Diccionario de Psicología, letra G, Goce

Diccionario de Psicología, letra G, Goce

s. m. (fr. jouissance, ingl. use o enjoyment; al. Genießen, Genuß, Befriedigung; Lust designa el placer). Diferentes relaciones con la satisfacción que un sujeto deseante y hablante puede esperar y experimentar del usufructo de un objeto deseado. Que el sujeto descante hable, que sea, como dice Lacan, un ser que habla, un «ser-hablante», implica que la relación con el objeto no es inmediata. Esta no inmediatez no es reductible al acceso posible o imposible al objeto deseado, así como la distinción entre goce y placer no se agota en que a la satisfacción se mezclen la espera, la frustración, la pérdida, el duelo, la tensión, el dolor mismo. En efecto, el psicoanálisis freudiano y lacaniano plantea la originalidad del concepto de goce en el hecho mismo de que nuestro deseo está constituido por nuestra relación con las palabras. Se diferencia así del uso común del término, que confunde el goce con las suertes diversas del placer. El goce concierne al deseo, y más precisamente al deseo inconciente, lo que muestra que esta noción desborda ampliamente toda consideración sobre los afectos, emociones y sentimientos para plantear la cuestión de una relación con el objeto que pasa por los significantes inconcientes. Este término ha sido introducido en el campo del psicoanálisis por Lacan; continúa la elaboración freudiana sobre la Befriedigung , pero difiere de ella. Quizás el término jouissance [goce] podría aclararse con un recurso a su etimología posible (el joy medieval designa en los poemas corteses la satisfacción sexual cumplida) y por su uso jurídico (el goce de un bien se distingue de su propiedad [lo que se llama «usufructo». Véase Seminario XX, 1972-73, «Aún»]). Desde el punto de vista del psicoanálisis, el acento recae en la compleja cuestión de la satisfacción y, en particular, en su relación con la sexualidad. El goce se opone entonces al placer, que disminuiría las tensiones del aparato psíquico al nivel mínimo. Sin embargo, es posible preguntarse si la idea de un placer puro de este tipo conviene para hablar de lo que experimenta el ser humano, dado que su deseo, sus placeres y displaceres están capturados en la red de los sistemas simbólicos que dependen todos del lenguaje, y que la idea de la simple descarga es una caricatura, en la medida en que lo reclamado radicalmente para la satisfacción es el sentido. Aun la masturbación, que se podría tomar como modelo de este goce singular, este goce del «idiota» [cita de Lacan, Seminario XX, «Aún»], en el sentido de la etimología griega idiôtês («ignorante»), está capturada en las redes del lenguaje, al menos a través del fantasma y de la culpa. Desde aquí, puede preguntarse si esta tensión particular indicada por el concepto de goce no se debe pensar, dejando de lado el principio más imaginario de la termodinámica, con arreglo a los juegos de concatenación de la cadena significante en la que el hombre se encuentra comprometido por el hecho de que habla. El goce sería entonces el único término conveniente a esta situación. La satisfacción o la insatisfacción no dependerían sólo de un equilibrio de las energías, sino de relaciones diferentes, con lo que ya no puede concebirse como una tensión domesticada, sino con el campo del lenguaje y las leyes que lo regulan: «j’ouissens» [homofonía de «jouissance» que significa «yo-oigo-siento» y también, «¡goza (de tu) – sentido!», refiriéndose tanto a la orden del superyó como al sentido implicado en el goce]. Es un juego de palabras de Lacan que rompe con la idea mítica de un animal monádico que goza solo y sin palabras, sin la dimensión radicalmente intersubjetiva del lenguaje. Por el hecho de que habla, por el hecho de que «el inconciente está estructurado como un lenguaje», como lo demuestra Lacan, el goce no puede ser concebido como una satisfacción de una necesidad aportada por un objeto que la colmaría. Unicamente cabe allí el término goce y como goce in terdicto, no en el sentido fácil de que estaría tachado Ibarré: barrado] por censores, sino porque está inter-dicto [entre-dicho], es decir, está hecho de la materia misma del lenguaje donde el deseo encuentra su impacto y sus reglas. A este lugar del lenguaje Lacan lo denomina el gran Otro. Toda la dificultad de este término goce viene de su relación con ese gran Otro no representable, ese lugar de la cadena significante. Pero a menudo este lugar es tomado como el de Dios o el de alguna figura real subjetivada, y la intricación del deseo y su satisfacción se piensa entonces en una relación tal con ese gran Otro que no se puede pensar el goce sin pensarlo como goce del Otro, como lo que hace gozar al Otro, que entonces toma consistencia subjetiva, y a la vez como aquello de lo que gozo. Se puede decir que la trasferencia, en una cura analítica, se juega, a partir de estos dos límites, hasta llegar al punto en que este Otro puede ser pensado como lugar y no como sujeto. Y si se demanda al psicoanalista que nos haga acceder a un saber sobre el goce, esta manera de concebir a este Otro como el lugar de los significantes, marcada por una falta estructural, permite al psicoanálisis pensar el goce tal como se le presenta: no según un ideal de plenitud absoluta, ni según la inclinación perversa de intentar capturar el goce imaginado de un Otro subjetivado, sino según una incompletud ligada al hecho de que el lenguaje es una textura y no un ser. El principio de placer y el más allá del principio de placer. La cuestión de la satisfacción no basta para plantear la del goce. La filosofía antigua, en Platón y Aristóteles en particular, pone en evidencia la variabilidad de lo que parece agradable o desagradable, y los complejos lazos entre placer y dolor. Así, el diferimiento de un placer, que causa dolor, Puede permitir acceder a un placer más grande y más durable. La única cuestión entonces es saber orientarse hacia el verdadero Bien, que puede ser definido de manera distinta según cada filosofía. Es decir que la cuestión de la satisfacción está en el fundamento de lo que podemos llamar una sabiduría. Pero, ¿el psicoanálisis promueve una sabiduría? Para S. Freud, la complejidad de esta cuestión está dictada por la clínica misma: se pregunta por qué algunos sueños, especialmente en los casos de neurosis traumáticas de guerra, repiten con insistencia el acontecimiento traumático, cuando desde 1900 él ha fundado su teoría de «la interpretación de los sueños» en la satisfacción de un deseo inconciente. ¿A qué principio obedece esta repetición del dolor, cuando el principio de placer explicaba bastante bien el mecanismo de la descarga de la tensión, haciendo de la satisfacción el cese de esta tensión llamada «dolorosa»? Aparte de esto, ¿cómo explicar los numerosos fracasos en las curas histéricas emprendidas bajo la idea del principio de placer, aun si es retomado por el principio de realidad, que exige diferir la satisfacción? Del texto de Más allá del principio de placer (1920), interesa que comience con el «fort-da». Estas dos sílabas acompañan el juego de un niño que hace aparecer y desaparecer un carretel: el juego, así inventado, en el ritmo de esta oposición de fonemas, simboliza la desaparición y el retorno de su madre. Es el lazo de la oposición de dos sílabas del lenguaje con la repetición de la pérdida y la aparición del objeto deseado, dolor y placer, el que puede definir el goce (véase fort-da). El lenguaje, en esta repetición, no está interesado como instrumento de descripción de la pérdida o del reencuentro; tampoco los mima, sino que es su textura misma la que teje la materia de este goce, en la repetición de esta pérdida y de este retorno del objeto deseado. Este juego es de un alcance simbólico más fuerte que el que trasmite la idea de dominar la pena y la emoción de la pérdida. Por el contrario, en lugar de disminuir la tensión, la hace resurgir sin cesar y la liga con el lenguaje, con la repetición y la oposición de los fonemas. Ya para Freud, la materia del goce era la misma que la del lenguaje. Lo que hace también que no podamos jerarquizar consecutivamente un yo-placer (Lust-Ich) y un yo-realidad (Real-Ich): toda idea de génesis y de jerarquización manifiesta un ideal de dominio opuesto a la ética del psicoanálisis en la medida que tal saber sobre el goce permitiría gozar del síntoma del otro y utilizarlo. Freud nos plantea también varios otros problemas importantes: ¿cómo concebir por ejemplo lo que se llama la satisfacción alucinatoria? Esto no concierne solamente a la alucinación patológica sino también a esa manera tan común de renegar, rechazar, la pérdida del objeto deseado, o, más precisamente, de rechazar que nuestra relación con el objeto sea una relación de otro orden que la relación con un objeto consumible, es decir, siempre renovable. Se puede pensar en el problema contemporáneo de la toxicomanía, tal como lo plantea Ch. Melman, en relación con lo que supone la economía de mercado. Sin hablar siquiera de sustancias tóxicas, ¿qué decir de la manera en que el sueño suscita al objeto deseado, o al acontecimiento feliz o doloroso? El texto freudiano de Más allá del principio de placer anuda la oposición del principio de placer y la repetición con la oposición de la pulsión de vida y la pulsión de muerte. Nuestro goce es contradictorio, descuartizado como está entre lo que «satisfaría» a los dos principios. El goce definido por su relación con el significante de la falta en el Otro: S( A ). [A barrada] El texto de Lacan «Subversión del sujeto y dialéctica del deseo en el inconciente freudiano» (1960), publicado en Escritos (1966), invierte la perspectiva habitual en la que se sitúan a menudo las relaciones entre el sujeto y el objeto. Lacan desplaza la perspectiva filosófica, que plantea para el sujeto un ideal a alcanzar, el goce de la perfección de la totalidad del ser, trastornando así la relación tradicional del sujeto con el goce: el sujeto no es ni una esencia ni una sustancia, es un lugar. El lenguaje mismo no está marcado por una positividad sustancial; es un defecto en la pureza muda del No-Ser [paráfrasis de un verso de Valéry citado por Lacan en «Subversión del sujeto y dialéctica del deseo», Escritos, 1966]. Desde el principio, el goce intricado en el lenguaje está marcado por la falta y no por la plenitud del Ser. Esta falta no es insatisfacción, a la manera de la reivindicación histérica; signa el hecho de que la materia del goce no es otra cosa que la textura del lenguaje y que, si el goce hace «languidecer» al Ser, es porque no le da la sustancia esperada y no hace del Ser más que un efecto de «lengua» [juego de palabras entre languir: languidecer y l angue: lengua, que son parcialmente homofónicos], de dicho. La noción de Ser queda así desplazada. A partir del momento en que habla, el hombre ya no es para Lacan ni esencia ni existencia, sino «serhablante» [parlêtre]. Si el goce fuera una relación o una relación posible con el Ser, el Otro sería consistente: se confundiría con Dios, y la relación con el semejante estaría garantizada por él. Para el «serhablante», en cambio, todo enunciado no tiene otra garantía que su enunciación: no hay Otro del Otro. El goce, precisamente, tiene una relación radical con ese significante de la falta en el Otro, S( A ). [A barrada] Que no haya Otro del Otro, que la función del Otro tachado sea la de ser el tesoro de los significantes fundamenta empero lo que los analistas escuchan de la neurosis. Así, a la ignorancia del lugar desde donde desea, que marca al hombre, Lacan responde planteando que el inconciente es el discurso del Otro, que el deseo es el deseo del Otro. Lo que hace que el hombre plantee al Otro la pregunta «¿qué quieres?» [de mí] como sí el Otro tomase consistencia subjetiva, reclamando su tributo. Este tributo parece ser la castración. El neurótico «se figura que el Otro demanda su castración», escribe Lacan, y se dedica a asegurar el goce del Otro en el que quiere creer, haciéndolo «consistir» así en una figura superyoica que le ordenaría gozar haciéndolo gozar. Así, la teoría lacaniana, después de Freud, desplaza la noción de castración hacia una función simbólica que no es la de un sacrificio, de una mutilación, de una reducción a la impotencia, como se figura el neurótico. Se trata, con todo, de un tributo a pagar por el goce sexual en la medida en que está sometido a las leyes del intercambio, dependientes de sistemas simbólicos que lo sacan de un autoerotismo mítico. La misma elección del falo como símbolo del goce sexual hace entrar a este en una red de sentido en la que la relación con el objeto del deseo está marcada por una falta estructural, tributo a pagar para que el goce sea humano, regulado por el pacto del lenguaje. El fantasma, en particular, ese escenario del goce $à a , no es solamente fantasía imaginaria en la relación del deseo con el objeto; obedece a una lógica que limita el investimiento objetal pulsional al objeto, por medio de lo que Lacan llamará después la función fálica. Goce fálico y goce del Otro. En el seminario Aún (1972-73), Lacan va a especificar la diferencia entre goce masculino y goce femenino, diferencia que no se regula necesariamente por la anatomía: todo «serhablante» tiene una relación con el falo y la castración, pero estas relaciones son diferentes. El cuadro de las fórmulas de la sexuación propone una combinatoria ordenada por lo que Lacan llama la función fálica. (según las fórmulas de la sexuación del seminario Aún.) El cuadro citado en el artículo sobre el materna ha sido también comentado en el artículo sobre el falo, ese significante del goce, El significante, por otra parte, en ese texto, es designado «causa del goce» al mismo tiempo que su término. Así, si el objeto a es causa del deseo, el significante, por su parte, es causa de goce. Mientras que en el texto de los Escritos «Subversión del sujeto y dialéctica del deseo en el inconciente freudiano», el goce era situado en la relación con el significante del Otro tachado S( A ), en la segunda parte de su obra, Lacan pone más particularmente en relación con S( A ) al goce femenino: «El Otro no es simplemente ese lugar en el que la verdad balbucea. Merece representar aquello con lo que la mujer forzosamente tiene relación (…) Por ser radicalmente el Otro en la relación sexual, respecto de lo que puede decirse del inconciente, la mujer es lo que tiene relación con ese Otro» (seminario Aún, 1972-73). Así, es no-toda en el goce fálico, en esa misma medida en que tiene relación con el Otro, lo que no significa que pueda decir algo de ello; mientras que su compañero masculino sólo puede alcanzarla por medio de lo que, a través del fantasma, pone en escena la relación del sujeto con el objeto a . Hay por lo tanto un hiato radical entre los sexos. La separación entre lo que está inscrito a la izquierda como un campo finito en el que el universal se sitúa respecto de una excepción, y lo que está inscrito a la derecha como un campo infinito en el que el no-todo toma otro sentido, es lo que hace que el goce humano, en todas sus formas, incluyendo el goce sublimado de la creación y el goce místico, esté marcado por una falta que no es pensable en términos de insatisfacción con respecto a un «buen» goce: no hay «buen» goce, pues no hay un goce que convendría a una relación sexual verdadera, a una relación que resolviera el hiato entre los sexos. «No hay relación sexual porque el goce del Otro tomado como cuerpo es siempre inadecuado, perverso de un lado -en tanto el Otro se reduce al objeto a – y yo diría loco, enigmático, del otro. ¿No es por el enfrentamiento de esta impasse, de esta imposibilidad por donde se define un real, como el amor se pone a prueba?» . En el seminario Aún, Lacan profundiza de otra manera el término gran Otro. Antes designaba al tesoro de los significantes; ahora designa al Otro sexo. Lo que no es contradictorio en la medida en que el Otro sexo, en Lacan, es aquello que puede inscribirse a la derecha del cuadro de la sexuación (véase matema), y que marca una relación directa con S( A ), es decir, una relación directa con la cadena significante en su infinitud, cuando no está marcada por la castración. ¿Qué significa entonces el goce Otro, o goce del Otro, en esta nueva formulación de Lacan? Si no hay relación sexual inscribible como tal, si no se puede escribir entre hombre y mujer x R y, si, por lo tanto, no hay goce adecuado, si el goce está marcado por este apartamiento entre goce fálico, del lado masculino, y goce del Otro, del lado femenino, ¿cuál es el estatuto de este goce del Otro, puesto que la función fálica es el único operador con el cual podemos pensar la relación del goce con el lenguaje? ¿El goce del Otro, del Otro sexo y de lo que lo simboliza, el cuerpo del Otro, está fuera del lenguaje, fuera de la inscripción fálica que anuda el goce con las leyes del significante? Lacan escribe lo siguiente: «Voy un poco más lejos: el goce fálico es el obstáculo por el cual el hombre no llega, diría yo, a gozar del cuerpo de la mujer, precisamente porque de lo que goza es del goce del órgano. Por eso que el superyó, tal como recién lo puntualicé con el ¡Goza!, es correlativo de la castración, que es el signo con el que se adorna la confesión de que el goce del Otro, del cuerpo del Otro, sólo es promovido por la infinitud» . A este respecto, Lacan retoma la paradoja de Zenón, en la que Aquiles no puede superar a la tortuga y sólo puede alcanzarla en el infinito. ¿Cómo se articulan los dos goces, goce fálico y goce del Otro? «El goce, en tanto sexual, es fálico -escribe Lacan-, es decir que no se relaciona con el Otro como tab. El goce femenino, si bien tiene relación con el Otro, con S( A ), no deja de tener relación tampoco con el goce fálico. Este es el sentido de la formulación según la cual la mujer es no-toda en el goce fálico: que su goce está esencialmente dividido. Aun si es imposible, aun si las mujeres son mudas al respecto, es necesario que el goce del Otro sea planteado, tenga un sentido, para que el goce fálico, alrededor del cual gira, pueda ser planteado de otro modo que según una positividad absoluta, para que pueda ser situado sobre ese sin fondo de falta que lo liga al lenguaje. Consecuencias clínicas de la articulación del goce fálico y del goce del Otro. Esta relación con un goce Otro que el goce fálico, aunque el goce fálico sea el único que hace límite para el «serhablante», es de una gran importancia teórica y clínica. Este goce enigmático puede aclarar el goce de los místicos, hombres o mujeres. Lo que justamente es esencial para situar al goce fálico mismo. No como positividad esencial -esta es precisamente la tentativa perversa-, sino como marca del significante sobre una hiancia, cuyo lugar central en su función de indicación hace «existir» la posibilidad de Otro goce, que Lacan continuará llamando así goce del Otro. ¿Arriesgaremos decir que la toxicomanía, a través de un objeto oral que no pasa por lo que la función fálica plantea en términos de semblante y no de esencia, quizá busca dar consistencia al goce del Otro, colmar la hiancia que este indica en una infinitud no limitada ya por el goce fálico sino por la muerte? El aspecto de la hiancia será elaborado directamente con el nudo borromeo, puesto que los redondeles de hilo anudados de a tres marcan, incluso en su rebatimiento sobre un dibujo, la función primordial del agujero en la articulación de estas nociones. Uno de los últimos seminarios de Lacan, el Sinthome [neologismo de Lacan, en lugar de la grafía francesa «symptôme», que juega con la idea de «santo hombre» y Santo Tomás (de Aquino), promoviendo así otra nueva función del síntoma, que suple la función del padre] (1976), anudará con un cuarto nudo, el del «sinthome», los tres redondeles de lo Real, lo Imaginario y lo Simbólico, y, a propósito de la escritura de Joyce, planteará el lazo entre la escritura y el goce. Véase síntoma. El goce, para el psicoanálisis, es por lo tanto una noción compleja que sólo encuentra su rigurosidad al ser situada en la intricación del lenguaje con el deseo en el «serhablante». Este lazo funda un hiato radical entre el hombre y la mujer. Hiato que no es reductible a algún conflicto; es la imposibilidad misma de escribir la relación sexual como tal. Por eso el goce humano está irreductiblemente marcado por la falta y no por la plenitud, sin que esto dependa sólo de la problemática de la satisfacción o la insatisfacción -simplificación propuesta por la histeria-. Del lado del goce masculino, en efecto, el falo es el significante de ese hiato; del lado del goce femenino, hay una división entre la referencia fálica y un goce del Otro, es decir, de la cadena significante en su infinitud, que no puede sin embargo «ex-sistir» (partición lacaniana de la palabra existir que enfatiza, al demarcar sus morfemas, el sentido de «estar afuera» de lo real, y su oposición conceptual con el «insistir» de lo simbólico y el «consistir» de lo imaginario] sino porque el lenguaje y el significante fálico permiten situar su sentido y su alcance, aun si es imposible. Esta hiancia del goce humano está en el nudo mismo de lo que Freud y Lacan sitúan como represión originaria, en el nudo de lo que se puede llamar simbolización primordial.

Lo que está en juego en el goce no es de ningún modo reductible a un naturalismo; se trata, por el contrario, del punto en el que el ser vivo se conjuga con el lenguaje. Así como Goethe llama al amante del arte der lebendig geniessende Mensch -literalmente, «el hombre que se entrega al goce vivo»-, Freud utiliza el término Genuss según su uso frecuente en la lengua alemana, es decir, para designar lo que se experimenta gracias a la representación estética. Los Tres ensayos de la teoría sexual, que multiplican los sustantivos correlacionados con el adjetivo «sexual» (objeto, meta, pulsión, satisfacción, placer, etcétera), sólo una vez presentan el término Genuss, para indicar al pasar que, en el invertido absoluto, no hay goce en el acto realizado con un partenaire del sexo opuesto. En cambio, en la obra El chiste y su relación con lo inconsciente, publicada también en 1905, la aparición del vocablo Genuss merece que se le acuerde el lugar de primera conceptualización del goce en Freud. Cuando Freud, en el capítulo «Los motivos del chiste. El chiste como proceso social», examina la transmisión del chiste entre la primera y la tercera persona, sostiene que « … la comunicación con otra persona procura goce», y unas líneas más adelante, que por el efecto desencadenado en un novicio (ein Neuling) « … se recupera un fragmento de posibilidad de goce (ein Stück der Genussmóglichkeit) ausente como consecuencia de la falta de novedad». La repetición no es reproducción de lo mismo, pues en tal caso el chiste se extingue; la repetición necesita lo nuevo. Así se sostiene a la vez que el discurso posee los medios de gozar en cuanto implica al sujeto, pero que el sujeto sólo puede estar implicado por lo que excede al discurso, en ese pasar de un chiste. La risa es el signo del sujeto, pero en adelante el sujeto deja de ser idéntico a sí mismo, y no goza más; sólo puede tratar de recuperar «un fragmento de posibilidad de goce». De este modo fueron formuladas en 1905 las premisas de lo que en Freud iba a encontrar su plena explicitación en 1920, en Más allá del principio de placer, en el capítulo sobre la repetición; descubrimiento freudiano fundamental, que dice que, originalmente, el sujeto, con respecto a lo que lo relaciona con cualquier caída del goce, sólo puede manifestarse como repetición, y repetición inconsciente. Se apunta al goce en un esfuerzo de reencuentro, pero, «en virtud del signo, algo distinto viene en su lugar, un rasgo (trait), una marca, y en esta falla cae el objeto siempre ya perdido». Ahora bien, para fundar el significante de la relación sexual no podemos partir de ningún rasgo, de ninguna huella. Para poder sostener el goce sexual como goce absoluto, Freud debe recurrir a un mito, un mito desconocido hasta entonces, un mito que él crea: el padre de la horda primitiva « … se reserva para sí un libre goce sexual (freien Sexualgenus) y por ello permanece desligado. Freud, retornando en Psicología de las masas y análisis del yo lo que había desarrollado en Tótem y tabú, propone al padre de la horda primitiva como el que goza de todas las mujeres. Este padre originario (Urvater) obliga a todos los hijos a la abstinencia y a establecer lazos en los que sus aspiraciones sexuales están inhibidas en su meta. Ese tiempo originario del mito freudiano es un tiempo anterior al Edipo, un tiempo en el que el goce es absoluto, puesto que no se distingue de la ley. Al matar al padre y comerlo, al incorporarlo, los hijos abren un tiempo histórico, el tiempo del Edipo, del héroe trágico, que realiza una repetición tendencial del acto, en la cual quedan interesadas las tendencias agresiva y erótica, en su disyunción misma. A consecuencia de esta repetición tendencial el goce es en adelante distinto de la ley; gozar de la madre está prohibido. De este modo el mito viene al lugar en que, en el sistema simbólico, en el sistema del sujeto, el goce sexual no está simbolizado ni es simbolizable. Es real. En este sentido, no hay sujeto del goce sexual. ¿Se podrá decir que hay sexo sin sujeto? Sin duda se lo podría sostener, dando prevalencia a lo simbólico sobre lo real, pero, desde 1969, ésta es la pendiente por la que Lacan decide no deslizarse. En 1960, en el seminario La ética del psicoanálisis, Lacan había mostrado que el campo del goce se podía definir como sigue: todo lo que corresponde a la distribución del placer en el cuerpo. Con el «Proyecto», el texto de Freud, Lacan había discernido el límite íntimo de esta distribución, límite que marca lo intolerable de ese vacío central, y sin embargo totalmente exterior, de la Cosa (das Ding) a-sexuada, vacuola del goce. El hecho de que esta vacuola tuviese borde «éxtimo» hacía posible que un goce de borde equivaliera al goce sexual (borde de los orificios concerniente al objeto a, que la pulsión contornea en su recorrido). Lacan mostró entonces de qué modo la sublimación intentaba con la pulsión concertar con la Cosa , en el arte, la religión y la ciencia. Pero estrictamente hablando, no extrajo consecuencias del hecho, no obstante ya patente, de que lo que le falta a esta lógica es el significante sexual. Su fórmula-ritornelo «no hay relación sexual», desde 1969 funcionará como un verdadero recordatorio permanente de esta ausencia de significante sexual. A partir de allí habrá que reelaborar las relaciones entre el goce, el Otro y el objeto a. En efecto, surge un problema cuando Lacan sostiene, por una parte, que no podemos partir de ninguna huella para fundar el significante de la relación sexual, y que, por ello, todo se reduce a ese significante, el Falo (que no está en el sistema del sujeto, puesto que no representa al sujeto, sino al goce sexual en tanto que fuera del sistema, es decir, absoluto), y cuando por otra parte, agrega inmediatamente después, que el goce sexual « …tiene, con relación a todos los otros, el privilegio de que algo en el principio de placer, del que se sabe que constituye la barrera ante el goce, algo en el principio de placer le da sin embargo acceso». Cuestión decisiva acerca de esta función fálica que en consecuencia no regularía, por sí sola, aquello en lo que consiste el goce. Decir que no hay significante sexual es una de las maneras de situar al Otro como lugar de la Urverdrängung, de la represión originaria. El Otro es postulado como lugar de la palabra como tal (es allí donde el inconsciente está estructurado como un lenguaje), pero también, por este hecho, como un terreno «limpiado de goce». Al poner en correlación la curiosidad sexual con el deseo de saber, Freud atravesó un umbral decisivo. Tratar de desenmascarar en qué consiste el goce en tanto excluido, lleva a frecuentar al Otro como lugar donde eso se sabe. La neurosis interroga esa frontera entre el saber y el goce. Acerca de este punto, Lacan puede entonces precisar que, para el obsesivo, todo goce sólo puede encararse como un convenio con el Otro, que sólo se autoriza por un pago siempre renovado, y que, para la histérica, el goce está planteado como un absoluto a partir del cual se despliegan las variaciones de su deseo insatisfecho. En ese pasaje goce-saber un objeto es perdido, pero hasta ese momento Lacan había designado ese objeto como agujero en el nivel del Otro en su relación con el sujeto. Al volver una vez más a lo que Freud elabora en El chiste y su relación con lo inconsciente, Lacan, en 1968, tratará de situar el objeto a, no sólo como objeto causa del deseo, sino también como objeto perdido en la relación del goce con el saber. Lo hace con un pequeño hallazgo realizado en El capital, tercera parte, capítulo V: «El trabajo y su valorización». Pues allí la pluma de Marx genera una curiosa anotación. En ese capítulo el capitalista despliega su alegato para demostrarle al trabajador que el mercado es honesto: él, el capitalista, aporta los medios de producción, y el trabajador su fuerza de trabajo. Pero al decir esto, en un momento dado el capitalista ríe. Lacan atríbuye esa risa al efecto de lo que es eludido en el discurso, a lo que pasa en silencio, la plusvalía que el intercambio produce al paso. «Es ese «escamoteo» lo que les cosquillea el vientre en el efecto del chiste», dice enseguida Lacan, que añade: «Yo reemplazo la energética de Freud por la economía política» y establece una relación de homología entre la plusvalía, tal como la define Marx, y el nuevo nombre que él le da a partir de ese momento al objeto a: el plus-de-gozar. En el discurso, el sujeto es lo que un significante representa ante otro significante. Para seguir el modo con que Marx descifra la realidad económica, es lo que representa el valor de cambio ante el valor de uso. En esa falla entre el primero y el segundo significante algo cae, pasa la trampa, la plusvalía, el plus-de-gozar. El saber es el precio de la renuncia al goce, y el punto vivo que el discurso analítico permite descubrir, es ese punto de empalme del objeto a –en el que el sujeto puede encontrar su esencia real, un representante con el cual designarse luego- con el campo del Otro, en el que se ordena el saber, y que es dominio interdicto para el goce (Lacan, D’un Autre à l’autre). Puesto que el goce sexual está marcado por la imposibilidad de establecer en lo enunciable el Uno de la relación sexual, puesto que no hay significante del goce sexual, se deduce que el goce es fálico, es decir, que no se relaciona con el Otro como tal. Es goce de lo que ocupa ese lugar, de lo que suple; es goce de la palabra, fuera del cuerpo. Y para el hombre, en tanto está provisto del órgano llamado fálico, el partenaire sexual, que representa el cuerpo del Otro, será, en ese punto del objeto que agujerea a ese Otro, objeto causa del deseo que es también plus de gozar, imposibilidad de sobrepasar un límite en el goce. Este límite orgánico, portado por el principio de placer, hace barrera, fallo y necesidad de recomenzar, «aún», con este objetivo del goce que el sujeto hombre sostiene al encontrar en el acto sexual a una mujer como objeto de su fantasma. En tanto que ser hablante, una mujer también está sujeta al significante Falo, significante del goce sexual en tanto excluido. En su encuentro con el hombre, ella busca este significante. Pero ¿se sostiene allí la meta de su goce? Con respecto a la castración no hay equivalencia del hombre y la mujer, puesto que, si el falo es elevado al rango de significante y simboliza el sexo del hombre, para simbolizar el sexo de la mujer «lo simbólico carece de material». Del lado del hombre, la función del padre de la horda que gozaba de «todas las mujeres» asegura una función de excepción, Uno, que no está sometido a la castración y a partir del cual se puede fundar lo universal, de la ley. Del lado de la mujer no sucede lo mismo. No hay un conjunto finito de significantes como en el caso del hombre: los significantes y el falo como significante de la no-relación con el Otro. Para la mujer hay un punto de indeterminación que tiene que ver con la ausencia.de significante sexual. Con su fórmula «la mujer no existe», Lacan ha subrayado esta imposibilidad del universal de la mujer. Y extrajo la consecuencia de ello diciendo que, para la mujer, hay un goce «más allá del falo», que el «no-todo» de la mujer tiene una relación con el goce fálico. Más allá, ella tiene relación con un goce «suplementario», un goce infinito, que tiene que ver con el significante de esta falla del lugar del Otro. Ante este goce infinito que la hace «ausente de sí», ausente en tanto que sujeto, ¿tiene la mujer el recurso de taponar esa falla gracias al objeto del fantasma, objeto causa del deseo, gracias al objeto plus-de-gozar inscribible en el discurso? No, puesto que se trata de recursos del sujeto, en tanto tachado. Para taponar este goce infinito que la ubica fuera de sujeto, la mujer tiene otro recurso. Los objetos a de una mujer, dirá Lacan en el seminario de 1975, R.S.L, son sus hijos, y como ya lo había hecho en el seminario Aun dos años antes, emplea en este sentido la expresión «tapón del goce». De modo que el niño es específicamente objeto a en relación con este goce femenino del significante de la falla en el Otro, lo que también llevará a Lacan a decir que «la mujer sólo entra en función en la relación sexual en tanto que madre», siendo que el hombre entra en esa relación en tanto que castrado, es decir, en tanto que tiene relación con el goce fálico. Finalmente, en el nivel de este goce infinito, no hay saber en el Otro, sino una imposibilidad de acceder al saber de este goce, puesto que es un saber que sólo podría saberse desde el lugar de la falla. No obstante, la falla se escribe, con las pequeñas letras de Lacan, como una raya sobre la A : A/. De ello se deduce que este saber que no se sabe, que está en lo real, puede no obstante relacionarse con ese rasgo de escritura, y de tal modo acceder a una posibilidad de objetivación. Ésa es la apuesta de Lacan en la escritura topológica de la nodalidad.

Alemán: Genuss. Francés: Jouissance. Inglés: Enjoyment, jouissance. Raramente utilizado por Sigmund Freud, el término goce aparece como concepto específico en la obra de Jacques Lacan. Ligado primeramente al placer sexual, el concepto de goce implica la idea de una transgresión de la ley: desafío, sumisión o burla. El goce participa así de la perversión, teorizada por Lacan como una de las componentes estructurales del funcionamiento psíquico, distinta de las perversiones sexuales. Posteriormente, el goce fue repensado por Lacan en el marco de una teoría de la identidad sexual, expresada en fórmulas de la sexuación, las cuales llevan a distinguir el goce fálico y el goce femenino (o goce llamado suplementario). En francés, el término jouissance apareció en el siglo XV para designar la acción de usar un bien a fin de obtener de él las satisfacciones que se considera que procura. En este marco, la palabra tiene una dimensión jurídica, ligada a la idea de usufructo, que define el derecho de goce sobre un bien perteneciente a otro. En 1503 se enriqueció con una dimensión hedonista, convirtiéndose en sinónimo de placer, gozo, bienestar y voluptuosidad. La lengua alemana distingue entre Genuss, término que abarca las dos acepciones francesas de la palabra jouissance, y Lust, que expresa las ideas de placer, deseo y ganas. Esta distinción era imposible de establecer en inglés, idioma en que sólo existía la palabra enjoyment hasta la aparición, en 1988, del vocablo.jouissance en el Shorter Oxfort English Dictionary. Freud utiliza una sola vez el término goce en sus Tres ensayos de teoría sexual: a propósito de los «invertidos» (homosexuales) que, debido a su aversión al objeto del sexo opuesto, no pueden obtener «ningún goce» de una relación con él. Se lo vuelve a encontrar en el capítulo VI del ensayo El chiste y su relación con lo inconsciente. Allí Freud examina la situación en la que el chiste, al ser repetido, corre el riesgo de no hacer reír, porque se ha suprimido el resorte de la sorpresa. Cabe no obstante pensar, dice, que en tal caso «se recupera una parte de la posibilidad de goce que falta cuando se ha perdido novedad, extrayéndolo de la impresión producida por el chiste sobre el nuevo oyente». En ese marco, el goce no es sólo sinónimo de placer, sino que lo subtiende una identificación y está articulado con la idea de repetición, tal como será aplicada más tarde en Más allá del principio de placer, al elaborarse el concepto de pulsión de muerte. Aunque no se lo mencione explícitamente en esa elaboración, la idea de goce se puede vincular con el proceso de apuntalamiento, que lleva a la emergencia de la pulsión sexual. Retornando el ejemplo de Jean Laplanche acerca de la satisfacción de la necesidad de nutrirse mediante la succión del seno materno, es posible identificar -precisamente en el momento en que el infante, con su necesidad orgánica satisfecha, no se entrega ya tanto a la succión como al chupeteo- el nacimiento de esa actividad repetitiva del registro del goce que marca la entrada en la fase del autoerotismo. Esta misma fase del desarrollo psíquico, repensada por Lacan a fines de la década de 1950, lo condujo a las primeras formulaciones de su concepto de goce. Elaborando la distinción entre necesidad, demanda y deseo, Lacan señaló que es el otro, la madre o su sustituto, quien confiere un sentido a la necesidad orgánica expresada sih intencionalidad por el lactante. En consecuencia, el infante se encuentra inscrito, sin saberlo, en una relación de comunicación en la que ese otro (pequeño otro), en virtud de la respuesta que aporta a la necesidad, instituye la existencia presupuesta de una demanda. En otros términos, desde ese momento el infante es referido al discurso de ese otro cuya posición ejemplar contribuye a la constitución del Otro (gran otro). La satisfacción obtenida por la respuesta a la necesidad induce la repetición del proceso, subtendido por la investidura pulsional: la necesidad se vuelve entonces demanda propiamente dicha, sin que por ello pueda recuperarse el goce inicial, el del pasaje de la succión al chupeteo. El Otro originario sigue siendo inalcanzable, bloqueado por la demanda que se ha vuelto ilusoriamente primera. Este Otro, objeto de esa demanda imposible, se convierte, en el seminario de 1959-1960, La ética del psicoanálisis, en la cosa (das Ding), objeto imposible, «fuera de significado». Lacan traza entonces una distinción esencial entre placer y goce; el goce reside en el intento permanente de exceder los límites del principio de placer. Este movimiento, ligado a la búsqueda de la cosa perdida, que falta en el lugar del Otro, es causa de sufrimiento, pero el sufrimiento no erradica nunca por completo la búsqueda del goce. Nutrida por la frecuentación y la lectura de Georges Bataille (1897-1962), esta reflexión lleva a Lacan, en 1962, a establecer un cotejo, durante mucho tiempo incomprendido, aunque se encuentre en el fundamento de su teoría de la perversión. En el artículo titulado «Kant con Sade», desarrollando la idea de una equivalencia entre el bien kantiano y el mal sadeano, Lacan pretende demostrar que el goce se sostiene en la obediencia del sujeto a un mandato, sean cuales fueren su forma y su contenido, lo que lo lleva, al abandonar lo que hay allí de su deseo, a destruirse en la sumisión al Otro (gran otro). Desde el seminario de 1969-1970 (El reverso del psicoanálisis) hasta el de 1972- 1973 (Aun), pasando por De un discurso que no fuese semblante (1970-1971), y … O peor (1971-1972), Lacan elaboró su teoría del proceso de la sexuación, que él expresa por medio de un conjunto de fórmulas lógicas. En un primer momento, destacó el atolladero de la idea de complementar¡ edad resultante de la tesis freudiana de la libido única, tesis falocéntrica que se puede resumir en dos axiomas: «Todos los hombres tienen el falo» y «Ninguna mujer tiene el falo». Esa posición, explica Lacan, conduce a lo uno, es decir, a la negación de la diferencia y, de tal modo, a la negación de la función de la castración». Retornando el mito freudiano del padre originario, el padre de la horda primitiva de Tótem y tabú, Lacan subrayó que si el conjunto constituido por los hijos sometidos a la castración (la interdicción de la posesión de las mujeres del jefe de la horda) tiene sentido, es porque, lógicamente, hay «al menos uno» de ellos que no es sometido a la castración. Lacan fabrica en esa oportunidad una palabra compactada, como las que produce el fenómeno de la condensación, y a ese «al menos uno» (au moins un) lo denomina un «hommoinzin» (homme moins un, hombre menos uno). Este «hommoinzin», que funda la posición de la existencia del conjunto de los otros, ese padre originario, padre simbólico según la conceptualización lacaniana, no sometido a la castración, es entonces el soporte del fantasma de un goce absoluto, tan inalcanzable como el padre originario. De modo que para el hombre no existe más goce que un goce fálico, es decir, limitado, sometido a la amenaza de la castración, goce fálico que constituye la identidad sexual del hombre. Para las mujeres no hay un equivalente del padre originario, no hay «hommoinzin» que escape a la castración: el goce del Otro, goce esperado, goce con el que se cuenta, y fuera del alcance de ese padre originario, a pesar de ser igualmente imposible para la mujer, no sufre sin embargo la interdicción de la castración. El goce femenino es por lo tanto distinto, y sobre todo no tiene límites. Es un «goce suplementario» (un suplemento), enunciado como tal en el flamígero seminario Aun, cuyo perfil parece haber sido bosquejado algunos años antes por WIadimir Granoff y François Perrier, en 1960, en un informe presentado al Congreso de Amsterdam sobre la sexualidad femenina. La existencia de este goce suplementario, inconocible por y para el hombre, pero indecible para las mujeres, funda el aforismo lacaniano, a menudo prostituido, según el cual «no hay relación sexual», desarrollado en el marco del seminario … o peor. Al teorizar de tal modo un goce femenino desprendido de toda referencia biológica o anatómica, Lacan no se contenta con responder a las interpelaciones a las que lo sometían los movimientos feministas de la época. Lacan se vuelve hacia los místicos, tomando el ejemplo de la Santa Teresa de Bernini que está en Roma, y constata: «No hay dudas» (de que ella goza). «Y ¿de qué goza? Está claro que el testimonio esencial de los místicos consiste justamente en decir que lo experimentan, pero no saben nada de ello.» Con referencia a la teoría lacaniana, el concepto de goce es entonces utilizado en una perspectiva diferencialista, principalmente por autores -Mujeres en general y psicoanalistas- que intentan elaborar los marcos teóricos de una identidad femenina. Este enfoque, que disfrutó de un éxito importante en Francia a principios de la década de 1970 (con los trabajos de Luce Irigaray, Julia Kristeva, Michéle Montrelay), particularmente en los Estados Unidos tomará la forma de una corriente radical inspirada en el culturalismo y volcada a investigaciones centradas en la noción de género.