Diccionario de Psicología, letra E, Esquizofrenia

Diccionario de Psicología, letra E, Esquizofrenia

s. f. (fr. schizophrénie; ingl. schizophrenia; al. Schizoplirenie). Según Freud, entidad clínica que se distingue, dentro del grupo de las psicosis, por una localización de la fijación predisponente en un estadio muy precoz del desarrollo de la libido y por un mecanismo particular de formación de síntomas: el sobreinvestimiento de las representaciones de palabra (trastornos del lenguaje) y de las representaciones de objeto (alucinaciones). De todas las grandes entidades clínicas cuya unidad Freud reconoció a partir de su concepción del aparato psíquico, de su referencia a la teoría de la libido y a los mecanismos de la represión, la esquizofrenia es ciertamente aquella a la que dedicó menos trabajos teóricos. Los principales y más desarrollados entre ellos fueron producidos empero en el trascurso de dos momentos importantes de la elaboración de la teoría psicoanalítica: el del reconocimiento de la función esencial del narcisismo (investimiento erótico del propio cuerpo) en el edificio de la teoría, y el de la reconsideración que Freud hizo en 1915 de sus concepciones anteriores en diversos artículos que se han agrupado bajo el título de Trabajos sobre metapsicología. La ausencia de una reconsideración consecuente de las tesis sobre la esquizofrenia, a partir del establecimiento por Freud de la segunda tópica, acentúa el carácter lacunar que reviste esta cuestión clínica en su obra. En lo concerniente a J. Lacan, conviene notar que, si bien conservó el término tal cual, reconociendo con ello la entidad clínica, sin embargo sólo dedicó a la esquizofrenia breves observaciones, cuya importancia y utilidad veremos sin embargo a partir de su ubicación estructural de las psicosis. Un término bleuleriano, una entidad clínica Freudiana. En su trabajo sobre «el presidente Schreber», Freud se verá llevado a discutir la pertinencia del término esquizofrenia, introducido por Bleuler en la nosografía psiquiátrica el mismo año (1911). Lo considera tan mal elegido como el de demencia precoz para designar la entidad clínica que recubren. Llegará incluso a proponer él mismo un término, el de parafrenia. Pero lo que le interesa a Freud es menos nombrar tal o cual cuadro clínico que señalar que determinados mecanismos pertenecientes a la vida psíquica normal pueden combinarse para dar su estructura a una entidad clínica. Por razones de estructura, efectivamente, Freud se ve llevado a conservarle su unidad clínica a la esquizofrenia en el campo de las psicosis y también para distinguirla de la paranoia. El mecanismo de la represión es idéntico en los dos casos y diferencia el campo de las psicosis del de las neurosis, siendo su característica esencial el desprendimiento de la libido del mundo exterior y su regresión hacia el yo (y no hacia un objeto de sustitución fantasmática como en la neurosis). En cuanto a las características que distinguen a la esquizofrenia de la paranoia, Freud las relaciona por un lado con una localización diferente de la fijación predisponente y, por otro lado, con un mecanismo diferente de retorno de lo reprimido (formación de síntomas). ¿Qué entiende con ello? Al principio, hay siempre investimiento por el sujeto de un objeto sexual, vinculación de la libido al objeto. Es por lo tanto con una perspectiva fálica imaginaria como el sujeto aborda la realidad, el mundo exterior; la satisfacción que obtiene, aunque siempre limitada, depende en cambio de determinaciones simbólicas inconcientes. Cuando estas corresponden a una situación de inacabamiento del complejo de Edipo, de no asunción de la castración por el sujeto, un conflicto se desencadena. Este pone en oposición el investimiento del objeto sexual por el sujeto, por un lado, y una instancia tercera, edípica, una referencia paterna, por el otro, o sea, la realidad misma, puesto que esta instancia y esa referencia son las que la sostienen, son sus elementos organizadores. Conflicto que acarrea un fracaso, una frustración (al. Versagung) en la realidad y obliga al sujeto a desprender su libido del objeto en el mundo exterior. Un mecanismo esencialmente activo, la represión, permite este desprendimiento. Es en esta etapa cuando Freud hace intervenir lo que llama la fijación predisponente, que constituye la dimensión pasiva de la represión y que reside en el hecho de que un componente de la libido no cumple junto con los demás la evolución normal prevista y, en virtud de esta detención del desarrollo, permanece inmovilizado en un estadio infantil. De esta localización de la fijación predisponente, variable, va a depender la importancia de la regresión de la libido: esta, desprendida del objeto por el proceso de la represión activa, queda en cierto modo libre, flotante, y será llevada a reforzar el componente de la libido que quedó atrás y a «romper los diques en el punto más débil del edificio». Freud ve en esta ruptura, en esta irrupción, que llama retorno de lo reprimido, la manifestación del fracaso de la represión y la posibilidad de restituir la libido a los objetos de los que se encontraba separada por la represión; pero esto bajo la forma de manifestaciones sintomáticas que van a revestir propiedades correspondientes al estadio de la infancia al que la libido quedó fijada. Estas manifestaciones sintomáticas, a las que habitualmente se confunde con la enfermedad, constituyen para Freud «tentativas de curación». En la esquizofrenia, teniendo en cuenta su evolución menos favorable que la evolución de la paranoia, Freud deduce de ello que «la regresión no se conforma con alcanzar el estadio del narcisismo (que se manifiesta en el delirio de grandeza); llega hasta el abandono completo del amor objetal y el retorno al autoerotismo infantil. La fijación predisponente, en consecuencia, debe de encontrarse más atrás que en la paranoia, estar situada en alguna parte del principio de la evolución primitiva que va del autoerotismo al amor objetal». El mecanismo alucinatorio y los trastornos del lenguaje: la propuesta lacaniana. El segundo criterio que, según Freud, distingue a la esquizofrenia de la paranoia concierne a la naturaleza del mecanismo puesto en juego en el retorno de lo reprimido, es decir, en la formación de síntomas. En la esquizofrenia, la tentativa de curación no utiliza el mecanismo de la proyección y el delirio, como en la paranoia, para intentar reinvestir los objetos, sino el de la alucinación, que se compara con el mecanismo puesto en juego en la histeria (condensación, sobreinvestimiento). En 1915, en el artículo que dedica al inconciente, Freud propone algunos aportes y precisiones concernientes a los mecanismos puestos en juego en la formación de los síntomas en el curso de la esquizofrenia. Al mecanismo de la alucinación, que le parece corresponder a una fase relativamente tardía, le agrega otro mecanismo, que se pondría en juego más precozmente: el sobreinvestimiento no ya de representaciones de objeto, como en la alucinación, sino de representaciones de palabra, al que corresponderían clínicamente los trastornos del lenguaje que se observan en la esquizofrenia: el carácter rebuscado y manierista de la expresión verbal, la desorganización sintáctica, los neologismos y las bizarrerías. Freud relata el ejemplo clínico, tomado de Tausk, de esa paciente que se queja de que «los ojos no están como se debe, están desviados» y que agrega que su amado le parece siempre diferente, es un hipócrita, alguien que desvía la mirada, él le ha desviado la mirada y ahora ella tiene los ojos desviados, no son más sus ojos, ella ve ahora el mundo con otros ojos». Concluye de ello que «lo que confiere a la formación sustitutiva y al síntoma en la esquizofrenia su carácter sorprendente es el predominio de la relación de palabra por sobre la relación de cosa». Dicho de otro modo, la palabra debe oírse en su sentido propio; ha perdido su poder metafórico o está en el origen de una metáfora impropia, de una metáfora delirante, Si se agrega que, en el artículo sobre el inconciente, la esquizofrenia y sus mecanismos están puestos de relieve para «acercarse más al enigmático inconciente y hacérnoslo por así decirlo asible», podemos decir que era difícil ir más lejos que Freud sin poseer los elementos que aporta la lingüística moderna. La propuesta de Lacan, que la toma en cuenta en su referencia a la cadena significante y al inconciente estructurado como un lenguaje, parece así casi natural, del mismo modo como las modificaciones teóricas que trae consigo. Así, por ejemplo, la pérdida del poder metafórico de las palabras podría ser remitida a una carencia primordial que constituye la definición estructural de la psicosis: la deficiencia de la metáfora paterna, del Nombre-del-Padre. Sólo esta metáfora permite precisamente el borramiento de la cosa y le da su poder al símbolo, su capacidad de «irrealizar», es decir, de trasponer las cosas del orden real al orden simbólico haciéndonos capaces de tratar con su ausencia, es decir, con su presencia simbólica, Este poder de «irrealización», aun si no está del todo en el símbolo en el estado normal, es el que falta en la psicosis. La esquizofrenia viene a ilustrarlo de manera ejemplar a través de la importancia de la irrupción del símbolo en lo real bajo forma de cadena rota, alucinatoria o neológica. Esto, nos parece, es lo que pudo hacerle decir a Lacan en 1954, en su «Respuesta al comentario de Jean Hyppolite», [Escritos], que, para el esquizofrénico, «todo lo simbólico es real». Definición cuyas consecuencias todavía quedan por desarrollar.

Al.: Schizophrenie. Fr.: schizophrénie. Ing.: schizophrenia. It.: schizofrenia. Por.: esquizofrenia. Término creado por E. Bleuler (1911) para designar un grupo de psicosis, cuya unidad ya había señalado Kraepelin clasificándolas bajo el epígrafe de «demencia precoz» y distinguiendo en ellas las tres formas, que se han vuelto clásicas, hebefrénica, catatónica y paranoide. Al introducir el término «esquizofrenia» (del griego «hendir, escindir», «espíritu»), Bleuler Intenta poner de manifiesto lo que, para él, constituye el síntoma fundamental de estas psicosis: la Spaltung («disociación»). El término se impuso tanto en psiquiatría como en psicoanálisis, a pesar de las divergencias existentes entre los diferentes autores acerca de lo que confiere a la esquizofrenia su especificidad y, por consiguiente, acerca de la extensión de este cuadro nosográfico. Clínicamente, la esquizofrenia aparece diversificada en formas aparentemente muy distintas entre sí, en las que habitualmente se destacan los siguientes caracteres: incoherencia del pensamiento, de la acción y de la afectividad (que se designa con las palabras clásicas «discordancia, disociación, disgregación»), la separación de la realidad con replegamiento sobre sí mismo y predominio de una vida interior entregada a las producciones de la fantasía (autismo), actividad delirante más o menos acentuada, siempre mal sistematizada; por último, el carácter crónico de la enfermedad, que evoluciona con ritmos muy diversos hacia un «deterioro» intelectual y afectivo, conduciendo a menudo a estados de aspecto demencial, constituye, para la mayoría de los psiquiatras, un rasgo fundamental, sin el cual no puede efectuarse el diagnóstico de esquizofrenia. La extensión por Kraepelin del término «demencia precoz» a un amplio grupo de enfermedades cuyo parentesco entre sí puso de manifiesto dicho autor, condujo a una inadecuación entre el término utilizado y los cuadros clínicos que designaba, ya que no era posible aplicar a todos ellos la palabra «demencia» ni el calificativo «precoz». Tal fue el motivo de que Bleuler propusiera una nueva denominación; escogió la de «esquizofrenia» con el fin de que el nombre mismo aludiera a lo que para él constituía, más allá de los «síntomas accesorios» que pueden encontrarse (como por ejemplo las alucinaciones), un síntoma fundamental de la enfermedad, la Spaltung : «Llamo esquizofrenia a la dementia praecox porque […] la Spaltung de las más diversas funciones psíquicas constituye una de sus características más importantes» . Bleuler, que subrayó la influencia ejercida sobre su pensamiento por los descubrimientos de Freud, y que, siendo profesor de psiquiatría en Zurich, participó en las investigaciones llevadas a cabo por Jung (véase: Asociación), utiliza el término Spaltung en una acepción muy distinta a la que le atribuye Freud (véase: Escisión del yo). ¿Qué entiende por tal? La Spaltung , aunque sus efectos se manifiesten en diversos dominios de la vida psíquica (pensamiento, afectividad, actividad), constituye ante todo un trastorno de las asociaciones que rigen el curso del pensamiento. En la esquizofrenia convendría distinguir los síntomas «primarios», que son la expresión directa del proceso patológico (que Bleuler considera como orgánico), de los síntomas «secundarios», que no son más que «[…] la reacción del alma enferma» al proceso patógeno. El trastorno primario del pensamiento podría definirse como una relajación de las asociaciones: «[…] las asociaciones pierden su cohesión. Entre los millares de hilos que guían nuestros pensamientos, la enfermedad rompe, aquí y allá de forma irregular, unas veces alguno, otras veces cierto número de ellos, otras una gran parte de los mismos. De ello resulta que el pensamiento es insólito y a menudo falso desde el punto de vista lógico». Otros trastornos del pensamiento son secundarios y traducen la forma en que se reagrupan las ideas, en ausencia de «representaciones-fin» (término mediante el cual Bleuler designa únicamente las representaciones-fin conscientes o preconscientes) (véase: Representación-fin), bajo la denominación de los complejos afectivos: «Dado que todo lo que se opone al afecto es suprimido más de lo normal, y lo que va en el sentido del afecto resulta favorecido en forma igualmente anormal, ello da lugar a que finalmente el sujeto ya no pueda en absoluto pensar lo que va en contra de una idea impregnada de afecto: el esquizofrénico, en su anhelo, sólo sueña en sus deseos; para él no existe lo que pudiera impedir su realización. Así, se encuentran, no sólo formados sino también reforzados, complejos de ideas cuyo nexo lo constituye más bien un afecto común que una relación lógica. Al no ser utilizadas, las vías asociativas que conducen de tal complejo de ideas a otras ideas pierden su viabilidad en lo referente a las asociaciones adecuadas; el complejo ideativo cargado de afecto se separa cada vez más y alcanza una independencia cada vez mayor (Spaltung de las funciones psíquicas)» En este sentido, Bleuler relacionó la Spaltung esquizofrénica con lo que Freud describió como lo propio del inconsciente, es decir, la coexistencia de grupos de representaciones independientes entre sí , pero, para Bleuler, la Spaltung , en la medida en que implica el refuerzo de grupos asociativos, es secundaria a un déficit primario que constituye una auténtica disgregación del proceso mental. Bleuler distingue dos etapas de la Spaltung : una Zerspaltung primaria (una disgregación, un verdadero estallido) y una Spaltung propiamente dicha (escisión del pensamiento en diferentes agrupaciones): « La Spaltung constituye la condición previa de la mayoría de las más complicadas manifestaciones de la enfermedad; imprime su sello especial a toda la sintomatología. Pero, detrás de esta Spaltung sistemática en complejos ideativos determinados, hemos encontrado, anteriormente, una relajación primaria de la textura asociativa que puede conducir a una Zerspaltung incoherente de formaciones tan sólidas como los conceptos concretos. Mediante la palabra «esquizofrenia» aludo a estos dos tipos de Spaltung, cuyos efectos a menudo se entremezclan». Las resonancias semánticas del término francés dissociation, con el que se traduce la Spaltung esquizofrénica, evocan más bien lo que Bleuler describe como Zerspaltung. Freud puso algunas reservas al empleo del término «esquizofrenia»; «[…] prejuzga la naturaleza de la afección, al utilizar, para designarla, un carácter de ésta postulado teóricamente, que además no es exclusivo de esta enfermedad y que, a la luz de otras consideraciones, no puede calificarse de su característica esencial» . Si bien Freud habló de esquizofrenia (a pesar de continuar utilizando el término «demencia precoz»), propuso el término «parafrenia», que, según él, era más fácil de relacionar con el de «paranoia», indicando así, simultáneamente, la unidad del campo de las psicosis y su división en dos vertientes fundamentales. En efecto, Freud admite que estas dos grandes psicosis pueden combinarse en múltiples formas (como ilustra el Caso Schreber) y que eventualmente el enfermo pasa de una de estas formas a la otra; pero, por otra parte, sigue manteniendo la especificidad de la esquizofrenia con relación a la paranoia, especificidad que intenta definir a nivel de los procesos y a nivel de las fijaciones: predominio del proceso de «represión» o del retiro de la catexia de la realidad, sobre la tendencia a la restitución y, dentro de los mecanismos de restitución, predominio de aquellos que son afines a la histeria (alucinación) sobre los propios de la paranoia, que se parecen más a los de la neurosis obsesiva (proyección); a nivel de las fijaciones: «La fijación predisponente debe encontrarse en una época más precoz que la de la paranoia, debe situarse al comienzo del desarrollo que conduce del autoerotismo al amor objetal». Aunque Freud dio otras muchas indicaciones, especialmente acerca del funcionamiento del pensamiento y del lenguaje esquizofrénico, puede decirse que la tarea de definir la estructura de esta enfermedad ha correspondido a sus sucesores.

«Llamo «esquizofrenia» a la demencia precoz porque, como espero demostrarlo, el desmembramiento (Spaltung) de las diversas funciones psíquicas es una de sus características más importantes. Por comodidad empleo la palabra en singular, aunque el grupo comprende probablemente varias enfermedades.» De este modo, en 1911, en el marco de la Enciclopedia psiquiátrica de AschafferIburg, Bleuler rompe con el ambiente psiquiátrico de su época. Mientras que para Kraepelin las psicosis eran «entidades mórbidas que deben ser estudiadas como conjuntos homogéneos, desde su inicio hasta su terminación» (lo que permite prever «la evolución obligatoria de los síntomas»), Bleuler privilegia, no la forma, sino el contenido de la afección. Entre 1886 y 1898, Bleuler dirigió el gran hospital psiquiátrico de Rheinau, establecido en lo que había sido un monasterio, a orillas del Rhin. Allí conocía personalmente a cada uno de sus pacientes: «Sin estas experiencias de vida comunitaria con sus enfermos, nunca habría podido concebir su gran obra sobre la esquizofrenia» (C. Müller). En el prefacio de su obra Dementia Praecox oder Gruppe der Schizophrenien, Bleuler subraya lo que le debe al pensamiento psicoanalítico de Freud, pero también aquello que lo aparta de él. E. Minkowski ubica como sigue el punto de ruptura: «Para Bleuler, los complejos determinan el contenido de los síntomas, explican ciertas reacciones particulares del enfermo, pero no constituyen la causa eficiente de la esquizofrenia [ … ] Los complejos llenan el vacío cavado por el trastorno inicial, pero son incapaces de cavarlo por sí solos».

Demencia precoz o esquizofrenia En la base de los síntomas de la esquizofrenia (también nosotros utilizaremos por comodidad el término en singular), Bleuler postula una «x», un «proceso morbido», generalmente entendido como un proceso orgánico de etiología indeterminada, pero respecto del cual «la hipótesis de un proceso físico no es de absoluta necesidad». Esta «x», este proceso, produce «síntomas primarios» (o fisiógenos), los cuales son su expresión directa, mientras que los «síntomas secundarios» constituyen sólo reacciones, «modificaciones» de funciones psíquicas, en verdad «intentos de adaptación» de la personalidad a los efectos de los síntomas primarios. Pero si bien los síntomas secundarios no son más que « superestructuras psíquicas», a menudo se presentan como «los síntomas mórbidos más impresionantes », que son entonces los más susceptibles de ser influidos por el ambiente, las condiciones de vida… y la actitud del médico. Esta distinción entre síntomas primarios y secundarios, que será retomada por numerosos psiquiatras fenomenólogos, no es un simple marco semiológico. Constituye, en efecto, el fundamento de la noción de «curación social», gracias a la cual Bleuler pone los primeros jalones de un «trabajo de sector» anticipado: dispensario, ensayos de «salidas precoces», residencia con la familia, etc. Al mismo tiempo, la idea de «curabilidad» implícita en la noción de esquizofrenia (mientras que el «demente precoz» era ante todo demente) cambia la vida en el interior del hospital: introducción de la ergoterapia, de la psicoterapia, trabajo de «contratransferencia» del personal… Si bien la distinción entre síntomas primarios y secundarios corresponde de hecho a una «teoría de la enfermedad», Bleuler, a través de la variación de los cuadros clínicos y de la abundancia de los síntomas relacionados con la esquizofrenia, introduce otra distinción, esta vez de alcance nosográfico: diferencia síntomas fundamentales y síntomas accesorios. Los primeros son característicos de la enfermedad, en tanto que los segundos pueden encontrarse en otras afecciones. El intento de delimitar los «signos fundamentales» o, mejor, un «trastorno fundamental» (a veces entendido como patognomónico, otras como «trastorno generador» del que derivaría el conjunto de los otros síntomas) ha constituido, después de Bleuler, un desafío para muchos otros psiquiatras, en particular fenomenólogos. La dificultad consiste en que nos encontramos ante una serie impresionante de «trastornos fundamentales», cada uno de ellos ligado al nombre de su «inventor»: pérdida del contacto vital con la realidad (Minkowski), hipotonía de la conciencia (Berze), humor fundamental o «embotamiento» (Benommenheit, de J. Wyrsch), alteración de las relaciones entre el yo y «la actitud interna» (Zutt).

Esquizofrenia y gestión clínica «A menudo me ha sorprendido el hecho de que realizo mis diagnósticos basándome en datos que no son los que me permiten explicarlos una vez formulados», escribe Rümke en su informe al primer congreso mundial de psiquiatría, de 1950. De hecho, la mayoría de los psiquiatras practican como él esta «doble contabilidad» en el plano diagnóstico. Desde luego, el problema planteado es el de la naturaleza de la clínica psiquiátrica. Tatossian reconoce en la actividad clínica «dos modelos no exclusivos». El primero -el modelo inferencial- comprende dos tiempos: una primera fase está constituida por la «observación del paciente, que conduce al registro más completo posible de los síntomas que presenta»; la segunda fase es la de la inferencia diagnóstica. «Se trata de que -precisa Tellenbach- en los síntomas que se muestran sólo hacemos la experiencia de que hay algo presente, que justamente no se muestra, sino que sólo se anuncia o se revela, a saber: la enfermedad o alteración. Precisamente porque la enfermedad se anuncia en los síntomas sin mostrarse, los síntomas obligan a inferencias diagnósticas.» Tellenbach opone el síntoma -que se muestra y «anuncia la enfermedad, concebida como su fundamento»- al fenómeno, el cual no es «en absoluto un indicio de enfermedad, sino algo en donde se manifiesta un carácter de ser» de la presencia humana. El segundo modelo, más específico de la actividad clínica psiquiátrica, es el modelo perceptivo, o «diagnóstico psiquiátrico espontáneo»: «el diagnóstico es en la mayoría de los casos formulado muy precozmente, a veces desde los primeros minutos de la entrevista». Este tipo de diagnóstico (Praecox Gefühl de Rümke) se basa en categorías muy amplias, lo que por otra parte le permite un cierto dínamismo. Lo esencial de esta gestión es su aspecto «globalizante»: «la entidad en juego es reconocida mucho más como una Gestalt unitaria que como una combinación aditiva de síntomas». Tatossian habla aquí de «modelo perceptívo» porque una Gestalt es «vista y no inferida»: «la esquizofrenicidad o la depresividad -más bien que la esquizofrenia o la depresión- son percibidas, por regla general, directa y precozmente, un poco como lo es el aire de familia de un desconocido, que lo asocia con la madre o el hermano que uno ya conoce». Si estas dos gestiones (la primera de orden «inductivo» y la segunda de orden «abductivo», según la terminología de Peirce) pueden parecer complementarias (la primera apuntalaría a la segunda en lo que Rümke llama su «doble contabilidad»), su oposición metodológica parece no obstante recordar otra oposición, en este caso conceptual. El «modelo inferencial» constituye la gestión clínica apropiada para una concepción médica «tradicional» de la enfermedad; su método se asemeja a la técnica del «retrato hablado»: a partir de rasgos discretos, se dibujará una figura… El modelo «perceptivo», por su parte, apelará más a la categoría de aspecto (globalidad inaprehensible pero significante) que a la de figura, en la que cada uno de los rasgos sigue siendo aislable. Este segundo procedimiento, más específicamente psiquiátrico, parece hacer eco a una concepción «antropológica» del trastorno mental, inaugurada en 1922, a la vez por Minkowski y Binswanger (aunque de manera muy distinta). Su característica común es la ruptura con la «psicología descriptiva» de Jaspers, cuyo axioma de partida era «la oposición entre conciencia del yo y conciencia de los objetos».

La psicopatología antropológica Para Blankenburg, una ciencia es antropológica «cuando se liga con la naturaleza (Wesen) del hombre y comprende a partir de ella todo aquello con lo que tiene que ver». Pero no se trata aquí de recurrir (como algunos fenomenólogos lo hicieron anteriormente) a una «estructura antropológica fundamental» predefinida en otra parte. El movimiento no consiste en que la psiquiatría tome algo de la filosofía; es, a la inversa, la experiencia psiquiátrica lo que tiene que enriquecer a la filosofía, y el proyecto antropológico apunta a «ampliar nuestro mundo común hasta hacerlo capaz de englobar como posibilidad el mundo esquizofrénico». En este procedimiento la «estructura ontológica» no es más que la condición de posibilidad de tal o cual fenómeno, y «esta condición de posibilidad que es la estructura está dada en la experiencia del fenómeno mismo y es una parte integrante de él». Si la fenomenología no se interesa en el síntoma como tal, sino en el fenómeno, corre el riesgo de una «desespecificación»; el hecho psicológico se convierte en una simple «posibilidad de ser», y desaparece detrás de una función de «hilo conductor para el estudio de las metamorfosis del Dasein humano». Así, dice Blankenburg, el autismo, que Bleuler ubica en el primer plano de la sintomatología esquizofrénica, no podría tener « … ninguna pretensión de especificidad nosológica. El autismo se basa en una posibilidad de ser fundamental co-constituyente del Dasein humano». Una «especificidad» sólo puede indicarse a través dé un tipo de inflexión del Dasein. El autismo -hasta ese punto, simple posibilidad de ser- sólo adquiere una significación patológica «cuando se emancipa del contexto viviente de las otras posibilidades de ser y, con forma autonomizada, determina el Dase¡n». Esto esquivaldría a decir que el hombre sano «desautonomiza» sus potencialidades autísticas, así como «desautonomiza» sus potencialidades delirantes. Blankenburg retoma aquí el concepto de «proporción antropológica» de Binswanger, que reinterpreta como «desproporción antropológica», noción que se refiere a una ruptura de dialéctica. El procedimiento de la psicopatología antropológica inscribe en su principio una toma de partido ética (a la que hay que rendir honores como tal) pero que, de alguna manera, está autolimitada de entrada: «.. la condición de posibilidad que es la estructura no puede servir para explicar la aparición fáctica del fenómeno», escribe Tatossian. La esquizofrenia como problemática se encuentra entonces excluida, ella es precisamente aquello por lo cual la condición de posibilidad del «modo de ser» esquizofrénico se actualiza como acontecimiento y hecho. Determinar la esquizofrenia como «un modo de ser, una forma y un estilo de vida», más bien que como un «accidente» que le sobreviene al sujeto a la manera de una enfermedad somática, no hace más que empujar la problemática a otro plano. La esquizofrenia, ¿es pura contingencia de la realización de un «modo de ser» a partir de su condición de posibilidad, aquí entendida como posibilidad general? Decir que el esquizofrénico, a partir de ese modo de ser, «no puede hacer otra cosa» que ser como es en su relación con el mundo, no dice nada del problema a nuestro juicio fundamental: el esquizofrénico, ¿puede hacer otra cosa… que ser esquizofrénico? ¿Cuál es el operador que determinaría la autonomización de tal potencialidad? ¿Depende de una «elección», o es necesidad de estructura? La esquizofrenia como proceso se ubica en esta hiancia abierta entre las posibilidades generales que constituyen «las condiciones de posibilidad de nuestro ser en el mundo» y la realización de esa posibilidad en «la persona del esquizofrénico».

Esquizofrenia y síntoma

«En psicoanálisis, estamos acostumbrados a encarar los fenómenos patológicos como ligados, de una manera general, a la represión», dice Freud. La primera fase de la represión está constituida por la «fijación», «que la precede y la condiciona»; el segundo tiempo («proceso esencialmente activo») es la «represión propiamente dicha»; no obstante, es la tercera fase la que demuestra ser «la más importante en lo que concierne a la aparición de los fenómenos patológicos»: esta tercera fase es la de «fracaso de la represión, de la interrupción a la superficie, del retorno de lo reprimido». Esta definición del hecho psicopatológico, que sitúa la «formación de los síntomas» como tercera fase de la represión, tiene su origen en el estudio de la neurosis. Pero en lo que concierne a la psicosis, Freud insiste sobre todo en el segundo tiempo, «la represión propiamente dicha», que en este caso adquiere una forma insólita; paranoia y esquizofrenia, dice Freud, se distinguen entre sí en el nivel de la primera fase de la represión (por una «localización diferente de la fijación predisponente») y en el nivel de la tercera fase (por un «mecanismo diferente de retorno de lo reprimido»). No obstante, es ese segundo tiempo, la represión en sí, el que presenta una misma característica en ambas enfermedades, que por lo tanto podemos suponer propia de la psicosis: «la represión consiste en separar la libido de las personas -o de las cosas- que antes se amaban», separación que se acompaña de una «regresión por retorno de la libido hacia el yo». «De hecho -añade Freud- lo que los observadores toman por la enfermedad en sí» -y por lo tanto lo que la nosología psiquiátrica considera como sintomatología- constituye más bien un «intento de curación»; el delirio apunta a «reconstituir la relación con una realidad», y como la realidad misma ha sido destruida (esto es lo que significa «separación de la libido»), el «trabajo delirante» es un «proceso de reconstrucción de un universo». Una definición «Freudiana» del síntoma en la psicosis sigue en consecuencia constituyendo una problemática abierta que no podemos abordar en este artículo, sino solamente proponer: pues si el psicoanálisis define el síntoma como indisolublemente ligado con la represión y con su tercer tiempo (retorno de lo reprimido), extender su definición, sin cambiar nada, al «síntoma psicótico», equivaldría a asimilar las psicosis a las neurosis. Es decir que la problemática del síntoma psicótico sigue condicionada por un cuestionamiento previo: la «represión» así definida (separación de la libido respecto de sus objetos), ¿no es más que una «forma» de represión, o bien presenta un carácter lo bastante singular (y además en oposición manifiesta con la meta de la represión en el sentido habitual del término) como para que podamos ver en ella la acción de un mecanismo diferente del de la represión que obra en el origen de las neurosis? Nosotros defenderemos aquí esta segunda tesis, conforme a lo que la experiencia clínica nos enseña acerca de la especificidad de la esquizofrenia y de la modalidad muy particular de su transferencia: el Praecox Gefühl de Rümke no es «magia» clínica, sino más bien una especie de identificación de esta particularidad transferencial a través de lo que erróneamente tenemos la costumbre de llamar «contratransferencia». Pero ¿cómo hablar de la esquizofrenia sin que al mismo tiempo se la niegue? ¿Cómo decir, sin alterarla, esta alteridad? La esquizofrenia descrita, la esquizofrenia explicada, no es la esquizofrenia; «se pueden enumerar una serie de síntomas, y lo esencial no habrá sido dicho» (J. Wyrsch). El esquizofrénico no es un conglomerado de síntomas, y no hablamos sólo de «la distancia considerable que existe de manera general entre la enfermedad y el hombre enfermo» (E Tosquelles). Se trata de que ser esquizofrénico no es algo que pueda definirse como tener una esquizofrenia: «Mientras que el maníaco o el melancólico tienen la manía o la melancolía de todo el mundo, cada uno, por así decirlo, hace su propia esquizofrenia» (L. Binswanger). La esquizofrenia no es un «estado de cosas, sino un acontecimiento, el acontecimiento puro de la irrupción de un decir que siempre se mantiene un paso adelante de todo lo que en él se expresa, y siempre marca un paso adelante con respecto a todo lo que de él puede ser dicho. Pero si pensamos que ser esquizofrénico es más que tener una esquizofrenia, también podríamos decir, a la inversa, que la esquizofrenia se mantiene un paso adelante del esquizofrénico, el cual a menudo se siente víctima pasiva de lo que le llega, como desde el exterior. Ocurre que ese «paso adelante» es aquí la estructura misma: la esquizofrenia es el trastorno de la emergencia, no surgimiento, sino exceso incoercible, de un decir anárquico [an-archique] que no puede basarse en un dicho. Auto-necesidad del decir -eso no cesa de decirse-, pero imposibilidad del dicho -«eso no cesa de no escribirse»- Pues nuestro paso adelante es también un «no» [«pas»] por adelantado: un no forclusivo que sustrae la superficie de inscripción bajo cada inscripción por venir. Ese «no por adelantado» es la Verwerfung de Freud, la forclusión de Lacan. Ese «no por adelantado» no debe entenderse como una simple negación, pues «la negación [ … ] no hace de un pensamiento un no-pensamiento» (Frege). Ahora bien, en este caso se trata sin embargo de eso: de un «no» capaz de imponer un «no-pensamiento» en lugar de un pensamiento, es decir, de hacer agujero en el tejido de los pensamientos. «No puedo negar lo que no es» (Frege). En este sentido, «la negación es en primer lugar admisión» (Benveniste).

Un primer cuerpo de significantes Lacan ubica ese tiempo primordial de admisión en el nivel de lo que Freud describe como Bejahung. «El término Verwerfung (forclusión) se articula [ … ] como ausencia de esa Bejahung»; esta ausencia constituye el no [pas] forclusivo por el cual «el hecho involucrado es excluido del mundo aceptado por el locutor» (Damourett y Pichon). Freud presenta este primer tiempo de afirmación en términos de juicio de atribución: «la cualidad sobre la cual hay que pronunciarse pudo ser originalmente «bueno» o «malo», «útil» o «nocivo»… ». Los predicados «bueno o útil» aparecen entonces como «caracteres determinantes de un concepto» (el «yo-placer purificado», dice Freud), cuya extensión constituye una «clase» (la de los objetos que satisfacen al predicado «bueno»). Y puesto que hay clasificación, hay también constitución de lo que los lógicos llaman un «universo del discurso», que Lacan define aquí como «primer cuerpo de significantes». ¿Por qué «argumentos» está saturada la «función» correspondiente? El juicio de existencia sólo tendrá lugar ulteriormente: no se puede por lo tanto hablar aún de representaciones, ni de percepciones, sino sólo de signos; precisamente, Wahrnehmungszeichen (signos de percepción, dice Freud). Podemos agregar que ese primer juicio opera un «salto» por el cual lo que sólo era «cualisigno» («una apariencia») se convierte en un «legisigno» («un tipo general»), más precisamente, un «rhème» («signo que no es verdadero ni falso»; cf. Peirce). Aunque un «yo-realidad primitivo», aún mas arcaico, haya «distinguido interior y exterior con la ayuda de un buen criterio objetivo», Freud considera que hasta ese momento el yo y lo que lo rodea están indiferenciado s. Bajo la influencia del principio de placer, el yo-placer purificado se constituye por un doble proceso. Por una parte, un principio de unificación por englobamiento de (y asimilación a) lo que es «bueno»; por otro lado, una función de expulsión (Ausstossung) de lo que es «malo», función forclusiva, que está en el origen de lo que va a «constituir lo real en tanto que exterior al sujeto» (Lacan). La Bejahung se revela entonces como «un proceso primordial de exclusión de un adentro primitivo, que no es el adentro del cuerpo, sino el de un primer cuerpo de significantes» (Lacan), el cual, en un segundo tiempo, podrá precisamente estructurar el cuerpo y la realidad. Lo que, por una especie de desborde de la fusión forclusiva, se encuentra arrojado del «universo del discurso» a lo real -«dominio de lo que subsiste fuera de la simbolización» (Lacan)- será excluido para siempre de los «datos previos» del sujeto, y esto, «como si no hubiera existido nunca».

Forclusión y delirio Lacan define la forclusión (término con el que traduce el vocablo Freudiano Verwerfung) como «rechazo de un significante primordial a las tinieblas exteriores», desde donde retornará en su momento: «la proyección en la psicosis… es el mecanismo que hace volver desde afuera lo que está tomado en la Verwerfung , o sea lo que ha sido puesto fuera de la simbolización general que estructura al sujeto». La génesis de la alucinación es aquí manifiesta, y es el mecanismo que le atribuye Freud cuando comenta la alucinación del Hombre de los Lobos. El hecho de que el mecanismo del fenómeno delirante sea idéntico puede ser aclarado por el «mixto» que constituye la interpretación delirante. «He visto la bicicleta del señor A. apoyada contra una pared; eso quiere decir que debo dejar de comer.» La psiquiatría clásica define la interpretación delirante como «juicio falso sobre una percepción exacta» (Henry Ey). Si la autorreferencia aparece como la primera característica de la interpretación, la segunda reside en el carácter «importante y acuciante» (K. Schneider) del mensaje llevado por la percepción: «El sujeto experimenta esta significación como siéndole extrañamente impuesta» (J. J. López-Ibor). Sclineider identifica en el fenómeno de la percepción delirante una estructura lógica: «ella articula dos miembros: el primero engloba la relación del sujeto que percibe con el objeto percibido; el segundo engloba la relación del objeto percibido con la significación anormal». La articulación de estos dos miembros es casi siempre enunciada por la expresión «eso quiere decir», que nos parece una marca del dominio de las significaciones. Sólo después de mucho tiempo de hacerse cargo de un psicótico, el contenido de la interpretación (el «segundo miembro») se revela por lo que es: un contenido de pensamiento que el sujeto se niega a asumir. A lo largo de las entrevistas, el contenido de las interpretaciones sufre lo que hemos podido llamar una «inflexión transferencial», es decir que se vuelve capaz de constituir un material para el trabajo psicoterapéutico. Si por azar, al final de una comida, unas cáscaras de naranja van a dar sobre restos de pollo, y a la vista de todos «cometen incesto» en un plato, D., víctima de una angustia incoercible, nos suplica que le creamos que ella no quiso significar eso.. . Dos lápices, uno junto al otro, quieren decir la relación sexual. A ella, «esas cosas» no la preocupan en absoluto. Para Frege, «pensar no es producir pensamientos, sino captarlos»… La captación de un pensamiento supone a alguien que lo capta, a alguien que lo piensa. Ese alguien es entonces portador del acto del pensar, no del pensamiento. El mecanismo de proyección que actúa en este caso concierne al «portador del acto de pensamiento», y constituye por lo tanto una extraña forma de negación. En la denegación, la negación recae sobre un contenido de pensamiento; en la desmentida, sobre un fragmento de realidad. En la percepción delirante, lo negado es el sujeto en tanto que pensante de un cierto contenido de pensamiento. «Lo que ha sido abolido dentro retorna desde afuera.» Así define Freud la proyección psicótica. D., que no puede reconocerse como origen de un pensamiento que no tiene ningún arraigo en ella, ve surgir ese contenido de pensamiento en los objetos de la realidad. En un segundo tiempo, proyectará la proyección misma: «¡No soy yo quien interpreta, son los otros!», los otros que interpretan sus gestos y sus palabras. El progreso sobre la disociación ha reinstalado al otro en su estatuto de semejante, lo que no ocurre sin otro tipo de angustia, pero permite establecer con él una relación con un alter ego. «El principio de toda unidad que el hombre percibe en los objetos es la imagen de su cuerpo» (Lacan). En la percepción delirante, el «uno» del objeto percibido no está afectado, pero aparece provisto de una «hiancia», que paradójicamente se manifiesta como un «en más»: la hinchazón sarcástica de la «significación anormal» que se sobreañade, y que apunta al sujeto. La interpretación delirante nos da la imagen de un signo lingüístico dislocado; la percepción es puesta allí en un lugar de significante, la «significación normal» en un lugar de significado, y la autorreferencia pone de manifiesto que el sujeto ha sido llevado al rango de único referente. El signo lingüístico aparece fragmentado en sus elementos constitutivos como a través de un prisma; esos elementos ya no pueden reunirse en «el aquí y ahora» del mismo signo, sino que aparecen de alguna manera yuxtapuestos y como constituyendo espacios distintos, funcionando cada uno por sí mismo y no ya en su relación con los otros. Nos parece entonces que esta presentificación casi alucinatoria de la disgregación del signo lingüístico manifiesta la dislocación de los tres registros de Lacan (simbólico, imaginario, real); pero también se podría decir que traduce un esfuerzo de reconstrucción del campo simbólico, justamente en cuanto la relación «significante»-«significado» es allí «no-motivada» (el delirio, dice Gruhle, «plantea una relación sin razón»). Puede parecer entonces que la interpretación delirante participa de ese «intento de cura» del que habla Freud, que apuntaría en este caso a restaurar la «raya» de la metáfora del lenguaje. («En la esquizofrenia, la raya de la metáfora primordial es porosa», dice Jean Oury.) Pero además no queda duda de que sólo una percepción ocupa ese lugar de significante lingüístico para tratar de «taponar» el lugar, que ha quedado vacío, de un significante primordial. «Los «no-dichos», yo los traduzco en términos de irracional.» B., en nuestra presencia, llega poco a poco a criticar su delirio. Su tema delirante privilegiado gira alrededor de los «poderes» (mágicos); lo ha utilizado todo, desde el yoga hasta la ingestión de unas plantas (supuestamente de datura) que crecían en el patio del hospital, pasando por toda la panoplia de la parapsicología. En el «agujero» de esos no-dichos se desplegaban en plenitud las mil facetas de un delirio de omnipotencia que los «términos de irracional» trataban de nombrar (¿de delimitar?) antes de que B. se perdiera allí totalmente. Este imaginario no es delimitado por el campo de lo simbólico, sino que toca a lo real -lo «real» de la relación incestuosa con la madre- La omnipotencia construida por B. le es necesaria para mantener(se) a distancia (de) la madre, constituida como omnipotente, provista de todas las magias: la prueba era «la esclavitud» a la que había reducido al padre. Pero B. seguirá siendo perdedor: en el momento en que lo imaginario lo lleva a la cima del «poder», se siente feminizado (es decir, castrado), a semejanza de la madre, y el punto de ruptura es atravesado: implosión explosiva, innombrable, de una catástrofe. Después, «el vacío», zona en la que ya no puede inscribirse nada.

Los mecanismos esquizo-paranoides En este mismo nivel de función forclusiva podemos situar la problemática kleiniana de los mecanismos esquizo-paranoides y de la «escisión primordial». No se trata ya, en sentido estricto, de una partición entre objetos «buenos» y «malos», sino del clivaje de un mismo objeto en dos aspectos. El pecho de la madre es «prototipo de los objetos buenos cuando el niño lo recibe, y de los malos cuando le falta». En Melanie Klein, la escisión entre objetos buenos y malos no coincide con la oposición incorporar-expulsar. «Introyección» y «proyección» constituyen «procesos intrapsíquicos» que rigen el desarrollo de la criatura con independencia del carácter de los objetos: «desde el comienzo de la vida, el yo introyecta objetos buenos y malos», y estos mecanismos intrapsíquicos «contribuyen a crear una relación doble con el objeto primitivo. El bebé proyecta sus pulsiones de amor y las atribuye al pecho gratificador («bueno»), así como proyecta al exterior sus pulsiones destructoras y las atribuye al pecho frustrador («malo»). Simultáneamente, por introyección, se constituyen en su interior un pecho «bueno» y un pecho «malo»». Para Melanie Klein, este clivaje del objeto en sus aspectos «bueno» y «malo» constituye una «necesidad vital», que permite al yo paliar la angustia. Lo que provoca en el pequeño el «miedo a la aniquilación» es la pulsión de muerte presente en el corazón del organismo. Bajo la presión de la amenaza de ser «destruido desde el interior», «el yo» (cuya cohesión es aún poco segura) «tiende a fragmentarse. Esta fragmentación parece subtender los estados de desintegración de los esquizofrénicos». Aquí subrayamos la distinción, introducida por Winnicott, entre «no-integración» y «desintegración». Los momentos de «retorno a un estado de no-integración» son para el bebé perfectamente normales: «Para el lactante, el reposo representa un retorno al estado no integrado», que no provoca angustia de aniquilación «si la madre le procura un sentimiento de seguridad». Sólo cuando la integración, que se realiza progresivamente, ha alcanzado cierta etapa, «la pérdida de lo que ya se había adquirido puede considerarse como desintegración más bien que como no-integración»… Esta distinción corresponde clínicamente a la diferencia entre los efectos de la «desintegración de la personalidad», propia de la psicosis, y los efectos de un «retardo» o una «falta» de integración, que más bien se encuentran en las neurosis graves y en las personalidades borderline.

Inclusiones de real Desde el punto de vista lógico, el fracaso de la función forclusiva puede pensarse de dos maneras: como forclusión de un significante primordial «por exceso» de la función forclusiva, o como no-exclusión de una parte de real «por defecto» de esta función, con lo cual charcos de real pueden encontrarse retenidos en el universo del discurso, donde a veces sólo dejan intactos islotes de significantes. Sin duda es así como podemos ubicar «el humor fundamental» esquizofrénico del que habla Wyrsch: «estado de ánimo de la inquietud y de lo amenazante», que él compara con el «embotamiento» (Benommenheit) de Bleuler. Zutt precisa que lo que nos parece un «embotamiento» ante el mundo de la realidad constituye de hecho un estado de hipervigilancia: un «estar comprometido», «estar hundido», «estar fascinado». En una serie de entrevistas en las cuales por momentos fui una simple «secretaria», N. narró una experiencia de ese tipo: «Es como un mecanismo caprichoso que se instala [ … ] Un vaivén perpetuo, más o menos rápido, como una puerta que se abre hacia una región desértica, triste, más uniforme. Una planicie árida, sin agua ni riqueza, un poco desencantada. En un momento, ya nada satisface. Uno quiere dar marcha atrás, pero lo retiene un hilo maligno, lo retiene esa otra cara de la vida que se desdobla en nosotros. Cara mirífica, más coloreada, pero desconcertante y árida, un mundo en el que uno quiere imaginarse, imaginarse distinto de lo que es, para superarse a sí mismo y afirmarse ante los otros… Sensaciones de rencor, de melancolía, de desesperación Nada me interesaba, sino maquinalmente 1 Incluso veía crecer a los objetos que me rodeaban; era un efecto impresionante. Lo mismo con las personas; no las reconocía verdaderamente [ … ] Había perdido algo: el impulso de sentirme yo mismo, de seguir mi camino [ … ] Es como un trauma, una falta de gozo que se consolida en nosotros … ». Es también el movimiento de la expulsión (Ausstossung) como negación en acto, que Freud ubica al principio del negativismo psicótico. Sea cual fuere la irritación que nos provoca, sin duda no hay que entenderlo como un fenómeno que se dirige al otro. P. se quejaba como sigue: «Esto no marcha; pasé la noche sin dormir, ni un minuto [ … ] ni siquiera llegué a acostarme. No había nada que hacer, no llegaba a quererlo». El mismo R definirá lo que padece: «Mi enfermedad es un agujero en la posibilidad de actuar».

Leyes del lenguaje y la represión Lo que está excluido del campo simbólico (lo real) es el dominio de lo rechazado forclusivamente. En oposición a este tipo de negación «forclusiva», el campo de la Bejahung constituye un dominio «discordancial»: la determinación de una clase es en este caso también determinación de su clase complementaria; en otros términos, «para todo pensamiento, existe otro que lo contradice» (Frege), dándose por sentado que «cada proposición que contradice a otra, la niega» (Wittgenstein). Nos proponemos introducir aquí la tesis de que la sumisión al principio de realidad impone la sumisión a las leyes de la lógica formal -que es algo que nada nos prohibe formular- Dos proposiciones contradictorias no pueden ser verdaderas al mismo tiempo (principio de no contradicción). Una sola debe entonces ser afirmada por un juicio que la tiene por verdadera; la otra (que la contradice) es rechazada de hecho. En el registro discordancial, a la inversa del registro forclusivo, «la negación no hace de un pensamiento un no-pensamiento»; la proposición rechazada subsiste (por poco que el sujeto se niegue a abandonar la «moción de deseo» que ella traduce), pero constituye entonces un lugar lógico distinto del de la proposición conservada, lugar lógico que asimilaremos al lugar tópico del Ics. La contradictoria reprimida sólo podrá volver al campo de la conciencia siendo negada en él, es decir, con la forma de la proposición negativa que niega el pensamiento rechazado (esto es, reprimido, negado); esta doble negación no la hace más contradictoria de la proposición presente en el nivel Cs. «Yo no te odio», lo sabemos desde la escuela, no contradice al amor. Bajo esta luz, el síntoma aparece a la vez como transgresión y preservación del principio de no-contradicción; el síntoma («formación de compromiso») no es un «compromiso» más que en la medida en que «representa» la contradicción que lo subtiende: su estatuto formal es el de un «tercero» y, por el hecho de que las leyes de la lógica formal se oponen a él, este tercero es excluido… del discurso. No podría ser por sí mismo una proposición ni puede inscribirse en el nivel del discurso más que como clase vacía. Pero puesto que sólo se origina en las leyes del lenguaje, es un hecho de lenguaje, y en sí mismo no podría ser sino lenguaje: «El síntoma neurótico desempeña el papel de la lengua que permite decir la represión» (Lacan). Si reprimir es un equivalente de la negación, el lugar del «ne» («no») que marca la negación en el lenguaje corresponde, en el plano metapsicológico, al lugar del «nudo» de la represión onginaria.

La represión originaria La represión originaria… Freud se lanza a la búsqueda de los sentidos opuestos de las palabras primitivas: allí donde las antinomias están unidas en una misma matriz, donde la cosa es su propio «no» -presencia y ausencia confundidas- Allí donde la cosa es su propio «nombre». Mito del origen del lenguaje. Si la represión originaria, en tanto que conjunto vacío, puede concebirse como «disyunción fundamental», las fantasías originarias nos parecen sumamente próximas. Por cierto, se diría que cuentan los «mitos de los orígenes» (J. Laplanche y J.-B. Pontalis), pero constituyen también los «mitos» de las oposiciones fundamentales: ser/no ser (escena primaria), tener/ carecer (protofantasía de castración), actividad/pasividad (seducción), mismo y distinto (fantasía del retorno al seno materno). Y en cada una de estas posiciones, uno de los términos surge de la pulsión de muerte. Las fantasías originarias tienen entonces una estructura común, que es la articulación de las parejas de contradictorios que de alguna manera emergen de la represión originaria. Podemos considerarlos como puestas en escena primitivas del principio de no-contradicción, al cual le confieren las primeras «significancias»: matriz de lo imaginario. «La represión puede considerarse como la etapa intermedia entre el reflejo de defensa y la condena por el juicio», afirma Freud. Es decir, como intermedia entre la expulsión y la negación, conjunción del «pas» forclusivo y el «ne» discordancial: el conjunto vacío es «uno». La represión salvaguarda el principio de contradicción en el nivel del yo-realidad, mientras preserva en «otro lugar» lógico (en «otra escena») la proposición contradictoria descartada. El «doblez del doblez» (Zwiefalt) de estos dos lugares tópicos (uno, el sistema Cs, que puede considerarse como el lugar de lo afirmado, y el otro, el sistema les, implícitamente afectado por el signo negativo) es la represión originaria: aquello por lo cual ex-siste lo contradictorio como tal, aquello por lo cual adquiere sentido la contradicción, virtual conjunción-disyunción originaria del sentido y la significación, de lo simbólico y lo imaginario, raya de la metáfora primordial. Decir que «en la esquizofrenia se abandonan las investiduras de objeto» es decir que se retiran las investiduras a las representaciones de cosa inconscientes. Ahora bien, estas representaciones les se definen como sólo «constituidas» por sus investiduras. Lo que persiste de ellas una vez retirada la investidura, a lo sumo podemos concebirlo como vagos restos de «huellas mnémicas», parciales, dispersos, sin vínculos entre sí. A la inversa de esta desertificación de las representaciones de cosa les, «las representaciones de palabra (Pcs) sufren una investidura más intensa» -lo que significa, en otros términos, que «la libido se repliega en el yo»-. El mecanismo de la «represión psicótica» aparece entonces de algún modo como un mecanismo de des-represión, que no es «retorno de lo reprimido» sino un «aparecer» de lo reprimido. En el «retorno de lo reprimido», lo reprimido sólo se anuncia bajo la máscara del síntoma o del «ne» de la denegación, y es esta máscara la que indica su «retorno» en la posrepresión. En la psicosis, lo reprimido reaparece como dejado al descubierto por el «retiro» de la represión, lo que evoca más bien un mecanismo de regresión a una «anterioridad» [avant coup] de la represión… si es que la hubo. Sin duda, podríamos hablar de una regresión a la «fíjación» -y éste es el caso-, pero la fijación es el primer tiempo lógico de la represión y, como tal, forma parte de ella. Todo ocurre como si esta paradójica «represión esquizofrénica» funcionara a la manera de un lienzo de Penélope, en el que lo que se teje-reprime durante el día se desteje-desreprime durante la noche. La represión originaria se muestra aquí impotente para garantizar «desde el interior» el mecanismo de la represión, y la energía presente en el lugar tópico les parece más bien engolfarse en ella, como aspirada por ella, para reaparecer «más allá», en el lugar de Pcs y en forma inmodificada: es decir, en forma de energía libre. Las leyes propias del proceso primario invaden entonces el lugar tópico Pcs, habitualmente regido por el proceso secundario, al cual sustituyen en parte: «En la esquizofrenia, las palabras son sometidas al proceso psíquico primario» (Freud). Al asegurar la separación entre el lugar de las representaciones de cosa y el de las representaciones de palabra, la represión originaria mantenía un «incorporal» entre las cosas y las palabras y garantizaba la raya de la metáfora lingüística. Ahora bien, «si no se encuentra ningún «no» proveniente del inconsciente», quizás ello se deba precisamente a que la represión es la condición de aparición del «no» de la denegación: ese «no» del registro discordancial que permite el desarrollo de los procesos de pensamiento.

Escisión y transferencia disociada

En la psicosis, la contradicción no es al mismo tiempo esquivada y conservada por la represión: simplemente, es abolida. A falta de represión originaria, la contradicción ya no es reconocida como tal por un yo que no es modificado por el principio de realidad -es decir, que no asume las leyes del lenguaje-. En consecuencia, en el nivel del yo dos proposiciones contradictorias pueden ser afirmadas al mismo tiempo; la contradicción, al no ser reconocida como tal, se convierte en simple yuxtaposición. Que las leyes formales del leaguaje no sean «admitidas» en el yo no impide que se impongan, por así decirlo, «a pesar» del sujeto: el principio de contradicción se manifiesta en acto. Mientras que en el sujeto no psicótico la contradicción crea el lugar tópico del les, en el esquizofrénico -a falta de ese operador que es la represión- produce la disociación de las partes del yo que persisten en afirmar a cada uno de los términos. Cada proposición ignora a su contradictoria, por lo cual Racamier puede decir que «el esquizofrénico carece de ambivalencia». El clivaje esquizofrénico -la «disociación»es el precio de la «forclusión» de la negación como tal. Por cierto, Freud considera la instauración del les como una forma de clivaje: «Con la introducción del principio de realidad, una cierta forma de actividad de pensamiento se encuentra disociada por escisión; sigue independiente de la prueba de realidad y sometida únicamente al principio de placer». Pero este clivaje Cs/Ics está subtendido por el nudo del «no» que a la vez liga y opone los dos términos de la contradicción, permitiendo así la distinción de los dos dominios tópicos, y su articulación. El astillamiento esquizofrénico, que se basa precisamente en la ausencia de la escisión Cs/Ics, es de una naturaleza totalmente distinta. Gisela Pankow lo define con referencia a la imagen del cuerpo, que introduce «únicamente a título de reconocimiento de una dinámica espacial». «La disociación -dice Pankow- es una destrucción tal de la imagen del cuerpo, que las partes pierden sus vínculos con el todo para reaparecer en el mundo exterior… en forma de alucinaciones auditivas o visuales.» La «disociación» psicótica se opone a la fragmentación neurótica, distinción esencial para la práctica y el abordaje terapéutico: «Mientras que el neurótico es capaz de reconocer la unidad del cuerpo aunque ese cuerpo esté mutilado, el psicótico no puede hacerlo [ … ] Entiendo por disociación el hecho de que el enfermo ya no es capaz de reconocer una parte del cuerpo como parte… Cada parte del cuerpo es un cuerpo completo» (Pankow). La amenaza de escisión es vivida como amenaza de catástrofe, de aniquilación del mundo exterior o de desintegración de la personalidad. Puesto que las «investiduras Ics de representaciones de cosa» son constitutivas de «la investidura libidinal de los objetos de la realidad exterior», la quiebra, en la esquizofrenia, de la represión originaria implica que el mundo y la realidad psíquica no sean distintos. El sujeto víctima de la escisión no puede más que refugiarse en la «parte» de sí mismo que encarna en ese momento, «abandonando» al mismo tiempo aquellas partes de su propia realidad de las que deserta. Quizás automutile sus partes así «deshabitadas», en un intento de reunión; la restricción del campo de existencia (del campo de investidura libidinal) aparece entonces como recurso defensivo ante el clivaje; «el abandono de las investiduras Ics» constituiría una respuesta a la amenaza de clivaje y a la angustia «loca» que desencadena. Puesto que no hay distinción entre la «realidad psíquica» y la «realidad exterior», es el propio esquizofrénico quien literalmente da existencia al mundo y a sus leyes: dos y dos suman cuatro sólo porque él se obliga voluntariamente a contar, pues ¿«quién» podría asegurar que dos y dos «continúan» sumando cuatro si él se detiene? Tiene que asegurarse de esto a cada instante. Como la energía libidinal tiende a desertar de la investidura de objetos, «el objeto» mundo aparece vago, en sí mismo deshabitado: «sombras de hombres hechos a la ligera», decía Schreber. Para el esquizofrénico, más que para cualquiera, el otro es un «alter ego». No sólo porque ese otro subsiste exclusivamente en virtud de su investidura, sino también porque el esquizofrénico, lo mismo que todos, tiende a proyectarse en sus objetos: el otro es entonces clivado, mutilado, asimilado a una parte de él mismo -además de seguir siendo «lo mismo» que la parte del esquizofrénico que lo inviste- Pero no hablaremos sin embargo de «objeto parcial», ni tampoco de «amor parcial de objeto» (Abraham). Pues «la desintegración no es la no-integración», y la disociación no es retorno al mundo pulsional, como lo atestigua por otra parte «la rigidización» (por «automutilación» de su realidad propia) de muchas estructuras esquizofrénicas. Asimismo, el «narcisismo secundario» (Freud) no es tampoco «autoerotismo». Propondremos aquí, con Jean Oury, la expresión «transferencia di sociada». Aunque esto pueda parecer audaz, su corolario (práctico) es bien conocido: para que sea posible tratar a un esquizofrénico, hay que «hacerlo entre varios», por lo menos a partir de un cierto grado de clivaje. Cada investidura nueva, por limitada que sea, puede re-suscitar* una parte clivada del esquizofrénico -restituirle una parte de él mismo- y la noción de «trasplante de transferencia» de Pankow nos permite entonces situar mejor lo que nosotros denominamos la «automutilación». Estas investiduras multirreferenciales parecen ignorarse entre sí (y a fortiori, si nosotros las ignoramos). Y sin duda es para crear entre ellas lazos, puentes, por lo que el esquizofrénico, como lo observa Chaigneau, «en lo colectivo, comienza por nutrirse con las relaciones de los otros entre sí, en cuanto esas relaciones… estén preservadas por la inmovilidad y el formalismo». «Ahora bien, es verdaderamente urgente que el esquizofrénico sea nutrido por la palabra», la palabra que se dirige a él pero también, simplemente, las palabras que se intercambian a su alrededor. B. decía haber sentido «no-dichos» en el hospital, entre el personal que la cuidaba, y estos «no dichos», lo mismo que en su medio familiar, abrían una puerta al mundo del delirio. Darse los medios colectivos para suscitar, reunir, dialectizar esos fragmentos dispersos de investiduras es el sentido de la gestión de lo que se llama la «psicoterapia institucional». Sólo a partir de ello puede encararse el trabajo psicoterapéutico con el esquizofrénico. Lo menos que se puede decir es que el argumento de su «inutilidad», con el pretexto de que «en la esquizofrenia no hay otro» (afirmación que circula en muchos círculos analíticos), se toma algunas libertades con la clínica más evidente. Pues, ¿de dónde provendría entonces el síndrome paranoide? El hecho de que en ese «otro» del esquizofrénico el terapeuta no reconozca el reflejo de su propio yo, constituye más bien un problema para el terapeuta que un obstáculo redhibitorio al desarrollo de un trabajo analítico. Esto sería como pretender que para el niño no existe ningún objeto antes de la constitución «objetal» del objeto. La dificultad consiste más bien en que ese «otro» se sostiene mal en su estatuto «de otro», por la no-delimitación de la «realidad exterior» y de la «realidad psíquica»: por ello ese «objeto exterior» vuelve sin cesar a ser «investidura de representación de cosa», es decir, una parte de la «realidad psíquica» del paciente, y por lo tanto una parte de él mismo. Sólo «cediendo» en el «duelo» de la entrevista el terapeuta evitará «rivalizar» con el paciente: rivalidad de omnipotencia. «Ceder» es en este caso dejar el lugar, o más bien «crear» el lugar, crear el lugar del Otro. Pues el estatuto del otro regresa hacia lo «mismo» a falta de Otro. Desprender el lugar del Otro es en primer término crear un espacio de palabra -«espacío del decir», según Oury- que haga lugar para la emergencia del deseo. Desprender el lugar del otro permite entonces la creación del «tercer punto de vista» (el nombre B)… ¿El tercer punto de vista? «Es poder verse hablando con el otro [ … ] Ello permite interrumpir el monólogo; de otra manera, cuando se habla al otro, se habla consigo mismo». Acceder al «tercer punto de vista» significa cavar una distancia entre el «yo» [je] que habla y la imagen de quien habla. «B» habla, y sólo desde un punto B’ puede ser visto hablando, como imagen. Sólo identificándose con aquel a quien habla, poniéndose en su lugar (B’), «viéndose» en su lugar, él puede «verse»: ver su propia imagen. B que habla, y la imagen de B hablando, sólo se separan como dos «lugares» desde un lugar tercero. El «tercer punto de vista» que le permite a B «verse» es ante todo un desprendimiento del ideal del yo: «punto de vista» desde el cual puede ser vista su propia imagen (yo-ideal), con la cual él se confundía hasta ese momento. Esta distinción de ideal del yo y yo-ideal, desprendimiento de los registros simbólico e imaginario, es también desprendimiento de un lugar para el sujeto: B sólo sostiene su palabra si puede dirigirla a un otro y, precisamente, como la imagen (yo ideal) sólo es vista desde el lugar del Otro, desde que B puede «verse», también puede «ver» al otro -y verlo como distinto de él-. Este otro puede entonces no ser ya confundido con el propio ideal del yo del sujeto, es decir, con un «punto de vista». Pues hasta allí, «el otro» no era para B más que una mirada que lo perseguía, y su deseo de ser reconocido por el Otro no recibía más respuesta que su degradación imaginaria: en todas partes todo «otro» «lo reconocía». El lugar del «otro» y el lugar del «sujeto» se constituyen al mismo tiempo, por triangulación del Otro que los mantiene a distancia. Si el terapeuta logra dejar libre el lugar de ese Otro (si no se precipita a instalarse allí), tendrá aún que ocuparse del cuarto término siempre presente, al menos virtualmente: el «monstruo», el conglomerado del paciente y su terapeuta, que habrá que matar poco a poco para que encuentre su verdadero lugar: precisamente, el del muerto.

Término creado en 1911 por Eugen Bleuler a partir del griego schizein (hendir, rajar) y phrenos (pensamiento) para designar una forma de locura denominada «demencia precoz» por Emil Kiraepelin, y cuyos síntomas fundamentales son la incoherencia (Spaltung o clivaje) del pensamiento, la afectividad y la acción, un repliegue sobre sí mismo (o autismo) y una actividad delirante. Eludido por Sigmund Freud, que prefirió hablar de «parafrenia», este término se impuso no obstante en psiquiatría y en psicoanálisis para caracterizar, junto a la paranoia y la psicosis maníaco-depresiva derivada de la melancolía, una de las tres formas modernas de la psicosis en general. Ya antes de recibir el nombre que le dio Bleuler, esta forma de locura había sido descrita por los médicos del siglo XIX como una demencia en estado puro, caracterizada por el atrincheramiento del sujeto en el interior de sí mismo. Casi siempre joven, el enfermo, hombre o mujer, se hundía sin ninguna razón aparente en un estado tal de estupor y delirio que parecía perder pie en la realidad, definitivamente. En 1832, Honorato de Balzac (1799-1850) describió por primera vez, en Louis Lambert, la quintaesencia de lo que iba a ser el síntoma esquizofrénico: «Louis se mantenía de pie tal como yo lo veía, día y noche, con los ojos fijos, sin parpadear, como nosotros tenemos la costumbre de hacerlo [.. . ]. Varias veces traté de hablarle, pero él no me oía. Era un resto arrancado a la tumba, una especie de conquista de la vida sobre la muerte, o de la muerte sobre la vida. Yo estaba allí desde hacía más o menos una hora, hundido en un ensueño indefinible, víctima de mil ideas afligentes. Escuché a MIle. de Villenoix, que me narraba con todos sus detalles esa vida de niño en la cuna. De pronto, Louis dejó de frotarse las piernas una contra otra, y dijo con una voz lenta: «Los ángeles son blancos».» Como lo subraya Jean Garrabé, el alienista francés Bénédict-Augustin Morel (1809-1873) fue el primero en describir esta forma de locura, en sus Études cliniques de 1851-1852, y después, en su Traité des maladies mentales de 1860; él la bautizó demencia precoz, caracterizándola como una «inmovilización súbita de todas las facultades». El adjetivo «precoz» significaba que la demencia afectaba a sujetos adolescentes o en plena juventud. Contrariamente a la melancolía, la manía, la histeria y la paranoia (ya conocidas antes de ser bautizadas), la demencia precoz era una nueva enfermedad del alma, que hería con la impotencia y el embotamiento a los jóvenes de la sociedad burguesa rebelados contra su época o su ambiente, pero incapaces de traducir su aspiración de un modo que no fuera ese verdadero naufragio de la razón. La psiquiatría naciente intentó clasificar ese estado y darle un nombre en función de las otras entidades ya identificadas. Por ello, el término generó numerosas discusiones. ¿Se trataba realmente de una enfermedad nueva, o de una afección antigua que se bautizaba con otro nombre? Durante toda la última parte del siglo XIX, y hasta la definición bleuleriana, las opiniones estuvieron tanto más divididas cuanto que numerosos síntomas atribuidos a la demencia precoz se podían ubicar perfectamente en la histeria, por una parte, y en la melancolía por la otra. Así, entre 1898 y 1902, el psiquiatra alemán Sigbert Ganser (1853-1931) le dio el nombre de «histeria crepuscular» a un síndrome que se asemejaba a la futura esquizofrenia bleuleriana: alucinaciones, «hablar en apartes», desorientación espaciotemporal, confusión, estupor, amnesia, etcétera. En su clasificación, Emil Kraepelin conservó el concepto, distinguiendo tres grupos de psicosis: la paranoia, la demencia precoz y la locura maníaco-depresiva, heredera de la antigua melancolía, que se convertiría en la psicosis maníaco-depresiva. Contra este sistema Bleuler introdujo a la vez la noción de Spaltung (clivaje, disociación, discordancia) y la palabra esquizofrenia: «Llamo esquizofrenia a la demencia precoz, porque, como espero demostrarlo, la escisión de las funciones psíquicas más diversas es una de sus características más importantes. Por razones de comodidad, empleo esta palabra en singular, aunque es verosímil que este grupo incluya varias enfermedades.» Bleuler, rebelándose contra el nihilismo terapéutico de la escuela alemana, más preocupada por clasificar que por curar, creó la palabra esquizofrenia para integrar el pensamiento Freudiano en el saber psiquiátrico: en efecto, a su juicio solamente la teoría del psiquismo elaborada por Freud permitía comprender los síntomas de esta locura. Aunque le conservaba una etiología orgánica, hereditaria y tóxica, abría el camino a una concepción en la cual la personalidad, el sí-mismo, la relación del sujeto con el mundo (interior y exterior), desempeñaban un papel considerable. En otras palabras, esta nueva demencia no era ya una demencia, y no era ya precoz; englobaba todos los trastornos vinculados a la disociación primaria de la personalidad, que generaba síntomas diversos, como el repliegue en sí mismo, la fuga de ideas, la inadaptación radical al mundo externo, la incoherencia, las ideas bizarras, los delirios sin depresión ni manía ni trastornos del humor, etcétera. Freud no retomó la definición de Bleuler; prefería pensar el dominio de la psicosis bajo la categoría de la paranoia, como lo demuestra su estudio sobre Daniel Paul Schreber. No obstante, así como él había transformado la histeria en un paradigma moderno de la neurosis, Bleuler hizo de la esquizofrenia el gran modelo estructural de la locura del siglo XX. De modo que la segunda psiquiatría dinámica estaría dominada hasta aproximadamente la década de 1980 por el sistema de pensamiento Freudo-bleuleriano. Se creó toda una terminología (lo hicieron sobre todo Henri Claude y René Laforgue de la escuela francesa, y después Ernst Kretschmer) para expresar diversas modalidades de esta «sch¡ze»: desde la esquizomanía (con autismo sin disociación) hasta la esquizoidía (caracterizada por un estado patológico sin psicosis), pasando por la esquizotiráia (la tendencia «morfológica- a la interiorización). Fueron entonces los sucesores de Freud quienes se orientaron hacia la elaboración de una verdadera clínica psiquiátrico-psicoanalítica de la esquizofrenia. Ésta se desarrolló en Francia y Gran Bretaña en un marco hospitalario, y en los Estados Unidos en el contexto del movimiento de higiene mental que les permitió al bleulerismo y el Freudismo implantarse masivamente en el terreno de la psiquiatría. De allí la creación de numerosas clínicas especializadas en el tratamiento de la psicosis (y particularmente de la esquizofrenia), derivadas del modelo zuriqués original, el Burghölzli. Entre los grandes clínicos de la esquizofrenia se encuentran todas las tendencias del psicoanálisis y la psicoterapia: desde el culturalismo (Harry Stack Sullivan, Gregory Bateson, Frieda Fromm-Reichmann) hasta la Self Psychology , (Paul Federn, Heinz Kohut, Donald Woods Winnicott), pasando por el kleinismo (Herbert Rosenfeld, Marguerite Sechehaye, Wilfred Ruprecht Bion) y la fenomenología (Ludwig Binswanger, Eugéne Minkowski). En términos generales, el enfoque clínico elaborado después de 1945 privilegia al esquizofrénico en detrimento de la esquizofrenia, y se ocupa a la vez del ambiente familiar del sujeto y de su evolución psíquica inconsciente, con la creación de técnicas terapéuticas apropiadas: por ejemplo, el análisis directo. En la perspectiva de un enfoque general de las psicosis, heredada de la enseñanza de Karl Abraham y Sandor Ferenczi, Melanie Klein elaboró su concepción de las posiciones depresiva y esquizo-paranoide, para demostrar que eran la suerte común de todos los sujetos, y que la «normalidad» sólo constituía la manera en que cada uno superaba un estado psicótico original. Desde el punto de vista de la fenomenología, Minkowski consideró la esquizofrenia como una alteración de la estructura existencia] del sujeto, una pérdida del contacto vital con la realidad y, finalmente, como una incapacidad para inscribirse en una temporalidad. A juicio de Binswanger, que presentó la historia de cinco grandes casos, entre ellos los de Ellen West y Suzan Urban, la causa primera de la esquizofrenia era la entrada en una existencia inauténtica que llevaba a la «pérdida del yo en la existencia», a una grave alteración de la temporalidad y al autismo, es decir, a un «proyecto de no ser uno mismo». Al convertirse en la forma paradigmática de la locura del siglo XX, la esquizofrenia fue también objeto de un debate estético y después político. A partir de 1922, e inspirándose en las patografías clásicas, Karl Jaspers (1883-1969) emprendió el estudio de cuatro destinos de creadores, calificados retroactivamente de esquizofrénicos: Friedrich Hölderlin (1770-1843). Emmanuel Swedenborg (1688-1772), Vincent Van Gogh (1853-1890) y August Strindberg (1849-1912). Constatando que la noción de esquizofrenia era equívoca, y que el origen de la enfermedad podía atribuirse a una lesión cerebral, Jaspers abandonó sin embargo el dominio de la nosografía para subrayar la existencia de una vida espiritual propia de esta forma de locura: «Hay una vida del espíritu de la que la esquizofrenia se apropia para hacer allí sus experiencias, crear allí sus fantasmas y en ella implantarlos; es posible que, después, pueda creerse que esta vida espiritual basta para explicarlos, pero sin la locura no habrían podido manifestarse de la misma manera». De modo que en la década de 1920 la esquizofrenia, como por otra parte la histeria, se sustrajo a la definición bleuleriana para convertirse en la expresión de un verdadero lenguaje de la locura, no «patológico» sino subversivo, portador de una revolución formal y de una impugnación al orden establecido. Tal fue la significación del manifiesto surrealista de 1925, «Carta a los médicos jefes de los asilos de locos», inspirado por Antomn Artaud (1896-1948) y redactado por Robert Desnos (1900-1945): «Sin insistir en el carácter perfectamente genial de las manifestaciones de algunos locos, en la medida en que podemos apreciarlas, afirmamos la legitimidad absoluta de su concepción de la realidad y de todos los actos que se desprenden de ella». Con el mismo enfoque, el psiquiatra alemán Hans Prinzhorn (1886-1933) decidió consagrarse al estudio de las obras plásticas producidas por los enfermos mentales. En su libro magistral titulado Expresiones de la locura, publicado en 1922, fue el primero en considerar esas producciones, no como una ilustración de las patologías de los autores, sino como obras de arte por derecho propio. Las bautizó «arte esquizofrénico», relacionándolas con diversas escuelas pictóricas modernas, sobre todo el expresionismo. Lejos de atenerse a la definición psiquiátrica de la esquizofrenia, Prinzhorn extendió el término a una forma de pensamiento o a una estructura psíquica capaz de producir un arte «salvaje» semejante al de los niños y de los pueblos primitivos; de tal modo, este psiquiatra se sumó al debate que, en la misma época, se desarrollaba entre la antropología y el psicoanálisis a propósito de Tótem y tabú. Esta concepción de la esquizofrenia fue retomada, a partir de 1955-1960, con algunas modificaciones, por los artífices de la antipsiquiatría (David Cooper y Ronald Laing), y después teorizada en Francia por dos filósofos: Michel Foucault (1926-1984) y Gilles Deleuze (1925-1995). En su Historia de la locura en la época clásica, publicada en 1961, Foucault rechazaba todo diagnóstico, pero hacía de la locura de Artaud, Nietzsche, Van Gogh y Hólderlin el instante último de la obra: «Allí donde hay obra, no hay locura, y sin embargo la locura es contemporánea de la obra, puesto que inaugura el tiempo de su verdad». Ese mismo año, Jean Laplanche estudió la esquizofrenia de Hólderlin considerándola como un elemento inseparable de la obra del poeta. En cuanto a Deleuze, en El anti-Edipo. Capitalisino y esquizofrenia, obra escrita en colaboración con Félix Guattari, él se apropió del término esquizofrenia para hacerlo resonar de otro modo. Estos dos autores trataron de repensar la historia universal de las sociedades a partir de un postulado único: el capitalismo, la tiranía o el despotismo encontrarían sus límites en las máquinas descantes de una esquizofrenia exitosa, es decir, en las redes de una locura no obstaculizada por la psiquiatría. Al imperialismo del Edipo Freudiano, y a la teoría lacaniana del significante, ellos oponían el principio de un esquizoanálisis basado en una psiquiatría llamada «materialista», cuyo primer portavoz habría sido Wilhelm Reich, contra Freud y Bleuler. La obra, notable por su inspiración antidogmática, la belleza de su estilo, la generosidad de la inspiración y el valor programático de su ideal bioquímico y energético, no provocó ninguna reforma del saber psiquiátrico en el dominio del tratamiento de la esquizofrenia, y se inscribió del modo más simple del mundo en la historia progresista de la psicoterapia institucional. Mientras que, llevada por la antipsiquiatría, se expandía la gran temática libertaria de la rebelión esquizofrénica, los estudios clínicos sobre el tratamiento de este trastorno y de la psicosis maníaco-depresiva continuaron a la sombra de las instituciones hospitalarias de todo el mundo. En este sentido, la farmacología introdujo una revolución pragmática y tecnológica con la introducción de los neurolépticos en 1952. Mientras que a principios de siglo los esquizofrénicos estaban condenados a pasar su vida en un asilo -y numerosos enfermos eran tratados de modo salvaje con la cura de insulina, creada en 1932 por Manfred Sakel (1900-1957), después con la neurocirugía (o lobotomía), introducida en 1935 por Egas Moniz (1874-1955), y finalmente con el electroshock-, el aporte del psicoanálisis y de las diferentes terapias (kleiniana, Freudiana, familiar) permitió un progreso considerable en el tratamiento de esta forma de locura. Los diversos tratamientos farmacológicos han reemplazado al antiguo encierro carcelario por un chaleco de fuerza químico, y permiten atender a los pacientes fuera del asilo. Esta revolución «tranquila», contemporánea de la expansión del gran movimiento de impugnación del orden psiquiátrico en los años 1955-1970, impuso progresivamente sus métodos en todo el mundo, al precio de la aniquilación de toda la concepción Freudo-bleuleriana de la psiquiatría dinámica. Se puede captar su evolución comparando las diferentes versiones del Diagnostic and Statistical Manual of Mental Disorders (DSM), establecido por la American Psychiatrie Association (APA). Publicado por primera vez en 1952, con el título DSM I, fue en principio influido por las tesis higienistas de Adolf Meyer. En 1968, con el nombre de DSM II, se convirtió en la expresión de una concepción puramente organicista de la enfermedad mental, en la que no subsistía ninguna idea de causalidad psíquica. Doce años más tarde, después de amplios debates sobre los abusos de la psiquiatría en la Unión Soviética , se editó un nuevo manual, el DSM III, en el cual se concretaba una elección deliberadamente «ateórica». Se liquidaba la idea misma de enfermedad del alma, o locura, de dos mil años de antigüedad, en beneficio de una clasificación de los individuos según la conducta y los síntomas. Al mismo tiempo, la esquizofrenia y la histeria desaparecían del cuadro. De tal modo se abolían los dos grandes paradigmas de la clínica Freudo-bleuleriana, que había dominado todo el siglo, dando una significación nueva al universo mental del hombre moderno. Después del éxito considerable del DSM en las sociedades industriales avanzadas, la psiquiatría abandonó el dominio del saber clínico para ponerse al servicio de los laboratorios farmacéuticos, y se convirtió en una psiquiatría sin alma y sin conciencia, asentada en la creencia en las píldoras de la felicidad, y partidaria de ese famoso nihilismo terapéutico tan combatido por Freud y Bleuler. En estas nuevas clasificaciones tecnológicas de inspiración farmacológica, se basaron, a partir de 1990, los numerosos trabajos cognitivistas sobre la esquizofrenia. Sin aportar nunca la menor solución a la causalidad real de esta psicosis, pretendieron descubrir un fundamento neurológico (la «disfunción cognitiva’% simple retorno a la Spaltung bleuleriana.