Diccionario de psicologia, letra S, Sublimación

Sublimación
Al.: Sublimierung.
Fr.: sublimation.
Ing.: sublimation.
It.: sublimazione.
Por.: sublimação.

Proceso postulado por Freud para explicar ciertas actividades humanas que aparentemente no
guardan relación con la sexualidad, pero que hallarían su energía en la fuerza de la pulsión
sexual. Freud describió como actividades de resorte principalmente la actividad artística y la Investigación intelectual.
Se dice que la pulsión se sublima, en la medida en que es derivada hacia un nuevo fin, no
sexual, y apunta hacia objetos socialmente valorados.
El término «sublimación», introducido en psicoanálisis por Freud, evoca a la vez la palabra sublime, utilizada especialmente en el ámbito de las bellas artes para designar una producción que sugiere grandeza, elevación, y, la palabra sublimación utilizada en química para designar el proceso que hace pasar directamente un cuerpo del estado sólido al estado gaseoso.
A lo largo de toda su obra, Freud recurre al concepto de sublimación con el fin de explicar,
desde un punto de vista económico y dinámico, ciertos tipos de actividades sostenidas por un deseo que no apunta, en forma manifiesta, hacia un fin sexual: por ejemplo, creación artística,
investigación intelectual y, en general, actividades a las cuales una determinada sociedad
concede gran valor. Freud busca el resorte último de estos comportamientos en una
transformación de las pulsiones sexuales: «La pulsión sexual pone a disposición del trabajo
cultural cantidades de fuerza extraordinariamente grandes, en virtud de la particularidad,
singularmente marcada en dicha pulsión, de poder desplazar su fin sin perder en esencia
intensidad. Esta capacidad de reemplazar el fin sexual originario por otro fin, que ya no es
sexual pero se le halla psíquicamente emparentada, la denominamos capacidad de sublimación».
Ya desde el punto de vista descriptivo, las formulaciones freudianas referentes a la sublimación
jamás fueron llevadas muy lejos. El ámbito de las actividades sublimadas queda mal delimitado:
así, por ejemplo, ¿debe incluirse entre ellas todo el trabajo del pensamiento o sólo ciertas formas
de creación intelectual? El hecho de que las actividades llamadas sublimadas son objeto, en una
determinada cultura, de una valoración social particular, ¿debe considerarse como una
característica fundamental de la sublimación? ¿O bien ésta engloba también el conjunto de las
actividades llamadas adaptativas (trabajo, ocio, etc.)? ¿El cambio que se supone que interviene
en el proceso pulsional afecta solamente al fin, como sostuvo Freud durante mucho tiempo, o
simultáneamente al fin y al objeto de la pulsión como dice en la Continuación de las lecciones de
introducción al psicoanálisis (Neue Folge der Vorlesungen zur Einführung in die
Psychoanalyse, 1932)?: «Llamamos sublimación cierto tipo de modificación del fin y de cambio
del objeto, en el cual entra en consideración nuestra valoración social».
Esta incertidumbre se vuelve a encontrar en el aspecto metapsicológico, como observó el
propio Freud. Tal sucede incluso en un trabajo centrado sobre el tema de la actividad intelectual
y artística, como Un recuerdo infantil de Leonardo da Vinci (Eine Kindheitserinnerung des
Leonardo da Vinci, 1910).
No pretendemos exponer aquí una teoría de conjunto de la sublimación, que no se desprende de
los elementos, relativamente poco elaborados, que proporcionan los trabajos de Freud. Nos
limitaremos a indicar, sin efectuar una síntesis, algunas direcciones del pensamiento freudiano.
1) La sublimación afecta electivamente a las pulsiones parciales, en especial aquellas que no
logran integrarse en la forma definitiva de la genitalidad: «Así, las fuerzas utilizables para el
trabajo cultural provienen en gran parte de la supresión de lo que denominamos elementos
perversos de la excitación sexual».
2) Desde el punto de vista del mecanismo, Freud indicó sucesivamente dos hipótesis. La primera
se basa en la teoría del apoyo de las pulsiones sexuales sobre las pulsiones de
autoconservación. De igual modo que las funciones no sexuales pueden contaminarse con la
sexualidad (como, por ejemplo, en los trastornos psicógenos de la alimentación, de la visión,
etc.), también «[…] las mismas vías por las cuales los trastornos sexuales repercuten sobre las
otras funciones somáticas deberían servir, en el sujeto normal, para otro importante proceso. A
través de estas vías debería realizarse la atracción de las fuerzas de la pulsión sexual hacia
fines no sexuales, es decir, la sublimación de la sexualidad». Esta hipótesis se halla subyacente
en el estudio de Freud sobre Leonardo da Vinci.
Con la introducción del concepto de narcisismo y con la última teoría del aparato psíquico, se
anticipa otra idea. La transformación de una actividad sexual en una actividad sublimada
(dirigiéndose ambas hacia objetos externos, independientes) requeriría un tiempo intermedio, la
retirada de la libido sobre el yo, que haría posible la desexualización. En este sentido, Freud, en
El yo y el ello (Das Ich und das Es, 1923), habla de la energía del yo como de una energía
«desexualizada y sublimada», susceptible de ser desplazada sobre actividades no sexuales. «Si
esta energía de desplazamiento es la libido desexualizada, está justificado llamarla también
sublimada, puesto que, sirviendo para instituir este conjunto unificado que caracteriza el yo o la
tendencia de éste, se atendría siempre a la intención fundamental del Eros, que es la de unir y
ligar».
Aquí podría hallarse indicada la idea de que sublimación depende íntimamente de la dimensión
narcisista del yo, de forma que volvería a encontrarse, a nivel del objeto al que apuntan las
actividades sublimadas, el mismo carácter de bella totalidad que Freud asigna aquí al yo. En la
misma línea de pensamiento podrían situarse, al parecer, los puntos de vista de Melanie Klein,
que ve en la sublimación una tendencia a reparar y a restaurar el objeto «bueno» hecho
pedazos por las pulsiones destructivas.
3) En la medida en que la teoría de la sublimación quedó poco elaborada en Freud, también ha
permanecido en estado de simple indicación su delimitación con respecto a los procesos
limítrofes (formación reactiva, inhibición en cuanto al fin, idealización, represión). Asimismo,
aunque Freud consideraba esencial la capacidad de sublimación para el resultado del
tratamiento, no mostró concretamente en qué forma interviene.
4) La hipótesis de la sublimación fue enunciada a propósito de las pulsiones sexuales, pero
Freud sugirió también la posibilidad de una sublimación de las pulsiones agresivas; este problema
ha sido estudiado de nuevo después de Freud.
En la literatura psicoanalítica se recurre con frecuencia al concepto de sublimación; en efecto,
esta noción responde a una exigencia doctrinal y resultaría difícil prescindir de ella. La ausencia
de una teoría coherente de la sublimación sigue siendo una de las lagunas del pensamiento
psicoanalítico.  
s. f. (fr. sublimation; ingl. sublimation; al. Sublimierung). Proceso psíquico inconcíente que para
Freud da cuenta de la aptitud de la pulsión sexual para remplazar un objeto sexual por un objeto no sexual (connotado con ciertos valores e ideales sociales) y para cambiar su fin sexual inicial por otro fin, no sexual, sin perder notablemente su intensidad.
El proceso de sublimación así definido pone de relieve el origen sexual de un conjunto de
actividades (científicas, artísticas, etc.) y de realizaciones (obras de arte, poesía, etc.) que
parecen no tener ninguna relación con la vida sexual. Se explica así que la sublimación cada vez
más acabada de los elementos pulsionales (sublimación que es el destino pulsional más raro y el
más perfecto) per -mita, especialmente, el cumplimiento de las mayores obras culturales. Tanto
M. Klein y J. Lacan, como S. Freud, insisten en este punto: algo que implica la dimensión psíquica
de la pérdida y de la falta y responde a coordenadas simbólicas comanda el proceso de la
sublimación.
El término sublimación no remite en Freud ni a «un parloteo sobre el ideal», ni a la importación de
una definición o de una descripción de un proceso químico, ni tampoco a una referencia a la
categoría de lo sublime de la estética filosófica. Es por contraste, y a menudo de manera
negativa, como Freud desarrolla poco a poco lo que define a la sublimación: por ejemplo, no debe
confundirse con la idealización (proceso de sobrestimación del objeto sexual). Los elementos de
teorización son fragmentarios; no hay en Freud una teoría constituida de la sublimación. Se sabe
que destruyó todo un ensayo sobre esta cuestión, que en muchos aspectos siguió siendo
enigmática para él. Así, en 1930, escribe, a propósito de la satisfacción sublimada (es decir, de
una satisfacción que no es una satisfacción sexual directa): «Posee una cualidad particular que
seguramente un día lograremos caracterizar desde el punto de vista metapsicológico». La
sublimación, que Freud refiere a un resultado y al proceso que permite llegar a ese resultado,
está lejos de delimitar un campo de cuestiones marginales. El enigma que se subsume en su
concepto nos lleva por el contrario al corazón de la economía y de la dinámica psíquicas.

Sublimación y pulsión sexual. Freud elabora el concepto de sublimación, relacionado con la teoría  de las pulsiones sexuales, para explicar lo que ese concepto sustenta: el hombre crea, produce algo nuevo en distintos campos (artes, ciencias, investigación teórica), tiene actividades, lleva a cabo muchas obras que parecen sin ninguna relación con la vida sexual, cuando por el contrario estas obras y las actividades de las que dependen tienen efectivamente una fuente sexual y están impulsadas por la energía de la pulsión sexual. Así, el impulso creador, para tomar una expresión de Wein, encuentra, según Freud, su punto de emergencia inicial en lo sexual. ¿Cómo explica él esto? Lo escribe en 1908: «La pulsión sexual pone a la disposición del trabajo cultural cantidades de fuerzas extraordinariamente grandes, y esto a consecuencia de la particularidad, que es muy notable en ella, de poder desplazar su fin sin perder en lo esencial su intensidad. A esta capacidad de cambiar el fin sexual original por otro fin, que ya no es sexual, pero que le está psíquicamente emparentado, se denomina capacidad de sublimación» (La moral sexual «cultural» y la nerviosidad moderna, 1908). El fin de la pulsión es la satisfacción. La capacidad de sublimación, que implica el cambio de objeto, permite entonces el pasaje a otra satisfacción, distinta de la satisfacción sexual. Satisfacción que no por ello está menos «emparentada psíquicamente» con la satisfacción sexual. O sea que el tipo de satisfacción obtenido por las vías de la sublimación es comparable en el plano psíquico a la satisfacción procurada por el ejercicio directo de la sexualidad. Freud retorna este punto de vista de 1908 en 1917 en Conferencias de introducción al psicoanálisis: «La sublimación consiste en que la tendencia sexual, tras renunciar al placer parcial o al que procura el acto de la procreación, lo ha
remplazado por otro fin que presenta con el primero relaciones genéticas pero que ha cesado de
ser sexual para devenir social». Lacan señala esta articulación de Freud, cuya audacia pone de relieve, diciendo al auditorio de su seminario: «Por el momento, no jodo más, les hablo, ¡y bien: puedo tener exactamente la misma satisfacción que si jodiera!».
Sublimación e ideal del yo. Freud subraya la idea de que existe cierta inestabilidad, cierta
vulnerabilidad de la aptitud para sublimar. No se sublima de una vez para siempre, sino que,
incluso en los que parecen más aptos para sublimar, se trata de una capacidad que necesita ser
psíquicamente activada. Las condiciones que permiten la instauración de este proceso, su
desarrollo, su conclusión, dependen de contingencias internas y externas. Su reflexión sobre la
cuestión del narcisismo lo lleva a Freud a establecer una de las condiciones necesarias para la
efectuación del proceso de sublimación. El investimiento libidinal debe ser retirado del objeto
sexual por el yo, que retorna este investimiento sobre sí mismo y luego lo reorienta hacia un
nuevo fin no sexual y hacia un objeto no sexual. Esta retirada de la libido hacia el yo y la
reorientacíón del investimiento hacia lo no sexual por desinvestimiento del fin y del objeto es un
movimiento libidinal que Freud llama «desexualización». La sublimación necesita de esta
desexualización que requiere la intervención del yo. El conjunto de esta operación se
correlaciona de manera estrecha con otra operación fundamentalmente necesaria para la
posibilidad de toda sublimación. A causa de algo que Freud refiere a una huella arcaica que
obedecería a la civilización y que habría tomado la función de obstáculo interno constitutivo de la
«naturaleza» misma de la pulsión sexual, esta es incapaz de procurar la satisfacción completa.
A través de esta incapacidad sujeta a las «primeras exigencias de la civilización», o sea, en
primer lugar a las exigencias paternas, se inaugura, sostiene Freud, el impulso creador y la
posibilidad de producir obra, gracias a la sublimación. Escribe así: «Esta misma incapacidad de la
pulsión sexual para procurar la satisfacción completa desde que se ve sometida a las primeras
exigencias de la civilización se convierte en la fuente de las obras culturales más grandiosas,
que son cumplidas a través de una sublimación cada vez más acabada de sus componentes
pulsionales» (Sobre la más generalizada degradación de la vida amorosa, 1912). Son los
mismos componentes pulsionales no reprimidos que llevan a algunos por el camino de la
perversión los que dan lugar a la sublimacion y proveen «las fuerzas utilizables para el trabajo
cultural». La sublimación permite responder sin represión a las «primeras exigencias de la civilización», exigencias interiorizadas de las prohibiciones y los ideales. Estos ideales son parte integrante del ideal del yo, instancia constitutiva del psiquismo, heredero del ideal del narcisismo infantil, constituido sobre las huellas de las primeras identificaciones a imagen del otro hablante, sobre las huellas interiorizadas, asimiladas, de su voz portadora de exigencia. La sublimación, destaca Freud, representa la salida que permite hacer algo con lo sexual sin iniciar la represión, satisfaciendo al mismo tiempo las exigencias del yo reforzadas por el ideal del yo. Un ideal del yo elevado y venerado no implica una sublimación lograda, pues el ideal del yo requiere la
sublimación, pero no la puede obtener por la fuerza: «El ideal puede incitar a que se esboce,
pero su cumplimiento permanece completamente independiente de tal incitación».
La cuestión del vacío. Lo que Freud pone de relieve cuando articula la insatisfacción de la
pulsión con las «exigencias de la civilización» interiorizadas, fuente y aguijón del movimiento
complejo del que procede la sublimación, es para Lacan la marca de la introducción del
significante y de la dimensión simbólica. Klein, en 1930, da a entender algo del mismo orden,
aunque a partir de otras coordenadas: «El simbolismo constituye la base de toda sublimación y
de todo talento puesto que es por medio de la asimilación simbólica como las cosas, las
actividades y los intereses devienen tema de los fantasmas libidinales» (Ensayos de
psicoanálisis). Junto al interés libidinal, para ella, es una angustia arcaica la que pone en marcha
el proceso de identificación y empuja a la asimilación simbólica, base del fantasma, de la
sublimación y de la relación del sujeto con la realidad interna y externa. Un «sentimiento de vacío
interior» resultante de esta angustia arcaica de destrucción del cuerpo materno puede empujar
hacia la actividad artística, hacia la creación; en consecuencia, la sublimación, que permite llevar
esta a cabo, es el resultado y el proceso del intento de reparar la destrucción. De igual modo,
Lacan acuerda un lugar central al vacío en sus reflexiones sobre la sublimación; pero, sostiene,
lo que Klein señala como la consecuencia de un fantasma sádico de destrucción sólo es la faz
imaginaria y consecuente del efecto del significante. El significante crea el vacío, engendra la
falta, como la actividad del alfarero, que toma como ejemplo en el Seminario de 1959-60, «La
ética del psicoanálisis» (1986), crea el vacío central al mismo tiempo que los bordes del jarrón. El
proceso de sublimación, al inaugurarse por esta falta y al trabajar con ella, busca reproducir ese
momento inaugural de articulación que lleva a la creación.

La sublimación designa un tipo particular de destino pulsional, del que Freud subraya el papel fundamental que desempeña en el dominio cultural, aunque confiesa su fracaso en explicar el mecanismo que opera en este caso. De hecho, si bien las alusiones a la sublimación son
frecuentes en su obra, él nunca elaboró el concepto en un tratado específico. Más aún, la
definición proporcionada en 1905 en Tres ensayos de teoría sexual nunca sufrió modificaciones
esenciales, a pesar de los complementos ulteriores de la obra.
¿Qué significa la sublimación y de qué tradiciones toma Freud el concepto? La sublimación es en
primer lugar un movimiento de ascenso o elevación. Observemos que Freud utiliza una palabra
de origen latino, Sublimierung, y no Aujhebung, que designa en Hegel el resorte de la dialéctica,
en otras palabras el «poder mágico» que tiene el espíritu «de convertir lo negativo en ser». En
latín, la partícula sub no sólo designa una relación de inferioridad, proximidad o sumisión: se la
vincula con super, como en griego upo con uper para explicar la idea de desplazamiento hacia
lo alto, a la cual remite. Sublimis significa, según A. Ernout y A. Meillet, «que se va elevando, que
se mantiene en el aire». Deriva del adjetivo limus o limis, «oblicuo», que mira de costado o de
través, que sube en línea oblicua o en pendiente», y, según Festus, de limen, límite, implicando la
idea de atravesar un umbral, incluso de transgredir. La asociación casi inevitable con la palabra
«subliminal», que J. A. Ward introdujo en inglés en el siglo XIX para traducir el título de una obra
de J. E Herbart, Unter der Schwelle, sugiere la idea de elementos latentes y, eventualmente, de
un resorte oculto de la acción o el pensamiento.
La sublimación recibió sus títulos de nobleza de la alquimia, en la que caracterizaba un cierto tipo
de mutación rápida y admirable, como el pasaje del estado sólido al estado gaseoso sin una fase
líquida intermedia. Lo propio del cuerpo sublimado es conservar sus propiedades intactas, de
modo que la operación aparece en primer lugar como un procedimiento de purificación, que
apunta a liberar al cuerpo de sus partes heterogéneas. Toda la ambición de los alquimistas se
relacionaba con ingeniosas y prolongadas sublimaciones que debían permitirles descubrir la
«piedra filosofal», decantar el «oro del tiempo» y consumar la gran obra.
De modo que el término estaba predestinado a una transposición al registro moral. En este
sentido, la iniciativa le correspondió al poeta y comerciante hamburgués Brockes, quien en la
primera mitad del siglo XVIII escribió una suma poética que era al mismo tiempo una teodicea de la
vida cotidiana: Los placeres terrestres en Dios, obra en la que se inspiraron los románticos
alemanes. Pero Goethe, antes que nadie, superó este uso metafórico para caracterizar la
creación poética. Los estados del alma, los sentimientos, los acontecimientos no podían
relacionarse con su natural originario: tienen que ser «trabajados, preparados, sublimados»
(erarbeitet, zubereitet, sublimiert).
También Victor Hugo se basa en el origen químico del término para reclamar, en «La Bouche
d’ombre»:
«La sublimación del ser por la llama,
del hombre por el amor.»
A fines del siglo XIX, en pleno período cientificista, la sublimación se convierte en una
noción-encrucijada, que une a la idea de la manipulación de los cuerpos químicos el concepto de
las transformaciones psíquicas cuyo secreto se cree poder penetrar. El ocaso de lo sublime,
que es vaciado de su contenido para asimilarlo a lo grandilocuente o a lo abstracto, conduce a la
búsqueda de «sublimados» y a la elaboración de recetas que permitan fabricarlos.
No obstante, es notable que Freud haya extraído su inspiración mucho menos de las ciencias
propiamente dichas que de las obras más sublimes de la literatura y de la plástica. Y no se
podría comprender la elaboración del concepto de sublimación en el dominio psicoanalítico si se
olvida hasta qué punto a Freud le agradaba frecuentar las más grandes obras maestras de la
humanidad; llegó incluso a estimar que la intensidad de sus efectos era proporcional al
desconcierto en que sumían a la inteligencia («El Moisés de Miguel Ángel», 1914). Esto lo llevó a
prestar una atención muy particular a la catarsis de Aristóteles, a esa conversión de los afectos
de piedad y de horror que genera la gran tragedia. Y, gracias sobre todo a los trabajos de su tío
político, el erudito Jakob Bernays, pudo estudiar la función de la catarsis en las ceremonias
orgiásticas y también, de una manera más general, en la doctrina neoplatónica de la purificación
de las pasiones.
Ni perversión ni represión
Cuatro momentos le bastaron a Freud para construir su concepto de sublimación en las dos
primeras partes de los Tres ensayos de teoría sexual, pero sobre todo en su conclusión general.
La sublimación, ¿no haría más que actualizar nuestras tendencias originarias a la perversión? En
efecto, ¿qué demuestra la perversión, sino la ausencia de una cualidad propia de las pulsiones,
su independencia primera con relación a toda meta y todo objeto determinado?
De hecho, la sublimación es en primer lugar presentada en el marco de la fijación a una meta
sexual primitiva y de la demora en un placer que normalmente sólo debería preparar el acto
sexual. Se inscribe en un registro sensorial, el del tacto, pero más particularmente en el registro
de ese tacto a distancia que es la visión. «Con la mayor frecuencia la excitación de la libido es
despertada por la impresión visual, y la selección natural (si está permitido hacer uso de
nociones teleológicas) cuenta con este medio cuando deja que el objeto sexual se desarrolle
hacia la belleza» (Tres ensayos de teoría sexual).
A veces la pulsión escópica se pone al servicio de la especie, cuya reproducción asegura, y
otras veces constituye el germen de los diferentes tipos de sublimación estética. El velamiento
del cuerpo que exige la civilización tiene por función reactivar el deseo. Entonces la curiosidad
se esfuerza en «completar el objeto sexual develando las partes ocultas», o bien es «desviada
(sublimada) en el sentido del arte».
Una nota, añadida en 1915, plantea el problema de la génesis del interés estético, en relación
con una eventual represión: «Me parece indudable que el concepto de «lo bello» tiene sus raíces
en la excitación sexual y significa originariamente lo que excita sexualmente (los encantos). Éste
es el contexto en el que se explica que nunca podemos verdaderamente encontrar «bellos» los
órganos sexuales, cuya contemplación despierta no obstante la más fuerte excitación sexual».
¿Qué quiere decir esto? La curiosidad estética, ¿se basaría en una represión concomitante del
objeto sexual, juzgado indigno de la mirada del artista, y también en la represión de las metas
primitivas, abandonadas a una normalidad un tanto plebeya?
Además, el segundo capítulo distingue la sublimación de la represión, sin llegar aún a discernir
su especificidad con relación a una simple formación reactiva.
El objetivo general es demostrar la existencia de una sexualidad propia del niño, concebido como
perverso polimorfo, y explicar las razones de que esa sexualidad sea desconocida. La
sublimación se desarrolla en el período de latencia y se basa en la constitución de «potencias
psíquicas» (seelische Mächte) capaces de inhibir las pulsiones; Freud las compara con «diques»
que contienen una especie de maremoto sexual, ¿Cuáles son estas potencias coercitivas?
Freud pone en el mismo plano la repugnancia, el, pudor y la exigencia de un ideal estético y
moral. ¿De dónde provienen? Los tres factores tienen una génesis idéntica. Su aparición está
«condicionada por el organismo y determinada por la herencia», de modo que puede producirse
sin la ayuda de la educación.
¿Cuál es su finalidad? Asegurar el desarrollo general de las sociedades a través de la historia,
perpetuándolo y prolongándolo en el seno de cada individuo: «Los historiadores de la civilización
parecen pensar unánimemente que el proceso que desvía las fuerzas pulsionales sexuales de
sus metas sexuales y las dirige hacia metas nuevas, proceso que merece el nombre de
sublimación, es una adquisición poderosa para el trabajo civilizador».
De hecho, observa Freud, la sexualidad infantil, por su falta de empleo y su perversión
congénita, debe suscitar impresiones displacenteras. Asimismo, las contrafuerzas psíquicas o
las mociones reactivas le son de la más grande ayuda, y es difícil distinguir la sublimación de una
simple formación reactiva.
En efecto, ¿cómo diferenciar la sublimación de un simple proceso de normalización de la
sexualidad en el niño, en un momento del desarrollo en que la integración genital no es aún
posible’> Freud responderá en dos tiempos a esta cuestión: por el análisis general de las fuentes
de excitación y de las zonas erógenas, primero, y después por la formulación de una hipótesis
concerniente al carácter «anormal» de ciertas constituciones y el «exceso» de excitaciones
que, por ello, están condenadas a recibir. La sublimación llegará finalmente a definirse como una
de las únicas salidas posibles ante un peligro pulsional acrecentado, pero la dificultad consistirá
entonces en explicar la relación que mantiene con la simple e inevitable represión sobre la que
se basa.
La heterogeneidad de los objetos y las metas pulsionales puestas de manifiesto por el estudio de
las perversiones encuentra su fundamento genético gracias a la identificación de una triple
fuente de excitación sexual: la repetición que conduce a la erogenización de las funciones no
sexuales; la excitación violenta, mecánica o no, y finalmente las diferentes formas de atracción y
de concentración de las fuerzas pulsionales que siguen a su funcionamiento autoerótico. En
efecto, Freud desarrolla tres teorías esenciales: la del apuntalamiento, la de la independencia
relativa de las zonas erógenas y la del alistamiento (Heranziehung) de las pulsiones sexuales
bajo una bandera no sexual. El final del segundo capítulo de los Tres ensayos… insiste, de
hecho, en la sorprendente reversibilidad de los elementos sexuales y no sexuales.
Freud había mostrado de qué modo el interés estético derivaba de la excitación sexual, pero ¿en
qué consiste la pulsión de saber? No se la podría «contar entre los componentes pulsionales
elementales, ni colocarla exclusivamente bajo el dominio de la sexualidad». Constituye por sí
misma «una modalidad sublimada de la pulsión de dominio (eine sublimierte Weise der
Bemächügung)», pero utiliza la energía propia de la pulsión escópica y responde a un «interés
práctico» esencial en el desarrollo de la sexualidad: el niño experimenta como una amenaza la
llegada real o supuesta de un hermanito o hermanita y teme perder una parte del amor y de los
cuidados que lo rodean. Su sed de saber aumenta con la duda y la inquietud.
Pueden así reconocerse en la sexualidad infantil muchos de los rasgos que caracterizan la
experiencia de lo sublime, en el sentido de que ésta tiene por vocación mantener lo terrible a
distancia, suscitando, en el ser turbado, fuerzas que le permitan afrontar el peligro y extraer de
él un acrecentamiento de energía.
Tal es, en resumen, la tesis sugerida por Freud, puesto que evoca la victoria que constituye la
sublimación cuando subraya, en la conclusión de los Tres ensayos…, que, bajo su efecto, «de
disposiciones en sí mismas peligrosas resulta un acrecentamiento no desdeñable de la
capacidad de realización psíquica psychische Leistungsfáhigkeit)».
La primera ventaja de la sublimación consiste en que permite una actividad de tipo original,
necesariamente excluida por la perversión, que se define genéticamente por una falta de
integración genital que conduce al mantenimiento y al refuerzo de las mociones sexuales
infantiles. La segunda ventaja de la sublimación es que aparta de la neurosis, que reemplaza a la
perversión cuando, a continuación de un obstáculo psíquico, las excitaciones son desviadas de
su meta y reprimidas pero no suprimidas, de modo que ya no llegan a expresarse más que bajo
la forma de síntomas. La neurosis lleva a pensar en el proverbio «Joven buscona, vieja devota».
Pero, añade Freud, «en su caso, ¡la juventud fue muy corta! »
En síntesis, frente al peligro pulsional, la sublimación constituye sin ninguna duda el camino real,
pero supone dones particulares, a menudo permanece inestable y no depende de la voluntad
consciente. Su dominio privilegiado es la creación artística (de la cual, sin embargo, sólo
constituye «una de las fuentes») y a la acción moral (donde hay que considerarla causa de
«una serie de virtudes»).
Desexualización
Resumamos. La sublimación se define en primer lugar como un proceso de desexualización. Es
un caso particular de apuntalamiento de las pulsiones no sexuales sobre las pulsiones sexuales,
como lo subraya Freud en Conferencias de introducción al psicoanálisis, de 1916, una manera
socialmente apreciada de excluir tendencias sexuales determinadas o incluso «ciertas
modificaciones de meta y ciertos cambios de objeto, en los cuales entra en juego la valoración
social», según la fórmula sintetizada de 1932 (Nuevas conferencias de introducción al
psicoanálisis).
Por lo tanto, si el resorte de la sublimación se encuentra en la fuerza de la pulsión sexual, todo el problema consistirá en comprender de qué modo le es posible desexualizarse, abandonando las
metas y objetos que la definen. Ahora bien, aunque es cierto que la pulsión se concibe a partir
de la excitación sexual, de la cual es representante, Freud le opone desde el origen otras
pulsiones, pertenecientes a la esfera del yo, sobre todo la de dominio, a cuyo papel en la pulsión
de saber ya nos hemos referido. Sola, la libido es presentada como equivalente del «hambre» en
el registro de la sexualidad, y definida con relación a un objeto que no es el yo.
Tal idea puede parecer contradictoria con la teoría del autoerotismo infantil, pero Freud insiste en
que éste no es primitivo. En la sección de los Tres ensayos… dedicada al «descubrimiento del
objeto», declara que «en la época en que la satisfacción sexual estaba ligada a la absorción de
alimentos, la pulsión encontraba su objeto afuera»; describe el apego arcaico del lactante al
pecho materno en tanto que objeto sexual. «No sin razón, la succión del niño del pecho de la
madre se ha convertido en el prototipo de toda relación amorosa. Encontrar el objeto sexual no
es en suma más que reencontrarlo.»
Desde «Introducción del narcisismo», de 1914, Freud opone a la libido de objeto una libido del yo:
«cuando más absorbe una, más se empobrece la otra». La investidura del objeto permite por sí
sola distinguir la energía sexual (libido) de la energía propia de las pulsiones del yo, pero, sin
embargo, no se podrían confundir los dos tipos de energía, del mismo modo que no se podría
olvidar que el yo es una unidad que se constituye tardíamente en la ontogénesis: la libido del yo
es siempre segunda con relación a la investidura de la «primera presencia», la de la madre
nutricia.
¿Por qué Freud reconoce dos tipos de energía, y no sólo uno? Intimado a responder esta
pregunta, no puede evitar la confesión de su «malestar» («Introducción del narcisismo», capítulo
1): el psicoanálisis no es una teoría puramente especulativa, se basa en la interpretación de la
empiria y tiene que contentarse provisionalmente con «conceptos fundamentales nebulosos,
evanescentes y apenas representables», desde que le son de alguna utilidad en el análisis de
las neuropsicosis. Es inevitable verificar que el individuo lleva una «doble existencia», en tanto
que es su propio fin y al mismo tiempo el instrumento de la reproducción de la especie. Sin duda
algún día se demostrará la existencia de «soportes orgánicos» (sustancias químicas o procesos
determinados, poco importa) que producen los efectos de la sexualidad. Pero no se trata sólo de
que la teoría de las pulsiones se base en la biología: lo esencial es llegar a analizar con
conceptos tan poco elaborados como los de pulsión o sublimación ciertos tipos de conflictos y
sus destinos.
El monismo de Jung corresponde a una práctica en la cual se pasa a un lado de la sublimación
por querer llevar a ella demasiado directamente: nada es más peligroso que reforzar el ideal del
yo apelando a la noción de «tarea vital». Sin duda Jung y su movimiento comprendieron el papel
desempeñado por las representaciones sexuales provenientes del complejo familiar y de la
elección incestuosa de objeto en la representación de los intereses morales y religiosos más
elevados del hombre. Pero como deseaban a cualquier costo que la moral y la religión tuvieran
un origen «superior», sólo le concedieron al complejo de Edipo un sentido analógico, como les
reprocha Freud en «Contribución a la historia del movimiento psicoanalítico», de 1914, a fin de
permitir su adaptación a los ideales de la moral y la religión: la libido es entonces reemplazada
por una noción abstracta y se olvida la exigencia pulsional en beneficio de una «tarea vital» que
sólo encuentra el obstáculo de la primera inercia psíquica.
Ahora bien, si las condiciones dinámicas de la sublimación freudiana están presentes en todos
los hombres, lo mismo tiene que valer para las condiciones económicas: «Todo depende»,
escribe Freud al final de una de las Conferencias de introducción al psicoanálisis («Modos de
formación de síntomas»), «del monto (Betrang) de libido no empleada que una persona es capaz
de mantener en estado de suspensión y de la fracción más o menos grande de esta libido que
esa persona es capaz de desviar de la sexualidad para orientarla hacia la sublimación».
Freud no encara la teleología de una manera filosófica abstracta; la enraíza en un hedonismo
natural, es decir, en una tendencia a obtener placer y evitar el dolor, pero también en una
economía, es decir, en una especie de racionalización de las investiduras; el problema consiste
en cuáles masas de excitaciones el sujeto es capaz de soportar y dominar en su aparato
psíquico.
No obstante, ¿qué hacer del ideal? ¿Es verdaderamente preciso negar la existencia de una
tendencia a la perfección? Evidentemente, habría que seguir a Freud en su esfuerzo por derivar
las más altas aspiraciones a partir de un mal de vivir esencial, de una angustia que resulta de los
diferentes tipos de conflictos pulsionales. Pero aquí tenemos que contentamos con algunos
puntos de referencia ligados al vuelco decisivo de los años ’20, a la elaboración de la segunda
teoría pulsional y al descubrimiento del superyó.
La imposibilidad de la satisfacción
Lo sublime es primero la pulsión: «la doctrina de las pulsiones es, por así decirlo, nuestra
mitología -declara Freud en Nuevas conferencias de introducción al psicoanálisis- Las pulsiones
son seres míticos, grandiosos (grossartig) en su indeterminación. En el curso de nuestro trabajo,
en ningún instante podemos apartar la vista de ellas, pero nunca estamos seguros de verlas con
nitidez».
Ahora bien, incontestablemente, la definición más chocante de la pulsión se encuentra en Más
allá del principio de placer, capítulo V, donde es presentada como «un empuje inherente a todo
organismo vivo, que tiende a restablecer un estado anterior, al que ese organismo vivo tuvo que
renunciar bajo la influencia de fuerzas perturbadoras exteriores»; se la presenta como «una
especie de elasticidad orgánica o, si se prefiere, como la manifestación de la inercia en la vida
orgánica».
He aquí lo que parece contradictorio con la concepción corriente, según la cual la pulsión sería
una fuerza de improvisación y de desarrollo. Pero hay que cuidarse de confundir dos cosas: la
meta última de la pulsión, que Freud sólo tomará en consideración en su teoría final de las
pulsiones, y el origen y función de la pulsión, que es representar la excitación.
Si la tendencia a la evolución sólo se manifiesta, según Freud, «bajo el látigo de las excitaciones
exteriores», la pulsión asume la doble función de representarlas y reabsorberlas. Su sublimidad
siempre evanescente se basa en el desafío permanente que, sin quererlo, se lanza a sí misma.
Cuantas más excitaciones recibe el ser, más está de alguna manera condenado a lo sublime,
para escapar al doble peligro de la alienación mental y de una perversión fastidiosa por sus
estereotipos y socialmente condenada. La plasticidad de las pulsiones, ¿se debe a una cantidad
excepcional de libido o a una aptitud particular para desasirse de los objetos y metas sexuales,
pero también para suspender el propio yo? Sin duda, ella es favorecida por una facultad de
olvido que le permite al ser que sublima no mantenerse atado al recuerdo a la manera de las
histéricas que sufren de reminiscencias. Pero Freud insiste en la transformación de la libido de
objeto en libido narcisista para mostrar que la sublimación sólo puede efectuarse «por mediación
del yo» (El yo y el ello, final del capítulo IV), que reemplaza al ello en sus invetiduras de objeto y
hace suyas las exigencias de Eros. Eros aparece entonces como el aguijón invencible y el
eterno aguafiestas, como aquel que, al impedir que toda satisfacción sea plena y completa, y en
consecuencia portadora de muerte, no cesa de introducir nuevas tensiones y de tal modo
retarda el encaminamiento de la vida hacia su fin último, el retorno a lo inorgánico. En él hay que
reconocer el «factor esencial de la civilización», el que se aparta del egoísmo sexual y se dirige
hacia los diferentes tipos de identificación, hacia el altruismo del amor, hacia el trabajo y hacia la
obra.
De modo que no es necesario buscar la fuente de la exigencia de sublimación en otro lugar que
no sean las pulsiones de Eros. ¿Por qué postular una «pulsión a la perfección que habría
conducido al hombre al nivel actual de su realización espiritual y su sublimación ética»? ¿Por qué
creer en una pulsión específica a la cual cada uno de nosotros le debería la «preocupación de
transformarse en superhombre»? Si la vida está marcada por la tendencia a la regresión, sólo el
retorno procuraría la satisfacción completa; pero como este camino está obstruido, al individuo
no le queda más solución que continuar en la dirección aún libre: hacia adelante.
«La diferencia entre la satisfacción obtenida y la satisfacción buscada» basta ampliamente, por
lo tanto, para explicar el estado de insatisfacción y de tensión permanente en que se encuentra
el ser humano. La esencia de nuestra alma es faustiana, y
«Ni lo próximo ni lo lejano
apaciguan el corazón profundamente
turbado.»
(Goethe, Fausto, Prólogo)
En Freud, nada sería en el fondo más delicioso que la muerte, concebida como apaciguamiento
final de las tensiones. El acto sexual la evoca a veces tan peligrosamente que el lenguaje
popular no vacila en asimilarlo a una «pequeña muerte». ¿Por qué milagro sobrevivimos a
nuestros placeres más intensos? «¿Gozar? Esta suerte ¿está hecha para el hombre?»: éste es
el interrogante que volvemos a plantear con Rousseau. Sin duda la sublimación permite hacer
fracasar provisionalmente a la muerte, y «en consecuencia el destino influye poco en nosotros»,
como lo declara Freud en El malestar en la cultura. Pero ¿a que precio? Los nuevos goces son
de una intensidad inferior a la de los primitivos, de manera que el genio de la civilización parece
sobre todo prolongar los preliminares. Pero esto es más grave. La sublimación debería constituir
un medio ideal de lucha contra Eros y sus estimulaciones; el yo alivia al ello en su lucha contra la
libido, sublimando una parte de esta última. ¿Qué es lo que ocurre? En el mismo movimiento, la
sublimación tiende a acrecentar la excitación, aumentando la servidumbre del hombre a sus
ideales, históricamente constituidos, mientras disminuye su dependencia con respecto al prójimo,
que existe realmente. «Cuanto menos agresivo se vuelve el hombre con relación a lo exterior
-escribe Freud-, más severo, es decir, agresivo, se hace en su yo ideal.» Si la sublimación
supone una cierta forma de intrincación pulsional, aumenta el riesgo de una disociación entre las
fuerzas eróticas que permanecen en el ello y las exigencias que provienen del prójimo, que
contribuyen a formar lo que Freud llama el «ideal del yo». Cuando los elementos eróticos no son
lo bastante fuertes como para ligar e inmovilizar las pulsiones destructivas, la agresividad
desprendida del mundo exterior vuelve al yo, el cual constituye desde entonces el más
ambivalente de los objetos de amor.
Es forzoso verificarlo: si la satisfacción no deja de ser imposible, sólo parcial y siempre
amenazada, ello se debe a que el yo no hace más que cambiar un estado de dependencia por
otro, eventualmente más valorado por la sociedad. Provistos de este hilo conductor, intentemos
demarcar los diferentes mecanismos que entran en juego en el nacimiento de las
seudo-satisfacciones sublimatorias y de sus goces sustitutivos.
Hacia una tipología
Para hacerlo disponemos de una indicación de Freud, que aparece en Tótem y tabú, según la
cual la histeria constituiría la caricatura (Zerrbild) de la obra de arte; la neurosis obsesiva sería la
caricatura de la religión, y la paranoia, la caricatura del sistema filosófico, En esta fórmula, de
entrada impresiona el borramiento del sujeto que sublima ante lo que Freud llama «los productos
de la sublimación»: lo que nos deslumbra no es el artista, el fundador de la religión o el filósofo,
sino la obra en sí, que atestigua el paso del genio humano. En segundo lugar, uno admira la
originalidad del método que consiste en tomar los problemas por «el otro extremo»: ¿por qué las
neuropsicosis fracasan allí donde los monumentos de la civilización continúan desafiándonos?
Finalmente, uno se siente estimulado por el programa de investigación que de este modo se
impone a quien pretenda acceder a la inteligencia del desarrollo de la civilización. Desde 1912,
Freud había comprendido que «las neurosis son formaciones asociales», que buscan ante todo
la satisfacción privada y «se esfuerzan en realizar con medios particulares lo que se hace en la
sociedad mediante un trabajo colectivo».
El éxito de la sublimación se basa entonces en la posibilidad de invertir la tendencia, de bloquear
los procesos de represión, regresión y forclusión, a fin de encontrar una salida que permita
universalizar el tipo de satisfacción hallada. Pero, en vista de la ausencia de clarificación
aportada por el recurso a una «capacidad de sublimación», siempre problemática, ¿no se siente
uno tentado por la hipótesis de que el éxito de la sublimación sería proporcional a la importancia
del riesgo afrontado?
La religión logra exonerar de culpa, inventar ritos comunes y promover el amor de Dios allí donde
la neurosis obsesiva sigue llevando la marca de una insoportable ambivalencia y no llega a
escapar de la angustia más que mediante actos y pensamientos compulsivos, generalmente mal
tolerados. La filosofía, por su parte, logra establecer un sistema de racionalización de alcance
universal, produciendo una serie de pasajes al límite, allí donde la paranoia, manteniendo su
identificación con el padre absoluto, proyecta en un discurso delirante la satisfacción narcisista
del sujeto.
Pero es sin duda en el arte donde se encuentra el más alto grado de éxito, puesto que, a las
mismas fantasías cuya fuerza y extravagancia hace sucumbir a los neuróticos, el verdadero
artista sabe darles una forma tan aceptable y conferirles un valor tan universal que de este
modo alivia a los otros hombres de la carga de sus propios fantasmas. En efecto, ¿qué tienen en
común el neurótico y el creador, sino una extraordinaria aptitud para desprenderse de un mundo
triste y frustrante, a fin de «soñar», incluso en el estado de vigilia, una realidad más conforme a
sus deseos, como los famosos castillos de España, donde se regocijaría «Su Majestad el Yo»?
Pero allí donde el neurótico sólo confiesa sus fantasmas empujado por la necesidad severa, allí
donde el hombre común nos fastidia o nos aburre con confidencias torpes, hay un dios que le
permite al creador expresarlos de una manera tal que nos hace posible gozar de los nuestros.
¿Cómo es posible este acto de magia? Si bien el secreto de la creación permanece no
dilucidable, se puede no obstante afirmar que reside en una cierta relación de la fantasía con su
técnica de presentación, en la cual la atenuación y la deformación desempeñan un gran papel.
Ante todo importa disimular el egoísmo de los pensamientos del sueño y la tendencia natural del
yo a constituirse en el héroe de ese sueño, atrayendo al lector o espectador mediante un placer
en apariencia puramente formal, que Freud llama «prima de seducción». Como el creador hace
creer que se entrega a un simple juego, cuya licitud parece ejemplar, el testigo puede olvidar
hasta qué punto ese juego quizá sea serio, es decir, hasta qué punto está cargado de afectos.
Por más que intentemos marginalizar la estética, el opus verdadero se nos impone gracias a un
señuelo y nos revela una apuesta cuya gravedad nos pone a prueba. Pues el momento en que la
obra deslumbra es también el momento en que se vuelve evidente para nosotros la mezquindad
de nuestro propio yo.
Pero entonces se plantea el problema eterno de si lo sublime rige la sublimación, o la propia
sublimación produce lo sublime. ¿Las fuentes están donde las hacen fluir nuestros deseos, o
bien nuestros deseos son capaces de hacer surgir del suelo los géiseres de sus sueños?
Recordemos la solución de Freud: «Sólo en el arte sucede que un hombre devorado por deseos
hace algo que se aproxima a una satisfacción y que, gracias a la ilusión artística, ese juego
produce una acción sobre los afectos, como si fuera algo real» (Tótem y tabú). Sólo el artista, en
efecto, podría reemplazar a Dios y lanzar con Goethe el grito de Prometeo:
«¿No lo has hecho todo tú solo,
corazón en el que arde un fuego sagrado?»
Aunque en los casos más exitosos la sublimación del artista nos obliga a sublimar y a recorrer,
gracias al medium de la obra, una parte del camino de su creación, hay sin duda otras
sublimaciones más solitarias. Como no sabemos renunciar a nada, ninguna llega a procurarnos
el grado de goce al que nos permite acceder la creación artística, en cuanto ella nos parece
emanar del centro de la vida.
No obstante, por una parte sería necesario ampliar el concepto de creación, para abarcar la
actividad filosófica y toda verdadera forma de investigación; por la otra, como lo señala Hannali
Arendt, habría que poner de manifiesto la diferencia fundamental entre la obra de arte y el
trabajo simplemente utilitario: un simple medio de sustento no obliga a involucrarse
personalmente, pero el opus obtiene su grandeza de los riesgos a los que se ha estado
expuesto. La sublimación no podría comprenderse al margen de una exigencia doble: la de
«normalización», o incluso de adaptación social, y la de creación. Pero el trabajo simple es un
tanto periférico con relación a la obra de arte. El tronco común de las diferentes formas de
sublimación aparecerá entonces como el esfuerzo del genio humano por poner al yo en
perspectiva, a fin de comprenderse y gozar de sí mismo en sus obras. La angustia que
acompaña a este esfuerzo de superación no atestiguaría entonces más que la resistencia del
yo, siempre dividido entre el placer de una muerte anticipada y el terror que le inspira su propia
desaparición.

Término derivado de las bellas artes (sublime), de la química (sublimar) y de la psicología
(subliminal) para designar la elevación en el sentido estético, o bien un pasaje del estado sólido
al estado gaseoso, o un más allá de la conciencia.
Sigmund Freud conceptualizó el término en 1905 para dar cuenta de un tipo particular de
actividad humana (creación literaria, artística, intelectual) sin relación aparente con la sexualidad,
pero que extrae su fuerza de la pulsión sexual desplazada hacia un fin no sexual, invistiendo
objetos valorizados socialmente.
En lugar de utilizar la noción hegeliana de Aufhebung (superación). que designa el movimiento
mismo de la dialéctica en su capacidad para convertir en ser lo negativo.
Sigmund Freud adoptó el término más nietzscheano de sublimación, proveniente del romanticismo
alemán, para definir un principio de elevación estética común a todos los hombres, pero del que
a su juicio sólo estaban plenamente dotados los creadores y los artistas.
Sin duda Freud atribuyó a la sublimación un lugar tanto más importante cuanto que él mismo
declaró haberse abstenido prácticamente de las relaciones carnales a partir de los 40 años,
después del nacimiento de su quinto vástago, y de haber puesto su actividad pulsional al
servicio de su obra, inscribiéndose así en el panteón de los grande,,, hombres que admiraba.
Freud dio su primera definición de la sublimación en 1905. en sus Tres ensayos de teoría
sexual. Más tarde, en toda su obra, y particularmente en los textos agrupados en la categoría de
psicoanálisis aplicado, ese concepto sirvió para comprender el fenómeno de la creación
intelectual.
Con la introducción de la noción de narcisismo y la elaboración de la segunda tópica, Freud
añadió a la idea de sublimación la de desexualización. Por ejemplo, en El yo y el ello subraya que
la energía del yo» , corno libido» desexualizada. puede ser desplazada hacia actividades no
sexuales. En este sentido, la sublimación se convierte en dependiente de la dimensión narcisista
del yo.
Entre los herederos de Freud el concepto de sublimación no ha sufrido modificaciones
importantes. No obstante, los partidarios de Anna Freud consideran este mecanisimo como una
defensa que lleva a la resolución de los conflictos infantiles. Mientras que los partidarios de
Melanie Klein ven en él una tendencia a restaurar el objeto bueno destruido por las pulsiones
agresivas.
En 1975 el psicoanalista francés Cornellus Castorladis elaboró una teoría original de la
sublimación, transponiendo el concepto al dominio de los hechos sociales.