Diccionario de Psicología, letra I, Identificación

Diccionario de Psicología, letra I, Identificación

Diccionario de Psicología, letra I, Identificación

s. f. (fr. ideniffication; ingl. identffication; al. Identifizierung). Proceso por el cual un individuo se vuelve semejante a otro, en su totalidad o en parte; distinguimos, con Lacan, las identificaciones imaginarias constitutivas del yo [moi] y la identificación simbólica fundante del sujeto. La identificación en Freud. «¿A quién copia con eso?» le pregunta Freud a Dora con ocasión de sus dolores agudos de estómago. Se entera entonces de que Dora ha visitado la víspera a sus primas y que, habiéndose comprometido la menor, la mayor empezó a sufrir del estómago, cosa que Dora imputa inmediatamente a los celos. Freud nos dice entonces que Dora se identifica con su prima. Toda la distancia que separa la noción de imitación de la noción de identificación, en el sentido que le da Freud, se encuentra aquí ilustrada. La pregunta de Freud a Dora pone de relieve, tras el sentido intuitivo y familiar que parasita habitualmente el uso del término identificación, aquello que hace que su empleo sea irrisorio o extremadamente difícil. En este texto, Freud usa el término identificación sólo en un sentido descriptivo y, en las páginas siguientes, cuando expone su concepción de la formación del síntoma, recurre a dos elementos ya conocidos: la complacencia somática y la representación de un fantasma de contenido sexual. Sólo tardíamente, con el cambio de su doctrina hacia 1920, Freud va a poner en primer plano la identificación, sin llegar sin embargo a otorgarle verdaderamente su estatuto. En todo caso, es el punto alrededor del cual se ordena la totalidad del texto de Psicología de las masas y análisis del yo (1921). El capítulo VII le está especialmente dedicado; Freud describe en él tres formas de la identificación. La segunda y la tercera forma son establecidas por Freud a partir de ejemplos clínicos de síntomas neuróticos. La segunda identificación da cuenta del síntoma por medio de una sustitución por el sujeto, ya sea de la persona que suscita su hostilidad, ya sea de la persona que es objeto de una inclinación erótica. El ejemplo, en el segundo caso, es justamente la tos de Dora. A propósito de este segundo tipo de identificación, Freud insiste en su carácter parcial (höchst beschränkt, extremadamente limitado) y emplea la expresión einziger Zug (Véase rasgo unario), que servirá de punto de partida a Lacan para un uso mucho más amplio. A la tercera identificación, llamada histérica, Freud la denomina «identificación por el síntoma» y la motiva en el encuentro de un elemento análogo y reprimido en los dos yoes en cuestión, Dos observaciones pueden hacerse. La identificación se describe aquí como el empréstito de un elemento puntual que se toma de otra persona, detestada, amada o indiferente, y que explica una formación sintomática. Nada se opone a que este empréstito sea tal que no determine ninguna contrariedad para el sujeto. Por lo demás, Freud nos dice en otros textos que el yo está constituido en gran parte por este tomar prestado, lo que implica darle el valor de una formación sintomática. Los dos factores constituyentes del síntoma mencionados al principio, la complacencia somática y la representación de un fantasma inconsciente, han desaparecido. Lo que en cambio se mantiene aquí, en cierta manera, es el carácter de compromiso que permite la satisfacción pulsional en forma disfrazada. La forma de identificación descrita en primer lugar por Freud es la más enigmática. ¿Qué sentido dar en efecto a la fórmula: el lazo afectivo más antiguo con otra persona, puesto que, justamente, todavía no hay objeto constituido en el sentido de la doctrina? ¿De qué orden es este padre que el varón constituye como su ideal, cuando en una nota de la obra El yo y el ello (1923) Freud dice que se trata de los padres en el momento en que la diferencia de los sexos todavía no ha entrado en consideración? Nada sexual interviene aquí, puesto que no hay nada «pasivo ni femenino». Se trata, incontestablemente, de algo que es primario y que nos es dado como la condición del establecimiento del Edipo, sin la cual el sujeto no podría siquiera acceder a esta problemática. Según Freud, su devenir en el sujeto puede llegar a aclarárnoslo. Esta primera identificación es, ante todo, el superyó, y «guardará durante toda su vida el carácter que le confiere su origen en el complejo paterno». Simplemente será modificado por el complejo de Edipo y no podrá «renegar de su origen acústico». La pregunta que entonces se plantea es si hay o no una relación entre esta identificación y las otras dos, que se distinguirían sólo por la naturaleza libidinal o no de la relación con el objeto inductor. En la aplicación que hace a la constitución de una masa, Freud mantiene una separación, ya que, habiendo remplazado el mismo objeto el ideal del yo de cada uno de los miembros de la masa, se va a poder manifestar entre ellos la identificación del tercer tipo. Por lo tanto, hay aquí, bajo la misma denominación, dos modalidades que conviene mantener distinguidas. Esta posición se confirma en El yo y el ello, cuando Freud hace depender las identificaciones constitutivas del yo del ideal del yo. En el uso que hace Freud de las identificaciones sucesivas en el curso de las diversas situaciones clínicas, la diferencia se acentúa. El ideal del yo conserva inmutable su carácter original, pero las otras formas de identificación mantienen relaciones problemáticas con el investimiento objetal. La identificación sucede a un investimiento objetal al que el sujeto debe renunciar, renunciamiento que en la realidad va de la mano con su mantenimiento en el inconsciente, que asegura la identificación. Así sucede, según Freud, en el caso de la homosexualidad masculina. Pero en otra parte, en Duelo y melancolía, Freud presenta la identificación como el estadio preliminar de la elección de objeto. Así sucedería en la melancolía, en la que Freud da a lo que llama «el conflicto ambivalente» un papel más esencial que al fenómeno identificatorio, como luego lo hará también en la paranoia de persecución, donde la trasformación paranoica del amor en odio es justificada por el «desplazamiento reactivo del investimiento» a partir de una ambivalencia de fondo. Pero de lo que se trata aquí para Freud es de excluir el pasaje directo del amor al odio, es decir, de mantener la validez de la hipótesis que acaba de formular recientemente oponiendo a los instintos sexuales el instinto de muerte. El punto que aquí importa es esa especie de reversibilidad, de concomitancia en este caso, entre la identificación y el investimiento de objeto, que parece surgir de la lectura de Freud. Ciertamente, Freud repite con insistencia que es importante mantener la distinción: la identificación es lo que se quisiera ser, el objeto, lo que se quisiera tener. Y por supuesto, el hecho de instituir dos nociones distintas no excluye a priori que se puedan hacer valer relaciones entre ellas, pasajes de una a otra. De todos modos, una dificultad subsiste en cuanto a la noción de identificación, porque el propio Freud hizo renuncia explícita a «elaborarla metapsicologicamente», pero al mismo tiempo le mantuvo una función importante. Lo que parece más seguro es la diferencia radical entre la primera identificación, surgida del complejo paterno, y las otras, cuya función principal parece ser resolver la identificación fijándola a una tensión relacional con un objeto. Esto es lo que surge de todo el andamiaje identificatorio por el cual el yo se constituye y ve definir su carácter. Se puede admitir que aquí se encuentra esbozado aquello que servirá de punto de partida a Lacan. Una de las tesis de El yo y el ello es que el yo se construye tomando del ello la energía necesaria para identificarse con los objetos elegidos por el ello, realizando así un compromiso entre las exigencias pulsionales y el ideal del yo, y confesando su naturaleza de síntoma. Es decir, esto implica, al mismo tiempo, el carácter fundamentalmente narcisista de la identificación y la necesidad de encontrar para el ideal del yo un estatuto que lo distinga radicalmente. La identificación en Lacan. Es notable que el término identificación sea retomado por Lacan desde el principio de su reflexión teórica puesto que la tesis concerniente a la fase del espejo (1936) se ve llevada a concluir en la asunción de la imagen especular como fundadora de la instancia del yo. El yo ve así asegurado definitivamente su estatuto en el orden imaginario. Esta identificación narcisista originaria será el punto de partida de las series identificatorias que constituirán el yo, siendo su función la de «normalización libidinal». La imagen especular, finalmente, formará para el sujeto el umbral del mundo visible. Sólo mucho después Lacan introducirá la distinción esencial entre yo ideal e ideal del yo, necesaria para una lectura coherente de Freud, ya que la proximidad de las dos expresiones enmascara muy fácilmente su naturaleza fundamentalmente diferente, imaginaria para la primera, simbólica para la segunda. Pero sólo con el seminario enteramente dedicado a la identificación (1961-62), Lacan intenta hacer valer las consecuencias más radicales de las posiciones de Freud. La identificación se considera allí como «identificación de significante», lo que su oposición a la identificación narcisista permite situar provisionalmente. La verdadera cuestión, y que se plantea desde el comienzo mismo, es decir cómo conviene entender cada uno de los dos términos, identificación y significante. En la medida en que estamos frente a algo fundamental en cuanto al ordenamiento correcto de la experiencia, no nos sorprende que el procedimiento sea aquí de tipo «logicizante». El significante está en la lengua en el cruce de la palabra y del lenguaje, cruce que Lacan llama «lalengua» [«lalangue», un poco en parodia del diccionario Lalande, y sobre todo para distinguir el idioma encarnado en los hablantes de la lengua de los lingüistas], El significante connota la diferencia en estado puro; la letra que lo manifiesta en la escritura lo distingue radicalmente del signo. Ante todo conviene recordar, sin lo cual la elaboración de Lacan sería imposible o insostenible, que el sujeto resulta «profundamente modificado por los efectos de retroacción del significante implicados en la palabra». Como lo propone Lacan, hay que partir del ideal del yo considerado como punto concreto de identificación del sujeto con el significante radical. Por el hecho de que habla, el sujeto avanza en la cadena de los enunciados que definen el margen de libertad que se dejará a su enunciación. Esta elide algo que no puede saber, el nombre de lo que es como sujeto de la enunciación. El significante así elidido tiene su mejor ejemplificación en el «rasgo unario», y esta elisión es constituyente para el sujeto. «Dicho de otra manera, si alguna vez el sujeto, como es su objetivo desde la época de Parménides, llega a la identificación, a la afirmación de que es lo mismo pensar que ser, en ese momento se verá él irremediablemente dividido entre su deseo y su ideal». Queda así constituida una primera morfología subjetiva que Lacan simboliza con la ayuda de la imagen del toro, donde el sujeto, representado por un significante, se encuentra en posición de exterioridad con relación a su Otro, en el que quedan reunidos todos los otros significantes. Va a poder inaugurarse entonces, bajo el efecto del automatismo de repetición, la dialéctica de las demandas del sujeto y del Otro, la que incluye de entrada al objeto del deseo.