Diccionario de psicología, letra S, Sexualidad

Sexualidad
Al.: Sexualität.
Fr.: sexualité.
Ing.: sexuality.
It.: sessualitá.
Por.: sexualidade.
En la experiencia y en la teoría psicoanalíticas, la palabra sexualidad no designa solamente las
actividades y el placer dependientes del funcionamiento del aparato genital, sino toda una serie
de excitaciones y de actividades, existentes desde la infancia, que producen un placer que no
puede reducirse a la satisfacción de una necesidad fisiológica fundamental (respiración,
hambre, función excretora, etc.) y que se encuentran también a título de componentes en la
forma llamada normal del amor sexual.
Como es sabido, el psicoanálisis atribuye una gran importancia a la sexualidad en el desarrollo y la vida psíquica del ser humano. Pero esta tesis sólo se comprende si se tiene presente la transformación aportada al mismo tiempo al concepto de sexualidad. No pretendemos establecer aquí cuál es la función de la sexualidad en la aprehensión psicoanalítica del hombre, sino únicamente precisar, en cuanto a su extensión y a su comprensión, el empleo que efectúan los psicoanalistas del concepto de sexualidad.
Si se parte del punto de vista corriente que define la sexualidad como un instinto, es decir, como
un comportamiento preformado, característico de la especie, con un objeto (compañero del sexo
opuesto) y un fin (unión de los órganos genitales en el coito) relativamente fijos, se aprecia que
sólo muy imperfectamente explica los hechos aportados tanto por la observación directa como
por el análisis.
En extensión.
1.° La existencia y la frecuencia de las perversiones sexuales, cuyo inventario emprendieron
algunos psicopatólogos de finales del siglo xix (Kraft Ebbing, Havelock Ellis), muestran que
existen grandes variaciones en cuanto a la elección del objeto sexual y en cuanto al modo de
actividad utilizado para lograr la satisfacción.
2.° Freud establece la existencia de numerosos grados de transición entre la sexualidad
perversa y la sexualidad llamada normal aparición de perversiones temporales cuando resulta
imposible la satisfacción habitual, presencia, en forma de actividades que preparan y
acompañan el coito (placer preliminar), de comportamientos que se encuentran en las
perversiones, ya sea en sustitución del coito, ya sea como condición indispensable de la
satisfacción.
3.° El psicoanálisis de las neurosis muestra que los síntomas constituyen realizaciones de
deseos sexuales que se efectúan en forma desplazada, modificadas por compromiso con la
defensa, etc. Por otra parte, detrás de un determinado síntoma se encuentran a menudo deseos
sexuales perversos.
4.° Pero, sobre todo, lo que ha ampliado el campo de lo que los psicoanalistas llaman sexual, es
la existencia de una sexualidad infantil, que Freud ve actuar desde el comienzo de la vida. Al
hablar de sexualidad infantil se pretende reconocer, no sólo la existencia de excitaciones o de
necesidades genitales precoces, sino también de actividades pertenecientes a las actividades
perversas del adulto, en la medida en que hacen intervenir zonas corporales (zonas erógenas)
que no son sólo genitales, y también por el hecho de que buscan el placer (por ejemplo, succión
del pulgar) independientemente del ejercicio de una función biológica (como la nutrición). En este
sentido los psicoanalistas hablan de sexualidad oral, anal, etc.
B) En comprensión. Esta ampliación del campo de la sexualidad condujo inevitablemente a Freud
a intentar determinar los criterios de lo que sería específicamente sexual en estas diversas
actividades. Una vez señalado que lo sexual no puede reducirse a lo genital (de igual forma
como el psiquismo no es reductible a lo consciente), ¿qué es lo que permite al psicoanálisis
atribuir un carácter sexual a procesos en los que falta lo genital? El problema se plantea
fundamentalmente para la sexualidad infantil, ya que, en el caso de las perversiones del adulto,
la excitación genital se halla generalmente presente.
Este problema fue directamente abordado por Freud, en especial en los capítulos XX y XXI de las
Lecciones de introducción al psicoanálisis (Vorlesungen zur Einführung in die Psychoanalyse,
1915-1917), en los que se plantea a sí mismo la objeción siguiente: «¿Por qué os obstináis en
denominar ya sexualidad estas manifestaciones infantiles que vosotros mismos consideráis
como indefinibles y a partir de las cuales se constituirá más tarde lo sexual? ¿Por qué no decís,
contentándonos con la simple descripción fisiológica, que se observan ya en el lactante
actividades que, como el chupeteo y la retención de los excrementos, nos muestran que el niño
busca el placer de órgano [Organlust]?».
Aunque no pretende dar una respuesta total y definitiva a estas preguntas, Freud anticipa el
argumento clínico según el cual el análisis de los síntomas en el adulto nos conduce a estas
actividades infantiles generadoras de placer, y ello por intermedio de un material
indiscutiblemente sexual. Postular que las propias actividades infantiles son sexuales supone
avanzar un paso más: para Freud, lo que se encuentra al final de un desarrollo que podemos
reconstruir paso a paso debe encontrarse, por lo menos en germen, desde el principio. No
obstante, reconoce finalmente que «[…] no disponemos todavía de un signo universalmente
reconocido y que permita afirmar con certeza la naturaleza sexual de un proceso».
Con frecuencia Freud manifiesta que tal criterio se debería encontrar en el campo de la bioquímica. En psicoanálisis, todo lo que puede decirse es que existe una energía sexual o libido, de la cual la clínica no nos da la definición, pero nos muestra su evolución y sus
transformaciones.
Como puede verse, la reflexión freudiana parece apoyarse en una doble aporía, que por una
parte se refiere a la esencia de la sexualidad (acerca de la cual la última palabra se deja a una
hipotética definición bioquímica) y, por otra, a su génesis, contentándose Freud con postular que
la sexualidad existe virtualmente desde un principio.
Esta dificultad es más manifiesta tratándose de la sexualidad infantil; pero también en ésta
pueden encontrarse indicaciones en cuanto a su solución.
1.ª Ya a nivel de la descripción casi fisiológica del comportamiento sexual infantil, Freud mostró
que la pulsión sexual se separa a partir del funcionamiento de los grandes aparatos que
aseguran la conservación del organismo. En un primer tiempo, sólo se le puede apreciar como un
suplemento de placer aportado marginalmente en la realización de la función (placer logrado con
la succión, aparte de la satisfacción del hambre). Sólo en un segundo tiempo este placer
marginal será buscado por sí mismo, aparte de toda necesidad de alimentación,
independientemente de todo placer funcional, sin objeto exterior y de forma puramente local a
nivel de una zona erógena.
Apoyo, zona erógena y autoerotismo constituyen para Freud las tres características,
íntimamente ligadas entre sí, que definen la sexualidad infantil. Como puede verse, cuando Freud
intenta determinar el momento de aparición de la pulsión sexual, ésta adquiere el aspecto de una
perversión del instinto, en la que se han perdido el objeto específico y la finalidad orgánicas.
2.ª Dentro de una perspectiva temporal bastante distinta, Freud insistió repetidas veces en la
noción de posterioridad: experiencias precoces relativamente indeterminadas adquieren, en
virtud de nuevas experiencias, una significación que no poseían originalmente. ¿Podría decirse,
en último extremo, que las experiencias infantiles, como, por ejemplo, la de la succión, son al
principio no-sexuales y que su carácter sexual les es atribuido secundariamente, una vez ha
aparecido la actividad genital? Tal conclusión parece invalidar, en la medida en que subraya la
importancia de lo que hay de retroactivo en la constitución de la sexualidad, lo que decíamos más
arriba acerca de la emergencia de ésta y a fortiori la perspectiva genética según la cual lo
sexual se encuentra ya implícitamente presente desde el origen del desarrollo psicobiológico.
En esto estriba precisamente una de las grandes dificultades de la teoría freudiana de la
sexualidad; ésta, en la medida en que no constituye un dispositivo ya estructurado previamente,
sino que se va estableciendo a lo largo de la historia individual cambiando de aparatos y de
fines, no puede comprenderse en el plano de la mera génesis biológica, pero, inversamente, los
hechos indican que la sexualidad infantil no representa una ilusión retroactiva.
3.ª A nuestro modo de ver, una solución a esta dificultad podría buscarse en el concepto de
fantasías originarias, que en cierto sentido viene a equilibrar el de posterioridad. Ya es sabido
que Freud, bajo el nombre de fantasías originarias, designa, apelando a la «explicación
filogenética», ciertas fantasías (escena originaria, castración, seducción) que pueden
encontrarse en todo individuo y que informan la sexualidad humana. Ésta no se explicaría por la
simple maduración endógena de la pulsión: se constituiría en el seno de estructuras
intersubjetivas que preexisten a su emergencia en el individuo.
La fantasía de la «escena originaria» puede relacionarse electivamente, por su contenido, por
las significaciones corporales que encierra, con una determinada fase libidinal (anal-sádica),
pero en su misma estructura (representación y solución del enigma de la concepción), no se
explica, según Freud, por la simple reunión de indicios proporcionados por la observación;
constituye una variante de un «esquema» que está ya allí para el sujeto. En otro nivel
estructural, otro tanto podría decirse del complejo de Edipo, que se define como algo que preside
la relación triangular del niño con sus padres. A este respecto resulta significativo que los
psicoanalistas que más se han dedicado a describir el juego de las fantasías inmanentes a la
sexualidad infantil (escuela kleiniana) hayan visto intervenir muy precozmente en él la estructura
edípica.
4.ª La reserva de Freud respecto a una concepción puramente genética y endógena. de la
sexualidad se pone de manifiesto también en el papel que sigue atribuyendo a la seducción, una
vez reconocida la existencia de una sexualidad infantil (véase el desarrollo de esta idea en el
comentario del artículo: Seducción).
5.ª La sexualidad infantil, ligada, por lo menos en sus orígenes, a las necesidades
tradicionalmente designadas como instintos, y a la vez independiente de ellas; endógena, por
cuanto sigue una línea de desarrollo y pasa por diferentes etapas, y a la vez exógena, ya que
irrumpo en el sujeto desde el mundo adulto (debiendo el sujeto situarse desde el comienzo en el
universo fantasmático de los padres y recibiendo de éstos, en forma más o menos velada,
incitaciones sexuales), la sexualidad infantil resulta difícil de captar también por el hecho de que
no es susceptible de una explicación reductora que haga de ella un funcionamiento fisiológico, ni
de una interpretación «elevada», según la cual lo que Freud describió con el nombre de
sexualidad infantil serían los avatares de la relación de amor. Allí donde Freud la encuentra, en
psicoanálisis, es siempre en forma de deseo: éste, a diferencia del amor, depende siempre
estrechamente de un soporte corporal determinado y, a diferencia de la necesidad, hace
depender la satisfacción de condiciones fantaseadas que determinan estrictamente la elección
del objeto y el ordenamiento de la actividad.

Final del siglo XIX, principios del siglo XX: en el mundo médico y científico tiene consenso la
concepción naturalista de un «instinto genital» que despierta en la pubertad y tiene una finalidad
biológica: la reproducción. Los comportamientos sexuales, la actividad sexual consciente, lo que
comúnmente se llama sexualidad, son aprehendidos con relación a esta concepción.
La normalidad sexual es entonces definida por la sexualidad genital del adulto, y ésta remite a la
realización del acto sexual con fines de reproducción. En consecuencia, se designan como
desviaciones y «aberraciones psicosexuales» los comportamientos sexuales que salen de este
marco. Tanto la masturbación en el niño como las perversiones sexuales del adulto, que
comienzan a ser clasificadas, así como la búsqueda exclusiva de placer sexual, o su
imposibilidad en el acto sexual (por ejemplo en ciertas formas de impotencia), se consideran
conductas anormales o amorales. Se piensa que constituyen signos de degeneración, de
depravación moral o de extravagancia de la naturaleza. Así, a propósito de la sexualidad de los
niños, Sérieux, basándose en las ideas de Tissot, escribe en 1888: «la aparición del apetito
sexual en los niños es ya una anomalía».
A principios del siglo XX las concepciones de Freud y su definición revolucionaria de la
sexualidad trastornarán las bases fácticas de estas cuestiones y abrirán un debate aún vivaz
en el día de hoy. Al inscribir lo sexual allí donde hasta entonces era impensable -en la infancia y
en el inconsciente-, Freud afirma la incidencia determinante en el ser humano de un orden
libidinal inconsciente, no sólo en la instauración y el ejercicio de la sexualidad en el sentido
corriente del término, sino también en los diversos aspectos de lo que él define como sexual: un
conjunto de actividades, representaciones y síntomas sin relación con la sexualidad tal como
aún se la concibe comúnmente.
Freud: una definición «ampliada» de la
sexualidad.
La clínica psicoanalítica discernida en la experiencia de la cura con los neuróticos, el estudio de
las perversiones y de la sexualidad infantil, abren el camino a la definición «ampliada» de la
sexualidad que Freud comienza a hacer valer desde 1905 con la publicación de Tres ensayos
de teoría sexual. Ampliar el concepto de sexualidad (de la cual, como hemos dicho, a fines del
siglo XIX se tiene una noción muy limitada) permite reconsideraciones fundamentales. La
sexualidad, tal como Freud concibe su campo, no comienza en la pubertad con la entrada en
función de los órganos genitales, sino que se despierta muy pronto después del nacimiento.
Según lo recordará en 1938 en Esquema del psicoanálisis, la palabra «sexual » remite para el
psicoanálisis a un conjunto de actividades sin relación con los órganos genitales; lo sexual y lo
genital no tienen que confundirse. La finalidad de lo sexual así comprendido no es forzosamente
la reproducción. La meta «originaria» de la sexualidad, sostiene Freud, es una meta de goce y,
como lo precisa Lacan, aquello a lo que tiende el goce no tiene nada que ver con la copulación
en su finalidad de reproducción.
Estas propuestas trastornan la concepción clásica de la sexualidad y, además, hacen volar en
pedazos el muro estanco que, según se pensaba, separaba a los presuntos normales de las
otras personas. Como Freud lo subraya en 1925, «separar la sexualidad y los órganos genitales
presenta la ventaja de permitirnos subsumir la actividad sexual de los niños y de los perversos
bajo los mismos puntos de vista que la de los adultos normales … » En 1908, decía ya a
propósito de los Tres ensayos … : «Lo esencial [ … ] es la unificación que el libro establece entre
la vida sexual normal, la perversión y la neurosis, es decir, la hipótesis de una disposición
perversa polimorfa, a partir de la cual se desarrollan las diversas formas de la vida sexual bajo
la influencia de los acontecimientos de la vida» (Minutas de Viena). Como lo observa Lacan en
1964, «Desde los Tres ensayos de teoría sexual, Freud pudo presentar la sexualidad como
esencialmente polimorfa, aberrante. Quedó roto el encanto de una pretendida inocencia infantil».
Con su definición «ampliada» de la sexualidad y la concepción de su polimorfismo, Freud
presenta el campo de lo psicosexual como irreductible a datos biológicos, en una distancia
esencial respecto del instinto sexual entendido como función vital. De esa irreductibilidad, de esa
distancia esencial, dan cuenta las elaboraciones teóricas y metapsicológicas de la teoría de las
pulsiones sexuales y de la teoría de la libido.
Pulsión sexual y realidad psíquica
Freud descubre y subraya que la función sexual en el ser humano sólo está representada y se
manifiesta en el proceso de la realidad psíquica por medio de las «pulsiones parciales» (conjunto
de los componentes de lo que en psicoanálisis se denomina con la expresión genérica «pulsión
sexual»), y no por un instinto sexual (con objeto y meta predeterminados) o una pulsión llamada
genital. Lacan, así lo precisa al sostener «que la sexualidad sólo se realiza por la operación de
las pulsiones en tanto que ellas son pulsiones parciales, parciales con respecto a la finalidad
biológica de la sexualidad» (1964).
Freud cuestiona por lo tanto «la opinión popular» y las ideas comunes de su época acerca de
estas cuestiones. Sostiene que la pulsión sexual es el efecto de la relación con un otro humano
hablante y deseante, y que en la investidura libidinal se apunta a un objeto, indiferente en sí
mismo pero subjetiva e históricamente determinado, que satisface (parcialmente) la meta de goce
de la pulsión sexual. Esta meta no tiene entonces nada que ver con el acto sexual en su finalidad
biológica de reproducción. Entre otros factores, la sospecha de «un parentesco psíquico», de
una «relación genética», entre la satisfacción sexual obtenida en el acto sexual y la que se
obtiene por sublimación de los componentes de la pulsión sexual inutilizables por la genitalidad,
sublimación que realiza «las obras culturales más grandiosas», confirma esa afirmación.
Al separar el concepto de pulsión de la confusión con la noción de instinto, lo que va de la mano
con la problematización de la vida libidinal, problematización a la cual él introduce, Freud registra
el hecho de que, desde el punto de vista psicoanalítico, o sea desde el punto de vista de la
articulación de lo sexual con el inconsciente, nada en el plano psíquico da testimonio de un
instinto sexual o de una determinación genital que lleven naturalmente hacia un partenaire
adecuado (objeto genital preestablecido), orientados por una finalidad de reproducción. Tampoco
hay procesos de maduración instintiva o pulsional que conduzcan al ser humano a definirse
naturalmente en términos subjetivos en cuanto a su sexo o al sexo de un partenaire. Éstas son
las propuestas fundamentales que Lacan reformula, subrayando que, si sólo el acto sexual
puede establecer una relación entre los dos sexos, no hay relación sexual, en el sentido de una
conjunción natural que establezca una adecuación y una completud entre hombre y mujer, los
cuales, dice él, no son «nada más que significantes». En el psiquismo no hay inscrita ninguna
«relación sexual» entre los significantes hombre y mujer que orientaría la dinámica pulsional.
La pulsión sexual, tal como Freud plantea sus términos, está estrechamente ligada al encuentro
con el lenguaje, a la constitución y a la determinación de la vida psíquica, a su división
constituida, que él discierne conceptualizando la hipótesis del inconsciente. Es lo que Lacan
pone de relieve al subrayar «que con respecto a la instancia de la sexualidad, todos los sujetos
están en igualdad, desde el niño hasta el adulto; que no están relacionados con lo que, de la
sexualidad, pasa a las redes del significante» (1964), y al proponer, entre otras, la siguiente
definición: «La pulsión es [ … ] el montaje por el cual la sexualidad participa en la vida psíquica de
una manera que debe conformarse a la estructura de hiancia del inconsciente» (1964).
Al indagar el sentido de los síntomas psíquicos, al explorar las fantasías que los subtienden,
Freud descubre la articulación, la coexistencia de lo sexual y lo inconsciente tramada por el
deseo inconsciente del cual el síntoma, la fantasía o el sueño son realización. «La realidad del
inconsciente es -verdad insostenible la realidad sexual. Freud lo ha dicho en cada ocasión»,
recuerda Lacan (1964), y le asegura todo su impacto a lo que Freud problematiza con los
conceptos de pulsión sexual y libido: «… por lo cual la pulsación del inconsciente está ligada a la
realidad sexual. Este punto nodal se llama el deseo».
La vida libidinal o vida sexual
La ruptura conceptual fundamental que realiza el psicoanálisis tiene que ver con esta relación,
discernida por Freud, entre una subjetividad dividida (Spaltung) por el hecho de que el ser
humano esté tomado por el lenguaje, y el campo de lo sexual tal como él infiere sus términos. Al
establecer esta relación, Freud explica el conflicto inherente a la subjetividad del ser humano,
redefine el campo de lo sexual, muestra que la sexualidad no está representada en el psiquismo
más que por las «pulsiones parciales», y aclara lo que descubre en la experiencia de la cura
psicoanalítica: el sentido sexual inconsciente de un conjunto de síntomas y comportamientos que
hasta entonces se atribuían a una tara congénita, un fenómeno de degeneración del sistema
nervioso, o bien, actualmente, entre otros factores, a perturbaciones de las funciones, del
condicionamiento, del aprendizaje. De este modo Freud no sólo plantea el problema de la
incidencia del orden psicosexual, de la vida libidinal, sobre un conjunto de trastornos psíquicos,
sino también sobre trastornos físicos que no dependen de ninguna etiología orgánica, Y por lo
tanto testimonian de esa incidencia sobre el organismo y sus procesos.
La vida libidinal (es decir, el movimiento y la organización del deseo por el cual se articulan lo
sexual y el inconsciente) ordena la sexualidad (en sentido corriente), pero también la investidura
libidinal de funciones corporales que por lo común no son llamadas sexuales. En 1938, en
Esquema del psicoanálisis, Freud afirma por última vez que «todo el cuerpo es una zona
erógena», es decir, libidinalmente investida, capaz por lo tanto de dar testimonio de la vida sexual
con manifestaciones que no parecen depender en nada de lo sexual. Un conflicto psíquico
patógeno puede encontrar una forma de solución en esa «formación de compromiso» que es el
síntoma de etiología psíquica, que traduce «en otra lengua» -por una afonía, por accesos de tos,
por una parálisis o por la impotencia sexual- los deseos inconscientes que realiza. Esto permite
sobre todo concebir que, para el psicoanálisis, lo que en semiología médica se llama trastornos
funcionales (para los cuales no hay ninguna base orgánica y cuya etiología psíquica es
reconocida) compromete «la vida sexual» de cada uno y atestigua las impasses o las
satisfacciones de un sujeto en cuanto a su deseo inconsciente.
Para Freud no todo es sexual, pero lo sexual está en todas partes. Al señalar que «la vida
sexual está organizada de tal manera que forma parte de todos los procesos importantes del
organismo» (1908, Minuta de Viena), lleva hasta sus últimas consecuencias la problemática que
sostiene: la participación de la vida libidinal en los procesos de vida y muerte del organismo. De
modo que no sólo las manifestaciones físicas sin soporte orgánico se revelan como expresiones
de «la vida sexual»; también las funciones corporales, más allá de los procesos biológicos que
comprometen, están estrechamente ligadas a la organización libidinal que participa de su
efectuación y los afecta. Se plantea, por ejemplo, la cuestión de las perturbaciones de los
procesos que hacen posible la fecundación o, más recientemente, la incidencia de lo
psicosexual en lo que se llama las enfermedades autoinmunes y en su desarrollo.
La vida sexual forma parte de todos los procesos importantes del organismo, así como es parte
de todos los aspectos de la vida de un sujeto (vida corporal entonces, pero también vida
afectiva, de relación) y de sus realizaciones; incluso, como ya se ha dicho, «de las obras
culturales más grandiosas», según los términos de Freud. Las fantasías que organizan la vida
libidinal (inconsciente) despliegan y muestran las modalidades inconscientes según las cuales,
en efecto, no sólo se encuentran ordenadas las conductas sexuales, sino también la posición, la
existencia, las elecciones de objeto y las actividades de un sujeto.
Lo sexual y lo simbólico
Por lo tanto, Freud abre el camino a la concepción de que lo pulsional sexual está en una relación
histórica, subjetiva y lenguajera con una finalidad inconsciente de satisfacción pulsional
completa, cuya imposibilidad esencial había subrayado con la problematización del deseo
inconsciente. «Creo -escribió en 1912 que algo en la naturaleza misma de la pulsión sexual no es
favorable a la realización de la satisfacción plena.» Esta pérdida constitutiva de la instauración,
la organización y la insistencia del deseo inconsciente, está para Freud estrechamente ligada a
la «voz de los progenitores», a las «exigencias de la civilización», a las leyes simbólicas
(prohibición del incesto), que recortan el campo específico de lo humano.
No sólo el despertar de lo sexual, sino también las modalidades de organización de la vida
libidinal y su movimiento, son orientados y estructurados por este dispositivo simbólico que Freud
discierne problematizando la experiencia del Edipo y la castración. Él muestra el campo pulsional
instaurado y formado por la relación con el otro hablante y deseante, y organizado por la
problemática edípica y la función de la castración, que siguen vivas en lo más íntimo de la vida
psíquica individual. El lugar que el sujeto deseante encuentra en lo simbólico, y sus modos de
realización sexual, dependen de la consistencia o los desfallecimientos de este dispositivo.
El testimonio de la subversión de la función sexual por el orden de la palabra y el lenguaje en el
ser humano, y la consideración del hecho de que el campo de lo pulsional es regulado por una
función simbólica que instaura la ley sexual «natural» para el ser humano, obligan a Freud a
reconsiderar a esta continuidad, no sólo lo que aun hoy se entiende comúnmente como una
sexualidad normal, sino también y sobre todo lo que concierne a la constitución de la identidad
sexual, lo que hace que cada uno sostenga una posición de ser sexuado.
Una «disposición perversa polimorfa» es entonces el régimen normal de la sexualidad infantil, del
que derivan tanto la sexualidad normal como la sexualidad perversa del adulto. Ya hemos visto
que esto subvierte la idea de un instinto genital, de un «sentido venéreo» natural en el ser
humano, que para los contemporáneos de Freud definía la normalidad sexual. Con esto se
cuestiona, en consecuencia, la separación cualitativa de sexualidad normal y «aberraciones
psicosexuales», de vicio y moralidad. Y así se entiende que Freud verifique «la falta de límites
determinados que encierren la vida sexual llamada normal» (1905).
Al replantear estos puntos, Lacan observa asimismo que «en el hombre, las manifestaciones de
la función sexual se caracterizan por un desorden eminente. No hay en ellas nada que se
adapte». E interroga: «El amor genital, ¿es un proceso natural? ¿No se trata al contrario de una
serie de aproximaciones culturales que sólo pueden realizarse en algunos casos?»
(1953-1954). Sigue las huellas de Freud cuando éste subraya, en las Conferencias de
introducción al psicoanálisis, que el desarrollo de la vida sexual de los llamados normales «se
realiza a través de la misma perversidad polimorfa y las mismas deformaciones de los objetos
características del complejo de Edipo, propias de los neuróticos o los perversos».
La sexualidad llamada normal, a juicio de Freud «la sexualidad que es saludable para la
civilización», no surge entonces de una naturaleza, de un instinto genital, de normas biológicas,
y las «perversiones sexuales» no son la consecuencia de desviaciones de ese instinto, de
perturbaciones de esquemas preformados de comportamiento, ni de un aprendizaje defectuoso,
como lo sostienen hoy en día quienes, basándose en las teorías conductistas cuestionan,
explícitamente o no, la concepción psicoanalítica. En este cuestionamiento, lo que
fundamentalmente se discute es, como se ve, lo que constituye el nudo del descubrimiento
freudiano: la preeminencia en el ser humano del hecho de que habla; Freud da cuenta de esta
preeminencia con la problematización de los complejos inconscientes de Edipo y de castración.
Estas son las cuestiones de las que Lacan extrae todas sus consecuencias, al afirmar que el
ser humano, como sujeto, «encuentra su lugar en un aparato simbólico preformado que instaura
la ley en la sexualidad» (1955), y que, para el ser humano, «la integración de la sexualidad está
ligada al reconocimiento simbólico».
La importancia de lo simbólico en la realización sexual, sea en la constitución de la identidad
sexual (situarse subjetivamente como hombre o mujer) o en la realización para cada uno de su
ser sexuado con relación a un otro sexuado, o en el destino de la vida erótica, es sin cesar
reafirmado por Lacan, quien, siguiendo a Freud, le da todo su peso al Edipo, es decir, a una
relación simbólica que orienta y regula el campo de lo pulsional y el campo de lo imaginario (la
relación con la imagen), y en consecuencia le reconoce también toda su importancia a la función
simbólica fálica (castración), en tanto que ella legisla el deseo y ordena la sexualidad del
individuo.
En el problema del transexualismo, por ejemplo, hoy se ubica a la genética (como ayer a la
anatomía) en la posición de «zanjar» en los tribunales (para decir lo verdadero), sobre lo que no
concierne tanto al sexo en sí (cromosómico o anatómico) como a una posición subjetiva sexuada
(reconocerse hombre o mujer): so~ bre lo que, para el psicoanálisis, compromete de manera
prevalente la experiencia del Edipo y el problema de las vías y las impasses de la castración
simbólica.
La diferencia de los sexos, en el sentido biológico o anatómico, no decide entonces
necesariamente la reivindicación de una identidad sexual conforme al sexo anatómico o
biológico, ni da cuenta de las modalidades inconscientes según las cuales cada uno, hombre o
mujer, negocia la cuestión de la diferencia de los sexos y su posición subjetiva como ser
sexuado, y por lo tanto su relación con un otro sexuado. Estas son cuestiones que Lacan
retorna, sobre todo con el concepto de sexuación.
Cuestionamientos al aporte freudiano
Aquí sólo podemos diferenciar algunos de los puntos que en conjunto subrayan la problemática
innovadora que Freud elaboró y constituyen rupturas teóricas cuya magnitud aún no se ha
apreciado totalmente, en razón de las reducciones e incomprensiones reiteradas que han
sufrido las propuestas conceptuales del psicoanálisis.
La definición y la problemática radicalmente nuevas del campo de lo sexual que Freud discierne
han sido a menudo mal comprendidas, o directamente rechazadas. De ahí, por ejemplo, la
acusación de «pansexualismo» que se le dirigió muy pronto, o la confusión que Freud denunció
de entrada con el discurso sexológico, o incluso la reducción aún actual de la sexualidad a la
genitalidad, a los órganos sexuales y a sus funciones y disfunciones, con las consiguientes
orientaciones terapéuticas que consiste en «una gimnástica genitalista», como lo observó Dolto
(1982). Ahora bien, para Freud la sexualidad así comprendida no es, como hemos visto, más que
uno de los aspectos y una de las manifestaciones de lo que él llama «vida sexual» o «vida
libidinal» y que toma en cuenta la dimensión del inconsciente. En la experiencia de la cura, Freud
reconocía, entre otros, los hechos siguientes: la impotencia, la frigidez, más que con el sexo
tienen que ver con las representaciones inconscientes que soportan la posibilidad o las
impasses de la sexualidad (actividad consciente); el síntoma neurótico que no parece depender
en nada de lo sexual es no obstante a veces su única manifestación y satisfacción; muchos de
nuestros actos, pensamientos y fantasías conscientes sin relación con la sexualidad, llevan
consigo un sentido sexual inconsciente.
Por cierto, el empleo de palabras comunes -sexualidad, sexual, vida sexual- que no significan y
no designan las mismas realidades en las distintas concepciones, da lugar a la confusión pero
también permite hacerla presente. Desde el punto de vista psicoanalítico, el abordaje de la
sexualidad, en el sentido corriente del término, exige que se establezca una estrecha relación -y
no confusión- entre sexualidad (actividad consciente) y vida libidinal (inconsciente).
Pero lo que con Freud sostiene el psicoanálisis -que la sexualidad (consciente) está soportada y
ordenada por lo libidinal (inconsciente) y se enraíza en lo infantil, y que el sujeto consciente,
«dueño de sí», actúa ignorando la determinación inconsciente radical que lo anima- es lo que
escandalizó ayer y continúa escandalizando hoy, lo que sin cesar se cuestiona y se rechaza.
En 1925 Freud escribió que «pocos descubrimientos del psicoanálisis han tropezado con un
rechazo tan general, han suscitado una explosión tal de indignación, como la afirmación de que
la función sexual comienza en el inicio de la vida y se exterioriza desde la infancia mediante
importantes manifestaciones». El sexólogo A. Moll, en su libro La sexualidad de los niños,
impugna en términos tan violentos las posiciones de Freud, que éste le escribió a Abraham en
1909: «Varios pasajes [ … ] habrían merecido realmente una denuncia por difamación… ».
Con el antiguo rechazo de la sexualidad infantil forma pareja la negación, siempre actual, de lo
libidinal infantil, de la dimensión del inconsciente. En nuestros días, el éxito del DSM III, o la moda
del discurso sexológico, se explican en gran medida por el hecho de que sus concepciones, la
clínica y las terapias que se desprenden de ellos, describen, interrogan o se dirigen al individuo
consciente, y dejan al margen la «peste del inconsciente», según la expresión de Freud.
Para estos enfoques, el inconsciente (en el sentido psicoanalítico del término), está de más. Así,
a propósito del concepto conductista de ansiedad de desempeño, un médico psiquiatra y
sexólogo observa en 1987 en un artículo: «La explicación es de hecho muy similar a la inspirada
en el psicoanálisis -miedo a la impotencia- No obstante, tiene la ventaja de no hacer referencia
más que al funcionamiento psíquico consciente, y de ser entonces más manejable, más
aceptable para los pacientes y los médicos». Aquí aparece una línea demarcatoria radical e
insuperable que indica las divergencias conceptuales en el campo de la psicosexualidad y en los
abordajes teórico, clínico y terapéutico, sobre todo de la sexualidad en el sentido corriente del
término, y de su sintomatología de etiología psíquica.
Que se hable aún ahora de «pulsión instintiva», expresión aparentemente introducida por H. Ey y
retomada en la actualidad por algunos sexólogos clínicos, sigue demostrando la incomprensión
y/o la anulación de lo que Freud problematiza con el concepto de pulsión: la inexistencia o la
perturbación esencial en el ser humano de un programa instintivo natural, la irreductibilidad del
campo de lo sexual a una finalidad biológica o a esquemas conductuales predeterminados, y en
cambio la pregnancia de la relación con el otro humano hablante y deseante en la instauración y
el despliegue del campo de la vida sexual.
 
La noción de sexualidad tiene una importancia tal en la doctrina psicoanalítica, que ha podido
decirse legítimamente que todo el edificio freudiano se basa en ella. En consecuencia, la idea
recibida de que los psicoanalistas le atribuyen una significación sexual a todo acto de la vida, a
todo gesto, a toda palabra, ha llevado a los adversarios de Sigmund Freud a considerar su
doctrina como expresión de un pansexualismo. En realidad, las cosas no son tan simples.
A todos los científicos de fines del siglo XIX les preocupó la cuestión de la sexualidad, en la cual
veían una determinación fundamental de la actividad humana. Consideraban la sexualidad una
evidencia, y el factor sexual, la causa primera de la génesis de los síntomas neuróticos. De allí la
creación de la sexología como ciencia biológica y natural del comportamiento sexual.
Impregnado por los mismos interrogantes que sus contemporáneos, Freud fue no obstante el
único de ellos que no sólo reflejó la evidencia del fenómeno sexual, sino que también creó una
nueva conceptualización capaz de traducir, nombrar, incluso construir esa evidencia. De tal
modo realizó una verdadera ruptura teórica (o epistemológica) con la sexología, al ampliar la
noción de sexualidad a una disposición psíquica universal, extirpándola de su fundamento
biológico, anatómico y genital, para hacer de ella la esencia misma de la actividad humana. En la
doctrina freudiana es menos importante la sexualidad en sí que el conjunto conceptual que
permite representarla: la pulsión, la libido, el apuntalamiento, la bisexualidad.
Esta nueva conceptualización fue elaborada a partir de una experiencia clínica basada en la
escucha del sujeto. De Wilhelm Fliess, Freud adoptó la tesis de la bisexualidad, dándole un
contenido psíquico. Más tarde concibió un origen traumático de la neurosis (teoría de la
seducción), pero renunció a esa idea en 1897, después de atribuirle a la histeria una etiología
sexual, siguiendo la enseñanza de Jean Martin Charcot y Josef Breuer.
A partir de 1905, con la publicación de sus Tres ensayos de teoría sexual, amplió la reflexión al
dominio de la sexualidad infantil, lo que le permitió dar un nuevo estatuto a lo que él llamaba
perversiones: la homosexualidad, el fetichismo, etcétera. El estudio de los grandes casos (Ida
Bauer, Herbert Graf, Ernst Lanzer, Serguei Constantinovich Pankejeff) proporcionó finalmente
una base experimental a la doctrina de la sexualidad. Después de la introducción de la noción de
narcisismo en 1914, y de la formulación ulterior de la segunda tópica, la cuestión de la
sexualidad se convirtió en un punto conflictivo en los debates del movimiento psicoanalítico
internacional. De allí las discusiones sobre la sexualidad femenina y la diferencia de los sexos
entre 1924 y 1960, y más tarde sobre el transexualismo y el género.
La doctrina clásica de la sexualidad fue criticada en todos los países y recusada por los dos
disidentes más célebres del movimiento freudiano: Carl Gustav Jung y Alfred Adler.
Posteriormente fue revisada en su totalidad por los sucesores de Freud, en función de la
cuestión del narcisismo: primero lo hizo Melanie Klein y después lo hicieron los partidarios de la
Self Psychology, desde Heinz Kohut hasta Donald Woods Winnicott. El kleinismo reemplazó la
etiología sexual propiamente dicha por el efecto de la relación arcaica con la madre, privilegiando
el odio, más bien que el sexo, como causa primera de la neurosis, y sobre todo de la psicosis. En
cuanto a la segunda corriente, llevó su examen a la constitución de la identidad sexual (el
género), más bien que a la etiología en sí.
Freud no inventó una terminología particular para diferenciar los dos dominios principales de la
sexualidad: por un lado, la determinación anatómica, y por el otro, la representación social o
subjetiva. Pero con su nueva concepción demostró que la sexualidad era tanto una
representación o una construcción mental como el lugar de una diferencia anatómica. En
consecuencia, su doctrina transformó totalmente la mirada que la sociedad occidental posaba
sobre la sexualidad y sobre la historia de la sexualidad en general. Por ello el florecimiento del
freudismo en Occidente dio origen, a partir de 1970, y a menudo contra el psicoanálisis, a los
diferentes trabajos franceses, ingleses y norteamericanos sobre la historia de la sexualidad, en
particular el inaugural, de Michel Foucault (1926-1984), titulado La Volonté de savoir. En la
prolongación del impulso de su Histoire de lafólie, el filósofo francés demostró en efecto que la
idea misma de sexualidad había sido construida en el siglo XIX por el discurso médico, a fin de
instaurar una nueva división entre la norma y la desviación, en el momento en que se
derrumbaba el ideal del patriarcado. Incluía en ese discurso la doctrina freudiana de sexualidad,
aunque reconociendo que esta doctrina permitía sustraerse a dicho discurso. De allí su situación
paradójica: a la vez teoría normalizadora e instrumento de la impugnación permanente de esa
norma.