Diccionario de Psicología, letra E, Espejo

Diccionario de Psicología, letra E, Espejo

Espejo (estadio del) (fr. stade du miroir; ingl. mirror pliase; al. Spiegelstadium). Fenómeno consistente en el reconocimiento por el niño de su imagen en el espejo, a partir de los seis meses. Este estadio sitúa la constitución del yo unificado en la dependencia de una identificación alienante con la imagen especular y hace de él la sede del desconocimiento. Lacan habla por primera vez del «estadio del espejo» en 1936, en el congreso de Marienbad, Luego retomará este tema, que desarrollará en el curso de su enseñanza, pues el estadio del espejo es una tentativa de elaboración de una teoría que dé cuenta del establecimiento del primer esbozo del yo, que se constituye al principio como yo ideal y tronco de las identificaciones secundarias. El estadio del espejo es el advenimiento del narcisismo en el pleno sentido del mito, pues denota la muerte, muerte ligada a la insuficiencia vital del período del que surge este momento. Esta es en efecto una fase de la constitución del ser humano que se sitúa entre los seis y los dieciocho meses, período caracterizado por la inmadurez del sistema nervioso. Esta prematuración específica del nacimiento en el hombre es atestiguada por los fantasmas de cuerpo despedazado que encontramos en las curas psicoanalíticas.

Es el período que Melanie Klein ha llamado «esquizoide», que precede al estadio del espejo. En el tiempo pre-especular, por consiguiente, el niño se vive como despedazado; no hace ninguna diferencia entre, por ejemplo, su cuerpo y el de su madre, entre él y el mundo exterior. Pues bien, el niño, sostenido por su madre, reconocerá luego su imagen. Efectivamente, se lo puede ver observándose en el espejo, volviéndose para mirar el medio reflejado (es el primer tiempo de la inteligencia): su mímica y su júbilo atestiguan una especie de reconocimiento de su imagen en el espejo. En ese momento experimentará lúdicamente la relación de sus movimientos con su imagen y con el medio reflejado. Hay que comprender el estadio del espejo como una identificación imaginaria, es decir, como la trasformación producida en un sujeto cuando asume una imagen. La observación etológica atestigua que esta imagen es capaz de un efecto formador. La maduración de la gónada en la paloma tiene como condición necesaria la vista de un congénere; basta incluso con su reflejo en un espejo. Del mismo modo, el pasaje de la langosta peregrina de la forma solitaria a la forma gregaria se obtiene exponiendo al individuo, en cierto estadio, a la acción exclusivamente visual de una imagen similar, con tal de que esté animada de movimientos de un tipo suficientemente cercano a los que son propios de su especie. Estos hechos se inscriben en un orden de identificación homeomórfica. Se puede señalar ya en ese momento la capacidad de engaño, de señuelo que tiene la imagen, lo que indica la función de desconocimiento del yo. Se puede entonces decir que es la imagen especular la que le da al niño la forma intuitiva de su cuerpo así como la relación de su cuerpo con la realidad circundante (del Innenwelt al Umwelt). El niño va a anticipar imaginariamente la forma total de su cuerpo: «El sujeto se ve duplicado: se ve como constituido por la imagen reflejada, momentánea, precaria, del dominio, se imagina hombre sólo a partir de que se imagina» (Lacan en el Seminario XI, 1964, «Los cuatro conceptos fundamentales del psicoanálisis»; 1973). Pero lo que es esencial en el triunfo de la asunción de la imagen del cuerpo en el espejo es que el niño sostenido por su madre, cuya mirada lo mira, se vuelve hacia ella como para demandarle autentificar su descubrimiento. Es el reconocimiento de su madre el que, a partir de un «eres tú», dará un «soy yo» [en realidad, el giro presentativo del «c’est» francés es propicio para ilustrar mejor la situación tal cual es: «eso es tú» (c’est toi) dará un «eso es yo» (c’est moi), lo que ni siquiera implica la posibilidad del uso del pronombre «yo», mucho más tardía, sino la objetivación del yo en un «mí» cristalizado]. El niño puede asumir cierta imagen de sí mismo atravesando los procesos de identificación, pero es imposible reducir a un plano puramente económico o a un campo puramente especular (por prevaleciente que sea el modelo visual) lo que sucede con la identificación en el espejo, pues el niño no se ve nunca con sus propios ojos, sino siempre con los ojos de la persona que lo ama o lo detesta. Abordamos aquí el campo del narcisismo como fundante de la imagen del cuerpo del niño a partir de lo que es amor de la madre y orden de la mirada que recae sobre él. Para que el niño pueda apropiarse de esta imagen, para que pueda interiorizarla, se requiere que tenga un lugar en el gran Otro (encarnado, en este caso, por la madre). Este signo de reconocimiento de la madre va a funcionar como un rasgo unario a partir del cual va a construirse el ideal del yo. Por esto «incluso el ciego está ahí sujeto a saberse objeto de la mirada». Pero, si el estadio del espejo es la aventura original por la que el hombre hace por primera vez la experiencia de que es hombre, es también en la imagen del otro donde se reconoce. En tanto otro se vive y se siente en primer lugar. Por otra parte, paralelamente al reconocimiento de sí mismo en el espejo, se observa en el niño un comportamiento particular respecto de su homólogo en edad. El niño puesto en presencia de otro lo observa con curiosidad, lo imita en todos los gestos, intenta seducirlo o imponerse a él en medio de un verdadero espectáculo. Se trata aquí de algo más que de un simple juego. En este comportamiento, el niño se adelanta a la coordinación motriz todavía imperfecta a esta edad, y busca situarse socialmente comparándose con el otro. Importa reconocer a quien está habilitado para reconocerlo, y mucho más importa imponerse a él y dominarlo. Estos comportamientos de los niños pequeños puestos frente a frente están marcados por el transitivismo más pregnante, que es una verdadera captación por la imagen del otro: el niño que pega dice que le pegaron, el que ve a otro caer, llora. Se reconoce aquí la instancia de lo imaginario, de la relación dual, de la confusión entre sí mismo y el otro, de la ambivalencia y la agresividad estructural del ser humano. El yo [moi] es la imagen del espejo en su estructura invertida. El sujeto se confunde con su imagen, y en sus relaciones con sus semejantes se manifiesta esta misma captación imaginaria por el doble. También se aliena en la imagen que quiere dar de sí, ignorando además su alienación, con lo que toma forma el desconocimiento crónico del yo. Lo mismo ocurrirá con su deseo: sólo podrá ubicarlo en el objeto del deseo del otro. El estadio del espejo es una encrucijada estructural que comanda: 1) el formalismo del yo, es decir, la identificación del niño con una imagen que lo forma pero que primordialmente lo aliena, lo hace «otro» del que es, en un transitivismo identificatorio dirigido sobre los otros; 2) la agresividad del ser humano, que debe ganar su lugar por sobre el otro e imponérsele bajo pena de ser, si no, aniquilado a su vez; 3) el establecimiento de los objetos del deseo, cuya elección se refiere siempre al objeto del deseo del otro.

Espejo (estadio del):

El estadio del espejo, «primer pivote» de la intervención de Lacan en la teoría psicoanalítica (congreso de Marienbad, 1936), se sitúa en el período infantil que va de los 6 a los 18 meses, y consiste en una anticipación de la adquisición de la unidad funcional del cuerpo por parte del infans (término que Lacan emplea para caracterizar al niño que aún no utiliza el lenguaje), y esto con relación al estado de prematuración de la motricidad voluntaria propio de ese momento del desarrollo. Esta «fase», más bien que estadio, como lo precisa Lacan en «Acerca de la causalidad psíquica», tan esencial para la comprensión de la relación intersubjetiva en cuya dependencia se constituye el yo, está descrita en «El estadio del espejo como formador de la función de yo [je] tal como se nos revela en la experiencia psicoanalítica», artículo que constituyó la comunicación de Lacan al 16º Congreso Internacional de Psicoanálisis en Zurich (1949), y que después de haber aparecido integralmente en la Revue Française de Pychanalyse, y resumido en el International Journal of Psychoanalysis, el mismo año, fue incorporado a los Escritos (1966).

La captación especular y sus efectos:

La versión definitiva del «estadio del espejo» fue precedida por otros textos y reflexiones de Lacan relativos a la experiencia especular en un contexto histórico cuyos principales representantes eran Henri Wallon para la psicología, y Paul Schilder y Jean Lhermitte para la psiquiatría. A pedido de Wallon y para ser incluido en el tomo VIII de la Encyclopédie Française , dedicado a «La vida mental», Lacan escribió un artículo sobre «La familia» que apareció en 1938, y fue reeditado posteriormente con el título original de autor: «Los complejos familiares en la formación del individuo». Allí se presenta por primera vez el estadio del espejo como el momento genético de la identificación afectiva puesta de manifiesto en el sentimiento de celos fraternos. En ese texto, a propósito del «complejo de intrusión», que sucede al «complejo del destete» y precede al «complejo de Edipo», en el momento del reconocimiento por el niño de la presencia de sus hermanos, Lacan introduce la experiencia especular, insistiendo en el comportamiento jubiloso que provoca en el niño y en el estado de prematuración psicofisiológica de éste, que subtiende la discordancia de sus pulsiones y sus funciones. Si no fuera el objeto de una verdadera captación por el reflejo especular que lo hace anticipar la aprehensión de la forma global de su cuerpo, el niño percibiría su imagen como fragmentada. En esto consiste la identificación del niño con la imagen del espejo, al punto de que no se puede distinguir de ella hasta que su yo llega a desprenderse; la imagen refuerza entonces la experiencia de la intrusión de una presencia extraña que Lacan llama «intrusión narcisista»: «la unidad que ella introduce en las tendencias contribuirá no obstante a la formación del yo. Pero antes de que el yo afirme su identidad, se confunde con esta imagen que lo forma, pero que lo aliena primordialmente». Si uno no tuviera en cuenta el estado de prematuración del niño y la incoordinación de los aparatos que es su consecuencia, no podría captar la necesidad del proceso identificatorio, que es el único capaz de explicar el reconocimiento por el niño de su unidad corporal. Así la experiencia especular se inscribe en el inconsciente, y la posición de alienación del niño con respecto a la imagen dejará lugar a la ¡mago del doble como a la representación de un modelo ideal que, en adelante, recubrirá los rasgos del alter ego. Continuando con esta teorización en «La agresividad en el psicoanálisis» (1948), Lacan la asociará a un fenómeno de Gestalt inducido por la percepción muy precoz en el niño de la forma humana a la cual lo liga una primera relación erótica. A través de este análisis de la alienación del sujeto por la imagen (pregnancia simultánea de la forma de la especie y de la forma del propio cuerpo) se entrevé la fuente en la que se alimentará la agresividad constitutiva de la formación del yo y, a la vez, del lazo social: es, en efecto, en el intento del sujeto de deshacer esa captación por la imagen donde surge esa agresividad, en el lugar mismo donde el sujeto, en el advenimiento de su yo, se encuentra ante la elección irreductible del «o yo o el otro». La analogía de este análisis con la conceptualización hegeliana de la relación de servidumbre marcará profundamente a Lacan, y la definición del deseo atestiguará que surge necesariamente de la situación especular, en una tentativa de reapropiación por el sujeto de sus propios rasgos, que la imagen del doble, habitada por el otro, había capturado originalmente. En consecuencia, en ese juego identificatorio en el que el sujeto «se ve» captado por una imagen extraña y suya a la vez, se descubre la función del proceso de proyección que organiza el modo de percepción del sujeto y atribuye a la realidad su estabilidad aparente. Este modo de aprehensión del Umwelt, que caracteriza la tendencia general del conocimiento, se basará entonces, según Lacan, en una organización paranoica constitutiva de la emergencia del yo, que daría testimonio de la génesis mental del hombre, así como de los momentos clave de la «identificación objetivante». Uno de tales momentos se anunciará, por ejemplo, en el «transitivismo infantil», observado por Charlotte Bülher y a menudo retomado por Wallon y Lacan, que consiste en que niños de edad semejante, puestos en presencia recíproca, confunden sus gestos y los continúan en una captación especular que pone aún más de manifiesto la anticipación respecto de la coordinación completa de los aparatos motores. De modo que la función de la agresividad y la naturaleza paranoica del conocimiento aparecen como proviniendo directamente de la experiencia especular, y participan en la constitución de un yo al que la virtualidad del modelo hace ilusorio para siempre.

La función del otro en la afirmación del yo:

Es el carácter ilusorio o, en otras palabras, el fundamento imaginario del yo, lo que Lacan subraya en «El estadio del espejo como formación de la función del yo [je]», publicado un año después de «La agresividad en psicoanálisis». El autor tiene el cuidado de oponer su doctrina a toda filosofía que reivindique el cogito y, una vez denunciada la virtualidad del yo y su pretensión de ocupar el lugar de lo que algunos llaman «el núcleo duro» de la personalidad, se comprende fácilmente esta advertencia. En la perspectiva lacaniana, el yo, portado por esa Gestalt constituyente en la que se ha interesado la experimentación biológica, seguirá inaccesible al sujeto y determinará en él la aspiración a una imagen ideal (yo ideal), detrás de la cual se reconoce aún la imagen original del doble. Además el sujeto no llega nunca a identificar un yo [moi] que no cesa de escapársele en la afirmación de un yo [je] social, y que responde en el inconsciente a la confusión primitiva de la forma virtual de la especie con la forma virtual del individuo. Portador a la vez de la marca de lo imaginario y de la marca de la exterioridad, el yo especular da así origen al drama específicamente humano que repite incansablemente un sujeto en busca de su unidad: « … el estadio del espejo es un drama -escribe Lacan- cuyo empuje interno se precipita de la insuficiencia de la anticipación, y que para el sujeto tomado en el señuelo de la identificación espacial, maquina las fantasías que se suceden desde una imagen fragmentada del cuerpo hasta una forma que llamaremos ortopédica de su totalidad, y hasta la armadura finalmente asumida de una identidad alienante, que marcará con su estructura rígida todo su desarrollo mental. De este modo, la ruptura del círculo del Innenwelt al Umwelt engendra la cuadratura inagotable de las reaseveraciones del yo». Surgiendo de las incertidumbres de la identificación con la Gestalt primitiva y, en consecuencia, del reconocimiento de la unidad del cuerpo propio, esas reaseveraciones del yo, que recubren la obsesión de una fragmentación siempre posible, a juicio de Lacan actualizan además el impacto de la imagen del otro, con la que el sujeto, en el transitivismo, confunde la suya propia. Por cierto, un autor como Henri Wallon, en Les Origines du caractère chez l’enfant, había ya analizado muy bien este fenómeno, así como inferido además la función de la forma genética del rostro en el reconocimiento de la imagen por el niño (recordando en tal sentido las observaciones de W. Mililer sobre los chimpancés); Wallon también había analizado la significación de la sorpresa extasiada del niño frente a su doble virtual (observaciones de A. Preyer y P. Guillaume). Pero mientras que Wallon describe y comenta sus observaciones en términos de conocimiento y complejización del pensamiento, Lacan las interpreta en términos de organización inconsciente, de la cual emerge la instancia yoica en la paradoja de uno de los desconocimientos más radicales. Una misma preocupación une además a los dos autores en la importancia que atribuyen a la presencia del prójimo en el seno de la experiencia especular, y particularmente en el gesto por el cual el niño, ante su imagen, se vuelve hacia el adulto que lo sostiene. Y si Wallon lo interpreta como la simple verificación de una relación -en otras palabras, como la manifestación de un acto de conocimiento-, Lacan ya ve en ello la función primordial del otro, la que pondrá en juego la dialéctica del deseo en la dependencia de la que se esforzará por advenir el sujeto. Desde la garantía que el otro parece acordarle aquí al niño, que participa aún de la erotización de la imagen (y que anuncia la entrada en el estadio del espejo), hasta el transitivismo en el que ancla la noción del yo [je] en la relación social (y que anuncia el final de la experiencia), el sujeto se encuentra suspendido de su propia mirada como de una especie de doble marcado con el sello de la mirada del otro. Verse en una identificación con la mirada del otro puesta en uno resumiría el juego del estadio del espejo, cuyos efectos de buena o mala imagen determinarán la problemática narcisista. «Es ese momento el que hace bascular decisivamente todo el saber humano en la mediatización por el deseo del otro -escribe Lacan- el que constituye sus objetos en una equivalencia abstracta por la concurrencia del prójimo, y hace del yo [je] ese aparato para el cual todo empuje de los instintos será un peligro, así responda a una maduración natural: la normalización misma de esa maduración que en el hombre depende en consecuencia de un expediente cultural, como se ve en el complejo de Edipo para el objeto sexual.» Unos años más tarde, en el Seminario 1, Los escritos técnicos de Freud (1953-1954), Lacan designará ese mismo momento con la expresión «momento o movimiento de báscula», para significar que el hombre aprende a reconocer su cuerpo y su deseo por intermedio del otro y de una manera que se le aparece necesariamente asimétrica. Basándose en el trabajo de Freud titulado El yo y el ello para subrayar la relación del ego con la superficie del cuerpo, en el sentido de que ésta se encuentra reflejada en una forma, Lacan postula entonces la especificidad de un cierto modo de conocimiento del cuerpo propio, detrás del cual se ven ya perfilarse las premisas de una topología: «La imagen de la forma del otro es asumida por el sujeto. Es decir, situada en su interior, esta superficie gracias a la cual se introduce en la psicología humana esa relación del adentro con el afuera por la cual el sujeto se sabe, se conoce como cuerpo».

El advenimiento de lo simbólico:

Si el sujeto se identifica con el reflejo especular en la erotízación de la tensión que lo lleva a la vez hacia su imagen y hacia el otro presente, ocurre que este otro, a través de los azares de una comunicación que él posee, lega al sujeto los fundamentos de una historia en la cual se inscriben un pasado y un futuro. Mucho más que un desarrollo genético, el estadio del espejo indicaría el momento de advenimiento histórico en el curso del cual se organizaría la estructura del sujeto. El desconocimiento fundamental en el cual se mantiene este último con relación a lo que lo constituye -en otras palabras, esta hiancia imaginaria en el seno de la cuestión del ser- reclama en adelante otro modo de expresión: el mismo que Lacan llama lo simbólico, y que ya habrá demarcado en el estadio del espejo, en ese momento en el que, precisamente, el niño se vuelve hacia el adulto como para buscar de algún modo su asentimiento. No se trata entonces de comprender el advenimiento de lo imaginario y lo simbólico como dos tiempos diacrónicos distintos, sino, más bien, como el advenimiento de dos modos intrincados en una misma experiencia, que convergen para resolver la hiancia que lo imaginario, por sí, provoca en el seno de la constitución del sujeto. Por otra parte, Lacan no cesará de indicar, en la operación que liga la estructura con los efectos de la asunción de la imagen especular, el lugar y la función de lo simbólico, una de cuyas representaciones más didácticas sigue siendo la del espejo plano en la construcción del esquema llamado «del ramo invertido», descrito en la «Observación sobre el informe de Daniel Lagache» (1961), y construido sobre el modelo de la experiencia clásica de H. Bouasse (1917). Se comprende en el manejo de ese esquema la importancia que tiene la referencia simbólica A, sobre la cual el sujeto, en su relación con el otro, regula su propia imagen (yo ideal), y esto en función del modelo omnipotente del ideal del yo, al que sujeto y otro se encuentran por igual sometidos. Lacan utilizará este mismo esquema, así como el «esquema L» de las psicosis, que descompone la experiencia especular en sus diferentes momentos, cada vez que se trate de abordar la cuestión del narcisismo y, con él, la función de desconocimiento que está en el principio de la constitución del yo. Esto ocurre, por ejemplo, en el Seminario X, l’Angoisse (1962-1963), en el que, al referirse a las vacilaciones de la imagen especular, asimila el doble a un punto situado en el Otro, más allá del espejo, que a su vez se pondría a mirar al sujeto. Se comprende que una escena tal, por el borramiento del espacio virtual, provoque un sentimiento de «inquietante extrañeza», «siniestro», a menos que el sujeto se regule de nuevo sobre imágenes sin doble, objetos no especularizables, entre los cuales Lacan incluye el pecho, el escibalo, la mirada y la voz; en otros términos, a menos que el sujeto se desprenda de la captación imaginaria para hacer lugar a la toma simbólica de lo que no puede reflejarse. Lacan hará entonces referencia a las figuras de la topología para representar la separación respecto de los objetos no especularizables: el toro, el cross-cap y la botella de Klein, figuras cuya articulación ordena el cross-cap con lo que se desprende de él y ofrece apoyo a la cadena significante. Además, a diferencia del reflejo especular que devuelve al sujeto una imagen invertida de sí, con lo cual denuncia el efecto de señuelo -a menos que con Kant, a propósito de la misma experiencia, expuesta en los Prolegómenos a toda metafísica del porvenir, se distingan las representaciones de la cosa en sí respecto de las intuiciones sensibles o fenómenos-, los objetos no especularizables le abren la vía hacia lo simbólico, que va a permitirle paliar los avatares de la constitución imaginaria de su identidad. Se comprende por qué Lacan, en una nota de la presentación de los Escritos, «De nuestros antecedentes», designa el estadio del espejo como el «pivote» de su intervención en la teoría psicoanalítica; el que la percepción visual adquiera valor de anticipación funcional indica, en efecto, el carácter inconsciente del proceso que resulta de ella, y por el cual se constituye la especificidad de la relación del sujeto con el mundo. Captado por una imagen que jamás podrá aferrar, el sujeto nunca dejará desde entonces de pedir razón a ese otro sobre el que posa por primera vez su mirada. Un autor como D. W. Winnicott, por ejemplo, formulará todas las consecuencias de este hecho que, derivado de los intercambios entre la madre y el lactante, influirán en la constitución narcisista de este último. Por lo tanto, perpetuamente expuesto al malestar provocado por el efecto de discordancia entre la expresión de un yo ficticio y lo indecible de un ser presentido, el sujeto emprenderá su «viaje» -para seguir la idea de Lacan- al punto donde el análisis, denunciando los puntos de referencia imaginarios de su yo, le ordene el encuentro con el «tú eres eso».