Diccionario de Psicología, letra A Adolescente (psicopatología del)

Diccionario de Psicología, letra A Adolescente (psicopatología del)

La conquista de la subjetivación se logra con la genitalización del Edipo. Si bien al final del Edipo infantil la pulsión puede investir de manera ambivalente un objeto que ya no es a la imagen de sí, separarse del objeto simbiótico y permitir la aparición de una distancia que posibilite la figuración del tercero, se sabe ahora que la estabilización de las instancias psíquicas sólo se produce al final del proceso puberal, el cual vuelve a poner en tela de juicio las adquisiciones anteriores. Las vicisitudes de la subjetivación Bajo la influencia de los anglosajones, la teorización de los procesos patógenos en la adolescencia ha puesto el acento en los vínculos entre los escollos de la segunda separación-individuación y la emergencia de los grandes síndromes específicos de este período de la vida. Esta perspectiva nos parece fecunda y, si bien nosotros a veces no nos atenemos a ella, sin duda subtiende nuestra reflexión. La separación (de la madre física, pero también de las imágenes parentales interiorizadas) es una necesidad. Es la consecuencia de un mandato externo o interno destinado a la salvaguarda psíquica: es una separación que responde a la necesidad de sobrevivir, sea que se experimente como una exigencia íntima, o legitimada por la sustracción del objeto externo de apuntalamiento. Al respecto, el concepto de simbiosis originaria madre-infante no parece pertinente, pues connota un bienestar recíproco, una beatitud compartida que, a prior¡, no tienen ninguna razón de llevar en sí el determinismo de su acabamiento. En este sentido seguimos a J. Laplanche, quien habla de una relación inicial que evoca más el parasitismo biológico que la simbiosis: la asimetría inicial garantizaría la separación ulterior, y ésta la emergencia del pensamiento, no del pensamiento como restitución del discurso del otro, sino como riesgo. Percepciones y experiencias serán entonces sometidas a la prueba de una necesidad de coherencia interna singular, como también a la prueba del juicio de la unidad y de la diferencia. La estructura del Edipo y la primera separación que exige su constitución sientan por lo tanto las bases de la subjetivación. Pero a partir de allí puede desprenderse toda una concepción de la psicopatología que se organizaría en un sistematismo al menos problemático: todo lo que no llega a la estructura edípica llevaría en mayor o menor medida el sello del pathos; así, la diversidad de los obstáculos del desarrollo, asociados a los estadios pregenitales de la maduración pulsional, permitiría establecer una tipología en tomo de algunos grandes conceptos: psicosis, perversión, estado fronterizo, neurosis. Como el principio de repetición le garantiza al ser humano su placer y su supervivencia, no parecería que las cosas, puestas en estos términos, sean modificables en la pubertad, salvo que se las reformule en el lenguaje de la pulsión genital. En este cuadro un poco simplista se perfila el sujeto ideal, vencedor de las pruebas de la neurosis infantil, ya aplacados sus deseos incestuosos y parricidas, que ha «ganado la herencia parental» y, en la asunción triunfante de su yo, parte de la búsqueda del Grial que está seguro de conquistar. Ahora bien, ese sujeto es una visión ideal. Lo que constituye la subjetivación es la puesta en tensión permanente de la estructura edípica y sus residuos infantiles: en este sentido, se puede decir que la resolución del Edipo es utopía, y que, por el contrario, la insistencia de sus coacciones es lo que permite la investidura simultánea, en el continuo temporal del objeto otro y del objeto-yo, de la diferencia y de lo mismo. También en este sentido la subjetivación implica tomar en cuenta, en el funcionamiento psíquico singular, la permanencia de las cualidades de la relación con la estructura edípica y las formas que esa relación puede tomar bajo el impacto de los acontecimientos internos o externos. Sea cual fuere el funcionamiento psíquico del sujeto, la estructura está allí, y es en la distancia al (re) conocimiento de la inscripción edípica donde se despliega la patología del adolescente. De modo que la psicopatología aparece como un obstáculo de la figuración de la estructura. La adolescencia nos permite ver bien la dificultad que existe para (re)conocer la estructura del Edipo, en el momento en que la sacudida pulsional pone a prueba la organización psíquica negociada desde la entrada en la latencia. (Re)conocer esta triangulación obliga a renunciar a varias cosas: a la posesión del progenitor heterosexual, a pesar de una potencia sexual ya adquirida; al fantasma de dominio del goce parental-, a los privilegios y prótesis de la infancia. Se pueden identificar tres tipos de funcionamiento: aquel en que el trabajo de la adolescencia permite esos renunciamientos, al precio de afectos depresivos transitorios, «happy end» que en suma no es más que una manera de vivir en paz con las ¡magos parentales y los deseos que ellas engendran; el funcionamiento en el que el joven púber, en una renegación de las metamorfosis que le impone su cuerpo, se aferra a su imagen infantil, de cuerpo no sexuado, objeto de los cuidados maternos a los cuales no puede renunciar y el funcionamiento en el que tiende a la posesión de un cuerpo en adelante potente, pero tratando de conservar los beneficios ligados a su estatuto de niño. En este último caso se verán sucederse transacciones diversas, estrategias a menudo muy refinadas, en las cuales el adolescente permanece al borde de la estructura edípica, esencialmente por temor a perder su sentimiento de continuidad y de existencia. No obstante, la calidad de las identificaciones primarias puede permitir un comercio con la estructura, así sea de un modo neurótico. En el caso anterior, al contrario, el adolescente no está en el límite de la estructura, sino al margen de ella. La presenta pero la reniega; la idea de una escena primitiva de la que estaría excluido es del orden de lo irrepresentable porque lo remite a un sentimiento de aniquilación. La taxonomía clásica tiene poco interés en la adolescencia: se sale de un período en que la organización psíquica es precaria, para entrar en un tiempo de realización, normalmente estable, que será el de la madurez. Los grandes síndromes descritos por la nosología psiquiátrica no dan cuenta de la especificidad de la dinámica adolescente. No obstante, el síntoma, como expresión de la patología, constituye la teoría enigmática de la relación del sujeto con la estructura edípica. Figuración del síntoma Desde las figuras del discurso disponibles -geométrica, libre, narrativa, conceptual- a los movimientos que ellas engendran, desde el objeto al proceso, se desliza la intención de la representación en tanto soporte de la comunicación. La figura, sea cual fuere, es un código. Cuando el acto de creación ya no es la oportunidad de una comunicación, cuando ya no da forma a algo compartible, se convierte en síntoma. La diferencia entre un síntoma y una figura tiene por lo tanto que ver con la inteligibilidad de la producción. La cuestión del sentido del síntoma, a nuestro juicio se cierra sobre sí misma; el síntoma no es en esencia un decir, a menos que se lo considere un decir que logra tornar abstrusa la expresión del Sujeto. Sin embargo la matriz que fabrica el síntoma es la misma que da cuerpo a la figura: el impulso continuo hacia el objeto de satisfacción. El sujeto no cesa de ser accionado por los contenidos de su inconsciente, contenidos arcaicos en los cuales encuentra su origen la necesidad de crear, y en tanto no se piensa a ese sujeto como capaz de un contacto directo y activo con su deseo, se trata menos de la diferencia entre figura y síntoma que del momento y las condiciones en los que bascula la puesta en sentido para el otro. No basta invocar la definición de un principio de inteligibilidad, conviene comprender también las causas de los obstáculos que se oponen a su puesta en obra, El empleo del concepto de figura para dar cuenta de un momento psíquico exige algunos rodeos. Puesto que ocupa el territorio de la fenomenología, ¿es un modelo teórico de validez insospechable con respecto al psicoanálisis? Si se considera que puede traducir movimientos metapsicológicos, ¿no implica su uso el riesgo de quitarles relieve, de hacerles perder sustancia, a consecuencia de sus connotaciones visuales y representativas, en detrimento de otros contenidos? Si la figura es por definición, geométrica, estética, retórica, ¿puede ser también clínica y, en este caso, qué interés tiene para nuestros fines? Existe el riesgo de desestimar lo pulsional en beneficio de una teoría de la representación. También el peligro de caer en una conceptualización órgano-dinamista: hacer de lo inconsciente un depósito de imágenes, que estructuras más jerarquizadas harían accesibles bajo formas específicas. Ése no es nuestro punto de vista, y lo que intentamos cernir es el momento en que el sujeto puede apropiarse de su síntoma, es decir, admitir su existencia y su sentido. En otras palabras, intentamos comprender las condiciones en las cuales el yo no utiliza con pertinencia las herramientas de que dispone para mantener la homeostasis psíquica, y recurre al síntoma para crear lo esotérico, lo que se presenta como indecible: estas condiciones parecen aprehensibles en la declinación de la adolescencia. El incesto, una representación mortífera El concepto de adolescencia no admite una definición unívoca en las diferentes ramas de las ciencias humanas. Nuestro abordaje de la psicopatología adolescente se basa en el postulado de que la adolescencia es un trabajo de reorganización psíquica pospuberal, indispensable, que permite acceder a la castración genital y al goce, polos reguladores de la homeostasis psíquica. Freud ha puesto de manifiesto la naturaleza de este trabajo en Tres ensayos de teoría sexual, donde insiste en el valor reorganizador o desorganizador del embate pulsional y de las representaciones incestuosas y parricidas. Hacemos nuestro este postulado, que estará implícito en los desarrollos ulteriores, y no volveremos a mencionarlo en el marco de este trabajo. La adolescencia es un tiempo, una moratoria entre la infancia y la madurez, pero nuestra perspectiva excluye que su definición la reduzca a un espacio estatutario, y por lo tanto sociológico. Aunque puede haber varios lenguajes de la adolescencia, según los modos y las culturas, no hay más que un determinante y sólo uno de esas expresiones múltiples, a saber: el impacto del cambio puberal sobre el espacio de las representaciones psíquicas. Esto ha podido teorizarse como la puesta en tensión entre la identidad y la identificación, 0 incluso en términos de integración del cuerpo sexuado, y por cierto, como lo hemos dicho, en términos de separación-individuación. A pesar de la diversidad de los conceptos centrales propios de una teoría de la adolescencia, no es menos cierto que la única constante de esta última es una dialéctica entre las adquisiciones de la historia infantil y la extraña promesa que infiltra la transformación puberal. La ruptura de la continuidad del sentimiento de existencia es entonces un riesgo; la integración del cuerpo sexuado en un sistema de representaciones parentales diferenciadas no está «dada» como prima de la pubertad, sino que hay que conquistarla. La psicopatología de la adolescencia sería entonces el espacio en el cual se constituirían todas las resistencias a una triangulación genitalizada. Lo que engendra tal movilización defensiva es esencialmente el impacto traumático de los fantasmas incestuosos y parricidas, en su versión puberal. La necesidad de desgastar o evitar esas representaciones es la razón inconsciente de la elección de estrategias psicopatológicas en el joven púber, estrategias que son otros tantos «ensayos y errores» para acceder a la genitalidad que pueden fracasar. Parece natural que algunos hayan podido hacer de esta necesidad de renunciamiento a los padres incestuosos el equivalente de un trabajo de separación. No obstante, se trata menos de una separación que de la transformación de los lazos con los objetos parentales de la primera infancia. El desenlace del trabajo de la adolescencia es la conquista de una identidad sexuada, consecuencia de un trabajo de liberación respecto de las imagos parentales infantilizadas, y de una aceptación de las experiencias de duda, de falta y de soledad. Con todo, esa liberación no puede ser absoluta, salvo como artificio intelectual. Las introyecciones e identificaciones infantiles son constitutivas, y la interiorización de objetos parentales tranquilizadores funda nuestro sentimiento de existir. La teoría de la separación como condición de la subjetivación debe por lo tanto ponderarse con el hecho verificado de que uno no se separa nunca completamente de aquello que se ha conocido, que perdura en nosotros en forma de huella, de sombra, de experiencia. Desde nuestro punto de vista, es la transformación de los lazos con las ¡magos parentales de la primera infancia, y no la separación respecto de éstas, lo que permite la individuación. Estrategias para sobrevivir En el umbral de la adolescencia, el modo de organización psíquica está bajo el signo de la represión de la satisfacción directa de la pulsión, por temor a las represalias, pero todas las lógicas de placer antes experimentadas y abandonadas, aunque no condenadas, pueden ser reinvestidas si la lógica genital que se impone con las modificaciones puberales no alcanza su realización (por razones con más frecuencia psíquicas que externas). En todos los casos, incluso los más normales, la adolescencia verá desarrollarse movimientos de ida y vuelta, transacciones entre los objetos de satisfacción de la primera infancia y el objeto complementario puberal, antes de que la elección se instaure definitivamente, con la consecuencia de un renunciamiento a las satisfacciones infantiles. No hay por lo tanto adolescencia sin una patología que llamaremos normal, que traduce la inseguridad, la incertidumbre de¡ cambio, lo experimentado como inquietante extrañeza en un cuerpo sexualmente maduro, la depresión ante la pérdida de los puntos de referencia infantiles. El deseo conflictivo de asumir el destino edípico, puesto que se conjuga con el temor de no sobrevivir a su realización, no puede dejar de provocar la emergencia sintomática, puesto que es, por definición, iniciático, y en consecuencia no figurable. De modo que todas las adolescencias están marcadas por indicios psicopatológicos, lo que no permite hacer de ellos signos de una inscripción en la enfermedad. Son la expresión de un trabajo psíquico, de un movimiento que es el de la figuración de la inscripción estructural. En esta época nada hay más sospechoso que el silencio. Todas las adolescencias son trabajadas por la misma alternativa, a saber, la negociación de las investiduras libidinales y (o) narcisistas. Conquistar la identidad es investir el valor propio, y en tal sentido negar al otro en tanto que obstáculo a la propia definición. Sin embargo, acceder a una identidad sexual es investir al otro en su diferencia, es decir, reconocer en primer lugar la propia falta, la propia castración. Subsistirá la cuestión de saber lo que uno acuerda al objeto y lo que se acuerda a sí mismo, a su sentimiento de continuidad y de existencia. Se tratará, por lo tanto, de saber cuál es la investidura mínima de sí que hace posible la investidura del otro o, en otros términos, en qué momento la investidura del otro se vuelve amenazante para el sentimiento de existencia, en la medida en que puede entrañar una deprivación catastrófica de la investidura de la propia unidad. La finalidad es seguir sintiéndose existir, renunciando a la omnipotencia que nutría los sueños infantiles, en beneficio de una sujeción al principio de realidad, portador, también él, de satisfacciones posibles. Si se admite que el otro es siempre el progenitor edípico, se trata de saber qué investidura mínima narcisista es necesaria para que el sujeto pueda contemporizar con sus anhelos incestuosos, sin angustia de aniquilación, en el momento en que el objeto complementario hace señal. Este interrogante está en el centro de la problemática de las fobias, tan frecuentes en la adolescencia. No obstante, la situación no se te aparece explícitamente en estos términos al adolescente que busca sus soluciones sin haber comprendido necesariamente en qué consiste el problema, sin saber racionalmente qué es lo que lo preocupa, y contra qué prepara sus armas. Para él se trata de existir sin sufrir, sin renunciar a la omnipotencia imaginaria que aún lo habita. Ahora bien, «cuando seas grande» era una promesa, y la pubertad viene a significar que era un señuelo. Si, en tales condiciones, la inflación narcisista es una huida, puede ser también una salvaguarda. La exhibición, la bravura, la búsqueda de riesgos físicos, pero también ciertos modos de intelectualización, son sus formas más corrientes. Como el desmoronamiento narcisista es una amenaza constante mientras la elección de un objeto complementario no haya estabilizado la identidad sexuada y aportado la prueba de que el acto sexual no es peligroso, se comprende que se exploren todas las salidas potenciales antes de que se alcance una solución estable. Algo de lo que está en juego Una conducta eminentemente anormal puede no ser más que un fuego de artificio, la expresión de una transacción psíquica de muy corta duración, cuyo valor madurativo habrá sido ejemplar. A la inversa, algunos trastornos, que evolucionan con poco ruido, no son espectaculares y no inquietan a nadie, pueden revelarse a posteriori como las señales de llamada de una patología grave y de un sufrimiento difícil de soportar. Esto justifica por lo tanto una evaluación a prior¡ de los signos de fragilidad del adolescente, fragilidad a menudo negada, que le veda sin embargo inscribirse en el orden social y encontrar su lugar en él, «amar y trabajar». Esta evaluación depende de criterios refinados que no podríamos resumir en el espacio de este artículo, pero que podemos bosquejar en grandes líneas. No tiene un valor predictivo sistemático, pero no por ello es desdeñable. La fragilidad de la investidura narcisista precoz La adolescencia es una retroacción; si no repite lo que sucedió en la infancia, induce una reviviscencia de todas las experiencias traumáticas precoces. Todas las carencias afectivas, las insuficiencias de investidura del niño, eventualmente mudas en los primeros años, serán reactivadas por el impacto de la pubertad y el trabajo de la adolescencia. Así, un niño hiperkinético, cuya angustia se traduce en tentativas de dominar el objeto mediante la exploración incesante del ambiente, se revelara como un adolescente inestable, incapaz de enfrentar su mundo interno, y con tendencia a privilegiar las soluciones actuadas, en desmedro de las soluciones pensadas. Un niño investido por los padres como un objeto narcisista en detrimento de su identidad sexuada, podrá en la adolescencia sentirse vacío por la ausencia de los progenitores, y buscar soportes narcisistas artificiales. Esto sin embargo no es generalizable, pues, por una parte, no hay continuidad entre las expresiones de la psicopatología del niño y las del adolescente, y por otra porque la predicción de los trastornos en la adolescencia no debe subestimar el valor reasegurador de os objetos externos. El objeto de apuntalamiento parental (o su sustituto) es una necesidad el la adolescencia: un objeto en el cual sea posible apoyarse, objeto refugio, objeto al que se puede agredir y que no obstante da testimonio de no haber sido destruido. En tal sentido, toda autonomía acordada al adolescente demasiado precozmente es una violencia ejercida sobre su vida psíquica, puesto que niega la necesidad vital que él tiene de un marco objeta] protético. También en este sentido, la fragilidad parental (el problema de las depresiones en los adultos, pero asimismo el de su indisponibilidad para el joven) puede inducir en el adolescente una pérdida narcisista y la búsqueda de objetos sustitutos capaces de procurarle artificialmente un sentimiento de seguridad. La psicopatología de la adolescencia no carece por lo tanto de vínculos con la historia infantil. La violencia de las representaciones incestuosas Desde el comienzo de la adolescencia, todas las representaciones del joven están coloreadas por una tonalidad sexual. Pero para captar el impacto patologizante de ese estado, en suma normal, es necesario apreciar la naturaleza del comercio íntimo que el adolescente mantiene con sus fantasmas. La libertad que un adolescente puede lograr ante un fantasma de seducción parental no deja de estar vinculada a la capacidad de los progenitores para distanciarse de sus propios deseos incestuosos, reactivos por su relación con los hijos. Esto, en el plano racional, no plantea problemas. La prohibición del incesto es garantía de buena salud en la mayor parte de las constelaciones familiares. Sin embargo, el incesto se consuma de manera sutil: con la prohibición de entablar relaciones no admitidas por la familia (por ejemplo, de elegir un compañero o una compañera que no sea del mismo grupo étnico o religioso), con la imposición de una carrera profesional que somete al adolescente al deseo del progenitor edípico, etcétera; todas estas maniobras crean un lazo de proximidad fantasmática entre el adolescente y el progenitor; de modo que el primero puede, lógicamente, denegar [dénier] sus propios deseos de seducción edípica, para afirmar que su padre o su madre son seductores, y confortarse con la idea de que, sea lo que fuere lo que él haga o piense, su cuerpo les pertenecerá siempre a ellos. Es en este espacio donde eclosiona la psicosis de la adolescencia, locura de la que participa el progenitor edípico, nunca sin saberlo si se interroga su propia teorización del Edipo; locura que se juega entre dos actores, ante los ojos de un tercero cómplice, que sin embargo se retira. Las transacciones narcisistas y libidinales La originalidad de la organización psíquica del adolescente no sólo tiene que ver con su precariedad, sino también con la variabilidad y la labilidad de los mecanismos de defensa que él utiliza. La investidura del yo es perturbada por el empuje de las representaciones incestuosas y parricidas. El sentimiento de existencia, el sentido de la existencia, quedan fuertemente comprometidos. El adolescente tiene entonces como recurso negar que la genitalización del incesto refuerza la irreversibilidad de su sexuación (éste es el caso de las anorexias, de ciertas toxicomanías, en las que todo ocurre como si el cuerpo debiera seguir siendo infantil), o bien hipostasiar la investidura de su propio cuerpo como símbolo único de su subjetividad (es el caso de los « arriesga- todo »: moto, montaña, velocidad, etcétera; el agotamiento, o la experiencia del límite, dan por un lado testimonio de potencia, y por otro reaseguran sobre el dominio de esa potencia, que de otro modo resulta más peligrosa por cuanto está infiltrada de sus representaciones sexuales). Entre estas dos estrategias, son posibles todas las combinaciones. El riesgo de una evolución realmente patológica depende de dos factores: la naturaleza del vínculo que el adolescente conserva con la realidad objetiva (la importancia de la renegación, de los razonamientos paralógicos, decide aquí un pronóstico a menudo inquietante) y la cualidad de las defensas contra la angustia. Para concluir Captado en la inminencia de su surgimiento (lapsus) o en el despliegue de una historia singular (delirio, por ejemplo) y tomado como tal, el síntoma es una lengua indescifrable. Para obtener valor debe ser referido a los elementos de un código. Si bien signa un momento dialéctico único del funcionamiento del sujeto, es como una puntuación insensata que hubiera perdido el texto que escande. El síntoma es ruptura, división, no-homogeneidad, y se inscribe en contrapunto con lo que evoca la idea de integración. La salud es silenciosa; el síntoma habla, revela la crisis, el compromiso, la negociación entre fuerzas o partes, discretas o vehementes, que el inconsciente rige a su modo. Aparecen aquí connotaciones dinámicas: el síntoma es transacción de instancias, yo / ello, yo / realidad, yo / ideal del yo. Es una manifestación de la economía interna del sujeto. El compromiso es puntual, duradero, frágil, resistente, lábil, enquistado, breve, aparece siempre como un cuerpo indeseable en la historia del sujeto. El hecho de decir que el delirio es una tentativa de reconstrucción del sujeto psicótico no cambia en nada el carácter no sólo peyorativo sino también indescifrable que lleva en sí el síntoma-delirio: vieja herencia de la nosología psiquiátrica en la cual el sujeto se disuelve detrás de los signos, pues el código busca en este caso su piedra de Rosetta. Pues si el síntoma habla, no le dice nada a nadie que no sea él mismo; no comunica, no se comparte como sistema colectivo de expresión. Para hacerlo, es necesario que acceda a la figurabilidad, que se ponga en sentido, que pierda su singularidad económica para abrirse a una economía general de la teoría. Esto no es propio del adolescente; lo que sí lo es, en cambio, es la dificultad que tiene el aparato psíquico, sumergido por la violencia de las nuevas representaciones, para inscribirlas en el orden de lo común y de lo compartible, y otorgarles una virtud a la vez universal y trivial.