Diccionario de psicología, letra S, Sexualidad femenina

Sexualidad femenina
Alemán: Weibliche Sexualität.
Francés: Sexualitéféminine.
Inglés: Female sexuality

En la historia del freudismo, la cuestión de la sexualidad femenina dividió el movimiento
psicoanalítico desde 1920, a medida que las mujeres iban ocupando en él un lugar central.
A fines del siglo XIX, como lo demuestran los historiales publicados por Sigmund Freud, Josef
Breuer, Pierre Janet o Théodore Flournoy, así como las experiencias de Jean Martin Charcot
en la Salpêtrière, las mujeres eran presentadas en el discurso de la psicopatología en carácter de enfermas. Mujeres histéricas, mujeres locas, mujeres hipnotizadas, fueran cuales fueren sus orígenes sociales, al principio eran objetos destinados a la observación para el progreso del saber médico. Después, con el gran movimiento de emancipación del período de entreguerras, que comenzó a liberar a las mujeres de la alienación religiosa, social y sexual que pesaba sobre ellas, fueron ocupando en la institución freudiana un lugar legítimamente suyo, convirtiéndose en médicas o psicoanalistas, y sobre todo psicoanalistas de niños. Participaron entonces en la refundición de la teoría freudiana clásica acerca de la sexualidad, la diferencia de los sexos, la libido.
A partir de 1905, con la publicación de sus Tres ensayos de teoría sexual, Sigmund Freud
repensó la cuestión de la sexualidad humana. Tomando sus modelos de la biología darwiniana,
sostuvo la tesis de un monismo sexual y de una esencia «masculina» de la libido humana. Esta
tesis, basada en la observación clínica de las teorías sexuales infantiles, no tenía el propósito de describir la diferencia de los sexos a partir de la anatomía, ni resolver la cuestión de la condición femenina en la sociedad moderna. Desde la perspectiva de la libido única, Freud sostenía que en el estadio infantil la niña ignora la existencia de la vagina y le atribuye al clítoris el papel de un homólogo del pene. En consecuencia, tiene la impresión de poseer un ridículo órgano castrado.
En función de esta asimetría, articulada en torno a un polo único de representaciones, el
complejo de castración no se organiza según Freud de la misma manera en ambos sexos. Los destinos en uno y otro caso son distintos, no sólo por la anatomía, sino también en razón de las representaciones ligadas a ella. En la pubertad, la existencia de la vagina se pone de manifiesto para los dos sexos: el varón ve en la penetración un objetivo de su sexualidad, mientras que la niña reprime su sexualidad clitorídea. Pero antes, cuando el varón advierte que la niña es distinta, interpreta la ausencia de pene como una amenaza de castración para él mismo. En el momento del complejo de Edipo, se desprende de la madre para elegir un objeto del mismo sexo
que ella.
Según Freud, la sexualidad de la niña se organiza en torno al falicismo: ella quiere ser un varón.
En el momento del Edipo, desea un hijo del padre, y este nuevo objeto está investido de valor
fálico. Contrariamente al varón, la niña debe desprenderse de un objeto de su mismo sexo, la
madre, para elegir un objeto de sexo diferente. En ambos sexos, el apego a la madre es el primer
elemento. Se advierte por lo tanto que al defender el monismo sexual, Freud consideraba
errónea la afirmación de la naturaleza instintiva de la sexualidad: a sus ojos no existían el instinto
materno en el sentido estricto, ni la raza femenina.
La existencia de una libido única no excluye la bisexualidad. En efecto, desde la perspectiva
freudiana, ningún sujeto es poseedor de una pura especificidad masculina o femenina. En otros
términos, si bien hay un monismo sexual, esto quiere decir que en el inconsciente y en las
representaciones inconscientes del sujeto (sea hombre o mujer) la diferencia de los sexos no
existe. La bisexualidad, que es el corolario de esa organización monista de la libido, afecta a los
dos sexos. No sólo la atracción de un sexo sobre el otro no deriva de una complementariedad,
sino que la bisexualidad disuelve la idea misma de una organización de ese tipo. De allí los dos
modos de la homosexualidad: femenina cuando la niña queda «soldada» a la madre al punto de
escoger un partenaire del mismo sexo, y masculina cuando el varón realiza una elección
semejante por negar la castración materna.
A través de este monismo, Freud se inspiraba a la vez en Galeno (el modelo del sexo único) y en la biología del siglo XIX, preocupada por establecer una diferencia radical entre los sexos a partir de la anatomía.
Esta tesis freudiana de la escuela llamada vienesa fue respaldada por mujeres, en particular
Marie Bonaparte y Helene Deutsch, Jeanne Lampl-De Groot y Ruth Mack-Brunswick. No
obstante, a partir de la década de 1920, la impugnaron otras mujeres, de la llamada escuela
inglesa: Melanie Klein, Josine Müller (1884-1930). En 1927, en el Congreso de la International
Psychoanalytical Association (IPA) en Innsbruck, donde se desarrolló el gran debate sobre el
tema, Ernest Jones les aportó su respaldo en una exposición titulada «La fase precoz del
desarrollo de la sexualidad femenina». Allí criticó la extravagante hipótesis freudiana de una
ausencia de sensación de la vagina en la niña. También opuso un dualismo a la noción de libido
única. Con esta escuela inglesa se relaciona la posición de Karen Horney, quien en 1926
sostuvo que la supuesta ignorancia de la vagina era fruto de una represión, y que el apego al
clítoris tenía fines defensivos. De este modo la escuela inglesa asumió el riesgo de fortalecer la
idea de una naturaleza femenina, es decir, de un diferencialismo anatómico, mientras que Freud
la había en parte evacuado, corrigiendo el biologismo del siglo XIX mediante el recurso al modelo
del sexo único. De hecho, preconizaba la no-diferenciación inconsciente de los dos sexos, bajo
la categoría de un único principio masculino y de una organización edípica en términos
asimétricos.
En su organización edípica de la sexualidad femenina, Freud (y éste fue su principal error) pasó
por alto todo el ámbito de las relaciones arcaicas con la madre. En este sentido, el debate sobre
la sexualidad femenina era de la misma naturaleza que el que se desarrolló sobre el psicoanálisis
de niños. Hostil a las tesis kleinianas y profundamente disgustado por el modo en que los
partidarios de Klein trataban a su hija Anna, Freud no quería admitir que la supremacía que le
otorgaba al padre en la familia le estaba impidiendo captar la naturaleza profunda de las
relaciones entre la hija y la madre. En otras palabras, incluso aunque su monismo estuviera
teóricamente justificado, no daba cuenta de la realidad concreta de la sexualidad femenina ni de
la génesis de la feminidad. Además, su concepción del clítoris como homólogo de un pequeño
pene remitía más al atractivo intelectual que ejercían sobre él las mujeres que experimentaba
como «masculinas» o «fálicas», que a la realidad de la feminidad. Sandor Ferenczi fue el primero
en señalar, en 1932, en su Diario clínico, que esta masculinización que realizaba Freud de la
sexualidad femenina se explicaba por la relación de él con la madre, Amalia Freud.
No obstante, Freud tuvo la honestidad de corregir su doctrina en el sentido de las posiciones
kleinianas. Lo atestiguan sus dos artículos de 1931 y 1933, uno sobre la sexualidad femenina y
otro sobre la feminidad. En el primero sostuvo su concepción de la relación entre el clítoris y la
vagina, pero reconociendo implícitamente que las mujeres analistas podían comprender mejor
que él la cuestión de la sexualidad femenina, en cuanto ellas ocupaban en la cura el lugar de un
sustituto materno; en el segundo, admitió que no se podía comprender a la mujer «sin tomar en
consideración [la] fase del apego preedípico a la madre»: en efecto, todo lo que se encuentra en
la relación con el padre proviene por transferencia de ese apego inicial.
Resulta notable que el debate contradictorio que en el período de entreguerras atravesó al
movimiento freudiano, oponiendo a los partidarios del monismo central y los adeptos del
dualismo, fue contemporáneo del despliegue del movimiento feminista que llevó, por el camino del
sufragismo, a la emancipación política y jurídica de las mujeres. A partir de 1945, fue en torno al
libro de Simone de Beauvoir (1908-1986) Le Deuxiéme Sexe, y después alrededor de las tesis
de Jacques Lacan, Michel Foucault (19261984) y Jacques Derrida, como el debate sobre la
sexualidad femenina evolucionó, en particular en los Estados Unidos, hacia una interrogación
más radical sobre la diferencia de los sexos, y después sobre la distinción entre el sexo y el
género.
Poco preocupado por el feminismo, Freud se mostró a veces misogino, y a menudo conservador.
Si nos atenemos a las apariencias, podemos ver en él a un científico estrecho, un buen burgués,
un marido celoso, un padre incestuoso: en síntesis, un representante de la autoridad patriarcal
tradicional. No obstante, a la manera cartesiana aplicada en 1673 por el filósofo François Poulain
(Poullain) de La Barre (1647-1725) en su célebre obra De l’égalité des deus sexes, es preciso
sin duda superar este tipo de datos, y llegar a la conclusión de que resulta tan vano tratar a
Freud de «Falócrata», con el pretexto de que no fue feminista, como convertir al combate por la
igualdad de los sexos en el dominio reservado de las mujeres, con el pretexto de que esa lucha
tiene por meta su emancipación.
En realidad, todo ocurre como si, para edificar su doctrina, Freud hubiera debido abstraerse de
cualquier compromiso militante, y rechazar las aspiraciones igualitarias del movimiento feminista.
Sin embargo, su teoría biológica de la libido única se asemejaba en ciertos aspectos a la
concepción jurídica de Antoine de Caritat, marqués de Condorcet (1743-1794), el gran teórico de
la emancipación de las mujeres. A más de un siglo de intervalo entre ellos, tanto para el filósofo
francés como para el científico vienés se trataba de demostrar que el ámbito de lo femenino
debía pensarse como parte integrante del universal humano, y por lo tanto bajo la categoría de
un universalismo, que es lo único capaz de dar un verdadero fundamento al igualitarismo. Para
Freud, en efecto, la existencia de una diferencia antómica de los sexos no desembocaba en una
concepción naturalista, puesto que esa famosa diferencia, ausente en el inconsciente, daba
testimonio para el sujeto de una contradicción estructural entre el orden psíquico y el orden
anatómico. Se advierte de qué modo, con su teoría del monismo y de la no-concordancia entre lo
psíquico y lo anatómico, Freud compartía los ideales del igualitarismo universalista, desde Descartes hasta la Ilustración.
En este sentido, y a pesar de las aberraciones de su doctrina original, fue un pensador de la
emancipación y de la libertad, y el autor de una teoría de la sexualidad que, aunque
desembarazaba al hombre del peso de sus raíces hereditarias, no pretendía liberarlo de las
cadenas de su deseo.