Diccionario de psicología, letra S, superyo: instancia de nuestra personalidad psíquica

Instancia de nuestra personalidad psíquica cuyo
papel es juzgar al yo.
El término superyó fue introducido por Freud en 1923 en El yo y el ello. El superyó es la gran
innovación de la segunda tópica. En las Nuevas conferencias de introducción al psicoanálisis
(1933), Freud da de él esta descripción: «Tengo ganas de cumplir tal acto apropiado para
satisfacerme, pero renuncio a él a causa de la oposición de mi conciencia. O, en otro caso, he
cedido a algún gran deseo y, para experimentar cierta alegría, he cometido un acto que mi
conciencia reprueba; una vez cumplido el acto, mi conciencia provoca, con sus reproches, un
arrepentimiento ( … ». El superyó, que inhibe nuestros actos o que produce el remordimiento, es
«la instancia judicial de nuestro psiquismo». Por lo tanto, está en el centro de la cuestión moral.
La censura. En la historia de la teoría freudiana, el superyó apareció primero bajo la forma de la
censura, la censura del sueño, por ejemplo. Freud reconoce que la censura puede actuar de
manera inconciente como el sentimiento de culpa: «El sujeto que sufre de compulsiones y de
interdicciones actúa como si estuviera dominado por un sentimiento de culpa inconciente a pesar
de la aparente contradicción en los términos». Por lo tanto, el superyó forma parte del yo y, sin
embargo, puede ser separado de él. Es que el yo puede tomarse a sí mismo como objeto, puede
escindirse. Esta ruptura, esta escisión, es particularmente nítida, nos dice Freud en las Nuevas
conferencias…, en el delirio de observación. Los enfermos, en este delirio, oyen voces que les
comentan sus hechos y gestos. Este poder de observación, que se parece a una persecución,
los acecha para sorprenderlos y castigarlos. El delirio de observación nos muestra así una
instancia observadora nítidamente separada del yo, alojada en la realidad exterior. Pero puede
encontrarse también en el interior y pertenecer a la estructura misma del yo. Esta instancia, que
en el yo me juzga y me castiga a través de penosos reproches, es lo que llamamos la
«conciencia moral»: la voz de mi conciencia que me hace experimentar el arrepentimiento por mi
acto. A esta instancia, que puede ser reconocida como una entidad separada, Freud la llama
«superyó»: independiente del yo, puede tratarlo con una extrema crueldad, como en la
melancolía.
Papel de la autoridad parental. Esta instancia que se hace oír en el interior se ha manifestado
primero en el exterior, como lo muestra el mecanismo de la formación del superyó. El papel
prohibidor del superyó ha sido desempeñado primeramente por una potencia exterior, por la
autoridad parental. El niño pequeño no posee inhibiciones internas, obedece a sus impulsos y no
aspira más que al placer. La renuncia a las satisfacciones pulsionales será la consecuencia de
la angustia inspirada por esta autoridad externa. Se renuncia a las satisfacciones para no
perder su amor.
A través del mecanismo de la identificación, esta amenaza externa se interioriza. La relación con los padres, el temor de perder su amor, la amenaza de castigo se trasforman en superyó por
medio del proceso de identificación: absorbemos al otro por incorporación oral. La identificación
es, en efecto, la forma más originaria de la relación con el otro. Pero la identificación con el
objeto debe distinguirse de la elección de objeto: «Si el varoncito se identifica con su padre,
quiere ser como su padre; si quiere hacer de él el objeto de su elección, quiere tenerlo,
poseerlo». Sólo en el primer caso su yo será modificado. Si se ha perdido el objeto o se ha
debido renunciar a él, uno puede, dice Freud, identificarse con él de modo que la elección de
objeto regrese a la identificación. Al renunciar a los investimientos colocados en los padres, a
través del abandono del complejo de Edipo, las identificaciones del niño se ven reforzadas. En el
curso del desarrollo, el superyó deviene impersonal y se aleja de los padres originales. La
angustia ante la autoridad exterior se ha mudado en angustia ante el superyó.
En este estadio, el sentimiento de culpa es absolutamente idéntico a la angustia ante el superyó.
Este último, heredero del complejo de Edipo, adoptará luego las influencias de las figuras de
autoridad y de los educadores que han tomado el lugar de los padres. Se enriquecerá con los
aportes de la cultura. La angustia ante el superyó normalmente no encuentra un término; como
angustia moral, se muestra indispensable en las relaciones sociales. Pero muchos individuos no
pueden superar la angustia ante la pérdida del amor, lo que no deja de tener consecuencias en
nuestra vida social. Si bien el superyó está condicionado por el Edipo, también se explica por un
hecho biológico capital que los liga a ambos: la prolongada dependencia en la que se encuentra
el niño con respecto a sus padres.
El superyó y la cultura. De este modo, el superyó del niño se edifica de acuerdo con el superyó
parental. Se convierte en el vehículo de la tradición. Sin embargo, puede ser distinto de ella, y
hasta de sentido inverso. No siempre el superyó corresponde a la severidad de la educación. En
El malestar en la cultura (1930), Freud escribe: «La severidad original del superyó no representa
o no representa en tal grado la severidad sufrida o esperada de parte del objeto sino que
expresa la agresividad del niño mismo hacia aquel». Para Freud, las cosas se desarrollan así:
primero, renuncia a la pulsión, consecutiva a la angustia ante la agresión de la autoridad exterior,
angustia ligada al miedo de perder el amor, amor que protege de la agresión que el castigo
representa; luego, instauración de la autoridad interior, y renuncia consecutiva a la angustia ante
esta autoridad interior convertida en conciencia moral. En este segundo estadio, mala intención y
mala acción coinciden; el deseo no puede ser disimulado al superyó: de ahí el sentimiento de
culpa y la necesidad de castigo. Se explican así las conductas de las personas asociales en las
que el sentimiento de culpa precede al acto delictivo en lugar de seguirlo. Esta necesidad
inconciente de castigo corresponde a una parte de agresión interiorizada y retomada por el
superyó. Con todo, Freud no confunde superyó y agresividad.
Si bien el superyó es un residuo de las primeras elecciones de objeto, sin embargo reacciona
contra estas elecciones por medio de la coerción, expresándose bajo la forma del imperativo
categórico. No se limita a darle al yo el consejo: «Sé así» (como tu padre), sino que también
prohibe: «No seas así» (como tu padre); dicho de otro modo:- «No hagas todo lo que él hace;
muchas cosas le están reservadas a él solo». De esta manera, el superyó habla. Es «la voz de
la conciencia», «la gran voz». Ligado a la palabra, el superyó es una instancia simbólica. En El yo
y el ello (1923), Freud nos dice que el superyó no puede renegar de sus orígenes acústicos,
que comporta representaciones verbales y que sus contenidos provienen de las percepciones
auditivas, de la enseñanza y de la lectura.
J. Lacan prolonga este análisis. El superyó, para él, constituye una parte de los mandatos interiorizados por el sujeto. Pero es un enunciado discordante, exorbitante con relación a la ley pacificadora de lo simbólico. De este modo, el superyó es también el que empuja al sujeto a ir más allá del principio de placer. Le prescribe más bien el goce. Esto obliga, por otro lado, a distinguir el superyó del ideal del yo.
El ideal y el superyó. Junto con las funciones de autoobservación y de conciencia moral, el
superyó es también portador de la función del ideal. Superyó e ideal del yo son confundidos a
menudo: tan imbricados están los dos aspectos del ideal y de la interdicción. Con este ideal del
yo se coteja el yo, aspirando a un perfeccionamiento cada vez más avanzado. Esta función del
ideal, correlativa, como el superyó, del Edipo, hunde sus raíces en la admiración del niño por las
cualidades que atribuía a sus padres. Pero el superyó, a diferencia del ideal del yo, se sitúa
esencialmente en el plano simbólico de la palabra. El uno es coercitivo; el otro, exaltador. El
superyó es agente de depresión. Pero también llega a atemperar su dureza por medio de la
actitud humorística.

Nada parece más sorprendente que la afirmación de Freud en El malestar en la cultura: «El
superyó es una instancia que hemos descubierto nosotros». En efecto, ¿qué hay más conocido que la conciencia moral, el interdicto, la culpa, incluso el imperativo categórico? No obstante, la originalidad de la posición freudiana resulta de las dos tesis siguientes: por un lado, el superyó está constituido «como una proporción estructural (Strukturverhältnis) que no personifica
simplemente una abstracción como la conciencia moral» (Nuevas conferencias … ); por otra
parte, esa proporción no está dada de entrada, sino que su establecimiento depende de «las
vicisitudes de la relación de alteridad». En otros términos, «no es la conciencia moral la que
produce la renuncia a las pulsiones, sino más bien la renuncia a las pulsiones (inducida por sus
vicisitudes) la que engendra la conciencia moral y la refuerza». Por este hecho, en esa relación
estructural se inscribe la dimensión histórica del sujeto, tanto su desarrollo individual como su
inserción en el proceso de la cultura y la civilización. El «superyó», tal como Freud lo entiende,
en su reflexión incesante, que se prolongó durante casi treinta años, desde «Introducción del
narcisismo» y Tótem y tabú hasta El malestar en la cultura y Moisés y la religión monoteísta,
integra en estas perspectivas las diversas instancias de la psique (yo, ello, ideal del yo) y el
mundo exterior, el individuo y la cultura, los vivos y los muertos, la filogénesis y la ontogénesis,
lo consciente y lo inconsciente, Eros y Tánatos.
Desde otro punto de vista, el de la práctica, el superyó constituirá un modelo ideal para el yo
(«Neurosis y psicosis») y deberá ser tomado en consideración en todas las formas de
enfermedad psíquica. Más aún, la angustia ante esta instancia, por ser la única de la que es
posible formarse un concepto analítico, está en el centro del tratamiento (El yo y el ello). El
superyó aparece así en el centro de la reflexión freudiana, tanto teórica como práctica. La
figurabilidad fácil del superyó, las metáforas y las imágenes que lo describen, no pueden
engañarnos. Hay que tomarlas como objetivos que hay que superar para llegar a la comprensión
de esa proporción estructural psíquica, esa relación que, en efecto, no puede reducirse a
ninguna de sus metáforas. En el seno del movimiento analítico se elevaron vivas críticas, no
contra la existencia de esa instancia, sino contra el modo de concebir su génesis, el momento de
su aparición en la historia, e incluso la prehistoria, del sujeto (Melanie Klein y otros). A pesar de
su importancia, no tomaremos en cuenta esas críticas en nuestra presentación, que discernirá
los rasgos esenciales del superyo siguiendo el orden cronológico de los textos freudianos.