Diccionario de psicología, letra T, Toxicomanías

Toxicomanías

La influencia del psicoanálisis sobre la comprensión de las manifestaciones toxicomaníacas ha
demostrado ser totalmente equívoca. En efecto, en razón de circunstancias históricas o
ideológicas, pudo contribuir a coagular como entidad autónoma una «toxicomanía» heredada del
modelo médico del pensamiento del tóxico y de un imperativo social de representación del
«drogadicto». Pero, al mismo tiempo, el poder de derivación de los conceptos analíticos y la
inteligencia interna de los modelos metapsicológicos permitieron renovar el enfoque de las
toxicomanías y desbaratar las trampas de un pensamiento normativo y comportamentalista. Los
primeros discípulos de Freud (sobre todo Gross, Glover y Ferenczi) habían elaborado hipótesis
originales acerca del abordaje psicoanalítico de las toxicomanías. No obstante, estos trabajos
cayeron en el olvido con el nacimiento de la psicofarmacología moderna en la década de 1950.
Las propiedades químicas de las sustancias tóxicas suscitaron una verdadera fascinación, y en
adelante se les pudo conferir a las toxicomanías una nueva racionalidad. Este aislamiento y esta
consagración de «la toxicomanía» fueron además reforzados en la década de 1970 por la
aparición de un discurso sobre «el flagelo social» de la droga, que venía a alimentar la figura
escandalosa y espectacular del «toxicómano».
En la estela de esta doble empresa de medicalización e ideologización de las toxicomanías,
discursos de inspiración psicoanalítica se injertaron entonces en estos discursos nuevos,
amplificándolos. Condenándose de este modo a ilustrar estereotipos, ciertas reflexiones no
dejaron de confundir los clichés sobre la droga (la «abstinencia», el «flash», etcétera) con datos
clínicos, y de algún modo entregaron retratos de toxicómanos. La «toxicomanía» representa de
hecho un tema muy sensible para medir el empleo dogmático que se puede hacer de los
conceptos analíticos, empleo que entraña una instrumentalización y una psicologización
secundaria de estos últimos cuando se aplican directamente a comportamientos.
Además, en el curso de estas décadas, el rostro de las toxicomanías nunca dejo de
transformarse en virtud de los cambios sociales, tanto más cuanto que la «toxicomanía» se
constituye en las huellas de los discursos que esbozan su racionalidad. Desde que existen
leyes y saberes que definen un margen, no se puede desconocer la relación privilegiada que los
«marginales» de los que se trata mantienen con su propio concepto médico-legal, y es preciso
interrogar la manera en que los discursos y las prácticas de inspiración seudopsicoanalítica se
insinúan en esta operación.
Entonces, hay que precisar de entrada que en rigor el psicoanálisis no puede proporcionar una
explicación de la «toxicomanía»; en cambio, la potencia ficcional de la teoría analítica permite
abordar las realidades singulares atravesadas por la lógica del tóxico. Si bien Freud dijo muy
poco de las toxicomanías, nosotros, no obstante, podemos dejar que resuene la experiencia
clínica al contacto de sus proposiciones sobre el narcisismo y sus consideraciones más
generales sobre lo sexual y lo tóxico. Los prejuicios relativos a la «toxicomanía» se revierten
entonces de diversas maneras. Y en compensación, las toxicomanías interrogan al psicoanálisis
al llevarlo a los límites de su práctica.
Uno de los primeros prejuicios que hacen fracasar la escucha analítica tiene que ver con la meta
autodestructiva. Pues conforme a la ambigüedad y reversibilidad puestas en juego por el
pharmakon (este otro nombre del tóxico en la «farmacia de Platón»), el «veneno» se vuelve
contra sí mismo y se asimila a un «remedio». La aparente autodestrucción puesta en acto a
través de las toxicomanías se entiende también como una forma de automedicación, incluso
como un intento de autoconservación paradójica. Aquí es preciso diferenciar los usos simples
de estupefacientes (esos «quebradores de preocupaciones», según la expresión freudiana) por
un lado, y por el otro el imperativo de tratamiento del organismo por un tóxico, cuando éste es el
único medio para conservar día tras día el cuerpo a salvo de un dolor intolerable. Y hay que
interrogar la función de esta condición dolorosa del cuerpo, sobre todo cuando se sabe que la
acción de las drogas no siempre obedece a un principio racional de causalidad: la incorporación
de simples placebos puede engendrar un estado de dependencia toxicomaníaca y,
paralelamente, la detención de la toma de drogas «duras» no produce en ciertas condiciones
ningún «síndrome de abstinencia».
Así como «el alma se encierra en el agujero estrecho del molar» cuando la muela duele (según la
fórmula que Freud toma del poeta), estas dependencias parecen coagular el cuerpo en un
tratamiento del dolor que realiza una forma de «repliegue narcisista». Pero imaginemos aquí un
dolor de muelas generalizado, un «dolor del cuerpo» que a la vez provoque y anestesie su
propio dolor con el tóxico. Entonces el mundo se estrecha en torno a esta hemorragia, mientras
que el individuo se convierte en el relojero de su propio cuerpo y de esta manera garantiza las
condiciones de su normalidad. Este cuerpo parece entonces entregado a un imperativo de
autoengendramiento cotidiano, que implica la creación y la acción de una nueva «función de
órgano». Tal reorganización del mundo, correlativa de la invención de ese montaje del cuerpo,
debe tener sus ocultas razones. Y desde un punto de vista psicoanalítico, se puede, de manera
general, situar estas formaciones en el marco de las «sobreinvestiduras narcisistas» de
funciones de órgano que permiten, en la urgencia, ligar las cantidades de excitación. Freud
indica, por otra parte, que esta orientación de la libido (cuyos prototipos serían la aparición de
afecciones orgánicas y la hipocondría) neutraliza momentáneamente los sufrimientos neuróticos,
incluso los síntomas melancólicos. Y, más exactamente, la sobre¡ nvestidura narcisista de una
función de órgano puede, según Freud, proteger de la acción de un trauma sexual. Una
observación de Lacan procura además un eco interesante a esas proposiciones freudianas:
«Todo lo que sabemos es que hay lesiones del cuerpo llamado viviente que nosotros causamos,
y que suspenden la memoria, o por lo menos no permiten contar con las huellas que uno le
atribuye cuando se trata de la memoria del discurso» («Hacia un significante nuevo», seminario
del 19 de abril de 1977, en Ornicar?).
La experiencia clínica con pacientes toxicómanos no desmiente estas hipótesis: en efecto, se
encuentra que en muchos casos la angustia y las formaciones de síntoma desaparecen cuando
el montaje de la toxicomanía cumple sus funciones, y reaparecen cuando ese montaje fracasa.
Se consuma en este caso una forma de suspensión de la dinámica de los conflictos psíquicos
en el contexto de una organización neurótica de la realidad psíquica. Pero esta «supresión
tóxica» de la memoria y la angustia mediante la invención de una formación narcisista puede
también actuar de una manera más radical, como un último intento de reunir y conservar un
cuerpo amenazado de invasión. El montaje de la toxicomanía constituye en estas condiciones
una verdadera suplencia narcisista. De manera más general, surge que estos dispositivos de
autoconservación paradójica pueden injertarse en organizaciones psíquicas muy diferentes, No
obstante, todas estas configuraciones demuestran de alguna manera que la droga no es el
verdadero tóxico. Éste sería el segundo prejuicio que hace fracasar la escucha analítica.
Los primeros trabajos de Freud ya permitían presentir esta realidad: poco tiempo después de sus
estudios sobre la cocaína, situó la dependencia, el acostumbramiento o la adicción, no en la
relación con una sustancia, sino ¡en el marco del vínculo entre un hipnotizador y un hipnotizado!
Y en 1921 precisó que una relación hipnótica se entiende como una «formación colectiva de dos
personas», en la que el yo se abandona ante un objeto único. Este bosquejo freudiano de un
nuevo pensamiento del tóxico demuestra ser tanto más notable cuanto que hace eco a la
condición de numerosos toxicómanos cuyo cuerpo parece haberse elaborado en una tal
«formación colectiva de dos»; la toxicomanía en sí sólo interviene entonces en un tiempo
segundo, como para prolongar y limitar simultáneamente esta dependencia. De hecho, en la
adicción a drogas el repliegue narcisista que ella habilita intentaría muchas veces organizar un
circuito autoerótico que arranque el cuerpo a una dependencia mucho más radical. En estos
casos el verdadero tóxico no es la droga, sino más bien un exceso que coloca el cuerpo «bajo
influencia».
Y, en la perspectiva freudiana, este exceso se entiende como una manifestación particular de lo
sexual.
Es preciso recordar que Freud incluía las intoxicaciones en la categoría de las «neurosis
actuales», es decir, manifestaciones que no se dejan descomponer analíticamente como
formaciones del inconsciente, pues lo sexual se encuentra en ellas reducido a un tóxico, o se
comporta como un puro tóxico. Desde luego, esta idea puede parecer descabellada, pero las
propuestas freudianas acerca de las neurosis actuales son de hecho ricas en paradojas y hay
que confrontarlas con la clínica. Más en particular, el acto toxicomaníaco se vuelve en parte
inteligible -a posteriori- cuando ex adictos a la heroína evocan la amenaza y el horror de una
relación sexual que sólo es encarada bajo la forma de una «descarga» radical, total, en la cual
se engolfaría la totalidad del ser. Lo sexual en sí aparece entonces como el verdadero tóxico,
que tendría el poder de disolver los cuerpos colmados o vaciados. En consecuencia, el acto
sexual sólo es encarable «bajo anestesia», o con la condición de que el cuerpo pueda
permanecer extraño gracias al poder de un filtro. Sólo la «cobertura» de la droga (según el decir
de un paciente) permitiría que la «descarga» no sea completa. Así, el acto toxicomaníaco parece
realizar una forma de autoconservación paradójica frente a lo sexual reducido a tóxico, como si
esta «cobertura» pudiera garantizar que tener o dar una satisfacción no aspirará al ser entero
en el goce, al punto de que se convierta en pura y simplemente el goce. Como si lo sexual ya no
estuviera tomado en las redes del lenguaje, sino que se manifestara en la forma de una pura
invitación a desaparecer, habría entonces que realizar un tratamiento real del cuerpo para limitar
el goce.
Este impase hace eco a la paradoja del narcisismo: de una manera totalmente primitiva, el yo
representa bien esa superficie modelada con amor que se elabora entre otras como el objeto de
la satisfacción de un otro, y que no puede significar su existencia en su propio terreno. En
efecto, el yo se convierte en ese cuerpo que, tragando, expulsando, escuchando, responde a la
demanda de otra persona y colma su espera. Sin cesar se convierte en lo que se transforma en
satisfacción y en saber del otro, aunque no puede hincharse más que expropiándose. Cuanto
más quiere afirmarse (como idéntico a esa imagen de él mismo), más se hace paradójicamente
desaparecer, pues ninguna subjetivación podría producirse en esa captura narcisista y pulsional
de un cuerpo que continuamente satisface y colma al otro mientras quiere su propio «bien» y
satisface sus necesidades. Por una operación lógica que supera a los actores, esta superficie
no puede manifestarse más que renunciando: cuanto más es (en tanto que amada) más se
encuentra saqueada, reducida a objeto del otro y entregada al movimiento de un «puro devenir».
Ahora bien, sólo un símbolo podría fijar la existencia de lo que al devenir se desvanece. Y ese
cuerpo sólo podría salvar su apuesta anudando en el conflicto ese goce con su propio interdicto.
En ese lugar puede cristalizarse la figura de un impase: el de un cuerpo abierto a toda
instrumentación por la demanda de un otro. Así como, desde el punto de vista de una
construcción analítica retroactiva, la «anoréxica» intenta decirle «no» a esa instrumentación de
su cuerpo por quien «quiere su bien» (ese bien que, siempre engullido en la lógica narcisista,
sigue siendo el del otro mientras se dice el mío), las toxicomanías se entienden a menudo como
intentos de hacerse un cuerpo extraño gracias a una operación autoerótica. La «anoréxica»
manifiesta su negativa a tragar a fin de preservar su propia existencia pulsional y resistir a su
desaparición en ese flujo de amor alimentario; análogamente las toxicomanías bosquejan el
autoengendramiento de un cuerpo que querría recomponer sus propios bordes. El carácter
transgresivo de las toxicomanías muestra sobre todo hasta qué punto estos sujetos necesitan
afirmar un deseo propio en la forma de una aspiración a lo negativo, para resistir a la
servidumbre del «bien» de tipo materno. «Volverse el bien del otro», en el doble sentido del
término, se entiende en efecto como una amenaza de desaparición que la toxicomanía podría
tratar de reducir habilitando una suplencia narcisista. Es notable que pacientes que han
interrumpido toda toma de droga «recaen» en la toxicomanía en el momento en que se manifiesta,
en formas diversas, un llamado a satisfacer al otro, Por otra parte, hay que precisar que estas
prácticas toxicomaníacas surgen con frecuencia a partir de la adolescencia, cuando reemplazan
a otras manifestaciones que también ponen en juego trastornos corporales que constituyen
«respuestas» extrañas (bulimias, accidentes reiterados o enfermedades peligrosas … ).
No obstante, el giro de las toxicomanías es particularmente insólito, puesto que ellas inventan un
método para hacerse un cuerpo extraño mediante la incorporación de un tóxico: quien en la
urgencia de cada día incorpora ese cuerpo extraño parece realizar de tal modo un curioso
intento de «ser» un cuerpo extraño. Esta identificación apuntaría entonces a la elaboración de un
cuerpo circular: convertirse sin descanso en lo que se incorpora, para que el yo tenga por fin la
ilusión de encerrarse en sus propios bordes y resistir a una abertura mortal. Sin embargo, esta
operación fracasa casi siempre, pues de hecho reconduce a la alienación a la que querría
oponerse: al continuar invistiendo directamente la superficie corporal para tratar de circunscribir
el goce, actualiza aún más un abrazo imposible con el yo, poniendo en obra una nueva
coincidencia entre el cuerpo y lo que trata de significarlo. La invención toxicomaníaca se
desgasta con el transcurso del tiempo y no logra separar verdaderamente los cuerpos; por eso
a menudo se conjuga bien con el ejercicio de una violencia que lleva a muchos toxicómanos al
hospital o la cárcel. ¿Psicopatía? ¿Delincuencia? ¿Tendencias suicidas? Ninguna de estas
expresiones tiene el poder de restituir la lógica de estos actos. Más bien importa entender de qué
manera ellos se constituyen como respuestas masivas e inmediatas a un interrogante
informulable, a la cuestión misma del «puro devenir»: «¿Debo desaparecer para que se
conserve mi lugar? ¿Cómo dar lo que me borra? Robar un automóvil y correr con los ojos
cerrados por la carretera de circunvalación, hundirse en comas repetitivos, fracturarse… Estos
actos son algunas de las diferentes respuestas posibles a la urgencia de la cuestión evocada, y
cada una de ellas atestigua el impase en el cual se lastima a un cuerpo que es intimado a hacer
don de lo imposible y que sólo puede subsistir desapareciendo.
Estas inversiones de perspectivas que el aporte freudiano permite operar tienen, evidentemente,
consecuencias considerables para la práctica clínica. Si no se confunde la droga con el tóxico,
el estilo de las intervenciones con los pacientes resulta totalmente modificado. A partir de las
demandas singulares que se les dirigen, los profesionales se ven llevados a construir la relación
analítica como el lugar donde se descompone el estereotipo de la droga, mientras las dudas, los
interrogantes y los nuevos decires abren otro lugar del sujeto. Finalmente, en el espacio analítico
y también en los otros espacios, una toxicomanía está estructurada como una respuesta que
varía según la pregunta que se le dirige. Sobre todo si el terapeuta manifiesta de alguna manera
que él quiere «el bien» de su paciente (pretende curarlo de la droga), el paciente no podrá más
que negarse y desafiar esa nueva seducción de un amor materno alienante que ya lo ha llevado
a parapetarse en la transgresión. Puesto que la posición del terapeuta redobla un ofrecimiento
de tipo materno, muy a menudo se repite una misma escenificación, en la cual el terapeuta se
encuentra finalmente como el que demanda hacia el lugar del paciente, mientras que este último
vuelve a hacerse objeto del otro antes de desaparecer. En otras palabras, en este caso es
eficaz «la abstinencia» del terapeuta antes que la del paciente, pues ella es la que funda en
primer lugar la posibilidad de un espacio de palabra, impidiendo que el terapeuta se constituya
como el rival de la droga o como el destinatario de esa práctica.
Por eso el psicoanálisis no está «indicado» para el tratamiento de las toxicomanías. Pues, como
se ha visto, la cuestión no es simplemente «tratar» con psicoanálisis la «toxicomanía». Por otro
lado, una demanda de análisis supone una elección singular y una posición subjetiva que deben
entenderse por sí mismos y no en función de un consumo de sustancias. Es cierto que, cuando
puede tener lugar, esta experiencia obliga a la práctica analítica a reinterrogar sus propios
fundamentos, pues toda mirada dogmática o ideológica (que no obtendría su resorte de la
atención prestada a la dinámica de los procesos psíquicos) se ve en este caso rápidamente
desestimada.
Una de las primeras dificultades consiste aquí en llevar al analizante a elaborar un nuevo motivo
de consulta, una fuente enigmática de sufrimiento que sería la suya y no la del «toxicómano».
Por otra parte, son la puesta en perspectiva de lo desconocido y la puesta en obra de un enigma
los factores que abren otra temporalidad, allí donde la inmediatez de las respuestas del cuerpo
anulaba siempre el tiempo articulado de la pregunta. Parece igualmente esencial interrogar a ese
momento en el que se ha detenido la elaboración fantasmática para dejar lugar a un «repliegue
narcisista» (a menudo muy anterior a toda toma de droga), pues esa demarcación más lógica
que histórica permite despertar todos los «¿por qué?» del niño que hay en el adulto, es decir,
todas las preguntas fundamentales que han quedado en suspenso. Esta experiencia no significa
de ningún modo que «los toxicómanos no fantasmatizan», según la fórmula simplista que a
veces se ha propuesto, sino que, al contrario, el trabajo del fantasma está muy a menudo
sedimentado, y ya no relanza la elaboración de un cuestionamiento y de un saber que acomoden
la pérdida del objeto. Y es más precisamente el enigma del deseo del Otro lo que hay que
encontrar despierto y puesto en movimiento en la cura a través de la reactivación de las
preguntas y las construcciones, mientras que este enigma parecía antes obturado por una
certidumbre que llamaba siempre a la misma respuesta del cuerpo. El lazo transferencial se
organizará necesariamente en tomo a la reanudación de esa interrogación fundamental que le da
su lugar al sujeto: «¿Qué me quiere el Otro?», o bien «¿Qué soy para el Otro?». Las
provocaciones o las puestas en acto durante la cura podrán a menudo entenderse como nuevas
maneras de plantear esta pregunta, sobre todo en la forma de un «¿Puede usted perderme?»,
que se traduce faltando a las sesiones.
En lugar de tratar de «curar la toxicomanía», nos vemos entonces llevados a hacer surgir
nuevas formaciones que figuren las preguntas fundamentales del sujeto. En un primer tiempo, se
trata de suscitar la transformación de un montaje narcisista en formaciones de síntomas en la
cura. En efecto, es la constitución de síntomas aunque sólo sea en forma de una queja lo que
engendra una distancia entre el sujeto y el goce, al instaurar el lugar del enigma y de un tercer
saber. La creación del síntoma en la cura supone que el sufrimiento del analizante se organiza o
se elabora simbólicamente como una interpretación del deseo del Otro, reactivando la fabricación
de «teorías» y «novelas». Es esta nueva configuración la que hace practicable el análisis,
puesto que el analizante suscita el lugar del Otro en la cura como el sitio desde donde su
sufrimiento va a recibir un sentido.
Precisamente, antes de entrar en el campo de la transferencia, lo más frecuente es que la
toxicomanía no esté estructurada como un síntoma; ella realiza más bien un tratamiento del
cuerpo que no posee sentido en sí mismo, pero que suspende el tiempo y el deseo. ¿Hay que
prestarle a este exceso la figura de una transferencia? Sí, pero antes… a menudo nadie se
presenta a la cita, en todos los sentidos del término, puesto que estar allí equivale a no estar allí.
O bien la palabra «bajo cobertura» se hace absolutamente «no particular», y no puede resolver
entre lo verdadero y lo falso, entre lo que es propio del otro o de sí mismo. Paralelamente, se
ejerce la coacción de no ser hombre ni mujer, de no realizar una elección particular ni ocupar un
lugar social determinado, como sí esto tuviera que traicionar cierto vínculo de pertenencia, un
pacto de no-existencia particular… Contra toda identidad, en el encuentro con el analista, se
pone sin cesar en juego un principio de reversibilidad, hasta que… hasta que «poco a poco
aunque en seguida» un acto de palabra hace a veces detención y abisma al cuerpo en una
pregunta sin respuesta. Una detención que no corresponde siempre de modo inmediato a la
detención de la droga, sino más esencialmente a la interrupción parcial de una hipnosis -el lugar
mismo del tóxico, según Freud- cuyo montaje de toxicomanía no es más que una forma de sustituto. En efecto, este sustituto sólo puede fijar o circunscribir la escena de un rapto, un
embotamiento o una disolución que ya tuvo lugar y que ha hecho imposible una identidad sexual.
Imaginemos un cuerpo que permaneció durante años caído en el abismo temporal de una
formación hipnótica, propia de una relación «de masa» narcisista. Se trata, en efecto, de una
«neurosis actual», pues las condiciones de la transferencia están precisamente abolidas,
cuando «todo es puesto a la cuenta de Otra persona» cuyo deseo no es interpretado sino
proyectado en la dimensión de una demanda imperativa. La práctica clínica con pacientes
toxicómanos invita por cierto a una ficción de este tipo, en la cual una certidumbre desencadena
sin cesar en actos una respuesta masiva del cuerpo, sonámbulo y sin mediación. La cura
analítica se entiende entonces como trabajo de (re)puesta en obra de una represión que
finalmente hace inaccesible ese lugar enigmático del saber inconsciente en que se convierte el
cuerpo cuando se altera en la transferencia: trabajo de trenzado del goce con su propio
interdicto gracias a la construcción de «teorías» y «novelas» en las que lo sexual encuentra su
lugar de elaboración fantasmática.