Diccionario de Psicología, letra H, Histeria

Diccionario de Psicología, letra H, Histeria

¿Cómo puede hablarse hoy en día de histeria? El D.S.M. III-R (Diagnostic and Statistical Manual of Mental Disorders, Y edición ref.) ha descartado el término, para retener sólo la noción de «síntoma de conversión», más clara y precisa. Por otra parte, los famosos síntomas de las histéricas de Charcot han ido desapareciendo poco a poco, aunque cabe preguntarse si la histeria no se ha desplazado acaso al campo social. Por un lado, tenemos entonces el rechazo de la denominación; por el otro, el cambio de significación, con la duda de que se trate todavía de una neurosis. Habrá que ver cuáles son las razones de esta crisis, y qué es lo que se juega en ella. Sin duda se puede hablar de síntoma de conversión somática, pero ¿se trata acaso de histeria? Como lo indica su etimología, es symptoma lo que cae junto, lo que llega al mismo tiempo, en virtud de una relación necesaria entre la causa y el efecto. Ahora bien, lo propio del síntoma de conversión calificado de histérico es que está sujeto a un cambio doble, que cuestiona esa relación de necesidad. Para empezar, de ninguno de estos síntomas se puede decir que es típico, puesto que además lo acompaña regularmente su contrario. Así, en cuanto al humor, hay risa y llanto, depresión y euforia, frialdad emocional y calor del verbo. En cuanto a la memoria, amnesias y recuerdos detallados. En cuanto a los estigmas sensoriales, hiperestesia y anestesia (según una disposición que no corresponde a la anatomía nerviosa), apatía y volubilidad, mutismo e inclinación al rumor, ceguera y alucinación, anorexia y bulimia, amenorrea e hipermenorrea. En cuanto a los trastornos motores, tics, clownismo, convulsión epileptoide y parálisis, contractura. Pero a esta inestabilidad en la desmesura la acompaña otra de orden temporal. Hacer la historia de la histeria es atribuirle síntomas en cambio constante. No hay una relación necesaria entre la histeria y los signos que produce ante la mirada de los espectadores… y de los historiadores. No obstante, esos síntomas no sobrevienen al azar; por el contrario, parece determinarlos la probabilidad que tengan en cada período de atraer la atención y despertar la inquietud, no de la opinión común, sino de los expertos que por su saber constituyen el sostén del poder político o religioso: médicos, filósofos, teólogos, inquisidores. En virtud de una duplicidad siempre inasible, de la movilidad de la máscara misma, la apuesta histérica es, en efecto, confundir los hábitos de pensamiento admitidos socialmente, desordenar los puntos de referencia del saber universitario, mostrando sus límites, sus avatares y sus obstáculos. De allí proviene la desconfianza constante de estos expertos, que de buena gana asimilan lo histérico a lo femenino. Habrá que llegar a Charcot para que por fin se reconozca la histeria masculina, sin duda no sin reticencia, como lo demuestra la denominación «hipocondría», aún preferida muy a menudo cuando se trata del hombre. Más radicalmente, se necesitará de Freud para desligar histeria y conversión somática, y ligar histeria y angustia, con o sin estigmas corporales. Pero es imposible captar lo que fue el aporte de Freud sin describir en qué consistía, antes de él, la etiología atribuida a la histeria. La historia de esta etiología anterior a Freud se divide en varios grandes períodos.

La Antigüedad

En el origen, la histeria encontró su razón junto con su etimología: enfermedad de la hystera, es decir, de la matriz. De ese modo se anudaban dos rasgos: déficit funcional de un órgano sexual, y déficit concerniente a las mujeres. Ésa es la fuerza con que llegaron hasta el siglo XX los textos atribuidos a Hipócrates. Ya en el 1900 a .C., en el papiro Kahún, la medicina egipcia hablaba de la histeria de la misma manera que Hipócrates y sus sucesores, Ceiso, Areteo, Galeno. Pero sólo el nombre de Hipócrates atravesaría los siglos atribuyéndole a la histeria un origen uterino. En efecto, ¿qué era lo que producía síntomas como las convulsiones, el globo en la garganta, la parálisis? La constricción y la sofocación debidas a la migración del útero, que se desplazaba de abajo hacia arriba. Así el gran Platón, contemporáneo de Hipócrates, pudo decir: «En las mujeres, lo que se llama matriz o útero es como un ser vivo poseído por el deseo de hacer niños. Cuando durante mucho tiempo, y a pesar de la época favorable, la matriz sigue estéril, se irrita peligrosamente; se agita en todos los sentidos en el cuerpo, obstruye los pasajes del aire, impide la inspiración, somete así al cuerpo a las peores angustias y le ocasiona enfermedades de toda clase» (Timeo, 91 C ). Opinión que los médicos griegos no cesaron de perpetuar: nada más móvil que la matriz, nada más vagabundo que este animal en el animal. ¿Es ya ésta la perversión de la libido de la que hablará Freud? En consecuencia, el remedio preconizado consistía en hacer volver el útero errante a su lugar supuestamente natural; relaciones sexuales, trabajos manuales y embarazos debían calmar la actividad febril de la cabeza, que en la ociosidad y la ensoñación es llevada fácilmente hacia «abajo». ¿No es ésta acaso la enfermedad de las vírgenes y las viudas?

La Edad Media El cristianismo, a partir de San Agustín, trastornó esta etiología. El goce del sexo no podía ser un remedio, porque la naturaleza, madre de todos los seres vivos, no es un principio de orden. El síntoma en su exceso provenía de una desmesura que no era solamente ignorancia de la naturaleza o transgresión de sus leyes, pues la naturaleza en sí es desordenada y engañosa en razón del mal introducido por demonios y espíritus maléficos. La humanidad es la apuesta en el combate entre Dios y ese adversario llamado Satán. En esa lucha del orden del espíritu, los síntomas somáticos eran entonces el signo de un triunfo de la influencia de las fuerzas del mal. En eso consiste la brujería: en una complicidad culpable con fuerzas maléficas, ante una tentación que Dios permite para poner a prueba la fe del creyente. Lo que otrora se había llamado histeria tomó entonces el nombre de posesión diabólica: -Lo que está en juego es cuestionar el poder del amo, poder a la vez político y religioso. -La bruja, como consecuencia de un pacto con el demonio, tiene poder sobre el cuerpo de la persona a la que quiere dañar, poder de embrujar mediante un sortilegio o maleficio. -La posesión se manifiesta por una influencia de tipo erótico sobre el cuerpo de hechizado: visiones, tocamientos, audaces íncubos sobre las mujeres, súcubos con los hombres. -El estigma importante es la anestesia de cierta zona del cuerpo. De ahí proviene la actividad de ese experto que es el pinchador público, que con una aguja somete el cuerpo a las preguntas ¿sufre?, ¿sangra? -La curación de orden espiritual es obra de exorcistas que con sus palabras persiguen al demonio. Pero lo decisivo es obtener del embrujado o la embrujada el nombre de la bruja y la confesión de complicidad con ella, en vista de un juicio de condena. -La ejecución de la condena le corresponde al poder político, al que le está confiada la purificación por el fuego, según el precepto bíblico: «No dejarás que viva la hechicera» (Éxodo 22:18). La muerte es inevitable como punición que recae sobre el cuerpo; el alma es salva si ha habido confesión, y se condena al infierno si no la ha habido. El castigo debe tener lugar ante el pueblo, puesto que la posesión es interpretada como cuestionamiento del poder del amo. Entre los manuales de los inquisidores, el Malleus Maleficarum (Martillo de las Brujas), gracias a su precisión, sirvió de referencia en Europa desde el siglo XV hasta el XVIII, como instrumento de la lucha contra la brujería. En Francia, los casos más conocidos y estudiados son los de Juana de los Ángeles y Urbain Grandier en Loudun, y el de Elizabeth de Ranfaing.

El nacimiento de una psiquiatría Con el Renacimiento se produce un retorno de la Antigüedad : la histeria es una enfermedad; deriva de causas internas y naturales. De este modo, puede nacer una ciencia teórica y terapéutica. Esta búsqueda de una etiología de la histeria generará a partir del siglo XVII tres corrientes distintas. En primer lugar, la corriente organicista de Gran Bretaña, con Jorden, Burton y Cullen. Se cuestiona la teoría uterina de Hipócrates en nombre de la neurología: la histeria se debe a un trastorno nervioso del cerebro. Por otro lado, con Sydenhani en Gran Bretaña y Pinel en Francia, la histeria recibe por primera vez un fundamento psíquico. Es curable justamente porque no es una enfermedad orgánica del cerebro, sino un desorden de las pasiones con consecuencias somáticas. Es una alienación mental, una afección del espíritu y, por lo tanto, requiere un tratamiento moral o psíquico. Finalmente, a partir del siglo XVIII, poco a poco se distingue una tercera vía con Mesmer en Francia, Braid en Gran Bretaña, y sobre todo Charcot en la Salpêtrière. Llamándola magnetismo, fluido o sugestionabilidad, ellos demuestran el poder de la hipnosis sobre los síntomas histéricos. Sobre este punto, Charcot es verdaderamente el maestro que la histérica llama. El síntoma no es la expresión de una emoción oculta, sino que se lo reduce a un conjunto de signos, cada uno de los cuales sólo tiene valor en su relación con los otros. De modo que el síntoma conforma un cuadro: un cuadro clínico ante la mirada de Charcot. La histeria tiene por etiología la herencia, o sea una degeneración, pero las causas ocasionales de los síntomas son agentes provocadores: por ejemplo, caerse de una escalera, palabras brutales, bofetadas ofensivas… ¡y la voz del hipnotizador! De modo que, por medio de la sugestión, éste hace aparecer y desaparecer el síntoma en virtud de una escisión de la conciencia. Por lo tanto, Charcot podía decir con toda razón que esto mismo era lo que ocurría en el siglo XV, bajo el nombre de posesión demoníaca o de maleficio. Y Freud, refiriéndose a esa escisión, concluye: « La Edad Media había escogido ya esta solución al declarar que era la causa de los fenómenos histéricos la posesión por un demonio; habría bastado con sustituir la terminología religiosa de esa época oscura y supersticiosa por la científica del tiempo presente» («Charcot»).

El psicoanálisis La causa de la histeria no es la herencia, como creía Charcot. La invención freudiana se basa esencialmente en la noción de inconsciente, y por esa vía concierne a la sexualidad infantil. En efecto, el inconsciente quiere decir que uno es guiado por palabras que no comprende en absoluto, pero en las cuales está totalmente tomada la sexualidad. Con Breuer, Freud descubre en primer lugar que hay un vínculo simbólico entre el síntoma somático y su causa, que es un trauma de orden psíquico. Dicho trauma es un afecto penoso, provocado por uno o varios acontecimientos, que ha persistido tal cual por no haber encontrado su solución en una respuesta adaptada, en razón de una represión. Es así como la histérica sufre de reminiscencias inconscientes, ligadas a un afecto insoportable. Con la ayuda de la hipnosis, el acto de palabra que dice el recuerdo de la escena traumatizante hace desaparecer su efecto somático, que es el síntoma como retorno de lo reprimido. Después hay que arrancar el recuerdo trozo por trozo. Más allá de Breuer, Freud descubre que ese trauma psíquico, causa de la histeria, es una experiencia sexual prematura que ha sorprendido al sujeto. Dicha experiencia no fue deseada sino sufrida como consecuencia de la intervención seductora de un adulto (casi siempre el padre) sobre el niño. De modo que la histeria es una reacción posterior a la sexualidad en tanto que «perversión rechazada» (Carta 52 a Fliess). El síntoma es el signo de ese conflicto. En 1897, Freud descubre que el niño tiene sexualidad y que los relatos ulteriores de una seducción por el padre ocupan el lugar de recuerdos reprimidos de una actividad sexual propia. Pero los síntomas son el retorno de lo reprimido. De modo que la histeria no es más que un caso entre otros de ese fenómeno general que es el carácter infantil de la sexualidad humana y de los fantasmas de deseo edípico (incesto y parricidio). Ese infantilismo se debe a que la sexualidad es traumática por sí misma y no por accidente. En efecto, no existe ninguna iniciación humana a la sexualidad, en razón de lo que Ferenczi llamaba la confusión de las lenguas entre las generaciones. El proton pseudos, la primera mentira, de la que Freud habla a propósito de Emma y de la histeria en el «Proyecto de psicología» (1895), es la única vía por la cual se dice originalmente, bajo la forma engañosa de la seducción paterna, la demanda inversa de ser el objeto hacia el cual se vuelva el deseo del padre. La histeria no cesa de enseñárnoslo.

La lectura de Lacan El aporte de Lacan consistió en volver al texto freudiano para leer en él cómo se articulan las formaciones del inconsciente (síntomas, sueños) en la histérica. Así, en su comentario sobre el famoso sueño de la bella carnicera, Freud nos dice: «Ella está obligada a crearse en su vida un deseo insatisfecho» (La interpretación de los sueños). Lo crea mediante una identificación histérica, instaurando en el sueño un deseo insatisfecho en su amiga, en el Otro, lugar de los significantes. En efecto, el deseo de caviar como significante del deseo insatisfecho es sustituido por el deseo de salmón ahumado como significante del deseo de la amiga. ¿Cuál es entonces el objeto del deseo? No el de la necesidad, ni el de la demanda de amor, sino el deseo de un deseo, deseo que se basa en la falta del Otro, y no en lo que causa esa falta (lo cual sería simple rivalidad). Esto es lo que revela la estructura histérica. Si el Falo es el significante del deseo del Otro, sólo se muestra el velo que lo oculta, sin que nadie pueda saber si detrás de ese velo él está o no está. Pero, ¿por qué esa apelación a un deseo puro de todo objeto? ¿Es sólo el cuestionamiento del discurso corriente, «a cada uno su cada una» y a la inversa, para una genitalidad feliz? No, lo que está en juego es otra cosa. Para verlo, pasemos de la relación de la bella carnicera con su amiga a la de Dora con la Sra. K., es decir, relación con un objeto del mismo sexo. La Sra. K. es la metáfora de la pregunta que cautiva a Dora: ¿Qué es una mujer? Esta pregunta es también la del histérico masculino. ¡Misterio de la feminidad! Ella no se reduce a las funciones sociales de las 3 K (Kinder Küche, Kirche). Es enigma que deriva de que no hay simbolización del sexo de la mujer como tal, porque lo imaginario sólo da una ausencia. Pero ¿cómo sostiene Dora su propia pregunta encarnada por la Sra. K ? Dora goza de la Sra K desde el punto de vista del Sr. K, asumiendo el rol del hombre vuelto hacia la Sra. K. Ella «hace de hombre» situado en posición de tercero (y no en posición de objeto, como lo supuso Freud erróneamente). Asimismo, ese tercero masculino sirve de sostén al histérico masculino, que interroga a la mujer. En todos los casos hay identificación narcisista con un tercero masculino para reconocer en él el propio deseo en tanto que deseo del deseo de una mujer. Pero ¿cuál es el origen de esta triangulación? El genio de Freud consistió en haber identificado en el Edipo el lugar de ese tercero masculino: el del padre del sujeto. Todo niño, en el momento del ocaso de Edipo, se vuelve hacia un padre, un padre que sea digno de ser amado porque es omnipotente, un padre ideal que tiene el falo y puede darlo. Éste es el padre que es amado (cf. el mito de Tótem y tabú). Ahora bien, la histérica sabe que no tiene un padre tal. Ésa es su desgracia. Sea que se trate de Anna O., de Emmy, de Dora o de las otras mujeres que en ese entonces escucha Freud, siempre hay una supuesta impotencia del padre. Éste tiene los títulos simbólicos de padre, pero como un ex combatiente. Tiene los títulos, pero está fuera de servicio. Y lo que Lacan supo leer en Freud es justamente ese amor inaudito del histérico (masculino o femenino) por el padre en tanto que impotente, herido, disminuido. El histérico ama al padre por lo que no da… y encuentra así su lugar junto a él dándose la vocación de sostenerlo en su desfallecimiento designado, marcado, y en consecuencia supuesto sabido. ¿Qué es lo que la histérica recibe a cambio? Si Dora se hace cómplice de la relación entre su padre y la Sra. K , es porque así recibe el amor de su padre por intermedio de la Sra. K., es decir, de aquella que encarna su pregunta sobre su ser. Si bien Dora no sabe qué ama su padre en la Sra. K., es en cambio importante para ella que la Sra. K. sea amada, en tanto que es en ella y a través de ella como encuentra el amor de su padre. ¿Qué es una mujer? Para responder, se necesitaría un saber de la relación sexual, saber según el cual, teniendo cada uno lo que no tiene el otro, un hombre y una mujer, de dos harían uno. La posición histérica es el arte de volver a plantear la pregunta instaurando la negación siguiente: no hay relación sexual, un hombre y una mujer no hacen uno, sino dos. De la ausencia actual de ese saber, se extrae entonces la conclusión de que es necesario suplirlo con la abnegación y el don de sí mismo como sostén de la impotencia de ese hombre que es el nombrado padre. Tal es el deseo histérico: que el amor al padre cumpla una función de suplencia, esperando que algún día futuro se escriba la relación sexual. En otras palabras, para la histérica la no-relación sexual no es real; no es del orden de lo imposible. Es sólo impotencia provisoria que proviene de ese padre. La esperanza histérica es que la pregunta «¿qué es una mujer?» tenga al fin la respuesta de una proposición universal que diga qué es la mujer.

La histeria como discurso Freud partió de lo siguiente: la histérica está preocupada por la impotencia del padre. Pero, ¿por qué esa posición? Sólo hay impotencia con relación a un ideal de potencia. Responder a esta cuestión es realizar un desplazamiento tomando en consideración la distancia entre la impotencia supuesta de tal padre en particular y un imposible estructural, Lacan dio ese paso en 1969 (cf. El reverso del psicoanálisis)- Califica con el nombre de histeria un cierto lazo social que denomina un discurso. De tal modo, «histeria» no nombra una neurosis, según la interpretación médica, ni una complicidad culpable con el mal, según la interpretación teológica. Lo que está en juego es de orden estructural: escribir lo que ordena y regula un lazo social. Es posible hacerlo en la medida en que un lazo social nuevo, analista-analizante, permite hoy escribir aquello que articula otros tres lazos sociales. Esta escritura diferencia en primer término cuatro lugares:   agente otro verdad producción Después, diferencia cuatro letras que inscriben lo que por turno torna operante a cada uno de esos lugares. Por orden, estas letras son: $: el sujeto tachado S1: el significante amo S2: el saber a: el plus-de-gozar Obtenemos así cuatro discursos, por un desplazamiento de un cuarto de giro de las letras. En primer lugar, el lazo dominación-servidumbre, que es el discurso del amo. Allí son ubicados en posición de agente ciertos sígnificantesamos (S,) que hacen marchar al cuerpo del otro. Esta fuerza del imperativo no deriva solamente del amo político o religioso, fundadores de toda ciudad, sino de aquellos y aquellas que presiden el destino de todo sujeto llamado humano desde antes de su nacimiento. Esta constelación simbólica es lo que Freud llama el inconsciente, en tanto que estructurado como un lenguaje según los significantes elementales de parentesco: S1 S2 $ a Amo de sí mismo, amo de los otros, es lo mismo. Para servir a este dominio y fortalecerlo, el discurso universitario le toma su saber (S2) al esclavo, es decir, al cuerpo dominado, y lo transmite al enseñando, que es el futuro amo. Este discurso no inventa; transmite. Formar amos esclarecidos no es algo reservado a Platón con Dionisio el Joven, o a Aristóteles con Alejandro; es la función de todo enseñante con pesar: ¡análisis indefinido! Sí. A menos desde el nacimiento de la escuela, estando el que uno se sitúe en el discurso del analista, es saber (S,) en posición de agente: estando éste en lugar de objeto a, causa del deseo del analizante:   S2 a S1 $ El discurso histérico, como tercer discurso, es precisamente el que se opone al discurso universitario por su posición opuesta a la del amo. En efecto, no se trata de fortalecerse con un saber, sino de cuestionarlo, mostrando dónde desfallece: $ S1 a S2 El discurso histérico es el retorno de lo reprimido, que es el inconsciente constituido por significantes-amos. Es el síntoma del amo. El sujeto del inconsciente ($), interrogando los significantes-amos (S1) revela el saber de la siguiente verdad: el amo (masculino o femenino) es por función castrado; su dominio sobre el cuerpo (el del otro y el suyo propio) es renuncia al goce. Así, esta interrogación produce los estigmas de esta castración (S2) ¿Cuál es esta relación con el amo? En el discurso del amo, el objeto a, el plus-de-gozar, no le concierne al amo, sino a su otro, al dominado, el esclavo. Esto es lo imposible del dominio. Con Freud, desde los Estudios sobre la histeria, y por lo tanto en la neurosis, este imposible no se encuentra como tal, sino que toma la forma de la impotencia paterna. Ahora bien, este imposible concierne al amo; el histérico lo interroga: demuestra que tú eres un hombre; da prueba entonces de tu ser hombre para una mujer. A esta solicitación, él no responde. En efecto, el dominio es renuncia al goce. Mediante la introducción de un saber (S2), el discurso histérico es el síntoma de esta imposibilidad estructural. De modo que el histérico, masculino o femenino, quiere un amo que reine sobre él, al revelar el saber de lo imposible del goce del amo en tanto que hombre de una mujer. El histérico o histérica puede entonces encontrar su lugar junto al amo sosteniéndolo allí donde fracasa. ¿No es ésta la posición de Freud en su relación con el padre? Salvarlo (cf. Lacan, Aun). La histerización es el efecto del discurso psicoanalizante; no tiene fin. Freud lo confiesa   a $ S2 S1 Así se constituye para el analizante el fantasma fundamental: à Éste es el discurso que permite, por el giro de un cuarto de círculo, escribir los otros tres, y más aún, permite responder al interrogante dejado en suspenso por el propio Freud acerca de la relación entre el amo y la paternidad. Esta pregunta es precisamente la que el discurso histérico plantea, en razón de la castración del amo; el discurso histérico es su síntoma. Freud mantiene al padre edípico; en efecto, el ocaso del complejo no es verdaderamente su duelo, sino su interiorización como instancia del superyó, cuyo vozarrón viene del amo, según las tres figuras que presenta Freud: Layo, el Urvater y Moisés. Un rey, un fundador y un profeta: se trata tres veces de padres en tanto que amos de la sociedad política y religiosa. Freud supo recoger de la boca del psicoanalizante esta demanda de mantener esa alta estatura y esa bella estatua. Lacan sitúa esta verdad freudiana en lo que él denomina el discurso histérico. Y acerca de este punto crucíal responde como sigue: «Un padre sólo tiene con el amo -hablo del amo tal como lo conocemos, tal como funciona- la relación más lejana» (El reverso del psicoanálisis). El reconocimiento de esta distancia es la terminación misma del duelo del padre edípico, y por ello el pasaje del discurso histérico al discurso del analista.

La verdad freudiana Al término de ese recorrido, se revela con Lacan que el descubrimiento freudiano ha consistido en desprender la verdad de la histeria de su referencia tradicional, médica o teológica. Freud dio lugar y derecho a la histeria como lazo social; el escrito freudiano es el saber sobre la verdad de la histeria por fin advenido. Y Lacan la nombra como tal. La verdad se dice por y en las formaciones del inconsciente: síntoma, sueño, acto fallido, chiste. Así retorna en el discurso histérico lo que el discurso del amo ha reprimido. De ahí la invención de Freud: la regla fundamental de la asociación libre del analizante permite la producción de un saber sobre ese decir de la verdad -saber nuevo, totalmente distinto del saber universitario- Pero la verdad sólo se dice a medias, no toda. Se dice según una estructura de ficción; el proton pseudos histérico es la retórica misma de la verdad. En efecto, no hay significante que diga el ser del sujeto; el significante no hace más que representar al sujeto en el lugar del significante faltante que diría su ser. División del sujeto: allí donde está representado, no es; allí donde es, no hay significante que lo diga. Por lo tanto, no hay sujeto que no sea sujeto que miente… ¡sin saberlo! Es exclusión de la cadena significante, retirada respecto del orden simbólico. La histeria define la verdad freudiana de que sólo hay sujeto enmascarado (mascarada, decía Joan Riviere, pero que no hay que reservar a la feminidad); no sin razón la persona latina del teatro ha dado su nombre a la noción occidental de persona. ¿Qué dice a medias la verdad, que retorna por y en las formaciones del inconsciente? Ella saca los significantes-amo. Gracias a Freud, el discurso de la histérica se identificó con el psicoanálisis. En efecto, Freud hizo suya la interrogación que nos plantea la histérica. El o ella nos hace preguntar: ¿que quiere una mujer, un hombre? ¿Qué quiere tal otro? $–&gtS1 . Y Freud supo oír la respuesta: no pertenece al orden de la necesidad, ni al de los roles a desempeñar, ni al de las tareas por realizar, sino que concierne directamente al deseo. Ahora bien, la respuesta freudiana es igual a la respuesta histérica: quiere un amo, es decir, un padre en tanto que amo. Por ello, en su escrito analítico, Freud salva, preserva, mantiene un padre digno de ser amado, lo que se llama el padre idealizado. Según esta lógica, Lacan pudo decir, contrariamente a lo que se cuenta de Freud: «Lo que Freud preserva de hecho, si no de forma intencionada, es muy precisamente lo que designa como lo más sustancial en la religión, a saber: la idea de un padre todo-amor». ¿No es significativo que al principio del famoso capítulo VII sobre la identificación en Psicología de las masas Y análisis del yo, Freud plantee como primerísima identificación del niño la identificación con el padre por amor? Esta promoción freudiana del deseo histérico en el psicoanálisis no deja de suscitar interrogantes. Lacan responde con una distinción radical entre el padre y el amo. Para mantener esta distinción, leerá en Freud tres órdenes, tres funciones, tres dimensiones, que él llama lo simbólico, lo imaginario, lo real. Esta tríada, habrá sido, a lo largo de toda su enseñanza, la vía por la cual Lacan responde a Freud acerca de la función paterna.

Histeria Alemán: Hysterie. Francés: Hystérie. Inglés: Hysteria. La palabra histeria deriva del griego hystera (matriz, útero); se trata de una neurosis caracterizada por cuadros clínicos diversos. Su originalidad reside en el hecho de que los conflictos psíquicos inconscientes se expresan en ella de manera teatral y en forma de simbolizaciones, a través de síntomas corporales paroxísticos (ataques o convulsiones de aspecto epiléptico) o duraderos (parálisis, contracturas, ceguera). Las dos formas principales de histeria teorizadas por Sigmund Freud son la histeria de angustia, cuyo síntoma central es la fobia, y la histeria de conversión, en la que se expresan a través del cuerpo representaciones sexuales reprimidas. Hay que añadir otras dos formas freudianas de la histeria: la histeria de defensa, que se ejerce contra los afectos displacientes, y la histeria de retención, en la cual los afectos no llegan a expresarse mediante la abreacción. La expresión histeria hipnoide pertenece al vocabulario de Freud y Josef Breuer del período 1894-1895. También la empleó el psiquiatra alemán Paul Julius Moebius (1853-1907). Designa un estado inducido mediante hipnosis, que produce un clivaje en el seno de la vida psíquica. La expresión histeria traumática pertenece al vocabulario clínico de Jean Martin Charcot, y designa la histeria consecutiva a un traumatismo físico. Ciertos términos (histeria, inconsciente, sexualidad, sueño) están a tal punto ligados a la génesis de la doctrina psicoanalítica, que se han convertido en «palabras freudianas». Y así como los Estudios sobre la histeria, publicados en 1895, son considerados el libro inaugural del psicoanálisis, la histeria sigue siendo la enfermedad princeps y proteiforme que no sólo hizo posible la existencia de una clínica freudiana, sino también el nacimiento de una nueva mirada sobre la feminidad. En este sentido, la noción remite tanto a los sufrimientos psíquicos de las ricas burguesas de la sociedad vienesa, escuchados en secreto por Freud, como a la miseria mental de las locas del pueblo, exhibidas por Charcot en el escenario del Hospital de la Salpêtrière. De una ciudad a otra, la histeria de fin de siglo hacía estremecer el cuerpo de las mujeres europeas, síntoma de una rebelión sexual que sirvió de motor a su emancipación política: «La histeria no es una enfermedad -subraya Gladys Swain-; es la enfermedad en estado puro, nada en sí misma, pero capaz de tomar la forma de todas las otras enfermedades. Es más estado que accidente: lo que hace a la mujer enferma por esencia.» En griego, hystera significa matriz. Para los antiguos, sobre todo Hipócrates, la histeria era una enfermedad orgánica de origen uterino, y por lo tanto específicamente femenina, que tenía la particularidad de afectar el cuerpo en su totalidad con «sofocaciones de la matriz». En su Timeo, Platón retomó la tesis hipocrática, subrayando que la mujer, a diferencia del hombre, llevaba en su seno «un animal sin alma». Cercano a la animalidad: tal fue durante siglos el destino de la mujer, y más aún el de la mujer histérica. En la Edad Media , bajo la influencia de las concepciones agustinianas, se renunció al enfoque médico de la histeria, y la palabra misma dejó de emplearse. Las convulsiones y las famosas sofocaciones de la matriz eran consideradas expresión de placer sexual, y por lo tanto de pecado. Fueron entonces atribuidas a intervenciones del diablo: un diablo engañador, capaz de simular las enfermedades y entrar en el cuerpo de las mujeres para «poseerlas». La mujer histérica se convirtió en la bruja, redescubierta de manera positiva en el siglo XIX por Jules Michelet (1798-1874). En el Renacimiento, médicos y teólogos se disputaron el cuerpo de las mujeres. En 1487, con la publicación del Malleus maleficarum, la Iglesia Católica Romana y la Inquisición se dotaron de un temible manual que permitía «detectar» los casos de brujería y enviar a la hoguera a todos sus representantes, en especial a las mujeres. Durante dos siglos más, la caza de brujas hizo numerosas víctimas, aunque la opinión médica intentaba resistir a esa concepción demoníaca de la posesión. En el siglo XVI, el médico alemán Jean Wier (1515-1588) trató de contrarrestar el poder de la Iglesia , y asumió la defensa de las «poseídas», subrayando que no eran responsables de sus actos y que había que considerar a las convulsivas de todo tipo como enfermas mentales. En 1564, en Basilea, en plena guerra de religión, se publicó un libro, De la impostura del diablo, que tuvo una gran resonancia. Los teólogos vieron en él la huella de Satanás, y el autor evitó a duras penas la persecución gracias a príncipes que lo protegieron. Gregory Zilboorg considera a Jean Wier el padre fundador de la primera psiquiatría dinámica. En realidad, fue con Franz Anton Mesmer como se realizó, a mediados del siglo XVIII, el pasaje de una concepción demoníaca de la histeria, y por lo tanto de la locura, a una concepción científica. A través de la falsa teoría del magnetismo animal, Mesmer sostuvo que las enfermedades nerviosas se originaban en un desequilibrio de la distribución de un «fluido universal». Bastaba entonces con que el médico, convertido en «magnetizador», provocara crisis convulsivas en los pacientes, en general mujeres, para curarlas mediante el restablecimiento del equilibrio del fluido. De esta concepción nació la primera psiquiatría dinámica, que le asignó el lugar de honor a las «curas magnéticas». La histeria se sustrajo entonces a la religión, para convertirse en una enfermedad de los nervios. Henri E Ellenberger señala que el pasaje de lo sagrado a lo profano se produjo en 1775, cuando Mesmer obtuvo su gran victoria sobre el exorcista Josef Gassner (?-1779), demostrando que las curaciones obtenidas por este último dependían del magnetismo. Durante todo ese período, la conjetura uterina no había dejado de ser impugnada. Haciendo a un lado la posesión demoníaca, muchos médicos pensaban que la enfermedad provenía del cerebro y que afectaba a los dos sexos: de allí la idea de la existencia de una histeria masculina, que Charles Lepois (1563-1633), médico francés originario de la ciudad de Nancy, fue el primero en establecer en 1618. La hipótesis cerebral conducía a una «desexualización» de la histeria, sin poner fin a la vieja concepción de la animalidad de la mujer. No obstante, en el siglo XVII, en lugar de la antigua sofocación de la matriz se pudo invocar el papel de las emociones, de los «vapores», de los «humores», por otra parte al punto de confundir en una misma entidad la histeria y la melancolía: «Hasta fines del siglo XVIII -escribe Michel Foucault-, hasta Pinel, el útero y la matriz siguieron estando presentes en la patología de la histeria, pero gracias a la difusión por los humores y los nervios, y no por un prestigio particular de su naturaleza. En 1859, antes de la entrada en escena de las tesis de Charcot, la hipótesis cerebral fue afirmada una última vez por el médico francés Pierre Briquet (1796-1881), que incorporó a la histeria fenómenos «sociológicos» o «materiales» tales como las condiciones de vida y de trabajo, los ciclos de la naturaleza e incluso el movimiento de los astros. El advenimiento de la sociedad industrial (y sobre todo la generalización del ferrocarril, con su cortejo de accidentes traumáticos que afectaban en primer lugar a los hombres) abrió el camino a un prolongado debate sobre la histeria masculina. La revolución pineliana dio origen al alienismo moderno, y puso fin a las tesis demonológicas, en beneficio de una concepción psiquiátrica de la enfermedad mental, que incluía la histeria. Se enfrentaron dos tendencias: por un lado, los sostenedores del organicismo, y por el otro los partidarios de la psicogénesis. Para los primeros, la histeria era una enfermedad cerebral de naturaleza fisiológica o sustrato hereditario; para los segundos, una afección psíquica, es decir, una neurosis. Este término, «neurosis» que hizo carrera, había sido introducido en 1769 por un médico escocés, William Cullen (1710-1790). Designaba las afecciones mentales sin origen organico, calificándolas de «funcionales», es decir, sin inflamación ni lesión del órgano donde aparecía el dolor. Esas afecciones eran entonces enfermedades nerviosas. Paralelamente, sobre las ruinas del magnetismo mesmeriano se desarrolló una corriente terapéutica que, a través de la hipnosis, iba a desembocar en la creación de las psicoterapias modernas, entre ellas la más innovadora: el psicoanálisis. En 1840, todas las grandes organizaciones médicas desalentaban los estudios sobre el magnetismo, y en Inglaterra, en 1843, el médico escocés James Braid (1795-1860) creó la palabra hipnotismo (del griego hypnos: sueño). Él reemplazó la antigua teoría fluídica por la idea de la estimulación psíquico-químico-psicológica, demostrando así la inutilidad de una intervención de tipo magnético. Al vincular el hipnotismo con la neurosis, Charcot volvió a darle dignidad a la histeria. No sólo abandonó la conjetura uterina, al punto de negarse a tomar en cuenta oficialmente la etiología sexual, sino que, al hacer de la enfermedad una neurosis, liberó a las mujeres histéricas de la sospecha de simulación. La concepción moderna de la neurosis histérica vio la luz al mismo tiempo que en el mundo occidental, entre 1880 y 1900, se producía una verdadera epidemia de síntomas histéricos. Ahora bien, escritores, médicos e historiadores estaban de acuerdo en ver en las crisis de la sociedad industrial signos convulsivos de naturaleza femenina. Las masas obreras eran tratadas de histéricas cuando declaraban la huelga, mientras que en las multitudes se veían «tumres uterinos» cuando amenazaban el orden establecido. Atribuida a una causa traumática vinculada con el sistema genital, la histeria de Charcot pasó a ser durante algún tiempo una enfermedad funcional, de origen hereditario, que afectaba tanto a los hombres como a las mujeres. De allí que se retomaran las tesis de Lepois sobre la existencia de una histeria masculina, a la cual se atribuía un origen traumático: por ejemplo, el accidente ferroviario. Teórico de la neurosis, Charcot no utilizaba la hipnosis para curar o sanar a sus enfermos, sino para demostrar sus hipótesis. Hipnotizando a las «locas» de la Salpêtrière , fabricaba experimentalmente síntomas histéricos, y los suprimía de inmediato, demostrando el carácter neurótico de la enfermedad. Hippolyte Bernheim, alumno de Ambroise Liébeault y jefe de la Escuela de Nancy, lo acusó entonces de fabricar mediante sugestión síntomas histéricos, y de atentar contra la dignidad de las enfermas; las cuales, en lugar de ser atendidas, servían como cobayos para las demostraciones de un maestro únicamente preocupado por la clasificación. De hecho, en ese debate se enfrentaban dos grandes corrientes del pensamiento médico. Proveniente de la neurología y de la tradición del alienismo, la Escuela de la Salpêtrière , animada por un ideal republicano y exaltadora de los «grandes patrones» transformados en monarcas del saber, ponía la investigación teórica en el centro de sus preocupaciones. La Escuela de Nancy, por el contrario, más culturalista, pretendía ser una medicina de los pobres y los excluidos; reivindicaba por lo tanto una tradición terapéutica en la cual el bienestar de los enfermos prevalecía sobre todo lo demás. A la vez teórico y terapeuta, Freud admiraba sin embargo mucho más a Charcot (a quien consideraba un maestro) que a Bernheim. Pero se inspiró tanto en la Escuela de la Salpêtrière como en la de Nancy para sostener, contra los médicos de Viena (Theodor Meynert o Richard von Krafft-Ebing), las hipótesis francesas. Su trayectoria fue dialéctica. Puso lado a lado las tesis de Charcot y las de Bernheim, extrayendo lecciones fructíferas de unas y otras. Si el primero había abierto el camino a una nueva conceptualización de la histeria, el segundo, contra el anterior, había encontrado el principio de su tratamiento psíquico. Entre 1888 y 1893 Freud forjo un nuevo concepto de la histeria. Tomó de Charcot la idea del origen traumático. Pero, en virtud de la teoría de la seducción, afirmaba que el trauma tenía causas sexuales: la histeria sería el fruto de un abuso sexual realmente vivido por el sujeto en la infancia. A fines de siglo, todos los especialistas en enfermedades nerviosas conocían la importancia del factor sexual en la génesis de los síntomas neuróticos, sobre todo para la histeria. Pero ninguno de ellos sabía teorizar esta observación. Y fue Freud quien resolvió la cuestión. En un primer momento, hasta 1897, adoptó las ideas compartidas por numerosos médicos de la época, y elaboró su teoría del origen traumático (seducción real). En un segundo momento renunció a ella, y desarrolló la concepción del fantasma, arrancando la idea de la libido a la sexología. Tres hombres le habían sugerido el origen traumático sexual: Charcot, Breuer y el ginecólogo vienés Rodulf Chrobak (1843-1906). El primero le había murmurado en una oportunidad: «En este caso, está siempre la cosa genital, siempre…» El segundo le había hablado de «secretos de alcoba». El tercero, a propósito de una paciente virgen después de dieciocho años de matrimonio, había enunciado delante de él, en latín la prescripción siguiente: «Penis normalis, dosim repetatur». En cuanto a la técnica terapéutica, Freud tomó de Bernheim la idea de la sugestión, que a él no le gustaba. La abandonó más tarde, en provecho de una elaboración de la noción de transferencia, después de haber pasado del método catártico de Breuer al de la asociación libre. En los Estudios sobre la histeria, obra magistral tanto por su aporte teórico como por la exposición clínica de los historiales, se presentaron los grandes conceptos de una nueva captación del inconsciente: la represión, la abreacción, la defensa, la resistencia y, finalmente, la conversión, que explicaba de qué modo una energía libidinal se transformaba en una inervación somática, en una somatización con significación simbólica. Después de abandonar la teoría de la seducción, posteriormente a la publicación en 1900 de La interpretación de los sueños, Freud reconoció el conflicto psíquico inconsciente como causa principal de la histeria. Afirmó en consecuencia que las histéricas no sufrían ya de «reminiscencias» como en los Estudios, sino de fantasmas. Aunque en la infancia hubieran sido víctimas de abusos o violencias, el trauma no podía ser la explicación única de la cuestión de la sexualidad humana. Junto a la realidad material, afirmaba Freud, hay una realidad psíquica igualmente importante en la historia del sujeto. Asimismo, la conversión debía considerarse un modo de realización del deseo: un deseo siempre insatisfecho. La teorización de la sexualidad infantil le permitió después a Freud identificar el conflicto «nuclear» de la neurosis histérica (la imposibilidad para el sujeto de liquidar el complejo de Edipo y evitar la angustia de castración, lo que lo llevaba a rechazar la sexualidad): «Considero sin vacilar histérica -declaró Freud a propósito de Dora- a toda persona en la cual una ocasión de excitación sexual provoca sobre todo y exclusivamente repugnancia, sea que dicha persona presente o no síntomas somáticos». La elaboración de estos diversos temas puede advertirse en el modo en que Freud redactó en enero de 1901 el relato de la cura realizada con Ida Bauer. Con el seudónimo de Dora, esta joven iba a convertirse en el caso princeps de la histeria en la concepción freudiana llegada a la madurez. Toda la literatura posfreudiana habría de comentarlo tanto como al caso «Anna O.» (Bertha Pappenheim). En esa época, Freud sostenía no obstante que la histeria, sin tener su fuente en un trauma, podía derivar de un mecanismo hereditario. Estimaba en efecto que los descendientes de personas afectadas de sífilis estaban predispuestos a neurosis graves. Las epidemias histéricas de fines del siglo XIX contribuyeron a tal punto al nacimiento y la expansión del freudismo, que la noción misma de histeria desapareció del campo de la clínica. No sólo los enfermos no presentaban ya los mismos síntomas, puesto que éstos habían sido claramente reconocidos y desprendidos de toda simulación, sino que cuando, por azar, estos síntomas reaparecían, no eran clasificados en el registro de la neurosis, sino en el de la psicosis: se comenzó entonces a hablar de psi cosis histérica, entidad que Freud había descartado, pues se la mezclaba con la nueva nosografía bleuleriana de la esquizofrenia. A partir de 1914, ya nadie se atrevía a hablar de histeria: a tal punto la palabra estaba identificada con el propio psicoanálisis. En Francia, el concepto fue desmembrado por los dos principales alumnos de Charcot: Pierre Janet y Joseph Babinski. El primero consideraba la histeria como un estrechamiento del campo de la conciencia», y el segundo la reemplazó por el pitiatismo. Hubo que aguardar la época perturbada de la Primera Guerra Mundial y la entrada en escena de una nueva forma de etiología traumática para que resurgiera el debate sobre la histeria a través de la discusión sobre las neurosis de guerra. Más tarde, en Francia, el movimiento surrealista reivindicó la «belleza convulsiva» para hacer de la histeria el emblema de un arte nuevo, mientras que Jules de Gaultier llamaba bovarysmo a una neurosis narcisista de connotación melancólica (y fuerte contenido histérico). Jacques Lacan la utilizó con provecho en su relato del caso «Aimée» (Marguerite Anzieu). Finalmente, después de la Segunda Guerra Mundial, la expresión «histeria de conversión» recobró un vigor particular con el desarrollo de los trabajos de la medicina psicosomática de inspiración psicoanalítica (Franz Alexander, Alexander Misteberlich). En cuanto a la idea de personalidad histérica, heredada del concepto de personalidad múltiple, hizo carrera a partir de la década de 1960, cuando se iniciaron los grandes debates norteamericanos e ingleses sobre la Self Psychology y el bordeline state (estados límite).

Histeria   s. f. (fr. hystérie; ingl. hysteria; al. Hysteríe). Neurosis caracterizada por el polimorfismo de sus manifestaciones clínicas. La fobia, llamada a veces histeria de angustia, debe ser distinguida de la histeria cle conversión. Esta última se distingue clásicamente por la intensidad de las crisis emocionales y la diversidad de los efectos somáticos, ante los cuales fracasa la medicina. El psicoanálisis contemporáneo pone el acento en la estructura histérica del aparato psíquico, engendrada por un discurso, y que da lugar a una economía así como a una ética propiamente histéricas. La histeria en la primera tópica freudiana. Freud se desprende ante todo de una concepción innatista y adopta la idea de una neurosis adquirida. Plantea el problema etiológico en términos de cantidad de energía: la histeria se debe a un «exceso de excitación». En los Estudios sobre la histeria (1895) se afirma el parentesco del mecanismo psíquico de los fenómenos histéricos con la neurosis traumática: «La causa de la mayoría de los síntomas histéricos merece ser calificada de trauma psíquico». Habiéndose hecho autónomo el recuerdo de este choque, actúa a la manera de un «cuerpo extraño» en el psiquismo: «La histérica sufre de reminiscencias». En efecto, el afecto ligado al episodio causal no ha sido abreaccionado, es decir, no ha encontrado una descarga de energía por vía verbal o somática, porque la representación psíquica del trauma estuvo ausente, estuvo prohibida o era insoportable. La escisión del grupo de representaciones incriminadas constituye entonces el núcleo de un «segundo conciente» que infiltra al psiquismo durante las crisis o que inerva una zona corporal formando un síntoma permanente: neuralgia, anestesia, contractura, etc. El mecanismo de defensa que preside la formación del síntoma histérico es calificado entonces de «represión de una representación incompatible con el yo». Paralelamente, Freud afirma que el trauma en cuestión está siempre ligado a una experiencia sexual precoz vivida con displacer, comprendiendo en ello a los varones, lo que libera a la histeria de su condición exclusivamente femenina. Con posterioridad, Freud pensará que había sobrestimado la realidad traumática en detrimento del fantasma de la violencia perpetrada por un personaje paterno. La concepción freudiana requiere algunas precisiones: supone que la relación psique-soma es de dos lugares, ocupando la psique la posición superior, y separados ambos lugares por una barra franqueable por una representación psíquica. Freud descubre así en la histeria una «solicitación somática», una especie de llamada del cuerpo a que una representación reprimida venga a alojarse en él. De este modo, Freud invitaba al abandono del debate clásico entre psicogénesis y organicismo en la histeria: el problema planteado por esta neurosis es el del encuentro entre el cuerpo biológico y el «representante pulsional», que es del orden del lenguaje, es decir, un significante. El síntoma entonces es un mensaje ignorado por su autor, que es preciso entender en su valor metafórico, e inscrito en jeroglíficos sobre un cuerpo enfermo en tanto parasitado. La segunda tópica de Freud. Las dificultades encontradas en la cura llevaron a Freud a establecer la segunda tópica del aparato psíquico. Nuevos estudios prometidos sobre la histeria, sin embargo, nunca vieron la luz. La pertinencia de la clínica freudiana aparece en diversos textos y es puesta de relieve por la relectura de J. Lacan, gracias a los instrumentos conceptuales que propuso. Así, el análisis del sueño llamado «de la bella carnicera», publicado en La interpretación de los sueños (1900), le permite a Freud afirmar que esta soñante histérica se ve obligada a crearse un «deseo insatisfecho»: ¿por qué no quiere el caviar que sin embargo desea? Para reservar así el lugar del deseo en tanto este no se confunde ni con la demanda del amor ni con la satisfacción de la necesidad. La falta constitutiva del deseo está empero articulada a través de una demanda con el lugar del Otro, definido como lugar simbólico del lenguaje. Esta falta está en el Otro, articulación significante de la falta de objeto como tal cuyo significante es el falo. De este modo, el deseo de la histérica revela la naturaleza general del deseo de ser deseo del Otro. Además, este sueño es propiamente el de una histérica, que no accede al deseo sino por el rodeo de la identificación imaginaria con una amiga, identificación que conduce a una apropiación del síntoma de un semejante por medio de un razonamiento inconciente por el que la histérica se atribuye motivos análogos para estar enferma. El texto de este sueño, puesto en relación con el caso Dora, permite avanzar un paso más. Dora presentaba numerosos síntomas ligados a la relación compleja que su padre y ella misma mantenían con la pareja de los K.: lazo amoroso platónico disimulado de su padre y de la Sra. K., cortejo a veces apremiante pero secreto del Sr. K. hacia Dora. El análisis de Dora fue orientado por Freud hacia el reconocimiento de su deseo reprimido por el Sr. K. Esto le permitió mostrar la importancia, en el establecimiento de la histeria, del amor por el padre impotente, secuela edípica interpretada aquí como defensa actual contra el deseo. Pero Freud reconocerá haber omitido la dimensión homosexual del deseo histérico, de ahí el fracaso de la cura. Para Lacan, se trata de una «homosexualidad» que es preciso entender en este caso como identificación con el hombre, el Sr. K., por cuyo intermedio la histérica se interroga sobre el enigma de la femineidad: «Es así como la histérica se experimenta a sí misma en los homenajes dirigidos a otra, y ofrece la mujer en la que adora su propio misterio al hombre cuyo papel pretende sin poder nunca gozar de él. En una búsqueda sin descanso de lo que es ser una mujer…» (Escritos, 1966). La histeria después de Freud. El establecimiento ulterior de la estructura de los discursos basada en un juego de cuatro elementos, el sujeto, el significante amo, el del saber inconciente y el objeto causa del deseo, le ha permitido a Ch. Melman proponer unos Nuevos estudios sobre la histeria [Nouvelles études sur l’ystérie, 1984] . Melman destaca que la represión propia de la histérica sería de hecho una seudo-represión. En efecto, si, como ya lo sostenía Freud, la niña pasa por una fase en la que debe renunciar a la madre y por lo tanto conoce la castración tanto como el varón, el establecimiento de la femineidad supone en cambio un segundo tiempo en el que ella reprime parcialmente la actividad fálica a la que la castración parecía autorizarla. «Adelantamos aquí la hipótesis de que la represión recae electivamente sobre el significante amo, aquel que el sujeto eventualmente invoca para interpelar al objeto». Esta represión sería la primera mentira del síntoma histérico, pues se hace pasar por una castración (real y no simbólica) demandada por el Otro, la que es fuente de la idea de que pueda haber un fantasma propio de la mujer. De este modo, la represión del significante amo reorganiza la castración primera y la hace interpretar como privación del medio de expresión del deseo. La sintomatología histérica «está ligada a partir de allí al resurgimiento del significante amo en el discurso social, que sugiere la idea de violación», y el cuerpo mima la posesión por un deseo totalizante cuyos significantes se inscriben en él como en una página. ¿Por qué entonces no es histérica toda mujer? Porque la histérica interpreta el consentimiento a la femineidad como un sacrificio, un don hecho a la voluntad del Otro al que así consagraría. Desde allí, se inscribe en un orden que prescribe tener que gustar y no desear. Opone a los que invocan el deseo un «nuevo orden moral» regido por el amor de un padre enfermo e impotente cuyos valores son el trabajo, la devoción y el culto de la belleza. Nacería así una nueva humanidad «igualitaria en tanto igual en lo sublime y en tanto desembarazada de la castración». Se deduce de ello una economía general de la histeria, que pone en evidencia dos formas clínicas aparentemente paradójicas: «Una. es una forma depresiva, en la que el sujeto se vive como extraño al mundo y rehusa toda afirmación y todo compromiso, la otra es una forma esténica [activa, fuerte, lo contrario de asténica], en la que el sujeto hace de su sacrificio el signo de una elección». La histérica puede entonces, alternadamente, consagrarse a los hombres, rivalizar con ellos, remplazarlos cuando los juzga muy mediocres, «hacer de hombre» no castrado a imagen del Padre. Es así apta para sostener todos los discursos constitutivos del lazo social, pero «marcados con la pasión histérica», que busca regir a todos. La contradicción reside en que, interpelando a los amos y trabajando para abolir los privilegios, reclama al propio tiempo a aquel que sería tan potente como para abolir la alteridad. Debe destacarse que la histeria masculina depende de los mismos discursos: la economía y la ética. Se caracteriza por la decisión de un joven de ubicarse del lado de las mujeres y de cumplir su virilidad por el camino de la seducción, como criatura excepcional y enigmática. Masculina o femenina, «la pasión histérica se sostiene en la culpa que agobia al sujeto cuando se acusa de haber faltado a la castración» y ser así una mancha en el universo. Se hace responsable de la imposíble adecuación natural de los hombres y las mujeres desde que son «hombres» y «mujeres» por el lenguaje. Por eso la histeria estuvo en el origen del psicoanálisis, y el discurso histérico sigue siendo el desfiladero necesario para toda cura.