Diccionario de Psicología, letra I, Inconsciente

Diccionario de Psicología, letra I, Inconsciente

El «descubrimiento» freudiano del inconsciente

Hubo que esperar hasta 1878 para que el término «inconsciente» figurara en el diccionario de la Academia Francesa como sustantivo. Hasta el «descubrimiento freudiano», el inconsciente sigue connotando el sentido privativo que parece haber tenido siempre, tanto en sus diversas acepciones filosóficas como bajo la férula de la psicología naciente en la segunda mitad del siglo XIX. Lo inconsciente denota entonces todo lo que no es consciente para un sujeto, todo lo que escapa a su conciencia espontánea y reflexiva. Al proponer la hipótesis de un lugar psíquico específicamente referido a una especie de «conciencia inconsciente», Freud no inventa realmente el concepto. A lo sumo le da un sentido nuevo a un término ya existente, que se aplicará a legitimar basándose en sus investigaciones personales, o sea en la observación de aquello que tropieza o choca, que escapa o falla en todos, quebrando, de una manera incomprensible, la continuidad lógica del pensamiento y de los comportamientos de la vida cotidiana: lapsus, actos fallidos, sueños, olvidos, y más en general, los síntomas compulsivos del neurótico, cuya significación paradójica descubre en la clínica de la histeria. Al definirse como estudio objetivo de los hechos psíquicos, la psicología tradicional excluye por principio la dimensión de una actividad psíquica inconsciente, sustraída al espacio de las manifestaciones conscientes y, por eso mismo, relegada de entrada al registro somatopsicológico: uno no siente crecer sus uñas, no tiene conciencia del funcionamiento de sus órganos. En cambio, la hipótesis freudiana del inconsciente instaura de hecho la dimensión de una «psicología de las profundidades» (Freud), una «metapsicología»; más precisamente, del psicoanálisis como tal. La presunción de una dimensión psíquica inconsciente parece tanto más justificada cuanto que los datos lacunarios de la conciencia implican -aunque sólo sea a título de hipótesis- un más allá psíquico susceptible de dar cuenta de ellos. Además, lejos de ser totalmente explicitables por la lógica hipotético-deductiva de la racionalidad psicológica, ciertos actos conscientes le parecen a Freud movidos por otras iniciativas latentes, no inmediatamente identificables, por pensamientos cuyo origen y elaboración permanecen desconocídos porque están ocultos. El inconsciente freudiano, en tanto subraya una escisión en el ser psíquico del sujeto, aporta una coherencia a la cara consciente del iceberg. Lo que es más, esta hipótesis del inconsciente permite comprender ciertos procesos patológicos irracionales, tan frecuentes como cotidianos, concernientes a la existencia del sujeto. De tal modo, se confirma su etiología psicógena, correlativamente a la invención freudiana de una estrategia psicoterapéutica que demuestra su valor erradicándolos: la cura psicoanalítica. Así se esboza una nueva revolución copernicana, que trae la «peste» al repudiar fundamentalmente el cimiento del cogito cartesiano: «el yo ya no es amo en su propia casa» (Freud).

El inconsciente freudiano y las «tópicas» psíquicas

Al introducir la referencia al inconsciente, Freud delimita en 1895 («Proyecto de psicología») la idea de una tópica psíquica, estructurada de un modo plurisistémico, de la cual en el resto de su obra no dejará de precisar la fineza de articulaciones e interferencias intra e intersistémicas. En la «primera tópica», expuesta en su forma más decisiva en el capítulo VII de La interpretación de los sueños, el inconsciente (Ics) está circunscrito, como un sistema radicalmente separado por la instancia de la «primera censura», del sistema preconsciente (Pcs), a su vez clivado del sistema consciente (Cs) por la «segunda censura». De modo que el Pcs, instituido como instancia tapón entre el les y el Cs, parece más bien compartir las propiedades del sistema Cs. En el sentido descriptivo de la palabra, constituye un inconsciente «segundo», esencialmente provisional y por lo tanto «latente», siempre susceptible de volverse consciente. Lugar de representaciones de palabra sometidas al funcionamiento del proceso secundario, el Pcs tiene una triple función. Como interdictor, bloquea el acceso directo a la conciencia de los materiales reprimidos en el inconsciente. Como regulador, sintetiza la transformación de la energía psíquica libre en energía ligada. Como permisivo, finalmente, autoriza, con ciertas reservas dictadas por la censura, el retorno de representaciones inconscientes a la actividad consciente del sujeto. A partir de esta concepción tópica del funcionamiento psíquico, Freud no sólo acentúa la dimensión dinámica del aparato psíquico, sino también la función económica, a la vez cuantitativa y cualitativa, de cada una de sus instancias, a fin de marcar mejor la cohesión y la insistencia del trabajo que las anima específicamente. Así se encuentran puntualizados los múltiples destinos de las representaciones psíquicas: giros progresivos, rodeos regresivos, impasses y repeticiones, transformaciones, transposiciones, deformaciones y otras distorsiones, o sea resistencias y conflictos inherentes al funcionamiento de la estructura del aparato psíquico. Instituido por la acción de la represión, el inconsciente, en efecto, está constituido por « …representaciones de la pulsión que quieren descargar su investidura, en consecuencia por mociones de deseo. Esas mociones pulsionales están coordinadas, persisten unas junto a otras sin influirse recíprocamente y no se contradicen entre sí» (Freud, «Lo inconciente»). La pulsión (Trieb) es un concepto fundamental del psicoanálisis cuyo montaje dináinico Freud mantendrá tanto en su primera teoría (dualismo pulsiones sexuales/pulsiones de autoconservación) como en la segunda (oposición pulsión de vida [Eros]/pulsión de muerte [Tánatos]). La pulsión está constituida por cuatro elementos: la fuente (estado de tensión de origen somático), el empuje, la meta (satisfacción-reducción del estado de tensión) y el objeto (objeto de las pulsiones sexuales que es, en sí, indeterminado). La pulsión es por esencia inconsciente. Sólo puede tomarse consciente por la mediación de una representación psíquica, tributaria del proceso primario y, en consecuencia, sometida en lo esencial al trabajo de condensación y desplazamiento. El inconsciente no conoce el tiempo (quedan abolidas las diferencias pasado/presente/futuro), la contradicción, la exclusión inducida por la negación, la alternativa, la duda, la incertidumbre ni la diferencia de los sexos. Sustituye la realidad exterior por la realidad psíquica. Obedece a leyes propias que ignoran las relaciones lógicas conscientes de no-contradicción y de causa a efecto que nos son habituales. Una inscripción inconsciente puede persistir y revelar haber estado siempre activa, a posteriori, resurgiendo en forma disfrazada. Cuando está reinvestida o incluso sobreinvestida de afecto, toda representación es ofrecida al disfraz del proceso primario y se torna capaz de desbaratar la vigilancia de la primera censura, y después de la segunda, aniquilando así la fuerza de la resistencia que la mantenía fuera de la conciencia. Además, gracias a ese levantamiento de la represión, la energía psíquica de una representación pulsional inconsciente logra desprenderse y queda en libertad, pasando sin trabas de una representación a otra, a fin de asegurar la repetición de la experiencia de satisfacción constitutiva del deseo. Sólo regulado por la dualidad placer/displacer, el retorno de lo reprimido da libre curso a la emergencia de «retoños» de mociones pulsionales que así pueden descargarse a través de producciones sustitutivas -los cuales constituyen la prueba de la existencia del inconsciente- En efecto, la paradoja deriva de que no conocemos el inconsciente sino por sus «formaciones» (Lacan), sea el no-dicho significativo del blanco del olvido, un decir surgido de los sueños, los chistes, los actos fallidos, una escritura: todo lo que hace síntoma según la modalidad del compromiso sorprendente y que constituye «la lengua» (Lacan) en la que la verdad del deseo, en forma metafórico-metonímiea, insiste y se repite en múltiples demandas. De esto se desprende lógicamente la regla fundamental de la terapéutica psicoanalítica: la asociación libre. Entre 1920 y 1923, Freud se vio llevado a proponer el bosquejo de una «segunda tópica» como consecuencia de varios cambios teórico-clínicos: en particular la reconsideración de la primera teoría de las pulsiones, una reflexión sobre el papel de las diferentes identificaciones y la determinación de la noción de «narcisismo», que pone el acento en el yo y su desarrollo. En esa nueva presentación, la organización del aparato psíquico se define, siempre de un modo multisistémico, en tres instancias diferenciadas: el ello, el yo y el superyó (cf. «El yo y el ello», 1923). El inconsciente (les), el preconsciente (Pcs), y el sistema percepción/conciencia (Pc-Cs) quedan así integrados en estas tres nuevas instancias. Contrariamente a la primera tópica, en la que la represión originaria instauraba una escisión radical entre les y Cs, los sistemas del ello y el yo se interpenetran de tal suerte que el segundo se diferencia progresivamente del primero bajo la influencia del mundo exterior. En esta nueva tópica, el inconsciente, hasta ese momento sustantivo, se vuelve atributo. Desde el punto de vista estructural, el inconsciente ya no coincide exactamente con la dimensión de lo reprimido. Aunque se aplica sobre todo al ello (das Es, verdadero depósito pulsional del ser), también califica una parte profunda del yo (das Ich), próxima al ello y en el límite del preconsciente. No obstante, este «inconsciente del yo» no es latente como el del Pcs. Por último, concierne también al superyó, heredero del complejo de Edipo. Así se perfila una dimensión inconsciente nueva. Este inconsciente, no sólo reprimido, ni sólo latente, pierde de alguna manera su valor de instancia. Calificativo de múltiples resonancias, ya no permite una reflexión rigurosa, si bien sigue siendo, según Freud, «nuestro único fanal en las tinieblas de la psicología de las profundidades» (cf. «El yo y el ello»). Esta segunda tópica, cuyo funcionamiento es sin duda más vago que el de la primera, abre la vía a numerosas interrogaciones que Freud tratará de responder en la continuación de su obra. Sin embargo, presenta la ventaja de insistir en las relaciones intersistémicas de dependencia e independencia de las tres instancias entre sí; además permite diferenciar subformaciones específicas tales como el yo ideal y el ideal del yo, que ponen de manifiesto interferencias muy sutiles en el plano intrasistémico. Aportando una concepción evolucionista del psiquismo, esta segunda tópica parece por otra parte, otorgar la superioridad al «principio de realidad» sobre el «principio de placer». Finalmente, bosqueja la cuestión de la formación del sujeto, correlacionada con el desarrollo del yo, problema magistralmente prolongado por Lacan, quien distinguirá con nitidez entre yo y sujeto, para desembocar en la noción de sujeto del inconsciente. En 1938, en su texto inconcluso Esquema del psicoanálisis, Freud parece proponer los lineamientos de una tercera tópica que realizará la síntesis de las dos anteriores. Afirma en primer lugar que todo el psiquismo es inconsciente, excepción hecha de la «conciencia» de los filósofos. Precisa a continuación que el inconsciente y el ello son coextensos. Su conexión es incluso más exclusiva que la que une al Pcs y el yo. Ahora bien, el ello es a la vez originario, innato y constituido por lo reprimido durante el desarrollo del yo. En oposición a la segunda tópica, Freud parece así volver a la idea de una división topográfica radical entre el yo y el ello, coincidente con la escisión Ics/Pcs-Cs. La noción de escisión del yo, privilegiada desde 1927 en el estudio «Fetichismo», también interfiere, no sin algunas complejidades, en este proyecto hipotético de una tercera tópica. La reflexión freudiana sobre el inconsciente concluye entonces con esa confesión de las «profundas tinieblas» de su ignorancia, «apenas iluminadas por un débil resplandor» (cf, Esquema del psicoanálisis).

Lacan: una concepción estructural y topológica del inconsciente

A pesar de la insistencia a veces gravosa de las significaciones pasadas, el inconsciente sigue siendo, sin lugar a dudas, el mejor «hallazgo» de Freud. En el texto Télévision, Lacan dirá que «no hay que redundar en él». De hecho, parece difícil cuestionarlo sin reconsiderar la teoría y la práctica psicoanalítica en su conjunto. Esto no impedirá que Lacan vaya tan lejos como pueda en la reelaboración del inconsciente freudiano. Lacan, lector de Freud, al proponer el inconsciente como uno de los cuatro conceptos fundamentales del psicoanálisis, continúa la reflexión freudiana en el terreno de una síntesis posible de las dos tópicas del aparato psíquico. En un tiempo inaugural («el retorno a Freud»), se bosqueja el primer paso con la convergencia del registro de lo inconsciente con los procesos de simbolización. Allí donde Freud subrayaba la preeminencia de los vocablos, las palabras, las asociaciones libres, Lacan formula la hipótesis del «inconsciente estructurado como un lenguaje». A «la otra escena» Lacan responde con «el inconsciente es el discurso del otro». Basta remitirse al seminario Los escritos técnicos de Freud y al seminario Las psicosis para ver que se pasa muy pronto del «otro» al «Otro» como escena constitutiva del inconsciente. Si Lacan propone, no sin humor, que «el inconsciente es la condición de la lingüística» («Radiofonía»), lo hace porque supo encontrar en el contexto de la lingüística estructural (Saussure, Benveniste y Jakobson) el aporte favorable que le permite apuntalar, a partir del pensamiento freudiano, su tesis inaugural del inconsciente estructurado como un lenguaje. A todo lo largo de su obra no faltan referencias que nos hagan presente esta conjunción de lo simbólico y lo inconsciente: «el inconsciente es lenguaje» («La ciencia y la verdad», en Escritos), «El inconsciente es que en suma uno habla [ … ] solo» (L’insu que sait de l’une bévue s’aile á mourre, seminario del II de enero de 1977); incluso, en una forma más explícita, «el inconsciente es la suma de los efectos de la palabra sobre un sujeto en el nivel en el que el sujeto se constituye a partir de los efectos del significante» (Los cuatro conceptos fundamentales del psicoanálisis). Esta «analogía» inconsciente-lenguaje -y, más ampliamente, inconsciente/significante- es fundada sobre más de una razón. El significante, por lo menos en un primer tiempo, se demuestra casi superponible con las representaciones de palabra, y el significado tiende a identificarse con las representaciones de cosa; los mecanismos inconscientes tales como el desplazamiento y la condensación parecen obedecer a la estructura de tropos del discurso tales como la metonimia y la metáfora. Además, inconsciente y lenguaje se vuelven solidariamente articulados de tal manera que, si el inconsciente es una «dicho-mansión»* que se instituye sobre el terreno del significante reprimido, el lenguaje no puede no aparecer como la condición misma del inconsciente. ¿Cómo se constituye el inconsciente en su coalición con el lenguaje? Lacan no ha cesado de explicitar sus fundamentos en los textos inaugurales que jalonan su «retorno a Freud», y que fueron agrupados en los Escritos: «Función y campo de la palabra en psicoanálisis» (1953), «La instancia de la letra en el inconsciente o la razón desde Freud» (1957), «De una cuestión preliminar a todo tratamiento posible de la psicosis» (1958), «Subversión del sujeto y dialéctica del deseo en el inconsciente freudiano» (1960), «Posición del inconsciente» (1964). La noción de «represión originaria» constitutiva del inconsciente se explicita sobre la base de un proceso metafórico. Esta metáfora -llamada metáfora del Nombre-del-Padre- es ante todo una institución significante: el significante del deseo de la madre (del Otro) es reprimido -pasa bajo la raya de la significación en beneficio de un significante nuevo, el significante del Nombre-del-Padre. El padre real, sea o no el genitor, queda así investido por la función de padre simbólico, es decir el Otro, prescriptor de la ley fálica que le impone al niño la castración simbólica que lo constituye como sujeto. Operación simbólica, la metáfora del Nombre-del-Padre tiene valor de corte fundador del sujeto del inconsciente: el significante del deseo de la madre, interdicto para siempre, persiste en estado inconsciente porque es reprimido, pero insiste en re-presentarse compulsivamente, repetitivamente. Para expresar su deseo imposible y reiterar su demanda, el sujeto no tiene más salida que engancharse a la cadena metonímica del discurso. Es allí donde el Otro inaccesible y faltante (SI: el significante del deseo de la madre), convertido, bajo la acción de la represión, en el Otro inaccesible e interiorizado (el significante de la falta en el Otro, S(A/) constitutivo del inconsciente) es el lugar del despliegue de la palabra, el «tesoro del vocabulario» (Los cuatro conceptosfundamentales del psicoanálisis) y, más precisamente, el «tesoro de los significantes». Sometido a la ley del deseo del Otro (el significante Nombre- del- Padre), el sujeto habla sin saber lo que dice. Más allá de la trivialidad del «molino de palabras» (Lacan), sostiene un discurso que dice más que lo que él cree. Sin saberlo, a veces deja escapar una «palabra plena», verdadero corte significante, efecto de sentido, o incluso síncopa a través de la cual el sujeto se conjuga con su deseo inconsciente. Si «en el inconsciente, ello habla», lo hace en cuanto «ello» depende enteramente del lenguaje, no sólo en el plano formal, sino también en el nivel nodal y estructural. Por eso «el inconsciente es el discurso del Otro». Pero el discurso que el Otro emite no es sino el del sujeto mismo, más precisamente, el del «sujeto del inconsciente». Él recibe allí, en forma invertida, «su propio mensaje olvidado» («El psicoanálisis y su enseñanza» en Escritos). Desde ese punto de vista, deseo y discurso son coexistentes. El deseo es la reactivación mordiente del reencuentro de un objeto para siempre perdido que uno poseyó sin siquiera haberlo jamás demandado. El «hurón del deseo» (Lacan), siempre reactivado por el vacío de la falta, sólo se expresa en una palabra impotente para decirlo explícitamente. Sometido de modo inexorable a ese discurso que desfallece, el sujeto hablante no puede nunca dominar allí nada de modo fiable, con gran perjuicio para el discurso de la ciencia, que se ilusiona sobre la base de la forclusión de la división del sujeto. Esta inadecuación es la condición necesaria y suficiente de la palabra. El hombre no cesa de hablar de lo que se le escapa. Al hablar se traiciona, pero no puede «ex-sistir» de otro modo que diciéndose, diciéndose mal, diciéndose a medias (Lacan). El «ser hablante» [«parlétre»] sólo conoce lo que lo instituye al desposeerlo. Aunque movilizador, el deseo indomable es por lo tanto en lo esencial una tensión negativa que sólo debe su reconocimiento y su integración simbólica al efecto de la palabra. Esta alienación del hombre en el deseo del Otro es tan esencial, que el modo de economía del deseo ayuda a demarcar las formas distorsionadas sintomáticas que puede tomar: la insatisfacción nutre el deseo de la histérica; la búsqueda de lo imposible caracteriza el del obsesivo; la coexistencia de dos deseos contradictorios sostenidos frente a frente funda el deseo perverso. Como el inconsciente es el discurso del Otro, no puede no reproducir, de una manera más o menos estereotipada, el modo de inscripción o la huella que han dejado los significantes amo constitutivos de la verdad del sujeto en su trayectoria edípica. De allí la hipótesis de las estructuras psíquicas clásicamente catalogadas con los nombres de neurosis, psicosis y perversión, que también es posible situar con respecto a una tripercepción del Otro: de la demanda del Otro (neurosis), del goce del Otro (perversión), de la angustia del Otro (psicosis) (cf. Problémes cruciaux pour la psychanalyse, seminario inédito del 16 de junio de 1965). Esta situación de apremio del sujeto puede también declinarse según tres interrogaciones quemantes: ¿qué quiere el Otro?, ¿qué desea el Otro?, e incluso, en la psicosis, ¿existe el Otro? El significante, « … que representa al sujeto para otro significante» (Lacan), es siempre primero con relación al hombre que nace en un baño de lenguaje. El discurso del Otro es por lo tanto una palabra de integración en el circuito humano. Por esta razón, el inconsciente, además de su valor negativo, confirmado por la ausencia de dominio, representa algo cuasi real -en el sentido común de realidad- donde, habiendo sido, puede también tomar el valor del futuro anterior por el hecho del progreso que supone el corte fundante de lo simbólico: habrá sido. Esto tiende a mostrar que toda captación del inconsciente no apunta sino a la «subjetivación del sujeto» en tanto que sujeto dividido, tachado en su verdad de sujeto carente y deseante, es decir, $. Este punto de vista no hace más que ilustrar el aforismo freudiano «Wo Es war soll Ich werden»: allí donde eso era, el sujeto debe advenir. Como el Otro es el lugar donde se constituye el sujeto del inconsciente, conviene también comprender lo que el Otro significa además de los significantes ya encontrados: la madre, el Padre simbólico y el «tesoro de los significantes». Acerca de este punto nos esclarece la trilogía lacaniana: real, simbólico e imaginario En La logique du fantasme (seminario inédito del 18 de enero de 1967), Lacan dice: «El Otro como lugar de la palabra [ … ] no tiene ninguna otra especie de existencia». Si las connotaciones del Otro en tanto que madre o Padre simbólico pertenecen a la historia edípica y tienen el valor de conceptos operatorios superables, el «tesoro de los significantes» es en cambio inexpugnable. Instituye el orden de la singularidad, de la diferencia absoluta, insiste en decir que el Otro es virtualmente el lugar de «la cosa freudiana», o sea, la verdad del sujeto: «Yo, la verdad, hablo» («La ciencia y la verdad», en Escritos). Pero, tributario de la función pulsativa del inconsciente, el Otro aparece más bien como una especie de «balancín». A veces fugazmente accesible, casi siempre permanece opaco, enigmático, y, como lo real -es decir, el obstáculo al principio de placer- resiste a la simbolización y vuelve al mismo lugar; de allí la cuestión de la repetición. Puesto que estamos radicalmente separados del Otro y, por otra parte, perdidamente enamorados de él, puesto que él se abraza imaginariamente al objeto causa del deseo -el objeto a-, él es el terreno mismo de nuestro goce. En el curso de sus reflexiones sucesivas, Freud nos había conducido implícitamente a la idea de que el inconsciente está lejos de obedecer sólo al principio de placer. En efecto, en Más allá del principio de placer él puso el acento en la «compulsión de repetición», una tensión que no desaparece en el seno del aparato psíquico. Al contrario, esta tensión insiste. De manera que, desde este punto de vista, el inconsciente está sometido a lo que contraviene fundamentalmente el principio de placer y, más que por la emergencia del placer, se manifiesta por el sufrimiento. Al mismo tiempo, la «satisfacción» inconsciente parece más bien perturbar la relación del sujeto con lo que le conviene, en la medida en que goza. Jouissance? (¿goce?). Jouis-sens? (¿gozosentido?). Jou¿:Y sens? (¿oigo sentido?). Lo que hay que comprender es la errancia angustiada del sujeto, en la que los sentidos (significaciones), lo sentido (las sensaciones) y los sentimientos descuartizan su ser bajo los imperativos del superyó. Aspirando en vano y para nada -por «pasión de la ignorancia» (Lacan)- al espejismo de un «Un-consciente», el sujeto hablante padece un sufrimiento insuperable, indexado por la función fálica, en el que el Otro -la mujer o el hombre deseados- remiten inevitablemente a «la inexistencia de la relación sexual» (Lacan, «l’étourdit», en Scilicet; cf. también el seminario Aun). De modo que el inconsciente hace más que hablar; se queja, «lloriquea» su nostalgia de la causa y del sentido perdidos. Pero, así como «no hay metalenguaje», tampoco hay «Otro del Otro». Por su valor de negatividad -«no sentido», «sin-sentido»-, el inconsciente se une con lo real al borde de lo impensable, del cero absoluto. No parece tener más consistencia que la ausencia, más lugar que el «agujero». Después de Freud, que no cesó de recordarla contra viento y marea, Lacan rearticuló la verdad insostenible del inconsciente: «la realidad del inconsciente es [ … ] la realidad sexual» (Los cuatro conceptos fundamentales del psicoanálisis). Ahora bien, sabemos que sexo y muerte se abrazan estrechamente. Mejor aún que la preeminencia de lo simbólico (cuya incidencia magistral Lacan nos recordó con el aforismo «la palabra es la muerte de la cosa»), el registro de lo real rinde cuentas explícitamente de la estrecha intrincación entre pulsión de muerte, inconsciente y sexualidad. « [ … ] la ignorancia del Otro es sin duda un rasgo fundamental [ … ] el Otro no puede saber. Hay una correlación entre ese no saber en el Otro, y la constitución del inconsciente. Uno es de alguna manera el revés del otro» (le Désir et son interprétation, seminario del 4 de marzo de 1959, en Ornicar?). Además, Otro, real e inconsciente aparecen como categorías coextensas; lo que Lacan se esfuerza en demostrar basándose en ciertas referencias topológicas, principalmente el nudo borromeo. En 1981, en su última intervención oficial en Caracas, Lacan dibujó en la pizarra el famoso esquema freudiano de «Das Ich und das Es» («El yo y el ello»). Por ambigua y vaga que sea esta representación del aparato psíquico, Lacan la retorna para recordar, a partir de los principios de esta segunda tópica, su propia concepción topológica del inconsciente, inseparable de la del sujeto. Más que a la alforja freudiana, el inconsciente se parece a una «nasa» que se entreabre y se cierra según sus pulsaciones. Mejor aún, podemos metaforizarlo por una «vejiga», e incluso mejor, por una «botella de Klein», en cuanto su círculo de recorrido es una banda de Moebius. Tratándose del inconsciente, importa actualizar una estructura de borde, una hiancia causal, un agujero, un vacío manipulable « … por estar envuelto por el continente que lo crea» (Lacan, resumen de « La Logique dufantasme», en Annuaire de l’École pratique des Hautes Études, 1967-1968). En efecto, siendo interior al sujeto, el inconsciente se realiza afuera: en el lugar del Otro, del cual, en última instancia, Lacan insiste en decir que «no existe» («Subversión del sujeto y dialéctica del deseo en el inconsciente freudiano», 1960, en Escritos). Pero para ser totalmente precisos, la botella de Klein «imaginariza» más al sujeto de inconsciente que al inconsciente mismo. En cambio, el nudo borromeo -el enlace de los tres registros, real, imaginario y simbólico- parece su figura más explícita. Por el sesgo de lo real, el nudo borromeo y el inconsciente se vuelven superponibles. Por una parte, en tanto agujereado, el inconsciente es lo real. Por otro lado, el nudo borromeo no es modelo sino soporte: no es la realidad, es lo real, que por esencia está agujereado y se caracteriza por anudarse. «Además, a ese nudo hay que hacerlo. La noción del inconsciente se basa en que al nudo no solamente se lo encuentra ya hecho, sino que uno se encuentra hecho: uno está hecho de ese acto x por el cual el nudo está ya hecho [ … ] El inconsciente es lo real [ … ] en tanto que está aquejado en el ser hablante [parlétre] por lo único que hace agujero [ … ] el significante» (Lacan, R.S.I., seminario del 15 de abril de 1975, en Ornicar?). Allí, al término de su obra, Lacan avanza una formulación totalmente inédita sobre la cuestión del inconsciente. Ella lo explicita según una lógica que pone de manifiesto la función del «agujero» en todos los niveles de su reflexión: la falta en el Otro -S(A/)- la no-relación sexual en el ser hablante [parlétre] y la función del significante. Además, vía lo real, Lacan vuelve a centrar definitivamente el inconsciente en lo que parece deber fundarlo y retornar en él: lo simbólico. De este modo el bucle parece cerrarse de manera borromea. En el sentido del descubrimiento freudiano, el inconsciente será entonces esta función de puesta en relación imposible de algo simbólico con algo real: el objeto que causa el deseo y produce al sujeto en una división. El inconsciente advendría así como un efecto de separación entre simbólico y real. De ahí la siguiente afirmación de Lacan: «A mi juicio no hay otra definición posible del inconsciente. El inconsciente es lo real. Mido mis palabras si digo «es lo real en tanto que está agujereado». Avanzo un poquito más de aquello a lo que tengo derecho, pues soy sólo yo quien lo dice. Pronto todo el mundo lo repetirá, y a fuerza de llover sobre el asunto, terminará por convertirse en un fósil muy bonito» (R.S.I., seminario del 15 de abril de 1975, en Ornicar?).

Inconsciente

s. m. (fr. inconscient; ingl. unconscious; al. [das] Unbewußte). Instancia psíquica, lugar de las representaciones reprimidas, opuesto al preconciente-conciente en la primera tópica freudiana. La teoría del inconciente constituye la hipótesis fundante del psicoanálisis. Según Lacan, el inconciente está «estructurado como un lenguaje». En la primera tópica del aparato psíquico, Freud denomina inconciente a la instancia constituida por elementos reprimidos que ven negado su acceso a la instancia preconciente-conciente. Estos elementos son representantes pulsionales que obedecen a los mecanismos del proceso primario. En la segunda tópica, el término inconciente califica a la instancia del ello y se aplica parcialmente a las del yo y el superyó. Para el psicoanálisis contemporáneo, el inconciente es el lugar de un saber constituido por un material literal desprovisto en sí mismo de significación, que organiza el goce y regula el fantasma y la percepción, así como una gran parte de la economía orgánica. Este saber tiene por causa el hecho de que la relación sexual no puede ser comprendida como una relación natural puesto que no hay hombre y mujer sino a través del lenguaje. El inconsciente en la primera tópica. El problema del inconciente es «menos un problema psicológico que el problema mismo de la psicología» dice Freud en La interpretación de los sueños (1900), pues la experiencia muestra que «los procesos de pensamiento más complicados y más perfectos pueden desarrollarse sin excitar la conciencia. Desde este punto de vista, los fenómenos psíquicos concientes constituyen la menor parte de la vida psíquica, sin ser por ello independientes del inconciente». A pesar de que el término inconciente había sido utilizado antes de Freud para designar globalmente lo no conciente, Freud se separa de la psicología anterior con una presentación metapsicológica, es decir, una descripción de los procesos psíquicos en sus relaciones dinámicas, tópicas y económicas. El punto de vista tópico es el que permite cernir el inconciente. Una tópica psíquica no tiene nada que ver con la anatomía, se refiere a lugares del aparato psíquico. Este es «como un instrumento» compuesto de sistemas, o instancias, interdependientes. El aparato psíquico es concebido según el modelo del aparato reflejo, con un extremo que percibe los estímulos internos o externos, que encuentran su resolución en el otro extremo, motor. Entre estos dos polos se constituye la función de memoria del aparato bajo la forma de huellas mnémicas dejadas por la percepción. No sólo el contenido de las percepciones se conserva, sino también su asociación, por ejemplo según la simultaneidad, la semejanza, etc. La misma excitación se encuentra desde entonces fijada de manera diferente en varias capas de la memoria. Como una relación de exclusión liga las funciones de la memoria y de la percepción, hay que admitir que nuestros recuerdos son de entrada inconcientes. El estudio de los síntomas histéricos así como de la formación de los sueños exige suponer dos instancias psíquicas, una de las cuales somete la actividad de la otra a su crítica y le prohibe eventualmente el acceso a la conciencia. El sistema encargado de la crítica, pantalla entre la instancia criticada y la conciencia, se sitúa en el extremo motor y se denomina preconciente, mientras que corresponderá el nombre de inconciente al sistema ubicado más atrás, que no podrá acceder a la conciencia si no es pasando por el preconciente. De este modo, un acto psíquico recorre dos fases; primariamente inconciente, si es apartado por la censura, será reprimido y deberá permanecer inconciente. Es de notar que sólo las representaciones pueden ser llamadas «inconcientes». Una pulsión, que nunca es objeto de la conciencia, sólo puede ser «representada» en los sistemas tanto inconciente como preconciente por una representación, es decir, un investimiento basado en huellas mnémicas. Los afectos mismos pueden ser desplazados, religados con otras representaciones, pero no reprimidos. Una representación del sistema inconciente no es inerte sino que está investida de energía. Puede entonces ser «desinvestida» por el sistema preconciente. Esto implica que el paso de una representación de un sistema a otro se hace por medio de un cambio de estado de la energía de investimiento pulsional: libre o móvil, es decir, tendiente a la descarga por la vía más rápida en el inconciente, pasa a estar ligada, controlada en su movimiento de descarga en el preconciente. Esta distinción del estado de la energía corresponde a la distinción entre proceso primario y secundario. Hay que admitir además la existencia de un contrainvestimiento con el que el preconciente se protege del empuje de las representaciones inconcientes y establece la represión originaria, represión en cuyo curso el representante psíquico de la pulsión ve inicialmente negada su admisión por el preconciente, con lo que la pulsión permanece ligada a él de manera inalterable. La represión originaria es así una fuerza de atracción de las representaciones preconcientes. Sólo accedemos a las propiedades del sistema inconciente a través del estudio de sus rebrotes. En efecto, no hay represión sin retorno de lo reprimido: formaciones del inconciente, síntomas. El núcleo del inconciente está constituido por representantes de la pulsión que quieren descargar su investimiento, o sea, por «mociones de deseo». Los deseos inconcientes son Independientes y subsisten uno al lado del otro sin un lazo sintáctico: los pensamientos del sueño no pueden representar las articulaciones lógicas. Por otra parte, el sueño «sobresale en reunir los contrarios y representarlos en un solo objeto. Es difícil así saber si un elemento del sueño (…) traduce un contenido positivo o negativo en el pensamiento del sueño». De origen infantil, los deseos inconcientes están siempre activos, son por así decirlo inmortales. Los procesos inconcientes son intemporales, «no modificados ni ordenados según el tiempo». Son «primarios», es decir, obedecen al principio de placer; de ahí que las representaciones inconcientes estén sometidas a las leyes del desplazamiento y la condensación, particularmente detectables en el trabajo del sueño: la condensación permite acumular en un solo elemento representativo una serie de pensamientos, proceso que también alcanza a las palabras, tratadas frecuentemente como cosas por homofonía y asonancia; en cambio, el desplazamiento indica un centramiento de los pensamientos del sueño en un elemento de menor importancia aparente. La cuestión del automatismo de repetición que gobierna al aparato psíquico más allá del principio de placer, así como las dificultades surgidas alrededor de la noción de «Ich» (yo y/o sujeto), su parte conciente y su parte inconciente, incitaron a Freud a abandonar esta primera tópica. El término inconciente se convirtió en un atributo eventual de las nuevas instancias del ello, el yo y el superyó. El inconciente fue reinterrogado por J. Lacan en tanto concepto fundamental del psicoanálisis, que el psicoanálisis posfreudiano intentaba borrar. El inconsciente es el discurso del Otro. Para Lacan, los caminos trillados del análisis posfreudiano obedecen a que se ha olvidado que la experiencia analítica es aquella en la que el sujeto es confrontado con la verdad de su destino anudada a la omnipresencia de los discursos a través de los cuales está constituido y situado. Puesto que no hay verdad ni significación fuera del campo de la palabra y del lenguaje, es necesario reconocer, más allá de la relación interhumana, la heteronomía del orden simbólico. Si toda palabra tiene una destinación, el descubrimiento freudiano se esclarece distinguiendo entre el semejante, otro con el cual el sujeto se identifica en el diálogo, y el Otro, lugar desde donde se plantea para él la cuestión de su existencia concerniente a su sexo y su contingencia en el ser, anudada en los símbolos de la procreación y la muerte. Esta cuestión pone en evidencia la determinación de la ley simbólica que funda la alianza y el parentesco, ley que Freud había reconocido como motivación central en el inconciente bajo el nombre de complejo de Edipo. Esta ley es idéntica al orden del lenguaje pues es a través de las denominaciones del parentesco y las prohibiciones como se anuda el hilo de los linajes. El sujeto se constituye así en el lugar del Otro, en la dependencia de lo que allí se articula como discurso, capturado en una cadena simbólica en la que es jugado como un peón: el inconciente es el discurso del Otro. El inconsciente está estructurado como un lenguaje. El discurso del Otro es una cadena de elementos discretos que subsisten en una alteridad respecto del sujeto tan radical como «la de los jeroglíficos todavía indescifrables en la soledad del desierto» (Escritos, 1966). Esta cadena insiste para interferir en los cortes ofrecidos por el discurso efectivo y hace síntoma. La insistencia de la cadena, figura de la repetición freudiana, muestra que la naturaleza de la memoria simbólica es comparable a la de una máquina pensante; pero lo que aquí insiste demanda ser reconocido. Existe una dimensión en la raíz misma del lenguaje que apunta hacia un más allá del principio de placer. Apoyándose en las afirmaciones de la lingüística de F. de Saussure y de R. Jakobson, Lacan demuestra que se pueden encontrar, en las leyes que rigen al inconciente, los efectos esenciales que se descubren en el nivel de la cadena del discurso efectivo: el inconciente está estructurado como un lenguaje, lo que no significa como una lengua. Se sabe que los aportes esenciales de la lingüística estructural se basan en la distinción del significante y el significado, donde el significante constituye una red de estructura sincrónica del material del lenguaje porque cada elemento recibe en ella su función (Lacan dice «su empleo») en tanto es diferente de los demás. En cambio, el psicoanálisis permite sostener la posición primordial del significante con relación al significado, órdenes separados por una barra resistente a la significación: hay que abandonar la ilusión de que el significante representa al significado. Los significantes «hombre» y «mujer» no remiten a los conceptos de hombre y de mujer, sino a la diferencia de los lugares asignados a uno y otro por la ley simbólica, es decir, fálica: por ello «los motivos del inconciente se limitan al deseo sexual». Pero la estructura del lenguaje no se reduce a la horizontalidad sintáctica de la articulación sintagmática: el espesor vertical de la dimensión de los tropos (las figuras esenciales de la metáfora -una palabra por otra-, y de la metonimia -conexión de palabra a palabra-) posibilita por permutación y elisión de los significantes crear efectos de significación. Ahora bien, la metáfora y la metonimia son asimilables al desplazamiento y la condensación: el síntoma es una metáfora y el deseo es una metonimia. El sujeto del inconsciente. Las producciones del inconciente testimonian que «eso [ello] piensa» en el nivel del inconciente. Hay que distinguir el sujeto del enunciado, sujeto gramatical ligado a la prestancia, que raciocina pero no piensa, y el sujeto de la enunciación. Si es cierto que las producciones del inconciente se caracterizan por la modalidad de fracaso o por la de hallazgo bajo la cual aparecen, hay que admitir entonces que el inconciente tiene una estructura de discontinuidad, de brecha cerrada a poco de aparecer, estructura de batimiento temporal en la que el sujeto de la enunciación se entrevé por el espacio de un instante: el de la pifia del objeto del deseo, que siempre se fuga. Sin embargo, el sujeto del inconciente fundamentalmente carece de voz. La estructura diferencial del significante implica que el sujeto sea representado por un significante amo para otro significante, lo que tiene como efecto el desvanecimiento [ fading es el término inglés adoptado por Lacan, de uso en la cinematografía] del sujeto. El sujeto está así petrificado, reducido a no ser sino un significante, en virtud del mismo movimiento por el cual es llamado a hablar. Sólo puede dar a oír algo en el retorno de lo reprimido: se explica así que el sueño sea un rebus, es decir, una expresión pictográfica sin alfabeto constituido, cuyos elementos son equívocos y variables, fuera del simbolismo sexual. Los pensamientos del sueño no son arbitrarios, pero no pueden concluir en un sentido definitivo, pues su causa, punto umbilical, se escapa: es lo que Lacan llama lo real. La letra. La unidad funcional en la organización del inconciente no es el fonema -no hay voz en el inconciente- sino la letra, que por su naturaleza localizable y diferencial [tema desarrollado por Lacoue-Labarthe en Le titre de la lettre, París: Galilée, 1973, hay versión en castellano] se ofrece como puro símbolo. Es decir, conmemora el asesinato del objeto por el símbolo. Pero su materialidad incita al sujeto a considerarla como signo del objeto perdido, incluso como el objeto mismo. En consecuencia, las palabras son tratadas como cosas, es decir, ellas valen por su entretejido y sus conexiones literales, a la manera de la poesía. Se prestan a la dislocación y a la cesura siguiendo el juego de «lalengua» [el idioma bullente que hablamos, que pensamos y nos piensa desde niños, a diferencia de «la lengua» de los lingüistas], en el que el sujeto del inconciente busca hacerse oír y el síntoma escribirse. De este modo, los elementos de la cadena inconciente, letra o secuencia significante, sin significación ni cesura en sí mismos, toman su valor del hecho de que pueden hacer irrupción en la lengua hablada como signos de un deseo prohibido [interdicto], a través del sesgo preferencial de la letra. Topología. Hay que desprenderse de la representación del inconciente como un adentro opuesto a un afuera. El inconciente se caracteriza por una estructura topológica de borde: la hiancia [apertura, brecha] del inconciente en su movimiento de apertura y cierre es de una estructura isomorfa con la de las pulsiones que se apoyan electivarnente en las zonas del cuerpo que hacen borde. Esta topología puede ser remitida a la de la banda de Moebius: el sur -gimiento de las formaciones del inconciente en el discurso efectivo no necesita de ningún franqueamiento de borde, sino que está en continuidad como el revés y el derecho de una banda de Moebius: el corte operado por la interpretación hace surgir al inconciente como revés de la banda.

Inconsciente

Alemán: Unbewusste. Francés: Inconscient. Inglés: Unconscious. En el lenguaje corriente, el término inconsciente se utiliza como adjetivo para designar el conjunto de los procesos mentales que no son pensados conscientemente. También se lo puede emplear como sustantivo, con una connotación peyorativa, para hablar de un individuo irresponsable o loco, incapaz de dar razón de sus hechos y gestos. Empleado por primera vez como término técnico en lengua inglesa en 1751 (con la significación de no consciente) por el jurista escocés Henry Home Kames (1696-1782), el término inconsciente se popularizó más tarde en Alemania, en la época romántica, designando un depósito de imágenes mentales, una fuente de pasiones cuyo contenido escapaba a la conciencia. Introducido en la lengua francesa hacia 1860 (con la significación de vida inconsciente) por el escritor suizo Henri Amiel (1821-1881), fue admitido en el Dictionnaire de l’Académie française en 1878. En psicoanálisis, el inconsciente es un lugar desconocido para la conciencia: «la otra escena». En la primera tópica elaborada por Sigmund Freud constituye una instancia o un sistema (Ics) de contenidos reprimidos que se sustraen a las otras instancias: el preconsciente y el consciente (Pcs-Cs). En la segunda tópica no es ya una instancia, sino una característica del ello y, en gran medida, del yo y el superyó. La historiografía experta, desde Lancelot Whyte hasta Henri F. Ellenberger, ha demostrado que Freud no fue el primer pensador que descubrió el inconsciente o inventó la palabra para definirlo. Sin embargo, fue él quien terminó por convertirlo en el concepto principal de su doctrina, asignándole una significación muy distinta de la que le atribuían sus predecesores. En efecto, en Freudel inconsciente ya no es una «supraconciencia» o un «subconsciente», situado sobre o más allá de la conciencia; se convierte realmente en una instancia a la cual la conciencia no tiene acceso, pero que se le revela en el sueño, los lapsus, los juegos de palabras, los actos fallidos, etcétera. El inconsciente según Freud tiene la particularidad de ser a la vez interno al sujeto (y a su conciencia) y exterior a toda forma de dominio por el pensamiento consciente. Desde la Antigüedad , la idea de la existencia de una actividad que no fuera la actividad de la conciencia siempre dio lugar a múltiples reflexiones. Pero se le debió a René Descartes (1596-1650) el principio de un dualismo cuerpo/mente que llevaba a hacer de la conciencia (y del cogito) el lugar de la razón, opuesto al universo de la sinrazón. El pensamiento inconsciente apareció entonces domesticado, sea para integrarlo a la razón, sea para rechazarlo a la locura. En el siglo XVIII, con el florecimiento de la primera psiquiatría dinámica se desarrolló la idea, ya formulada por Pascal y Spinoza, de que la autonomía de la conciencia estaba necesariamente limitada por fuerzas vitales incognoscibles y a menudo destructoras. Este enfoque abrió el camino a una terapéutica basada en la teoría del magnetismo. Puesta en práctica por Franz Anton Mesmer, a fines del siglo siguiente llevará a considerar el inconsciente como una disociación de la conciencia: subconciencia o automatismo mental (o psicológico), hasta los cuales se podía llegar mediante el hipnotismo (hipnosis) o la sugestión. Por otra parte, a todo lo largo del siglo XIX, desde Wilhelm von Schelling (1775-1854) hasta Friedrich Nietzsche (1844-1900), pasando por Arthur Schopenhauer (1788-1860), la filosofía alemana adoptó una visión del inconsciente opuesta a la del raciona]¡sino, y sin relación directa con el punto de vista terapéutico de la psiquiatría dinámica. Subrayó el lado nocturno del alma humana, y trató de hacer emerger el rostro tenebroso de una psique enterrada en las profundidades del ser. Sobre este horizonte se desplegaron los trabajos de la psicología experimental, la medicina, la fisiología: pensamos en Johann Friedrich Herbart, Hermann von Helmholtz, Gustav Fechrier, Wilhelm Wundt (1832-1920) e incluso Carl Gustav Carus (1789-1869), quien fue uno de los primeros en subrayar la importancia de las funciones sexuales en la vida psíquica. Al combinar estas dos tradiciones -la psiquiatría dinámica y la filosofía alemana Freud elaboró una concepción inédita del inconsciente. Realizó en primer lugar una síntesis de las enseñanzas de Jean Martin Charcot, Hippolyte Bernheim y Josef Breuer, que lo llevó hacia el psicoanálisis y, en un segundo momento, proporcionó un andamiaje teórico al funcionamiento del inconsciente a partir de la interpretación del sueño. En 1893, en su «Comunicación preliminar» retomada en 1895 como apertura de los Estudios sobre la histeria, Freud y Breuer se refirieron a la «disociación» de la conciencia: «Al estudiar desde cerca estos fenómenos [los fenómenos histéricos], nos hemos persuadido cada vez más de que la disociación del consciente, denominada «doble conciencia» en las observaciones clásicas, existe rudimentariamente en todas las histerias. La tendencia a esta disociación, y en consecuencia a la aparición de estados de conciencia anormales que nosotros reunimos bajo el nombre de estados «hipnoides», sería un fenómeno fundamental en esta neurosis.» Aunque más tarde, en 1905, en el historial de «Dora» (Ida Bauer), Freud rechazó la idea de estado hipnoide, que atribuyó a Breuer, en la declaración citada se puede discernir el germen de la idea freudiana del inconsciente. Su aparición explícita data de la famosa carta a Wilhelm Fliess del 6 de diciembre de 1896, en la cual se refiere por primera vez al aparato psíquico, formulando ya las instancias constitutivas de lo que se convertiría en la primera tópica: el consciente, el preconsciente y el inconsciente. La idea del inconsciente y su nombre reaparecieron varias veces en esa correspondencia a lo largo de los años siguientes. En 1898, en una carta del 10 de marzo, Freud ubica el nacimiento del inconsciente entre el primer y tercer año de edad, período en el cual «se forma la etiología de todas las psiconeurosis». En una carta del 7 de julio da una definición divertida del inconsciente-, al hablar del progreso de su obra La interpretación de los sueños, escribe: «Mi trabajo me ha sido dictado enteramente por el inconsciente, según la célebre frase de Itzig, el caballero del domingo: «¿Adónde vas, ltzig? -No lo sé en absoluto. Pregúntale a mi caballo».» Mucho más tarde, al desarrollar en El yo y el ello diversos aspectos de la segunda tópica, Freud volvió a referirse a la metáfora del jinete y su caballo para ilustrar la compleja relación jerárquica que existe entre el yo y el ello. A medida que se desarrollaba su trabajo sobre el sueño, no pudo ocultar su temor de que se le hubiera adelantado un competidor, Theodor Lipps (1851-1914), profesor de psicología en Múnich y autor de una obra titulada Los hechos fundamentales de la vida psíquica, publicada en 1883. El 31 de agosto de 1898, Freud le escribió a Fliess al respecto: «He encontrado en Lipps mis propios principios muy claramente expuestos, quizás un poco mejor de lo que me hubiera gustado. [ … ] Para Lipps, el consciente es sólo un órgano sensorial; el contenido psíquico, una simple ideación, y los procesos psíquicos permanecerían totalmente inconscientes. Hay concordancia hasta en los detalles; quizá la bifurcación de la que partirán mis ideas nuevas se revelará más tarde.- Los temores y las dudas se disiparon rápidamente. En noviembre de 1899 apareció La interpretación de los sueños, cuyo último capítulo sirvió de marco al enunciado de la primera tópica del aparato psíquico. Allí, Lipps es mencionado entre los autores que habían abandonado una psicología incapaz de superar la equivalencia entre el psiquismo y el consciente, reconociendo en el inconsciente el fundamento de la vida psíquica. Pero la filiación se detiene cuando Freud habla del deseo que «encontramos en nuestro inconsciente». A continuación explica ese giro posesivo, deliberadamente empleado para indicar que no se trata ya del inconsciente de los filósofos ni tampoco del inconsciente «de Lipps». Allí se opera la ruptura que estaba en gestación desde varios años: partiendo de ese inconsciente descriptivo caro al romanticismo alemán de principios del siglo XIX, y que Eduard von Hartmann (1842-1906) había recapitulado en su obra, entonces célebre, Filosofía del inconsciente, aparecida en 1868, Freud define «su» inconsciente de manera original (no ya como lo opuesto al consciente). «La observación de la vida normal de vigilia» parecía validar esa concepción clásica del inconsciente. Pero «el análisis de las formaciones psicopatológicas de la vida cotidiana] y del sueño- había hecho aparecer al inconsciente como «una función de dos sistemas muy distintos». En adelante, junto al consciente había que concebir dos tipos de inconsciente, ambos inconscientes en el sentido descriptivo, pero muy distintos en cuanto a su dinámica y al devenir de sus contenidos: los del inconsciente propiamente dicho no podían llegar nunca a la conciencia, mientras que los contenidos del otro, denominado por tal razón preconsciente, alcanzaban la conciencia en ciertas condiciones, sobre todo después de pasar el control de una forma de censura. En los años siguientes este marco teórico fue enriquecido, pero sin sufrir ningún retoque importante. Más tarde, en la estela de la introducción del concepto de narcisismo, las preocupaciones metapsicológicas pasaron al primer plano, y en 1915 Freud dedicó al inconsciente un largo artículo de su metapsicología. Hasta ese momento Freud había concebido el inconsciente como instituido por la represión, y asimilaba su contenido a lo reprimido, con la excepción de algunos elementos extraindividuales: el «núcleo del inconsciente», fundamento del fantasma originario articulado con la hipótesis filogenética. En el artículo de 1915 las cosas cambian radicalmente, prefigurando las grandes líneas de la segunda tópica. «Todo lo que es reprimido -precisa Freud desde el inicio de su artículo- tiene necesariamente que seguir siendo inconsciente, pero queremos plantear de entrada que lo reprimido no abarca todo lo que es inconsciente. Lo inconsciente es más amplio; lo reprimido es una parte de lo inconsciente.- La continuación del artículo es una guía para quien quiere conocer los contenidos genéricos y las leyes de funcionamiento del inconsciente; se sobreentiende que sólo la cura analítica puede llevar al sujeto a tomar conciencia de los elementos concretos de su inconsciente, en la medida en que, una vez superada la resistencia, dicha cura permite una transposición o una traducción de lo inconsciente en consciente. Los contenidos del inconsciente no son las pulsiones como tales, pues ellas no pueden nunca volverse conscientes, sino lo que Freud denomina «representantes-representativos», especie de delegados de las pulsiones, basados en huellas mnémicas. Estos contenidos, fantasmas, guiones a los cuales las pulsiones están fijadas, intentan descargarse permanentemente de sus investiduras pulsionales en forma de «mociones de deseo». Entre esos contenidos inconscientes, las diferencias dependen sólo de la naturaleza y la fuerza de la investidura pulsional. Este mecanismo de investidura (cuyas formas esenciales habían sido identificadas en el estudio del trabajo del sueño: la condensación, el desplazamiento, la figuración) constituye el proceso primario; el proceso secundario está formado por el sistema preconsciente, más estable y mejor organizado. La diferencia de funcionamiento y la incompatibilidad entre los dos sistemas se pueden detectar en diversas formas, sobre todo en la comicidad o la risa provocadas por ciertos lapsus o ciertos chistes, indicios de la irrupción de elementos del proceso primario en el proceso secundario. Entre 1920 y 1923 Freud emprendió la refundición teórica que iba a desembocar en la creación de una segunda tópica, cuyas instancias eran el yo, el superyó y el ello. El inconsciente perdió entonces su condición de sustantivo, para convertirse en una manera de calificar las tres instancias de la segunda tópica: el ello, el yo y el superyó. Corresponde entonces hablar de una disolución del concepto de inconsciente? Aunque Freud insiste en la conservación del inconsciente como eje esencial de su nueva conceptualización, ciertas corrientes del freudismo (el annafreudismo y la Ego Psychology- ) fueron interpretando progresivamente la segunda tópica en un sentido reductor, privilegiando la parte consciente del yo. Desde esta perspectiva, el yo, gracias al tratamiento psicoanalítico, debe convertirse en la instancia más fuerte de la personalidad, en detrimento del ello y de la parte inconsciente del yo. El reconocimiento por Freud de esa parte inconsciente del yo («y Dios sabe qué parte importante del yo!», escribió en El Yo Y el ello), que había constituido un avance teórico esencial, quedaba de tal modo eclipsado. Otras corrientes (las representadas por Melanie Klein o Karen Horney) conservaron el inconsciente freudiano en el centro de sus concepciones, pero desplazando su atención hacia la relación arcaica con la madre, en detrimento de la sexualidad y del polo paterno. En 1953, en su conferencia sobre lo simbólico, lo imaginario y lo real, y en «Función y campo de la palabra y el lenguaje en psicoanálisis», Jacques Lacan desarrolló una concepción radicalmente distinta del inconsciente, basada en su teoría del significante. Lacan definió el inconsciente como «el discurso del otro», y después como el Otro (gran A), lugar de un puro significante en el que se marca la división (clivaje) del sujeto. Dos años más tarde precisó su posición, optando por una traducción inédita de la célebre frase de Freud Wo Es war, soll Ich werden, enunciada en 1933 en las Nuevas conferencias de introducción al psicoanálisis: «Allí donde estaba ello, debo advenir yo (je)». Con esta traducción, Lacan quería restituirle al inconsciente freudiano su lugar central. No se trataba ya de privilegiar el yo para hacerlo autónomo (Ego Psychology), sino de hacer emerger, en la estela del ello, la llegada de un «je- (o sujeto del inconsciente) distinto del yo (moi). En 1958, en una exposición en el Coloquio de Royaumont titulada «La dirección de la cura y los principios de su poder», Lacan subrayó que el inconsciente tiene la estructura radical del lenguaje». Retomó esta idea en 1972-1973 en el seminario Aún, con un famoso enunciado, «El inconsciente está estructurado como un lenguaje», seguido de otra fórmula: «El lenguaje es la condición del inconsciente». La idea lacaniana de una primacía del lenguaje -y por lo tanto del significante- se basa en el dato primero de que no se trata de que el individuo aprenda a hablar, sino que el lenguaje lo instituye (o construye) como sujeto. De modo que el niño se encuentra sometido de entrada a un orden tercero, el orden simbólico, cuyo soporte original es la metáfora del nombre-del-padre. Puesto que está tomado en un universo significante, el niño comienza a hablar mucho antes de saber conscientemente lo que dice su palabra: «El lenguaje -escribe Joél Dor- aparece entonces como la actividad subjetiva por la cual se dice algo totalmente distinto de lo que uno cree decir en lo que dice. Ese «algo totalmente distinto» se instituye fundamentalmente como el inconsciente que se sustrae al sujeto que habla, porque está constitutivamente separado de él». En el Coloquio de Bonneval de 1960, la tesis lacaniana de la primacía del lenguaje sobre el inconsciente fue discutida por dos de los más brillantes alumnos del maestro: Serge Leclaire y Jean Laplanche. En su exposición titulada «L’inconscient: une étude psychanalytique», cada uno de estos autores propuso una posición diferente. Mientras que Leclaire, con un caso clínico (el Hombre del Unicornio), demostró la validez de la proposición de la primacía del significante, Laplanche, por el contrario, la invirtió, sosteniendo que «el inconsciente es la condición del lenguaje». Más tarde, Lacan introdujo algunas transformaciones a su concepción, concluyendo, al final de su vida, en una representación topológica del inconsciente, expresada por medio de los nudos borromeos.

Inconsciente

(s. y adj.) Al.: Das Unbewusste, unbewusst. Fr.: inconscient. Ing.: unconscious. It.: inconscio. Por.: inconsciente. A) El adjetivo inconsciente se utiliza en ocasiones para connotar el conjunto de los contenidos no presentes en el campo actual de la conciencia, y esto en un sentido «descriptivo» y no «tópico», es decir, sin efectuar una discriminación entre los contenidos de los sistemas preconciente e inconsciente. B) En sentido tópico, la palabra inconsciente designa uno de los sistemas definidos por Freud dentro del marco de su primera teoría del aparato psíquico; está constituido por contenidos reprimidos, a los que ha sido rehusado el acceso al sistema preconsciente-consciente por la acción de la represión (represión originaria y represión con posterioridad). Los caracteres esenciales del inconsciente como sistema (o Ics) pueden resumirse del siguiente modo: a) sus «contenidos» son «representantes» de las pulsiones; b) estos contenidos están regidos por los mecanismos específicos del proceso primario, especialmente la condensación y el desplazamiento; c) fuertemente catectizados de energía pulsional, buscan retornar a la conciencia y a la acción (retorno de lo reprimido); pero sólo pueden encontrar acceso al sistema Pcs-Cs en la formación de compromiso, después de haber sido sometidos a las deformaciones de la censura; d) son especialmente los deseos Infantiles los que experimentan una fijación en el inconsciente. La abreviatura Ics (Ubw, del alemán Unbewusst) designa el Inconsciente en su forma substantiva como sistema; ics (ubw) es la abreviatura del adjetivo inconsciente (unbewusst), en tanto que éste califica, en sentido estricto, los contenidos del citado sistema. C) Dentro del marco de la segunda tópica freudiana, la palabra Inconsciente se emplea sobre todo como adjetivo; en efecto, Inconsciente no es ya lo propio de una Instancia particular, puesto que califica al ello y a una parte del yo y del superyó. Pero conviene observar: a) que los caracteres atribuidos, en la primera tópica, al sistema Ics, se atribuyen, de un modo general, al ello en la segunda tópica; b) que la diferencia entre el preconsciente y el Inconsciente, si bien ya no se basa en una distinción intersistérnica, persiste como una distinción intrasistémica (por ser el yo y el superyó en parte preconscientes y en parte inconscientes). Si se hubiera de resumir en una palabra el descubrimiento freudiano, ésta sería indiscutiblemente el término «inconsciente». Por ello, no nos proponemos, dentro de los límites de la presente obra, exponer este descubrimiento en sus antecedentes prefreudianos, en su génesis y en sus elaboraciones sucesivas por el propio Freud. Nos limitaremos, en un deseo de clarificación, a subrayar algunos rasgos esenciales que, con frecuencia, la misma difusión del término ha ido borrando. 1.° El inconsciente freudiano es ante todo e indisolublemente una noción tópica y dinámica, deducida de la experiencia de la cura. Esta ha mostrado que el psiquismo no es reductible a lo consciente y que ciertos «contenidos» sólo se vuelven accesibles a la conciencia una vez se han superado las resistencias; la cura ha revelado que la vida psíquica está « […] saturada de pensamientos eficientes, aunque inconscientes, y que de éstos emanan los síntomas»; ha conducido a suponer la existencia de «grupos psíquicos separados» y, de un modo más general, a admitir la existencia del inconsciente como un «lugar psíquico» particular que es preciso representarse, no como una segunda conciencia, sino como un sistema que tiene contenidos, mecanismos y posiblemente una «energía» específica. 2.° ¿Cuáles son estos contenidos? a) Freud, en su artículo sobre El inconsciente (Das Unbewusste, 1915) los denomina «representantes de la pulsión». En efecto, la pulsión, situada en el límite entre lo somático y lo psíquico, se encuentra más allá de la oposición entre consciente e inconsciente; por una parte, no puede jamás devenir objeto de conciencia, y, por otra, sólo se halla presente en el inconsciente por medio de sus representantes, esencialmente el «representante representativo». Añadamos que uno de los primeros modelos teóricos freudianos define el aparato psíquico como una sucesión de inscripciones (Niederschrif ten) de signos, idea proseguida y discutida en los textos ulteriores. Las representaciones inconscientes se hallan ordenadas en forma de fantasías, guiones imaginarios a los cuales se fija la pulsión, y que pueden concebirse como verdaderas escenificaciones del deseo (véase: Fantasía). b) La mayor parte de los textos freudianos anteriores a la segunda tópica asimilan lo inconsciente a lo reprimido. Observemos, sin embargo, que esta asimilación no se halla exenta de restricciones; más de un texto reserva un lugar para contenidos no adquiridos por el individuo, sino de origen filogenético, que constituirían el «núcleo del inconsciente» . Tal idea culmina en la noción de fantasías originarias como esquemas preindividuales que vienen a informar las experiencias sexuales infantiles(102) del sujeto. c) También clásicamente se ha asimilado el inconsciente a lo infantil que hay en nosotros, pero también aquí se impone una reserva. No todas las experiencias infantiles, aunque vividas naturalmente en la forma que la fenomenología designa como conciencia irreflexiva, están destinadas a confundirse con el inconsciente del individuo. Según Freud, es la represión infantil la que da lugar a la primera escisión entre el inconsciente y el sistema Pcs-Cs. El inconsciente freudiano es algo que se constituye, incluso aunque la primera fase de la represión originaria pueda considerarse como mítica; no se trata de un vivir indiferenciado. 3.- Ya es sabido que el sueño fue para Freud el «camino real» hacia el descubrimiento del inconsciente. Los mecanismos (desplazamiento, condensación, simbolismo) deducidos del sueño en La interpretación de los sueños (Die Traumdeutung, 1900) y constitutivos del proceso prima rio se vuelven a encontrar en otras formaciones del inconsciente (actos fallidos, equivocaciones orales, etc.), que equivalen a los síntomas por su estructura de compromiso y su función de «cumplimiento de deseo». Cuando Freud intenta definir el inconsciente como sistema, resume sus caracteres específicos del siguiente modo: proceso primario (movilidad de las catexis, característica de la energía libre); ausencia de negación, de duda, de grado en la certidumbre; indiferencia a la realidad, y regulación por el solo principio del placer-displacer (tendiendo éste a restablecer por la vía más corta la identidad de percepción). 4.° Finalmente, Freud intentó basar la cohesión propia del sistema Ics y su distinción radical respecto del sistema Pcs en la noción económica de una «energía de catexis» propia de cada sistema. La energía inconsciente se aplicaría a representaciones, produciendo su catexis o retirándose de ellas, y el paso de un elemento de un sistema al otro se produciría por retiro de la catexis procedente del primero y nueva catexis por parte del segundo. Pero esta energía inconsciente (y aquí radica una dificultad de la concepción freudiana) tan pronto aparece o bien como una fuerza de atracción ejercida sobre las representaciones y oponiéndose a la toma de conciencia (como en la teoría de la represión, según la cual la atracción por los elementos ya reprimidos colabora con la represión ejercida por el sistema superior) o bien en forma de una fuerza que tiende a hacer emerger sus «derivados» a la conciencia y que sólo resultaría contenida mediante la vigilancia de la censura. 5.° Las consideraciones tópicas no deben hacer perder de vista el valor dinámico del inconsciente freudiano, tantas veces subrayado por su autor: por el contrario, es preciso ver en las distinciones tópicas un medio para explicar el conflicto, la repetición y las resistencias. Ya es sabido que, a partir de 1920, la teoría freudiana del aparato psíquico fue profundamente modificada y se introdujeron en ellas nuevas distinciones tópicas, que ya no coinciden con las del inconsciente, preconsciente y consciente. En efecto, si bien en la instancia del ello se vuelven a encontrar las principales características del sistema Ics, en las otras instancias (yo y superyó) se reconocen también un origen y una parte inconscientes.