico: imagina que al señalar la existencia de tales sueños de complacencia mentirosos, desencadenará «en más de uno de los que se llaman analistas una verdadera tempestad de indignación y desconcierto». A estos nuevos adeptos de una mística decididamente inextirpable, les recuerda que no se trata de «retirarle su dignidad al inconsciente» (que se supone que no puede mentir), pues, sencillamente, «el sueño no es «el inconsciente«; es la forma en la cual un pensamiento residual que viene del preconsciente o incluso de la conciencia de la vida de vigilia puede refundarse gracias al estado de dormir. En el estado de dormir, este pensamiento ha recibido el apoyo de mociones de anhelo inconscientes, y por tal motivo ha sufrido la deformación operada por el «trabajo de sueño», el cual está determinado por los mecanismos que valen para el inconsciente». En el caso del que se trata, de un mismo complejo surgen dos intenciones: engañar al padre y agradarle; pero «la primera
proviene de la represión de la segunda, y la segunda es reducida a la primera por el trabajo del sueño».
El mismo reajuste se observa en las «Observaciones sobre la teoría y la práctica de la
interpretación de los sueños» (1923), donde puede leerse que «la práctica analítica no siempre
ha evitado los errores y las sobrestimaciones», en parte por un respeto excesivo al «misterioso
inconsciente». Los sueños de curación, frecuentes al aproximarse una fase penosa de la
transferencia analítica, muestran, a semejanza de los sueños de comodidad, que el proceso
onírico «no es más que la deformación y el reforzamiento inconsciente de un pensamiento igual
que cualquier otro» debida a la acción de la censura y al trabajo efectuado desde el
inconsciente. Pero hay también sueños de confirmación, «que le hacen una zancadilla al
analista», porque tienen la característica de reproducir las experiencias infantiles sólo después
que éstas han sido construidas por el analista a partir de síntomas, asociaciones y alusiones.
Más que otros, estos sueños suscitan la sospecha de que fueron pura y simplemente sugeridos,
y no deben nada al inconsciente del soñante. De hecho, su utilización es mucho más delicada
que su «traducción». Pero también en este caso, a pesar de la resistencia notable que pone de
manifiesto este tipo de sueño (y que puede excluir toda otra experiencia onírica evocable en
muchos pacientes), la docilidad embarazosa de la que dan prueba sólo puede afectar a los
pensamientos latentes, y no al trabajo de sueño, sobre el cual «nunca se llega a ejercer
influencia».
No obstante, las dificultades no terminan aquí. Si bien Freud denuncia la idea ingenua de un
sueño fundamentalmente idéntico al inconsciente, tiene también que poner en guardia a los
analistas contra otra equivocación, complementaria de la precedente, que basa la esencia del
sueño en su contenido latente. Ahora, dice sustancialmente Freud en una nota de 1925 (añadida
al final del capítulo VI de Die Traumdeutung), los analistas por lo menos se han acostumbrado a
reemplazar el contenido manifiesto por el sentido que encuentra la interpretación, pero muchos
de ellos son culpables de otra confusión, que consiste en pasar por alto (übersehen) la
distinción entre los pensamientos latentes y el trabajo de sueño. Es este último el que produce
esa forma particular de pensar que hace posible el estado de dormir: sólo él es «lo esencial del
sueño» y explica su particularidad.
De modo que los analistas se equivocan tanto cuando toman el sueño por el inconsciente, como
cuando buscan su esencia en el contenido latente, tal como lo hace accesible la interpretación.
Ambas confusiones pueden evidentemente converger, pero importa encararlas distintamente (y
por otra parte, Freud no las ha… confundido). La primera equivale a ignorar que los
pensamientos del sueño provenientes del preconsciente no son lo infantil inconsciente; la
segunda significa reducir a esos pensamientos el sueño mismo, que es un proceso mucho más
complejo, a cuya elaboración contribuyen de manera necesaria y decisiva las mociones
inconscientes.
Pero ¿no hay que preguntarse por qué los analistas contemporáneos de Freud oscilaban entre
estos dos errores, a veces elevando (o, si se prefiere, rebajando) el sueño a la altura del
inconsciente, otras reduciéndolo a sus pensamientos latentes, y con la mayor frecuencia
haciendo ambas cosas al mismo tiempo? Recordemos el contraste y el encuentro de los dos
procesos de naturaleza diferente que, según el capítulo VII, participan en la Traumbildung
(creación de pensamientos oníricos «enteramente correctos» y «procedimiento incorrecto,
extraño en el más alto grado») que se llama trabajo de sueño. Es evidente que esta dualidad
irreductible, que tiene por consecuencia una bipolaridad ineluctable de la actividad interpretativa,
plantea el problema técnico central de la interpretación: el de su finalidad y también de su
alcance. Ahora bien, lejos de haber explicitado esta bipolaridad, Freud la escamoteó en la teoría (pero no en su práctica documentada). En efecto, asignó a la interpretación, como único objetivo, la restitución de los pensamientos latentes, considerados del todo semejantes ¿ los
pensamientos «normales» de la vigilia. Para ello conviene deshacer el trabajo de sueño, a fin de
eliminar restrospectivamente la influencia inductiva y selectiva ejercida «desde e principio» sobre
los pensamientos iniciales por la instancia crítica. Incluso en 1933, Freud dice que la tarea de
conjunto se resume en transformar lo manifiesto en lo latente, en convertir una comunicación
hecha con medios inapropiados y sin la menor intención de comunicar (como se precisa en otro
texto de 1925) en una «comunicación normal», y en dar cuenta de la manera en que, en la vida
psíquica del soñante, se produjo la transformación inversa, la elaboración de lo manifiesto a
partir de lo latente. Freud indica, para que todo quede claro, que la primera parte es una tarea práctica, que usa una técnica y compete a la interpretación, mientras que la segunda, que debe explicar el proceso del trabajo de sueño, «sólo puede ser una teoría».
Como se ve profusamente en La interpretación de los sueños, la búsqueda interpretativa de los
pensamientos correctos, bien formados y debidamente enunciables, bien puede pasar por alto
las zonas oscuras, las formaciones densas e indecibles del sueño, para alcanzar un objetivo
aparentemente racional. En estas condiciones, no puede sorprender que un Ferenczi pronuncie
en 1909 una conferencia sobre «la interpretación científica de los sueños» en la que subraya
que el contenido patente disimula uno latente, «de lo cual puede deducirse la existencia de
pensamientos oníricos perfectamente lógicos». El mensaje freudiano restituía la lógica inicial de
los pensamientos del sueño mediante el desciframiento del acertijo (algo que no es necesario
hacer en la producción onírica del niño pequeño). Pero si uno se atiene a ese mensaje,
desemboca inevitablemente en la paradoja de que lo esencial del sueño no es objeto de
interpretación, sino sólo de teoría.
Vale la pena confrontar esta conclusión con la respuesta negativa que da Freud a la cuestión de si todo sueño es interpretable. «En los sueños mejor interpretados -escribe a continuación de esa respuesta (argumentada)-, a menudo hay que dejar en la sombra un lugar donde se observa, al interpretar, una madeja de pensamientos del sueño que no se desenreda, pero que tampoco proveería nuevas conclusiones al contenido onírico. Es el ombligo del sueño, el lugar donde se une con lo no-reconocido.» Y añade que los pensamientos del sueño que alcanza la interpretación por lo general no tienen fin y se ramifican en todas direcciones. «Desde el lugar más denso de ese entrelazamiento se eleva entonces el anhelo del sueño, como el hongo de su micelio.»
Esta descripción célebre, pero de ningún modo clara, llama la atención, particularmente en
cuanto se considera que el ombligo no puede enriquecer el contenido del sueño, objeto de la
interpretación. Su vínculo con lo no-reconocido designa en negativo el Traumwunsch, cuyo
surgimiento no necesariamente significa transparencia. Más adelante (en el mismo capítulo VII,
antes del desarrollo sobre la transferencia al que nos hemos referido), Freud vuelve sobre la
idea ya propuesta de que la mayor parte de los sueños tienen un centro reconocible en su
intensidad sensorial particular: es por regla general la figuración directa de la realización de
anhelo. La fuerza de figuración (die darstellende Kraft) de éste se difunde sobre una cierta
esfera de conexidad, en el interior de la cual están presentes todos los elementos pertinentes,
incluso los retoños de pensamientos penosos que van en contra del anhelo. El hecho de que
este nuevo análisis sea seguido inmediatamente por el desarrollo sobre la necesidad de
transferencia atribuible a la representación inconsciente confirma que el anhelo del que se trata
exige siempre un núcleo infantil reprimido. Lo que Freud no dice expresamente es que ese
núcleo figurado no figura entre los pensamientos interpretados del sueño.
La ambigüedad del discurso freudiano -sobre todo con respecto al ombligo y su relación con el
anhelo nodal del sueño- tiene que ver con la paradoja que se ha señalado: lo interpretable
propuesto al análisis por anulación (rückgängig machen) de los desplazamientos debidos al
trabajo de sueño no es lo esencial del proceso onírico; tampoco es la expresión de lo
inconsciente, sino sólo el pretexto de ésta. Si uno quiere captar algo del inconsciente, tiene que
buscarlo al margen de ese interpretable constituido por «pensamientos correctos», sorprenderlo
en la incorrección propia del trabajo de sueño, allí donde el proceso primario actúa sobre
imágenes y sobre incongruencias de lenguaje también tratadas como imágenes (como bien lo ha
visto Valéry, «en el sueño, la palabra es del mismo orden que las imágenes»). Pero entonces no
se puede recurrir a la interpretación en el sentido freudiano «oficial»: mucho más acá que esos
pensamientos latentes de adulto que se organizan en discurso, es posible vislumbrar
precisamente la actividad pulsional infantil; encerrarla en la conjetura de un anhelo definido, por
precoz que se lo imagine, quizá sea ya traicionarla.
El destino de las pulsiones en el sueño
Llegamos así al segundo problema, que se plantea en la prolongación teórica del anterior: el problema de la relación de la Wunscherfüllung con las pulsiones. La teoría de la realización de anhelo puso al sueño bajo la égida del principio de placer, que gobierna las pulsiones de vida.
Las objeciones a esta teoría han sido refutadas por su autor en función de la suposición de que
el contenido latente del sueño, incluso cuando no es sexual, está ordenado según el placer del soñante, sean cuales fueren los valores de displacer que ese contenido pueda escoltar. En un
primer enfoque de los sueños contrarios al anhelo (Gegenswünschtraume), Freud adujo dos
explicaciones, muy heterogéncas: una consiste en alegar el anhelo de refutarlo a él,
curiosamente considerado como fuerza pulsional (Triebkraft); la otra explicación atribuye el
sueño desagradable a un componente masoquista de la constitución sexual. La realización del
anhelo masoquista (concebido entonces no como originario, sino como efecto de la inversión del
sadismo en su contrario, y su vuelta sobre la propia persona en una sola y misma operación)
debe ser disfrazada, en razón de una voluntad de represión. Tal es el argumento que se
encuentra en el capítulo sobre la deformación onírica.
Al volver, en un texto añadido en 1919 (en la parte del capítulo VII que retorna el problema de la
realización de anhelo), sobre los sueños de displacer (Unlusttraume), Freud procede de otro
modo para reducirlos al principio de la Wunscherfüllung. Lo esencial es que la realización del
anhelo reprimido procura una satisfacción que en sí misma provoca displacer en el yo. Si esta
satisfacción es lo bastante grande como para contrarrestar los afectos penosos de los restos
diurnos gracias a los cuales se ha establecido esa relación de antagonismo entre lo reprimido y
el yo, el tono afectivo (Gefühlston) del sueño es indiferente. Si el yo que duerme tiene una parte
más importante en la formación del sueño y se subleva violentamente contra la satisfacción de lo
reprimido, quizá se ponga fin al sueño mediante la angustia. Este análisis del conflicto tópico le
basta a Freud para hacer que los sueños de displacer y los sueños de angustia se conformen a
la teoría de la realización de anhelo. Un tercer caso es el de los sueños de castigo, cuyo
reconocimiento «introduce en cierto sentido algo nuevo en la teoría del sueño». Esta vez, en
efecto, el anhelo inconsciente no pertenece al dominio de lo reprimido, sino al del yo [je]. Estos sueños, que no siguen a restos diurnos penosos sino más bien a satisfacciones prohibidas (unerlaubte), muestran una participación más activa del yo [Je] en la formación onírica. No obstante, en este mismo pasaje, Freud precisa que el anhelo inconsciente de castigo que se opone al Wunsch reprimido es en realidad preconsciente (una nota añadida en otro lugar en 1925, y otra de 1930, lo atribuyen finalmente al superyó).
Resulta entonces que los recursos conceptuales de la segunda tópica permiten resolver con el
menor gasto los problemas planteados por estas tres categorías de sueños desagradables: en
efecto, siempre es el yo [Je] el que sueña, y es él el que tiene que sufrir, en sus puestas en
escena oníricas, los efectos de sus conflictos con el ello y el superyó. En su «revisión» de 1933,
Freud considerará que ha «liquidado enteramente la objeción inevitable, siempre retomada por
los profanos, de que hay muchos sueños de angustia». Una distribución simplificada en tres
grupos (sueños de anhelo, sueños de angustia y sueños de castigo) le permitió mantener su
doctrina, que aclara los dos últimos grupos a partir del primero.
Subsisten no obstante dos dificultades graves, «cuya discusión lleva muy lejos», y que aún no
encontraban «una liquidación plenamente satisfactoria». La primera se refiere a los sueños de
personas que han sufrido una experiencia de shock (Schockerlebnis), de grave trauma psíquico,
tan frecuente en la guerra, y como se lo encuentra «también en el fundamento de una histeria
traumática» (el «también» es importante). La segunda dificultad se presenta en el trabajo
analítico cotidiano: éste muestra que las impresione s dolorosas de angustia, prohibición,
decepción y castigo ligadas a las primeras experiencias sexuales de la infancia (impresiones
que han sido reprimidas) encuentran un amplio acceso a la vida onírica, proporcionando el
modelo de numerosas fantasías oníricas (Traumphantasien), y que los sueños están llenos de
reproducciones de esas escenas infantiles y de alusiones a ellas.
Es interesante comparar el enfoque de estas dos dificultades en 1933 con el adoptado en 1920,
en Más allá del principio de placer. Los sueños de la neurosis traumática, según ese ensayo,
demuestran la capacidad del individuo de ligar las cantidades de excitación que han penetrado
traumáticamente, para llevarlas después a la liquidación. Si no están ordenadas a la
Wunscherfüllung, es porque a través de su carácter repetitivo tienen por meta «el dominio
retroactivo de la excitación por el desarrollo de angustia, esa angustia cuya falta (Unterlassung)
ha sido la causa de la neurosis traumática». De modo que estos sueños no responden al
principio de placer, sino a un principio «más originario», en cuanto intentan paliar
retroactivamente la falta de preparación por la angustia, preparación que «representa la última
línea de defensa de la protección contra las excitaciones».
Se advierte aquí que el caso particular, considerado excepcional, es explicable por
consideraciones económicas que bien podrían valer para otros casos. En realidad, la definición
del trauma que lo opone simplemente al acto, «por lo común eficaz, de hacer a un lado las
excitaciones», lleva a una ampliación del concepto de sueño de origen traumático. Esta
ampliación se produce unas páginas más adelante, gracias a un deslizamiento en el interior de
una frase: «Los sueños de la neurosis de accidente mencionados antes no se dejan reducir al
punto de vista de la realización de anhelo, como tampoco los sueños que se producen en los
psicoanálisis y que nos traen el recuerdo de traumas psíquicos de la infancia. Éstos son sueños
que obedecen más bien a la compulsión de repetición, que por otra parte encuentra su apoyo, en
el curso del análisis, en el deseo -no inconsciente y estimulado por la «sugestión»- de hacer
surgir lo olvidado y lo reprimido».
Se asiste aquí a una subversión interna del discurso freudiano, que hace resurgir lo olvidado de
la teoría del sueño, es decir los traumas psíquicos de la infancia, como fuentes de los sueños
que se producen en los análisis. «Si hay un «más allá del principio de placer», es lógico admitir,
incluso para la tendencia del sueño a la realización de anhelo, la existencia de un tiempo que lo
habría precedido. Esto no contradice la función ulterior del sueño.» Sin duda, pero subordina esa
función a la de la repetición. Si bien soñar es una manera de recordar que escapa a la
rememoración consciente, es ante todo una manera de repetir anterior a todo intento de
realización de anhelo. Al final de su conferencia de 1933, Freud se esfuerza en reducir la
importancia de la segunda de las «dificultades graves» que ha reconocido, absteniéndose de
hablar de la coacción de repetición. Pero su embarazo es visible: «si ustedes quieren tener en
cuenta las últimas objeciones, pueden decir que en todos los casos (immerhin) el sueño es la
tentativa de una realización de anhelo».
Pero es preciso ir un poco más lejos, retomando la lectura del ensayo de 1920 (mucho más
audaz y lúcido que los textos ulteriores). Algunas páginas después del desarrollo sobre el
sueño, Freud escribe que «la compulsión a repetir en la transferencia los acontecimientos de la
infancia se ubica de todas maneras fuera y por encima del principio de placer. El paciente se
conduce de una manera totalmente infantil y nos muestra que las huellas mnémicas reprimidas
de sus experiencias vividas originarias no están presentes en él en estado ligado, y en cierta
medida son de hecho ineptas para el proceso secundario». Después de lo que ha dicho antes
acerca de las relaciones esenciales entre el sueño y la transferencia, el paralelismo entre ambos
tipos de observaciones clínicas no puede sorprender. Se trata en el fondo del mismo proceso,
que coacciona al soñante y al analizante a repetir-transferir lo reprimido, sea esto del orden del
voto edípico, de la pulsión parcial ignorada, de una amenaza persecutoria o de otro embate
mortífero.

Se comprende entonces que tan a menudo exista una influencia reciproca entre la zona de la
relación analítica y el campo narcisista donde se despliega la expresión, la autoexpresión onírica,
que es también una forma de autoafección. Estos frecuentes pasajes de un campo al otro, que
tienen lugar en los dos sentidos, sobre todo cuando se interpretan los sueños, no se efectúan
sólo y de entrada bajo la égida del principio de placer. Como la transferencia en el estado de
vigilia, el sueño puede estar en gran parte consagrado al intento de ligar las excitaciones que no
se pudieron parar en la infancia con una liberación de angustia. Por otra parte, ésta es la razón
de que deba mantenerse con todo rigor la distinción entre sueños de angustia y sueños de
origen traumático (en el sentido ampliado del trauma psíquico infantil). Los sueños más
perturbadores no son los sueños de angustia, en los que, como lo ha mostrado Freud, se
despliega un conflicto edípico entre la instancia deseante y su censor. La inquietud onírica no se
mide con el rasero de esta angustia patente que el soñante, al volver al estado de vigilia, se dice
que lo tuvo aferrado. Esa inquietud está más radicalmente anclada en la actividad extraña de una
vida pulsional polimorfa de la que el ser dormido no sabe nada, pero que puede hacerle saber,
por medios oscuros, que algo funesto está por sucederle, o que un goce indecible sólo se le
insinúa.
No obstante, sería reduccionista encerrar esta inquietud nocturna en el marco conceptual
exclusivo del trauma, como lo ha hecho A. Garma, quien afirmó en 1968 que «en el origen de los
sueños están las situaciones traumáticas, y no las realizaciones de deseos». Es muy cierto que
en la vida onírica, al igual que en ciertos síntomas, la satisfacción maníaca puede enmascarar la
destructividad bajo la apariencia de lo placentero; también es cierto que los sueños de
comodidad velan con frecuencia el trabajo mudo de la pulsión de muerte (esto, según Garma, es
lo que ocurre con el sueño, toma o como anodino, en el que a Freud se le presenta que su mujer
le da a beber agua muy salada en una urna cineraria etrusca que se habían llevado con ellos de
un viaje a Italia). No obstante, los aspectos innegablemente mortíferos de numerosos sueños (en
apariencia exentos de angustia) no conducen necesariamente al trauma, y éste, por lo demás,
no es siempre ni totalmente contrario al movimiento de la vida.

En realidad, en los sueños se articula el conjunto de la actividad pulsional, a través de todo tipo de relaciones transferenciales que van desde el pasado más antiguo (incluso el estado fetal, si
seguimos, por ejemplo, el estudio presentado por C. W. Morgan en 1991) hasta los diferentes
estratos del presente del individuo. Sobre todo ciertos episodios oníricos se prestan al análisis
como realizaciones de anhelos; en otros más bien parece recobrar su vigencia algún trauma
enquistado en la historia infantil, y otros ponen en escena un conflicto identificatorio
aparentemente insuperable (estos últimos no son los menos frecuentes entre los que llegan a la
escucha del analista, y forman parte de la interrogación latente, siempre reiterada, acerca del
cambio psíquico). Anhelos realizados, muerte fascinante a través de la vida, incertidumbre en
cuanto al sexo y en cuanto al ser, todas estas dimensiones de la vida onírica están presentes al
mismo tiempo, con participación variable, en la expresión pulsional, ocultándose a menudo unas
a otras, e imbricándose juntas, en cada oportunidad de un modo inédito capaz de desbaratar la
actividad interpretativa y desplazar sus ejes. De este modo el sueño, espejo deformante y móvil,
circula entre la claridad aparente de las palabras dichas al otro y la oscuridad inagotable de las
imágenes en las que se recrea una extraña intimidad con uno mismo.