Diccionario de Psicología, letra A, Autismo

Diccionario de Psicología, letra A, Autismo

s. m. (fr. autisme, ingl. autism; al. Autismus). Repliegue sobre su mundo interno del sujeto, que rehusa el contacto con el mundo externo, y que puede ser concebido como el efecto de una falla radical en la constitución de la imagen del cuerpo. Descripción clínica del síndrome. L. Kanner fue el primero, en 1943, en describir el cuadro clínico, al estudiar un grupo de 11 niños («Autistic disturbances of affective contact», Nervous Child, vol. 2). Su descripción sigue siendo aún válida y presenta la ventaja de no estar contaminada por intentos explicativos, como en los autores posteriores. Kanner describe un cuadro cuyo rasgo patognomónico es «la ineptitud para establecer relaciones normales con las personas desde el principio de la vida». Descarta toda confusión con la esquizofrenia, adulta o infantil, y señala que en estos niños no existió nunca una relación inicial tras la cual habría habido una retracción. «Hay desde el principio una extrema soledad autista que, siempre que es posible, desdeña, ignora, excluye todo lo que viene hacia el niño desde el exterior». Todo contacto físico directo, todo movimiento o ruido es vivido como una amenaza de romper esta soledad. Será tratado «como si no existiera», o se lo sentirá dolorosamente como una interferencia desoladora. Cada aporte del exterior representa una «intrusión espantosa». De ello se desprende un límite fijo dentro de la variedad de las actividades espontáneas, como si el comportamiento del niño estuviese gobernado por una búsqueda de la inmutabilidad que explicaría la monotonía de las repeticiones. En las entrevistas, estos niños no prestan la menor atención a la persona presente: por el tiempo que los deje tranquilos, la tratan como a un mueble. Si el adulto se introduce él mismo por la fuerza tomando un cubo o atajando un objeto que el niño ha lanzado, este se debate, y se encoleriza contra el pie o la mano como tales y no como partes de una persona. Respecto de los signos precursores, Karmer destaca que, si el niño común aprende desde los primeros meses a ajustar su cuerpo a la posición de la persona que lo lleva, los niños autistas no son capaces de ello. En cuanto a la etiología en juego, Kanner supone que «estos niños han venido al mundo con una incapacidad innata, biológica, de constituir un contacto afectivo con la gente». En lo que concierne al lenguaje, ocho de los once niños estudiados hablaban, pero sólo para enunciar el nombre de objetos identificados, adjetivos de colores o indicaciones sin especificidad. Cuando estos niños llegan por fin a formar frases -estado que los autores actuales denominan «posautismo»-, se trata de repeticiones inmediatas o de ecolalias diferidas, como en los loros, e incluso de combinaciones de palabras oídas. El sentido de una palabra es inflexible, sólo puede ser utilizado con la connotación originariamente adquirida. Los pronombres personales son repetidos tal como son oídos, sin tener en cuenta quién enuncia la frase. «El lenguaje -dice- estaba desviado hacia una autosuficiencia sin valor semántico ni de conversación, o hacia ejercicios de memoria groseramente deformados». Concluye que, en lo concerniente a la función de comunicación de la palabra, no había diferencia fundamental entre los ocho niños hablantes y los tres mudos. Y, como algunos padres habían aprovechado la extraordinaria retentiva de estos niños para hacerles aprender salmos o textos de memoria, Kanner se preguntaba si este aprendizaje mismo no constituía una causa de sus dificultades de comunicación. Si buen número de estas observaciones siguen siendo pertinentes, algunas de sus conclusiones en cambio son contradichas por el estudio que treinta años después lleva adelante el propio Kanner («Follow up study of eleven children originally reported 1943», 1971) sobre la evolución de los once niños estudiados. Reitera allí, con más convicción aún, su concepción de una etiología biológica innata, y rechaza cualquier psicogénesis posnatal: para él, todo está jugado ya en el nacimiento, y le parece imposible considerar este cuadro como un efecto de la relación padres-hijos. Casi todos los ex niños de su investigación habían sido internados en instituciones para crónicos y postrados, y Kanner comprueba que se han instalado en un modo de vida «nirvana». Dos, sin embargo, habían logrado una autonomía profesional y económica, dando prueba de capacidades creadoras culturales o artísticas. Estos dos destinos diferentes son considerados por Kanner como resultado del encuentro con seres capaces de entrar verdaderamente en contacto con ellos. Lo que este autor no destaca es que se trata justamente de dos de los niños que habían desarrollado particularmente ese lenguaje ecolálico, y a los que los padres les habían suministrado cierta cantidad de material cultural como para alimentar su capacidad de aprender de memoria. ¿Podría ser entonces que -contrariamente a la opinión de Kanner- un trabajo tal con el lenguaje, aunque aparentemente fuera de discurso y no comunicativo, introdujese al aparato psíquico del niño en un camino estructurante? El punto de vista del psicoanálisis. El abordaje de los autores poskleinianos. Para F. Tustin (Autistic States in Children, 198l), los niños autistas son prematuros psicológicos. La toma de conciencia de la separación del objeto ha ocurrido antes de que sus capacidades de integración fueran suficientes en el plano neurofisiológico. El niño se encontraría entonces en una situación de depresión psicótica, concepto tomado de D. W. Winnicott que remite a un fantasma de arrancamiento del objeto, con pérdida de la parte correspondiente del propio cuerpo (por ejemplo, el seno junto con una parte de la boca). Esto produciría un vacío que Tustin llama «el agujero negro de la psiquis»; y el autista, para defenderse de ello, desarrollaría defensas masivas, con el propósito de negar toda separación, toda alteridad. Se construiría un caparazón en el que, invistiendo sus propias sensaciones internas, produciría las «figuras autistas» que están en la raíz de los «objetos autistas», constituidos por partes del cuerpo del niño o por objetos del mundo exterior percibidos como cuerpo propio. Donald Meltzer (Exploration, Apprehension of Beauty, 1988) describe dos mecanismos específicos del autista, cuyo propósito es «aniquilar toda distancia entre el propio-ser y el objeto», y por consiguiente toda posibilidad de separación de este objeto: el «desmantelamiento» y la «identificación adhesiva». Este último concepto remite a la noción de «piel psíquica: una zona que limita y mantiene el cuerpo como un conjunto coherente». El autista se pega al objeto, que percibe bidimensional y por lo tanto desprovisto de interior; el yo y el objeto se presentan aplanados, despedazados, y no hay nada que les dé coherencia ni volumen. René Diatkine, alejado sin embargo de una visión estructuralista del aparato psíquico, ha hecho observaciones muy agudas sobre los inconvenientes de este abordaje fenomenológico del autismo. En particular, señala la dificultad de considerar el autismo como sistema defensivo y lo aventurado que le parece atribuirle al bebé fantasmas de arrancamiento de la boca o del seno. Aproximación lacaniana a la cuestión del autismo. ¿Es posible diferenciar autismo y psicosis? Para responder a esta pregunta, C. Soler plantea la alienación y la separación como las dos operaciones constituyentes de la causación del sujeto. Recuerda la idea según la cual (Lacan, Seminario XI) el psicótico no estaría fuera del lenguaje, sino fuera del discurso. «Si la inscripción en un discurso está condicionada -dice- por esta operación de separación, a su vez condicionada por el Nombre-del-Padre, hay que decir que el fuera-de- discurso de la psicosis es su instalación en el campo de la alienación. La cuestión es entonces la del autismo (…) se puede situar al autismo en un más acá de la alienación, en un rechazo a entrar en ella, en un detenerse en el borde». La falla en la constitución de la imagen del cuerpo en el niño autista. Sabemos, por las investigaciones internacionales publicadas, y por la clínica (cf. M. C. Laznik-Penot, «Il n’y a pas d’absence s’il n’y a pas déjà présence … », en La Psychanalyse de l’Enfant, N° 10), que hay bebés que, aun criados por su madre y sin tener ningún trastorno orgánico, no la miran, no sonríen ni vocalizan nada hacia ella ni la llaman jamás en caso de aflicción. Nuestros trabajos nos llevan a pensar que la no mirada entre una madre y su hijo, y el hecho de que la madre no pueda darse cuenta de ello, constituye uno de los signos princeps que permiten plantear, durante los primeros meses de la vida, la hipótesis de un autismo (en tanto las estereotipias y las automutilaciones sólo suceden en el segundo año). Aunque esta no mirada no desemboque necesariamente después en un síndrome autista característico, marca una dificultad importante en el nivel de la relación especular con el otro. Si no se interviene, son niños en los que el estadio del espejo no se constituirá convenientemente. Estos casos clínicos, que nos presentan una no constitución de la relación especular, permiten poner en evidencia patologías que traducen, ciertamente, una no constitución de la relación simbólica fundamental, la presencia-ausencia materna, pero no por un déficit del tiempo de ausencia (como a menudo se ve en la clínica de otros estados psicóticos) sino más bien por un déficit fundamental de la presencia original misma del Otro. La consecuencia es la falla en la constitución de la imagen del cuerpo (a través de la relación especular con el otro) y en la constitución del yo. Esto correspondería al fracaso del tiempo de la «alienación» en la constitución del sujeto. Para trabajar la clínica de una no constitución de la relación especular, hay que retomar el esquema óptico. Sabemos que Lacan lo introduce (Seminario 1, 1953-54) para intentar metaforizar la constitución del narcisismo primario. En la experiencia de Bouasse, citada por Lacan en «Observaciones sobre el informe de Daniel Lagache» (1960; Escritos, 1966), vemos que el objeto real -lo real del bebé, digamos su presencia orgánica- parece muy bien hacer uno con algo que es una imagen: esta imagen real (el ramo de flores), los «pequeños a» [véase objeto a ] que constituyen la reserva de la libido. Sabemos que, en tal dispositivo, el sujeto de la mirada, metaforizado por el ojo, que está en condiciones de percibir las dos cosas (el jarrón y las flores) como formando un todo, una unidad, no puede ser el mismo niño, sino necesariamente un Otro. Para que el infans pueda verse a sí mismo, llacan propone algunas modificaciones a este esquema inicial, introduciendo en especial un espejo plano, que es el que ilustra en primer lugar el estadio del espejo. Pero también va a emplearlo de otra manera: como espejo sin reflejo, representación de la mirada del gran Otro (Seminario VIII, 1960-61, «La trasferencia»). Del lado en que se encuentra el conjunto constituido por el objeto real haciendo uno con la imagen real, de ese lado va a presentificarse la constitución del Ur-Ich, en lo que será el cuerpo propio, la Ur-Bild de la imagen especular. Lacan acuerda una gran importancia a ese tiempo de reconocimiento por el Otro de la imagen especular, a ese momento en que el niño se vuelve hacia el adulto que lo sostiene, que lo lleva, y que le demanda ratificar con la mirada lo que percibe en el espejo como asunción de una imagen, de un dominio todavía no logrado. Para dar cuenta de la falla en la constitución del estadio del espejo, hace falta plantear la necesidad de un primer reconocimiento, no demandado, pero que fundaría la posibilidad misma de la imagen del cuerpo, es decir, la Ur-Bild de la imagen especular, y que no podría formarse sino en la mirada del Otro. Un defecto de tal reconocimiento primero podría dar cuenta de esa evitación, que parece un cercenamiento de los signos perceptivos de lo que constituiría la mirada de la madre, en el sentido de su presencia, de su investimiento libidinal. Llegados a este punto, tenemos que progresar a través de otra cuestión: ¿desde dónde se origina la imagen real? Para responder a ello, debemos referirnos a la reconsideración modificada que hace Lacan del esquema óptico en el Seminario X, 1962-63, «La angustia»: la imagen real que aparece por encima del jarrón (objeto real) no es ya la copia concordante de un objeto oculto, como era el caso del ramo de flores, sino el efecto de una falta que Lacan va a escribir «menos phi» (-j). A partir de la clínica del autismo, podemos entonces proponer una lectura de esta nueva versión del esquema óptico. Así, el que ocupa el lugar del Otro primordial da su falta (-j). Decir que este Otro da su falta permite escribirlo como A (A tachada, barrada). Esta operación permite ver surgir al niño aureolado de los objetos «pequeños a» , lo que se podría llamar la «falicización» del niño, que parece corresponder a la noción misma de investimiento libidinal en Freud. Detrás del espejo plano, en el campo imaginario, ya no vemos más surgir la imagen virtual del conjunto de lo que había podido constituirse (a la izquierda). Los pequeños a no son especularizables; lo que Lacan llama la «no especularización del falo» vuelve en la imagen virtual como una falta (-j). Observamos pues que esta falicización del niño sólo tiene lugar en la mirada del Otro [Autre], y aquí la mayúscula [A] se impone clínicamente, puesto que, en la relación con su imagen, con el otro su semejante, el sujeto sólo puede verse como marcado por la falta. La imagen real, formada por el conjunto de esos pequeños a que corresponden a la falicización del niño, sería entonces comparable a lo que Freud propone en su obra Introducción del narcisismo cuando habla de la necesidad de que el niño venga a ocupar el lugar de «His Majesty the Baby». En su Seminario X, «La angustia», Lacan ha hablado de una clínica de la falla de la constitución de la relación especular. Se trata de madres para las que el niño en su vientre no es sino un cuerpo a veces cómodo o a veces incómodo; lo que él llama «la subjetivación del pequeño a como puro real» (Seminario XI, 1963-64, «Los cuatro conceptos fundamentales del psicoanálisis»). Todo ocurre como si ciertos padres no fueran cautivos de ninguna imagen real, y por lo tanto, de ninguna ilusión anticipadora: como si vieran al bebé real, tal como es, en su absoluta desnudez. Esta imposibilidad no tendría relación con una ausencia de buena voluntad en los padres sino que correspondería a dificultades de orden simbólico de las que ellos mismos serían víctimas. La ausencia de dimensión simbólica e imaginaria de esta imagen real deja al niño sin imagen del cuerpo, haciendo problemática su vivencia de unidad del cuerpo. Esta ausencia de imagen del cuerpo tendrá al menos otra consecuencia dañina: bloqueará la reversibilidad posible de la libido del cuerpo propio a la libido de objeto. Es decir que los objetos a no se encontrarán comprendidos en ese borde del jarrón que simboliza al continente narcisista de la libido. Esto, al mismo tiempo, hace imposible el pasaje entre i(a) e i'(a) , no dejándole otro porvenir a la libido del niño que el encierro en el cuerpo propio: las automutilaciones.