Diccionario de Psicología, letra M, Manía

Diccionario de Psicología, letra M, Manía

Evocada en la mayor parte de los casos con relación a la psicosis maníaco-depresiva y la melancolía, la manía constituiría la fase inversa de esas dos enfermedades, fase que ilustra lo que con Freud se podría denominar una figura de triunfo del yo. La manía es todo lo contrario del estado depresivo: se presenta como un estado de exaltación del enfermo, que aparentemente lo lleva a interesarse por todo lo que hay a su alrededor -individuos o cosas-, aunque sin poder detenerse en nada en particular. El maníaco no llega a concentrarse en nada preciso y, al no poder controlar su atención, se deja invadir por una sucesión incesante de ideas, pasando de una a otra rápidamente y sin hacer distinciones. L. Binswanger, en una serie de artículos que aparecieron en Archives suisses entre 1931 y 1933, es quien ha descrito del modo más pertinente ese síntoma bien conocido por la psiquiatría clásica que es la «fuga de ideas» (E. Kraepelin, K. Jaspers), síntoma típico de la manía, aunque no exclusivo. Compartiendo con el sujeto melancólico la impresión de un «nivelamiento» que engloba a seres y cosas, el sujeto maníaco experimentaría la misma impresión -falta de relieve, desvitalización del mundo en esa volatilidad que lo hace pasar de una idea a otra sin asignar un valor especial a ninguna. En otras palabras, parece interesarse por todo, pero no se interesa por nada, y deja que se sucedan las representaciones y las cosas según el capricho de una lógica regresiva (asonancias, continuidad, etc.). Sin duda, esta labilidad de la atención y esta equivalencia acordada a las cosas del mundo remiten a la modalidad de la relación que mantiene el sujeto maníaco con el objeto de investidura, y ya se vislumbra que, a semejanza de¡ sujeto melancólico, el maníaco no mantiene una verdadera relación con el objeto, sino una especie de bulimia de contactos, ninguno de los cuales se destaca entre los otros. Además, la manía, si sucede a la melancolía, no por ello le ofrece un modo de resolución, sino más bien una variante del mismo complejo psíquico patológico, cuya originalidad reside en un efecto de liberación del yo. «La manía no tiene un contenido diverso de la melancolía», escribe Freud en «Duelo y melancolía»; «las dos afecciones luchan contra el mismo «complejo» (Komplex), al cual es verosímil que el yo haya sucumbido en la melancolía, mientras que en la manía lo domina o hace a un lado». Como la melancolía, la manía pertenecería entonces a la categoría de las patologías narcisistas, y en particular a la de las neurosis narcisistas; si se utiliza la explicación metapsicológica de la melancolía, tendría que ver con el mismo conflicto de instancias que opone el yo al superyó. Pero, mientras que en la melancolía el yo, recubierto por la sombra del objeto perdido, queda sometido a las críticas implacables del superyó, en la manía el yo parece estar reconciliado con el superyó, al punto de que ninguna crítica puede ya alcanzarlo, ni ningún freno detener sus impulsos incesantemente móviles y renovables. Por esto, más que a la metapsicología de la manía, que se alimenta en las mismas fuentes que la melancolía, importa responder a la cuestión específica de la inversión de la melancolía en manía; en otras palabras, está en juego la cuestión de la liberación del yo.

La inversión del humor

«Cuando algo en el yo coincide con el ideal del yo (Ich-ideal), siempre se crea una sensación de triunfo», escribe Freud en Psicología de las masas y análisis del yo. «Asimismo, el sentimiento de culpa (y el sentimiento de inferioridad) puede comprenderse como expresión de la tensión entre el yo y el ideal.» Esta deducción metapsicológica invocada por el autor para tratar de explicar las oscilaciones maníaco-depresivas del humor aparece como la clave de bóveda de todas las patologías narcisistas en cuanto, precisamente, y desde la «Introducción del narcisismo», de 1914, la instancia ideal del yo proviene de la necesidad del niño de abandonar la omnipotencia narcisista que lo había beneficiado hasta ese momento. Entonces, el amor que el niño se dirigía a sí mismo como a su propio ideal, antes de que interviniera el juicio de los otros, queda desplazado hacia un modelo derivado de las representaciones parentales (ideal del yo), al que en adelante el niño no dejará de querer asemejarse. En ese mismo movimiento, Freud atribuye al superyó la función de velar para que el yo no se aparte demasiado de su modelo ideal. Esta construcción metapsicológica de la génesis de la instancia del ideal del yo y de la función específica del superyó permitiría comprender las inversiones del humor, según sea que el superyó ejerza una severidad más o menos grande con respecto al yo, o que el ideal del yo le devuelva al yo una imagen más o menos accesible. En los dos casos que justifican la manía -el de la reconciliación del yo con el superyó, y el de la coincidencia del yo con su instancia ideal (superyó e ideal del yo no fueron siempre explícitamente distinguidos por Freud)-, se produce para el sujeto una liberación de la energía antes invertida en el intenso conflicto entre las dos instancias psíquicas. Este desenlace se traduce en un aflujo de libido de nuevo disponible, que incita al sujeto maníaco a erotizar toda nueva impresión para rechazarla de inmediato y pasar a otra. Desde luego, no se puede concebir el proceso maníaco que acabamos de describir sin apelar a las características de la organización psíquica ya sacadas a luz por la melancolía, y que remiten en particular a la fijación en el estadio oral canibalístico, en el cual la relación con el objeto tiene el carácter de incorporación; también remiten a la ambivalencia fundamental vinculada a ese estadio, que hace posibles los cambios de apreciación del sujeto ante su propio yo. Pero, si se extiende el análisis de la melancolía a la manía (como lo autoriza Freud desde 1917), resulta más difícil identificar las causas de la inversión del humor, sabiendo que ésta no siempre se observa en el cuadro clínico. En efecto, hay estados melancólicos no seguidos de fases maníacas, y también estados maníacos que no suceden a estados melancólicos. Estos últimos casos de manía «pura» repetirían, para un autor como Abraham, el rechazo de una «disforia» original provocada por ciertos traumas psíquicos de la infancia. En lo concerniente a las inversiones del humor, Freud evoca también una causa «económica», que tendría que ver con la imposibilidad del niño, al salir de la fase narcisista, de soportar sin rebelión las coacciones nuevas de su ambiente; la manía, en este sentido, retomaría por su cuenta esta rebelión del yo, dirigiéndola esta vez contra las exigencias excesivas del ideal del yo, a las cuales el superyó aporta toda su fuerza. «Sería perfectamente pensable que la escisión del ideal del yo respecto del yo no sea, tampoco ella, perdurablemente soportada, y que se vea obligada a borrarse temporariamente», sugiere Freud en Psicología de las masas y análisis del yo. Desde este punto de vista, relaciona la significación de la manía con la vocación de las fiestas instituidas en numerosas sociedades (desde las saturnales de los romanos hasta los carnavales actuales), que no tienen otra finalidad que permitir a los individuos la transgresión periódica de las leyes, para poder seguir respetándolas en tiempos comunes. La instauración de la fiesta se basaría entonces en la evaluación de la tolerancia a la frustración de los individuos, necesaria para la estabilidad del orden social, así como el pasaje a la fase maníaca resultaría del necesario reequilibramiento de las fuerzas intrapsíquicas presentes, bajo pena de condena definitiva del yo.

El modelo metapsicológico

En consecuencia, la manía provoca a la instancia crítica (ley o superyó) de una manera tal que el individuo cae en acuerdo con sus instintos, y el yo se une a su ideal. Hay a continuación alegría o exaltación, y la única diferencia que separa la fiesta de la manía es que la primera salvaguarda un marco simbólico, mientras que la segunda convoca al sujeto a una deriva imaginaria. Esta diferencia, esencial para la comprensión de la manía, convierte en suficiente la explicación exclusiva por la rebelión de un yo inclinado a la nostalgia de su narcisismo perdido. De modo que Freud recurrirá incluso al análisis de la melancolía, y en particular al proceso que la caracteriza principalmente, es decir, la introyección del objeto perdido, para abordar la fase de liberación maníaca; si vuelve a hablar de la crueldad del superyó y de la intangibilidad del ideal del yo, lo hace con relación al objeto perdido, del que anteriormente el sujeto había hecho su modelo. Ahora bien, pronto convertido en objeto de odio por gravitación de la ambivalencia que define la organización melancólica, el objeto perdido, reintroyectado en el yo, sólo puede constituir un perpetuo reproche para el ideal del yo, e incitar al superyó a un rigor y una crueldad incluso mayores con el yo, en parte identificado con aquél. «El yo será estimulado a la rebelión por las sevicias, provenientes de su ideal, que sufre cuando se identifica con un objeto rechazado», concluye Freud en Psicología de las masas y análisis del yo. Se podría imaginar que el yo se rebela en función de la intimidad más o menos grande que conserva con el objeto perdido, y en función de la más o menos grave severidad del superyó que sale al encuentro de esa disposición. Pero esto sólo equivale a reforzar la hipótesis de la rebelión del yo a expensas de un enfoque más original de la manía, y si Freud reserva a ésta los análisis a los que lo conduce la melancolía, uno tiene el derecho de preguntarse si el modelo «normal» que él había utilizado hasta entonces, es decir, el duelo, no podría valer también para la manía, en cuanto, con un modo de trabajo específico, le ofrece igualmente al yo la oportunidad de liberarse. Al no observar al final del período de duelo una fase de triunfo como la que puede presentarse en la melancolía, Freud no prolongó el análisis de la manía en función del duelo ni, en particular, en función del trabajo que éste requiere. Fue Abraham quien verificó que el duelo tampoco se completa sin una fase de liberación del yo, y le devolvió al modelo todo su alcance, al comparar el cambio brusco maníaco con el desapego progresivo del yo con relación al objeto perdido. «Usted deplora, querido profesor -le escribió Abraham a Freud en una carta del 13 de febrero de 1922-, en el desarrollo normal del duelo, la ausencia de un fenómeno que correspondería a la transformación brusca de la melancolía en manía. Sin embargo, yo creo poder señalar su presencia, aunque sin saber si esta reacción es algo regular.» Abraham invoca entonces el incremento de libido que observa en muchas personas a continuación de un duelo, y que a menudo conduce a la generación de hijos poco después de la pérdida dolorosa. En «Un breve estudio de la evolución de la libido, considerada a la luz de los trastornos mentales» (1924), añade que ese incremento de la libido puede incluso tomar la forma sublimada de un deseo de iniciativa o de una ampliación de los intereses intelectuales. En consecuencia, el episodio maníaco, para Abraham, indicaría la puesta en obra de un proceso de exclusión del objeto que, como todo duelo, atestiguaría un modo de resolución o de trabajo específico destinado a liberar al yo de su servidumbre. «La evolución de comienzo agudo, intermitente y recidivante de los estados maníaco-depresivos corresponde a una expulsión del objeto de amor que se repite a intervalos», es su conclusión; al continuar el análisis freudiano del duelo, cuya resolución conduce al yo a renunciar al objeto declarándolo muerto, o bien «hiriéndolo de muerte», y a procurarse así la «prima de placer» de seguir vivo, compara la manía con la perpetración de un crimen varias veces repetido, cuyo modelo remitiría a la comida totémica de los primitivos.

La desmentida maníaca

Sin embargo, el hecho de que la manía libere al yo de su sumisión completa al objeto al aflojar los vínculos identificatorios que mantenía hasta entonces, y de que, por esto mismo, relaje la vigilancia del superyó, al hacer coincidir al yo con su instancia ideal, no resuelve en nada -a diferencia del duelo- la patología narcisista de la que deriva ese modo de funcionamiento psíquico. En efecto, lejos de permitir que el sujeto encuentre verdaderos objetos de investidura, la manía, por el contrario, pone de manifiesto la dificultad que el sujeto experimenta para mantener una relación con el mundo exterior que no sea de pura forma y de pura instantaneidad. Los autores fenomenólogos, principalmente Binswanger, han insistido en la alteración de la temporalidad propia de la manía, que consiste en la imposibilidad de integrar los momentos de retención y protensión organizadores de la «historia biográfica» (Lebengeschichte) del individuo. Además el sujeto maníaco vive en una especie de presente desprendido de toda historia, al punto de que las cosas, desinsertadas de su contexto, se le presentan sin la significación y la consistencia que rigen su «presentificación» (Vergegenwürtigung), para retomar un término husserliano a menudo utilizado por Binswanger. La disolución de la relación con el objeto y de la vivencia temporal en la manía, lejos entonces de resolverse en el sentimiento único de exaltación del yo, continúa, indicando muy pronto, bajo una forma invertida, la permanencia del conflicto psíquico propio de la melancolía, cuya génesis metapsicológica hay que reconstruir entonces, en torno de un trauma originario definitivamente recubierto: el de la deserción de deseo del otro en un tiempo preespecular en el que el sujeto se iniciaba en el mundo exterior. En consecuencia, si se quiere adaptar a la manía la metapsicología de la melancolía (la cual, más acá de la puesta al día de los procesos inconscientes, remite a la «elección de la enfermedad»), se concebirá la manía como una «neurosis narcisista» en el sentido freudiano, una neurosis narcisista que pone en escena el mismo mecanismo regresivo de introyección/ expulsión relativo al acuerdo o desacuerdo entre el yo y su ideal. Sin duda, paralelamente con el estudio de la manía, habrá que considerar otras figuras psíquicas también derivadas de la dinámica instancial yo/superyó, en particular la del humor, sobre la que Freud publicó un artículo en 1927. Pero si el humor, igual que la manía, le permite al sujeto ahorrarse un gasto afectivo al dirigir a la realidad desfavorable una especie de desmentida (Abweisung), el dominio no vuelve al yo, sino al propio superyó, que llega a tratar al yo como un niño, y a la realidad como un dato desdeñable. La actitud humorística «…consistiría en que el humorista ha retirado de su yo el acento psíquico y lo ha trasladado al superyó», escribe Freud; siguiendo su pensamiento, la distribución del «acento psíquico» (en otras palabras, de la libido narcisista) permitiría entrever, sobre la base de esa relación privilegiada yo/superyó, toda una serie de fenómenos de la vida psíquica normal. Considerada como una afección por derecho propio, no necesariamente atada a la melancolía (según lo atestiguan Abraham y, de una manera aún más neta, algunos psiquiatras que ya no creen en los «estados mixtos» maníaco-depresivos, como por ejemplo Kurt Scheider [1959]), la manía representaría la versión «económica» de la melancolía, la de un yo en rebelión, ávido por investir, aunque ningún objeto pueda fijar su interés. El hecho de que la fuga de los objetos, como la fuga de ideas, dependa de un comportamiento defensivo primario que consiste en mantener a distancia los afectos y, con ellos, el retorno eventual del trauma originario, concordaría bien con el comportamiento defensivo melancólico, a saber: el negativismo, que consiste en desmentir que la realidad pueda concernir en nada al sujeto. La manía, como la melancolía, devuelve entonces la imagen de una realidad desvitalizada que, si en la melancolía padece la afirmación de la castración, en la manía padece su rechazo o desmentida, aquella misma desmentida que Freud entreveía en la figura del humor. Quedaría sin duda por determinar, con relación a la categoría freudiana de las neurosis narcisistas y el proceso de «desmentida», de qué posición del sujeto con relación a la castración se trata. En este sentido, un primer enfoque, adoptado por Deutsch en un artículo de 1930, titulado «Sur la psychologie des états maniaco-dépressifs, et en particulier l’hypomanie chronique», sitúa la manía en la fase fálica, en la renegación (Verleugnung) de la castración. Quizás en la manía se trate incluso de la forma inversa de la «renegación de intención» característica de la melancolía, y que, inversamente a lo que ocurre en esta última, le haga creer al enfermo que toda la realidad se ofrece a sus intereses. En todo caso, la seguridad renovada tanto por Freud como por Abraham acerca de la posibilidad de tratar con psicoanálisis la afección maníaco-depresiva en la fase intercurrente, y de revertir el conflicto poniéndolo a cuenta del registro neurótico, indica claramente la especificidad de la relación con la castración en la manía y la melancolía, y esto con independencia de la neurosis o la psicosis. «En lo que concierne a las formas periódicas y cíclicas de la melancolía, puedo decirles algo que seguramente les interesará», afirma Freud en la conferencia 26 de 1916. «En condiciones favorables es especialmente posible impedir (y yo he hecho esta experiencia en dos oportunidades), gracias al tratamiento analítico aplicado en los intervalos libres de crisis, el retorno del estado melancólico, sea de la misma tonalidad afectiva, sea de una tonalidad contrapuesta. Se verifica entonces que en la melancolía y en la manía se trata de la solución particular de un conflicto cuyos elementos son exactamente los mismos que los de otras neurosis.» Por lo tanto, al privilegiar el punto de vista metapsicológico, y con él la originalidad del proceso inconsciente, Freud remite la manía al complejo melancólico, y en consecuencia se considera autorizado a buscar sus modelos entre las figuras de triunfo del yo de la vida cotidiana.