Diccionario de psicología, letra S, Simbólico

Simbólico
En una visión retrospectiva de su recorrido, Lacan reconoció el privilegio sucesivamente
acordado en su investigación a lo imaginario, lo simbólico y lo real. Cada uno de estos dominios
se constituyó efectivamente como categoría en cuanto encontró su fundamento en la estructura
originaria del aparato psíquico: lo imaginario, en la organización del estadio del espejo-, lo
simbólico, en la cadena significante; lo real, en la imposibilidad (lógica) de la relación sexual. Se
observará además que estas categorías se superponen; lo simbólico, en particular, por su
posición intermedia, asume lo imaginario según las leyes que le son propias, y consuma su
propia destrucción en la oposición de la palabra con lo escrito.
Entre la concepción freudiana del símbolo y esta noción de lo simbólico interviene en efecto la
referencia a Saussure y a la cadena significante, noción cuyo interés para el psicoanálisis será
ilustrado en 1956 por el seminario sobre «La carta robada» de Poe. Convendrá también volver
sobre la cronología del problema. Se observará de entrada que el Discurso de Roma de 1953
(«Función y campo de la palabra y del lenguaje»), que constituye en suma el manifiesto inaugural
de Lacan y trata del símbolo en un estilo clásico desde Hegel (el símbolo como muerte de la
cosa), articulándolo para llegar a una formulación del inconsciente en el principio de una
combinatoria (siguiendo el precedente de Lévi-Strauss), no hace aún ninguna referencia a la
noción de cadena significante.
Del símbolo a la cadena significante
Para encontrar el advenimiento de la cadena significante en la perspectiva de la constitución de
lo simbólico, será conveniente remitirse en primer lugar al seminario de 1954-1955, El yo en la
teoría de Freud y en la técnica psicoanalítica. Allí Lacan comienza refiriéndose a su interés por la
teoría de las máquinas, que se acababa de introducir en Francia: «El hombre es un sujeto
descentrado en tanto está comprometido en un juego de símbolos, en un mundo simbólico. Y
bien, la máquina está construida con ese mismo juego, con ese mismo mundo. Las máquinas más
complicadas están hechas sólo de palabras». «La máquina es la estructura como desprendida
de la actividad del sujeto. El mundo simbólico es el mundo de la máquina» (8 de diciembre de
1954).
De modo que el autor habla de «mundo simbólico», no de «lo simbólico». El 9 de marzo de 1955
recordará la distinción entre simbólico, imaginario y real. Pero el uso que se había hecho de
estas categorías, añade, se limitaba a tomarlas «en forma de letras minúsculas y mayúsculas»:
iS, imaginar el símbolo, poner el discurso simbólico en forma figurativa; Si, simbolizar la imagen,
hacer una interpretación del sueño. Estamos muy cerca de la noción freudiana del símbolo, muy
lejos aún de lo que será la noción propia de Lacan de lo simbólico. Destaquemos esta anotación:
«También yo quiero introducirlos a la naturaleza de lo simbólico, diciendo, para que les sirva de
punto de referencia: los símbolos no tienen nunca más que valor de símbolo». El 9 de marzo, la
«relación simbólica» sigue siendo todavía definida en términos clásicos, por su relación con el
tiempo.
En efecto, se atravesará una nueva etapa el 23 de marzo de 1955, bajo la cubierta de la
cibernética y sobre la ilustración de «La carta robada», con el concurso de Jacques Riguet.
«Lamento que nuestro buen amigo Riguet no esté aquí hoy, pues vamos a tocar cuestiones
sobre las cuales él habría podido esclarecernos. Vamos a rozar los datos de lo que se llama
confusamente la cibernética, que no es sino algo que nos interesa en el más alto grado en el
pequeño asunto que perseguimos desde hace dos seminarios: ¿qué es el sujeto?, en tanto que,
técnicamente, en el sentido freudiano del término, es el sujeto inconsciente, y por lo tanto,
esencialmente el sujeto que habla. Ahora bien, cada vez se nos aparece más claramente que
este sujeto que habla está más allá del ego.» «Parece -continúa Lacan- que se ha construido
una máquina que juega el juego del par o impar. No puedo dar fe, pues no la he visto, pero les
prometo que antes del fin de estos seminarios iré a verla. Nuestro buen amigo Riguet me ha
dicho que me pondría frente a ella. Es preciso tener la experiencia de esas cosas, no se puede
hablar de una máquina sin haberse metido un poco con ella, sin haber visto lo que pasa, sin
haber hecho descubrimientos incluso sentimentales. Lo más impresionante es que la máquina de
la que les hablo llega a ganar. Ustedes conocen el juego, todavía tienen recuerdos escolares.
Uno tiene en la mano dos o tres canicas, y le presenta la mano cerrada al adversario, diciendo:
¿par o impar? Supongamos que yo tengo dos canicas; si él dice impar, tiene que darme una. Y
así se continúa.»
Entonces aparece la referencia a «La carta robada», a propósito de la cual se nos remite de
nuevo al testimonio de los especialistas en cibernética: «Tratemos por un momento de considerar
lo que quiere decir que una máquina juega el juego del par o impar. No podemos reconstruirlo
todo por nosotros mismos, porque esto tendría un aire algo especulativo para las circunstancias.
Viene en nuestra ayuda un pequeño texto de Edgar Poe, al que he advertido que los expertos en
cibernética le prestan alguna atención. Este texto está en «La carta robada», cuento
absolutamente sensacional, que incluso podría considerarse fundamental para un
psicoanalista».
Y entonces desarrolla un paralelo entre el juego de la máquina y el manejo intersubjetivo de los
símbolos. Con la máquina, «lo que hay de divertido es que ustedes se ven llevados a realizar los
mismos gestos que harían con un compañero. Al oprimir un botón, le plantean una pregunta
sobre un quod que tienen en la mano, y del que se trata de saber qué es. Esto les indica ya que
ese quod no es quizá la realidad, sino un símbolo. Ustedes le hacen una pregunta sobre un
símbolo a una máquina cuya estructura debe seguramente tener algún parentesco con el orden
simbólico, y justamente por ello es una máquina para jugar, una máquina estratégica. Pero no
entremos en detalles. La máquina está construida de tal manera que da una respuesta. Ustedes
tienen «más» en la mano. Ella da como respuesta «menos». Perdió. El hecho de que haya
perdido consiste únicamente en la desemejanza del más y el menos».
Finalmente, en la sesión siguiente de nuevo se invoca el testimonio de Riguet, como comentario
de la «eficacia simbólica» de Lévi-Strauss: «Este término utilizado por Claude Lévi-Strauss -dice
Lacan-, yo lo empleo aquí a propósito de una máquina. ¿Se puede pensar que la eficacia
simbólica es debida al hombre? Todo nuestro discurso aquí lo cuestiona. Por otra parte, esta
cuestión sólo se zanjaría si pudiéramos tener una idea de cómo nació el lenguaje, cosa que, por
mucho tiempo, tenemos que renunciar a saber. Frente a esta eficacia simbólica, se trata hoy de
poner de manifiesto una cierta inercia simbólica, característica del sujeto, del sujeto inconsciente.
Para hacerlo, se me ocurre proponerles jugar de una manera ordenada al juego del par o impar,
y vamos a registrar los resultados. Los elaboraré durante las vacaciones, y veremos si de ellos
podemos extraer algo. Dependerá de lo siguiente: ¿existe o no una diferencia entre una lista de
números elegidos expresamente y una secuencia de números elegidos al azar? Al matemático,
al señor Riguet, aquí presente, le corresponderá explicarnos qué es una secuencia de números
elegidos al azar. Ustedes no se imaginan hasta qué punto eso es difícil. Se necesitaron
generaciones de matemáticos para llegar a precaverse a derecha e izquierda, y que sean
verdaderamente números elegidos al azar.»
La referencia a Lévi-Strauss es seguramente significativa: en cierto sentido, Lacan sigue bajo
su influencia. Pero si se aparta, lo hace en primer lugar en respuesta a las exigencias teóricas
del pensamiento freudiano. «Como lo anuncié la última vez -dice el 12 de mayo de 1955, en
referencia al seminario del 26 de abril del mismo año-, voy a tratar de anudar la función de la
palabra y la de la muerte -no diría de la muerte como tal, porque eso no quiere decir nada, sino
de la muerte en cuanto es aquello a lo que resiste la vida-
«El más allá del principio de placer está expresado en el término Wiederholungzwang. Este
término se traduce impropiamente como «automatismo de repetición», y creo darles un
equivalente mejor con la noción de insistencia, de insistencia repetitiva, de insistencia
significativa. Esta función está en la raíz del lenguaje, en tanto que éste aporta una dimensión
nueva, yo no diría al mundo, pues es precisamente la dimensión que hace posible un mundo, en
cuanto un mundo es un universo sometido al lenguaje. Y bien, ¿cuál es la relación de esta
función con la noción a la que su meditación -insistente también ella- conduce a Freud, a saber:
la función de la muerte? Pues en el mundo humano se realiza una conjunción entre la palabra
que domina el destino del hombre y la muerte que no sabemos cómo situar en el pensamiento de
Freud: ¿está en el nivel de lo real, de lo imaginario o de lo simbólico?»
La respuesta llegará el 29 de junio del mismo año, sin que haya modificación de los términos del
problema: «El yo se inscribe en lo imaginario. Todo lo que es del yo se inscribe en las tensiones
imaginarias, como el resto de las tensiones libidinales. Libido y yo están del mismo lado. El
narcisismo es libidinal. El yo no es una potencia superior, ni un puro espíritu, ni una instancia
autónoma, ni una esfera sin conflictos -como se osa escribirlo- en la cual tendríamos que
apoyamos. Es aquí donde desembocamos en el orden simbólico, que no es el orden libidinal, en
el que se inscriben tanto el yo como todas las pulsiones. Tiende hacia más allá del principio de
placer, fuera de los límites de la vida, y por eso Freud lo identifica con el instinto de muerte.
Ustedes releerán el texto y verán si les parece digno de aprobación. El orden simbólico es
rechazado del orden libidinal, que incluye todo el dominio de lo imaginario, incluso la estructura
del yo. Y el instinto de muerte no es más que la máscara del orden simbólico, en tanto -escribe
Freud- que es mudo, es decir, en tanto que no se ha realizado. Mientras el reconocimiento
simbólico no se ha establecido, por definición, el orden simbólico es mudo».
Ahora bien, si la reescritura -fechada por Lacan en mayo-agosto de 1956, y publicada el mismo
año en la revista La Psychanalyse- del texto del seminario del 26 de abril de 1955 se compara
con la versión inicial, no dejará de sorprender, en lo que concierne a nuestro problema, un
cambio decisivo que, por lo demás, el propio autor menciona: «Poe, como el buen precursor que
es de las investigaciones de estrategia combinatoria que están renovando el orden de las
ciencias, fue guiado en su ficción por un designio semejante al nuestro. Por lo menos podemos
decir que lo que nosotros hicimos sentir de ello en su exposición interesó lo bastante a nuestros
oyentes como para que a solicitud de ellos publiquemos aquí una versión. Al modificarla
conforme a las exigencias de lo escrito, que son diferentes de las de la palabra, no hemos
podido dejar de anticipar algo de la elaboración que realizamos después de las nociones que él
introdujo entonces. Es así como el acento con el que más adelante hemos promovido la noción
de significante en el símbolo, está aquí ejercido retroactivamente. Esfumar los trazos por una
especie de artificio histórico habría parecido -es lo que creemos- artificial a quienes nos siguen.
Es nuestro deseo que, por dispensársenos esto, no defraude su recuerdo».
En síntesis, asistimos a una renovación de la interpretación del símbolo, en adelante comprendido
como significante: además, en los primeros párrafos vemos la aparición en el psicoanálisis de la
noción de cadena significante, provista de todas las determinaciones que en adelante no
abandonará.
«Nuestra investigación -escribe Lacan- nos ha llevado al punto de reconocer que el automatismo
de repetición (Wiederholungszwang) toma su principio en lo que hemos llamado la insistencia de
la cadena significante. A esta noción en sí la hemos discernido como correlativa de la
ex-sistencia (es decir, del lugar excéntrico) donde tenemos que situar al sujeto del inconsciente,
si debemos tomar en serio el descubrimiento de Freud. Se sabe que es en la experiencia
inaugurada por el psicoanálisis donde puede captarse por qué sesgo de lo imaginario viene a
ejercerse, hasta en lo más íntimo del organismo humano, este asimiento de lo simbólico. La
enseñanza de este seminario está destinada a sostener que esas incidencias imaginarias, lejos
de representar lo esencial de nuestra experiencia, sólo entregan algo inconsistente, a menos
que se las relacione con la cadena simbólica que las liga y las orienta. Por cierto, conocemos la
importancia de las impregnaciones imaginarias (Prägungen), en sus parcializaciones de la
alternativa simbólica que dan su andadura a la cadena significante. Pero nosotros planteamos
que es la ley propia de esta cadena la que rige los efectos psicoanalíticos determinantes para el
sujeto, tales como la forclusión (Verwerfung), la represión (Verdrängung), la denegación
(Verneinung) en sí, precisando con el acento que aquí conviene que estos efectos siguen tan
fielmente al desplazamiento (Entstellung) del significante que los factores imaginarios, a pesar de
su inercia, sólo hacen allí figura de sombras y reflejos.»
Posición de la insistencia
Si se puede hablar de lo simbólico como de una categoría, ello será en adelante en virtud de «la
ley propuesta para esta cadena», para retomar la expresión de Lacan. ¿Hay que decir que esta
inflexión de largo alcance emana de una exigencia interior del psicoanálisis? Sin duda en este
caso no se podría pasar por alto la influencia de Jakobson, cuyos Fundamentos del lenguaje
aparecieron precisamente en 1956, es decir, en el período intermedio entre el seminario sobre
«La carta robada» y su reescritura. La noción de cadena significante, que da base a la categoría
de lo simbólico, se sitúa en dependencia de dicha influencia; Lacan toma entonces distancia
respecto de su concepción anterior de una combinatoria simbólica del inconsciente, derivada de
Lévi-Strauss, en la medida en que relaciona con lo simbólico los efectos de «in-sistencia» y
«ex-sistencia» característicos de la experiencia psicoanalítica.
Al año siguiente, la conferencia retomada con el título de «La instancia de la letra en el
inconsciente o la razón desde Freud» asociará a esta cuestión la «consistencia». Además,
como anotación al mismo texto, a propósito de la metonimia, Lacan rinde homenaje a Jakobson,
subrayando que un psicoanalista «en todo instante encuentra en sus trabajos con qué
estructurar su experiencia». En 1960 agrega: «El inconsciente, a partir de Freud, es una cadena
de significantes que, en alguna parte (en otra escena, escribe él) se repite e insiste para
interferir en los cortes que le ofrece el discurso efectivo y la cogitación que él informa».
En esta fórmula, la cual sólo es nuestra por adecuarse tanto al texto freudiano como a la
experiencia que él ha abierto, el término crucial es el significante, revivificado de la retórica
antigua por la lingüística moderna, en una doctrina cuyas etapas no podemos marcar aquí, pero
cuya aurora y actual culminación indicarán los nombres de Ferdinand de Saussure y Roman
Jakobson, recordando que la ciencia piloto del estructuralismo en Occidente tiene sus raíces en
Rusia, donde floreció el formalismo. Ginebra 1910, Petrogrado 1920, dicen suficientemente
acerca de por qué le faltó a Freud su instrumento. Pero esta falla de la historia no hace más que
volver más instructivo el hecho de que los mecanismos descritos por Freud como los del
proceso primario, en los que encuentra su régimen el inconsciente, recubren exactamente las
funciones que esta escuela considera para determinar los aspectos más radicales de los
efectos del lenguaje, concretamente la metáfora y la metonimia, en otras palabras, los efectos de
sustitución y de combinación del significante en las dimensiones sincrónica y diacrónica,
respectivamente, donde aparecen en el discurso.
«Una vez reconocida la estructura del lenguaje en el inconsciente, ¿qué suerte de sujeto
podemos concebirle? Con una preocupación de método, se puede aquí tratar de partir de la
definición estrictamente lingüística del yo [Je] como significante, en la que no es nada más que el
shifter o indicativo que en el sujeto del enunciado designa al sujeto en tanto que habla
actualmente. Es decir que designa al sujeto de la enunciación, pero no lo significa, como es
evidente en el hecho de que todo significante del sujeto de la enunciación puede faltar en el
enunciado, y además en el hecho de que los hay que difieren del yo [¡el, y esto no sólo en lo que
se llama insuficientemente los casos de la primera persona del singular, sino también en su
alojamiento en la invocación plural, incluso en el sí-mismo de la autosugestión.»
Como consecuencia de este desplazamiento de la perspectiva del símbolo a la cadena
significante, el tema hegeliano de la «muerte de la cosa» en tanto que vertiente negativa del
advenimiento del símbolo, manifiestamente retornado por Lacan en 1956, perderá mucho de su
interés. Lo reemplazarán, en una función análoga pero en registros epistemológicos diferentes,
la dialéctica del significante y el Otro, el «vacío interno» en la topología de las superficies y,
finalmente, la representación «borromea» de lo simbólico.

ca adj.; a veces se usa como s. m. (fr. symbolique; ingl. symbolic; al. [das] Symbolische).
Función compleja y latente que abarca toda la actividad humana, incluye una parte conciente y
una parte inconciente, y adhiere a la función del lenguaje y, más especialmente, a la del
significante.
Lo simbólico hace del hombre un animal («serhablante») [véase «El serhablante» en miser]
fundamentalmente regido, subvertido, por el lenguaje, que determina las formas de su lazo social
y, más esencialmente, de sus elecciones sexuadas. Se habla, con preferencia, de un orden
simbólico, en el sentido en que el psicoanálisis ha reconocido muy pronto su primacía en la
disposición del juego de los significantes que condicionan el síntoma, por una parte, y, por otra,
en tanto verdadero resorte del complejo de Edipo, que acarrea sus consecuencias en la vida
afectiva. Por último, este mismo orden ha sido reconocido como organizador subyacente de las
formas predominantes de lo imaginario (efectos de competencia, de prestancia, de agresión y de
seducción).
Carácter universal de lo simbólico. El hecho simbólico se remonta a la más alta memoria de la
relación del hombre con el lenguaje y es atestiguado por los monumentos más suntuosos
dejados por el tiempo, tanto como por las manifestaciones más humildes y primitivas de los
grupos sociales: estelas, montículos, túmulos, tumbas, grabados murales, signos marcados en la
piedra, primeras escrituras, etc., que dan testimonio de la relación universal y primera del hombre
con el significante y, así, de su reconocimiento como ser de lenguaje. Sin este, efectivamente, no
existirían rastros intencionales y simbólicos concebibles del pasaje del hombre.
La etnografía de las sociedades llamadas «primitivas» ha mostrado, por otra parte, que un orden
simbólico (por ejemplo, la ley de la exogamia) regulaba en el marco de los lazos de parentesco la
circulación de los bienes, de los animales, de las mujeres; orden que opera tanto más
coercitivamente en su forma cuanto que es inconciente en su estructura y que, más allá del
intercambio de los dones, de los pactos de alianza, de la prescripción de sacrificios, de los
rituales religiosos, de las prohibiciones, de los tabúes, etc., supone en última instancia leyes de
la palabra en el fundamento de estos sistemas, cuyo carácter universal de puro formalismo
lógico ha demostrado la antropología estructural,
El orden simbólico, en tanto estructura inconciente, se debe distinguir, en consecuencia, del
mencionado simbolismo, que por lo común se liga a un objeto determinado: llaves de una ciudad,
espada señorial, bandera de una nación, etc., objetos que, si bien pueden inscribirse en aquel
orden, no dejan de ser elementos discretos que no lo representan en tanto estructura.
Falta simbólica. En el sentido del psicoanálisis, es simbólico, por definición, aquello que falta en
su lugar. Más en general, al designar lo que falta o ha sido perdido (objetos, seres queridos), lo
simbólico no sólo inscribe en la experiencia humana más común la función de la falta, sino que
este encuentro contingente con la pérdida implica la integración necesaria de la falta en una
modalidad estructural. Desde el origen, esta falta recibe una significación propiamente humana
por medio de la instauración de una correlación entre esta falta y el significante que la simboliza,
para dejar allí su marca indeleble en la palabra y eternizar al deseo en su dimensión de
irreductibilidad.
La complejidad y el carácter esencial de esta operación exigen una explicación en varios
niveles. Desde su llegada al mundo, el pequeño del hombre está sumergido en un baño de
lenguaje que lo preexiste y cuya estructura tendrá que soportar en su conjunto como discurso
del Otro. Este discurso ya está connotado en sus puntos fuertes, en los que se expresan
demanda y deseo del Otro respecto de la criatura, discurso en el que primordialmente ocupa el
lugar de objeto. Pero ocupar primitivamente este lugar de objeto aclara el hecho esencial de la
experiencia de desamparo (al. Hilflosigkeit, según S. Freud). A través de esta experiencia,
relacionada con las necesidades vitales, es sin embargo a partir de una falta-en-ser como es
lanzada la llamada al otro que socorre [se trata de una falta en ser y no de una falta de ser, ya
que allí se ve todo el valor de futuro constrictivo del deseo y aun del ideal y del superyó]. La
respuesta del otro se desdobla desde allí en dos registros: aporta la posibilidad de una
satisfacción de una necesidad, por un lado, pero, por el otro lado, no por ello es capaz de colmar
esta falta-en-ser respecto de la cual se espera una prueba de amor. De este modo, el
significante de la demanda primera juega sin cesar sobre este equívoco para llevar sus
consecuencias más allá de las fronteras de la infancia y procurar al discurso del Otro
inconciente su lugar simbólico. De allí en adelante, entonces, toda palabra va a llevar consigo,
más allá de lo que ella signifique, una dimensión en la que se apunta a otra cosa que, no
articulable en la demanda por esencia, designa en la palabra esta parte originalmente reprimida.
El Otro es cernido como lugar, y se considera que tiene en su poder las claves de todas las
significaciones inaccesibles al sujeto, lo que confiere a la palabra su alcance simbólico, y
confiere al Otro su oscura autoridad.
Marca significante de la ausencia. Pero el niño tiene que hacer por sí mismo la experiencia de
esa falta en su relación con el otro. J. Lacan retomó en varias oportunidades, de Más allá del
principio de placer (1920), de Freud, el ejemplo canónico del juego del niño con el carretel para
hacer notar que las primeras manifestaciones fonatorias torpes que acompañan al movimiento
alternado de desaparición (al. fort) y de reaparición (al. da) instauran una primera oposición
fonemática que connota ya, con sus marcas significantes, la presencia-ausencia del ser
querido. Por lo tanto, sólo a través del oficio del lenguaje, independientemente de la presencia o
ausencia reales, se realiza la integración de una marca simbólica significante, que es traducida
en un primer momento como un dar muerte a la cosa, capaz de elevar la cosa faltante al rango
de concepto. Más adelante, en los juegos de lenguaje del niño, se observa que esencialmente
consisten en una disyunción del significante de su función de significado, y que, más allá de su
rol de nominación o designación, instituyen por consiguiente en el lenguaje la dimensión
simbólica.
De esta manera, el hombre, en tanto ser de lenguaje, accede al orden simbólico esencialmente
por la operación de la negación. Hecho ya subrayado por Freud en su artículo sobre la
denegación (die Verneinung, 1925), donde la afirmación (Bejahung) del juicio de atribución se
enuncia sobre un fondo previo de ausencia supuesta, y aun de rechazo primordial
(Ausstoßung). Este orden simbólico, constituyente del sujeto, lo determina de manera
inconciente, situándolo en una alteridad radical respecto de la cadena significante, y es del Otro
inconciente del que recibe su significación. Es entonces sobre un fondo de falta, de ausencia,
de negación, como viene a elaborarse lo simbólico en la función significante, en tanto designa la
pérdida en general. El deseo, a su vez, es una tentativa particular de poner de acuerdo este
orden significante simbólico que lo sobredetermina con la experiencia de aprehensión de un
objeto encargado imaginariamente de representar el reencuentro con el objeto perdido en el
origen.
Estos diferentes puntos, que describen las modalidades del encuentro primordial del niño con el
lenguaje en su correlación con la falta y en su propiedad simbolizante, son decisivos para captar
las consecuencias y secuelas:
1. en efecto, lo que no es articulable en la demanda instituye ese hueco de lo reprimido originario,
pérdida que viene a simbolizarse en el lugar del Otro inconciente y que divide al sujeto en su
relación con el significante (Spaltung primordial);
2. en ese hueco, existente originariamente en la cadena significante, es depositado el falo en
tanto significante y como significación última, por esencia inaccesible;
3. de tal suerte que este significante fálico aparece en un lugar tercero, y determina al lenguaje y
a la relación primitiva dialectizada del sujeto con el otro.
El papel normalizador del Edipo y el Otro simbólico. Este dispositivo sólo encuentra su estructura
definitiva con la instauración del Edipo, cuyo papel es el de normalizar la falta asignándole un
lugar. 0 sea que el significante originariamente reprimido que aparece en la demanda primera va
a recibir en el Edipo su significación segunda.
En efecto, el Otro primordial (dicho de otro modo, la madre originaria) supuesto como soportando
el significante fálico es interdicto por el padre. Desde entonces, el Nombre-del-Padre, a través de
la interdicción del incesto, establece la autoridad, en la medida en que la instauración ordenada
del significante fálico, reprimido, depende de él (véase castración [complejo de]). Así el
Nombre-del-Padre viene a duplicar en el lugar del Otro la función simbólica. La consecuencia de
esto es que el agujero de lo reprimido así introducido en la cadena significante sostiene la
estructura del deseo como tal unida a la ley. Ley que, colocando la función de la falta como
principio de su organización, es la ley que rige al lenguaje. Esta operación muestra que sólo en el
lugar del Otro simbólico e inconciente el sujeto puede tener ahora acceso al falo en tanto
significante. Y bajo la forma de una deuda simbólica hacia el Otro recibe de retorno el deber de
satisfacer las consecuencias de esa falta. Esta presencia de la falta, introducida por vía de
estructura en la existencia del sujeto, como condición fundadora del lenguaje, traduce el
carácter radical de la determinación del sujeto, tanto como la de su objeto, por las condiciones
del símbolo que lo sujeta. De suerte que el orden simbólico ya no aparece constituido por el
hombre, sino que en cambio lo constituye enteramente bajo el efecto de la sobredeterminación
significante del lenguaje. Este orden simbólico, por consiguiente, se dispone según una cadena
significante autónoma, exterior al sujeto, lugar del Otro inconciente con respecto al cual este
sujeto sólo puede ex-sistir de un modo acéfalo, o sea, todo él sujeto a este orden.
La función paterna se aclara en su importancia por ocupar este lugar simbólico. En Tótem y tabú
(1912-13), Freud ha mostrado que, para el neurótico, este lugar es ocupado por el padre muerto.
Es el asesinato del padre, reprimido, el que engendra para el sujeto la cohorte de las
prohibiciones, de los síntomas y de las inhibiciones; modo para el neurótico de tomar en cuenta la
deuda y de reconocer que no puede asumir su estatuto de sujeto sino como efecto de una
combinatoria significante, a la que sólo puede tener acceso en el lugar del Otro. Se comprende a
partir de allí la importancia humana de este lugar del Otro inconciente y simbólico como única
referencia estable en la medida en que este Otro es el lugar del significante. La función del
analista encuentra su eficacia en tanto asegura esta función simbólica Otra no como persona
sino como lugar, sometido como está a la condición de equívoco del significante y no a la
significación positiva del lenguaje (teoría de la comunicación). Pues la ley del significante es en
primer lugar una ley del equívoco, que se traduce en el hecho de que la palabra pueda ser
mentirosa; por consiguiente, simbólica.
Repetición y función significante. Con el concepto de automatismo de repetición, en Más allá del
principio de placer, Freud se vio conducido a ese último término de la renuncia a todo ideal de
dominio del sujeto. Es notable que el automatismo de repetición tenga su punto de partida
precisamente en el límite del proceso de rememoración, o sea, en ese lugar Otro donde se
encuentra el significante originariamente reprimido. Pero este automatismo, indiferente al principio
de placer, como lo comprobará Freud, revela ser de un orden formalizado semejante a una pura
escritura literal simbólica de tipo lógico-matemático que opera en la cadena significante; escritura
a la que el sujeto está subordinado y que significa que su eficacia está ligada al carácter de
fuera de sentido (fuera de significado) del significante, a la inversa de lo que pasa con el
síntoma, que consiste en la precipitación de un sentido. Sin embargo, si el automatismo se
caracteriza por esta función simbólica abstracta, la exigencia de novedad que lo anima juega
precisamente sobre el equívoco, de tal modo que el actor no puede reconocer la estructura
latente que se repite en otra escena.
El automatismo de repetición no subraya solamente el primado del significante en la acción
humana, sino que permite reconsiderar el conjunto de los avatares de la subjetividad, tal como el
nudo borromeo se ocupa en demostrarlo: a saber, que lo imaginario está bajo la influencia de una
organización latente que lo sobredetermina: la simbólica, no sin que lo simbólico mismo se
organice a partir de un agujero real, el del significante originariamente reprimido que lo condiciona
por completo.

Término introducido (en su forma de substantivo) por J. Lacan, que distingue, en el campo
psicoanalítico, tres registros esenciales: lo simbólico, lo imaginario y lo real. Lo simbólico designa
el orden de fenómenos de que se ocupa el psicoanálisis en cuanto están estructurados como un
lenguaje. Este término alude también a la idea de que la eficacia de la cura se explica por el
carácter fundamentador de la palabra.
La palabra simbólica, utilizada como substantivo, se encuentra en Freud: así, por ejemplo, en La
interpretación de los sueños (Die Traumdeutung, 1900), habla de la simbólica (die Symbolik),
entendiendo por tal el conjunto de símbolos dotados de significación constante que pueden
encontrarse en diversas producciones del inconsciente.
Entre la simbólica freudiana y lo simbólico de Lacan existe una diferencia manifiesta: Freud pone
el acento en la relación (por complejas que puedan ser las conexiones) que une el símbolo con lo
que representa, mientras que para Lacan lo primario es la estructura del sistema simbólico; la
ligazón con lo simbolizado (por ejemplo, el factor de similitud, el isomorfismo) es secundaria y
está impregnada de lo imaginario.
Con todo, es posible hallar en la simbólica freudiana una exigencia que permitiría conectar ambas
concepciones:
1. Freud extrae de la particularidad de las imágenes y de los síntomas una especie de «lengua
fundamental», universal, aun cuando concentra su atención más sobre lo que ella dice que
sobre su disposición.
2. La idea de un orden simbólico que estructura la realidad interhumana ha sido establecida en
las ciencias sociales, especialmente por Claude Lévi-Strauss basándose en el modelo de la
lingüística estructural surgida de las enseñanzas de F. de Saussure. La tesis del Curso de
lingüística general (1955) es que el significante lingüístico, tomado aisladamente, no tiene un
nexo interno con el significado; sólo remite a una significación por el hecho de estar integrado en
un sistema significante caracterizado por oposiciones diferenciales(57).
Lévi-Strauss extiende y transpone las concepciones estructuralistas al estudio de los hechos
culturales, en los que no solamente interviene la transmisión de signos, y define las estructuras
designadas con el término «sistema simbólico»: «Toda cultura puede considerarse como un
conjunto de sistemas simbólicos, de entre los cuales figuran en primer plano el lenguaje, las
reglas matrimoniales, las relaciones económicas, el arte, la ciencia, la religión».
3. La utilización por Lacan, en psicoanálisis, de la noción de simbólico responde, a nuestro modo
de ver, a dos intenciones:
a) relacionar la estructura del inconsciente con la del lenguaje y aplicarle el método que se ha
mostrado fecundo en lingüística;
b) mostrar cómo el sujeto humano se inserta en un orden preestablecido, que también es de
naturaleza simbólica, en el sentido de Lévi-Strauss.
Pretender encerrar el sentido del término «simbólico» dentro de límites estrictos (es decir,
definirlo) equivaldría a ir contra las mismas ideas de Lacan, que rehusa asignar a un significante
una ligazón fija con un significado. Nos limitaremos, pues, a hacer notar que el término es
utilizado por Lacan en dos direcciones distintas y complementarias:
a) Para designar una estructura cuyos elementos discretos funcionan como significantes
(modelo lingüístico) o, de un modo más general, el registro al que pertenecen tales estructuras
(el orden simbólico).
b) Para designar la ley que fundamenta este orden: así, Lacan, con el término padre simbólico o
Nombre-del-padre designa una instancia que no es reductible a las vicisitudes del padre real o
imaginario y que promulga la ley.

Término tomado de la antropología y empleado como sustantivo masculino por Jacques Lacan
desde 1936, para designar el sistema de representación basado en el lenguaje, es decir, en los
signos y las significaciones que determinan al sujeto sin que él lo sepa; el sujeto puede referirse
a ese sistema, consciente e inconscientemente, cuando ejerce su facultad de simbolización.
Utilizado en 1953 en el marco de una tópica, el concepto de simbólico es inseparable de los de
imaginario y real, con los que forma una estructura. Designa entonces tanto el registro (o función
simbólica) con el que tiene que ver el sujeto, como el psicoanálisis en sí, en cuanto fundado en la
eficacia de una cura que se apoya en la palabra.
Aunque ya apareció en 1936 en el comentario de Jacques Lacan a la noción de estadio del
espejo, tomada del psicólogo Henri Wallon (1879-1962), el término simbólico sólo fue
conceptualizado a partir de 1953. Lacan lo inscribió entonces en una trilogía, junto a lo real y lo
imaginario.
La idea de asignar una función simbólica a los elementos de una cultura (creencias, mitos, ritos)
y atribuirles un valor significante es propia de la disciplina antropológica en sí. Pero fue en
Francia, con los trabajos de Marcel Mauss (1872-1950), donde se impusieron, frente al
funcionalismo y al culturalismo de las escuelas inglesa y norteamericana, las nociones de
«función simbólica» y «eficacia simbólica». En la estela de Mauss, Claude Lévi-Strauss desarrolló
este tema desde 1949, aportando a la antropología los conceptos elaborados por la lingüística
moderna, sobre todo por Ferdinand de Saussure (1857-1913) en su Cours de linguistique
générale, de publicación póstuma.
En sus artículos dedicados al descubrimiento freudiano, Lévi-Strauss compara la técnica de la
curación chamánica con la cura analítica. En la primera, dice en sustancia, habla el hechicero y
provoca la abreacción, mientras que en la segunda este papel le corresponde al médico, que
escucha en el seno de una relación en la que quien habla es el enfermo. Más allá de esta
comparación, Lévi-Strauss señala que en las sociedades occidentales se ha constituido una
«mitología psicoanalítica» que oficia de sistema de interpretación: «Vernos entonces surgir un
peligro considerable: que el tratamiento, lejos de desembocar en la resolución de un trastorno
preciso sin dejar de respetar el contexto, se reduzca a la reorganización del universo del
paciente en función de las interpretaciones psicoanalíticas». Si la curación se produce por la
adhesión de una colectividad a un mito fundador, esto significa que el sistema es gobernado por
una eficacia simbólica. De allí la idea formulada en su «Introduction á l’oeuvre de Marcel Mauss»,
en cuanto a que lo que se denomina inconsciente no sería más que el lugar vacío donde opera la
autonomía de la función simbólica: «Los símbolos son más reales que lo que simbolizan. El
significante precede y determina al significado».
En 1953 Lacan se basó en esta definición para construir su tópica de lo simbólico, lo real y lo
imaginario, a la cual añadió la noción de parentesco, tomada de Structures élémentaires de la
parenté. Pudo de tal modo analizar la familia, y por lo tanto el complejo de Edipo, en el marco de
un sistema estructural, y no ya desde la perspectiva evolucionista del pasaje del matriarcado al
patriarcado, o desde la horda salvaje a la sociedad (como en Tótem y tabú).
Lacan expresa esa inversión de perspectiva (el pasaje del patriarcado al parentesco)
denominando «función simbólica» al principio inconsciente único en torno del cual se organiza la
multiplicidad de las situaciones particulares de cada sujeto. En la categoría de lo simbólico
introduce toda la refundición tomada del sistema de Lévi-Strauss: el inconsciente freudiano es
entonces repensado como el lugar de una mediación comparable a la del significante en el
registro de la lengua. En la categoría de lo imaginario ubica los fenómenos ligados a la
construcción del yo: captación, ilusión, anticipación. Finalmente, la categoría de lo real
corresponde al «resto»: una realidad deseante inaccesible a cualquier simbolización.
En «Función y campo…», Lacan inscribe una doctrina de la cura en su sistema estructural,
remitiéndose a un texto de 1945, «El tiempo lógico y la aserción de incertidumbre anticipada», en
el que expuso su concepción de la libertad a través de una parábola lógica que pone en escena
a tres presos frente al director de la cárcel. Según Lacan, el analista ocupa en la cura el lugar de
ese director: es quien promete la libertad (o la curación) a su paciente, invitándolo a resolver el
enigma de la condición humana, como la Esfinge con Edipo. El analista es por cierto un maestro
socrático, pero su maestría está limitada por dos fronteras: por una parte, no puede prever cuál
será el «tiempo para comprender» de cada sujeto; por la otra, él mismo está inscripto en un orden
simbólico. Si el hombre habla porque el símbolo lo ha hecho hombre, el analista no es mas que un
«supuesto maestro»: es un «practicante de la función simbólica». Lacan dirá más tarde que es un
«sujeto supuesto saber». En todo caso, descifra una palabra del mismo modo que un comentador
interpreta un texto.
El concepto de lo simbólico es inseparable de una serie compuesta por otros tres conceptos: los
de significante, forclusión y nombre-del -padre. En efecto, el significante es la esencia misma de
la función simbólica (su «letra»), la forclusión es el proceso psicótico por el cual desaparece lo
simbólico, y el nombre-del-padre es el concepto que integra la función simbólica en una ley
significante: la prohibición del incesto.
En el marco de su refundición estructural, hasta 1970 Lacan le asignó a lo simbólico el lugar
dominante en su tópica. El orden de las instancias era S.l.R. Después de esa fecha construyó
una lógica diferente, poniendo el acento en la primacía de lo real (y por lo tanto de la psicosis),
en detrimento de los otros dos elementos. S.l.R. se convirtió entonces en R.S.I.