Diccionario de Psicología, letra M, Más allá del principio del placer

Diccionario de Psicología, letra M, Más allá del principio del placer

Obra de Sigmund Freud publicada en 1920 con el título de Jenseits des Lustprinzips. Traducida al francés por primera vez por Samuel Jankélévitch en 1927, con el título de Au-delá du principe de plaisir, revisada por Angelo Hesnard en 1966 y retraducida en 1981 por Jean Laplanche y Jean-Bertrand Pontalis sin cambio de título. Retraducida en 1996 sin cambio de título por Alain Rauzy, André Bourguignon (1920-1996), Pierre Cotet y Janine Altounian. Traducida al inglés en 1922 por C. J. M. Hubback, con el título de Beyond the Pleasure Principle, y r etraducida en 1950 por James Strachey, sin cambio de título. Más allá del Principio de placer, redactada entre marzo y mayo de 1919, modificada en el curso del invierno de 1920, y publicada en el otoño de ese mismo año, inauguro lo que se ha denominado «la gran refundición» o «el gran giro» de la década de 1920, reordenamiento teórico fundamental, al que darían sus dimensiones definitivas otros dos libros: Psicología de las masas y análisis del yo y El yo y el ello. Las circunstancias en las cuales fue concebida la obra, y el destino inicial que Sigmund Freud pareció asignarle, dieron origen a múltiples ambigüedades. En marzo de 1919, mientras Freud redactaba la primera versión, Lou Andreas-Salomé le escribió para preguntarle dónde estaba su metapsicología, de la cual ella había leído las cinco primeras partes. Como se sabe, las otras nunca vieron la luz, pero se tiene el derecho de pensar, dada la respuesta de Freud algún tiempo más tarde, que en ese momento él no había renunciado totalmente a ese proyecto. En efecto, aduciendo la dificultad de la materia, el carácter parcial de sus experiencias y su falta de inspiración para justificarse, prometió escribir otros textos si sobrevivía, psíquica y materialmente, a la trágica situación de Austria después de la derrota. Más tarde, como para confirmar esa resolución, añadió que una de las primeras contribuciones «de ese tipo está incluida en Más allá del principio de placer», sobre el cual le pedía a su corresponsal «una apreciación sintético-crítica». Pero, en julio de 1919, en una nueva carta a Lou, en gran medida dedicada al tema del suicidio de Viktor Tausk, Freud se refirió a su trabajo en curso con un tono totalmente distinto: «He escogido ahora como alimento el tema de la muerte, he llegado hasta aquí al tropezar con una curiosa idea de las pulsiones, y estoy obligado a leer todo lo relacionado con esta cuestión, como por ejemplo, y por primera vez, a Schopenhauer. Pero no lo leo con placer.» Frase importante, que ayuda a definir la lógica de la elaboración en curso: esa «curiosa idea de las pulsiones» parece indicar una modificación de su pensamiento. Sin duda poco satisfecho con las modificaciones introducidas en su teoría de las pulsiones en 1914, se vio obligado a leer, sin placer, la obra de Schopenhauer (1788-1860), y a nutrirse con el tema de la muerte. Esta declaración, por otra parte, puede entenderse como una respuesta anticipada a quienes, incómodos con esa idea de la pulsión de muerte, o deseosos de restarle alcance teórico, se empeñarían en no ver en ella mas que una noción circunstancial, producto del contexto económico y político ya evocado por el propio Freud, o un efecto de las desapariciones que en esa época se produjeron en su entorno. Desaparición de Tausk, de Anton von Freund y, sobre todo, unos días más tarde, el 25 de enero de 1920, de su hija Sophie Halberstadt, cuya muerte lo trastornó, según surge de numerosas cartas suyas a Ludwig Binswanger o a Oskar Pfister. Esa idea de una relación causa¡ entre la muerte de Sophie y la elaboración del concepto de pulsión de muerte sería desarrollada sobre todo, en 1923, por el primer biógrafo de Freud, Fritz Wittels, a quien Freud le hizo conocer su desacuerdo. Con la intención de oponerse a esa especie de psicoanálisis aplicado, Freud, como si se hubiera anticipado a su eventualidad, tuvo el cuidado de afirmar, en una carta a Max Eitingon del 18 de julio de 1920, lo siguiente: «El Más allá está finalmente terminado. Usted podría confirmar que ya estaba a medio hacer en la época en que Sophie vivía y estaba floreciente.» Pero esta observación no impidió que Max Schur continuara considerando la muerte de Sophie como causa esencial de la elaboración del concepto de pulsión de muerte. Incluso hace poco tiempo, Peter Gay ha sostenido esta interpretación, relativizándola. Más allá del principio de placer, del que Jean Laplanche ha dicho que es «el texto más fascinante y desconcertante de la obra freudiana» por la audacia y la libertad que el autor pone de manifiesto, ha sido rechazado por muchos psicoanalistas, inclinados a considerar la audacia como una falta de rigor, y la libertad del tono como una deriva especulativa. Conforme a la promesa hecha a Lou Andreas-Salomé, el ensayo se basa en la concepción metapsicológica desarrollada en 1915: se trata en primer lugar del funcionamiento del principio de placer, según el cual el aparato psíquico trata de mantener la cantidad de excitación en el nivel más bajo posible, y de la subordinación de este principio al principio de constancia, enunciado por Gustav Theodor Fechrier. Si bien estas ideas ocupaban ya un lugar esencial en el «Proyecto de psicología» y en La interpretación de los sueños, esos recordatorios iniciales le dan a Freud la oportunidad de repetir que ese principio, junto a las dimensiones tópica y dinámica, constituye la dimensión económica de la metapsicología. No obstante, esta perspectiva es rápidamente superada, y después abandonada, en provecho de una discusión sobre los límites del dominio del principio de placer: «Debemos decir sin embargo que, en rigor, es inexacto hablar de un dominio del principio de placer sobre el curso de los procesos psíquicos. Si ese dominio existiera, la inmensa mayoría de nuestros procesos psíquicos deberían estar acompañados de placer o llevar al placer; ahora bien, la experiencia más general está en contradicción flagrante con esta conclusión. Por lo tanto, hay que admitir lo siguiente: hay en el psiquismo una fuerte tendencia al principio de placer, pero algunas otras fuerzas o condiciones se oponen a él, de manera que el desenlace final no puede corresponder siempre a la tendencia al placer.» El primer límite a este dominio del principio de placer es bien conocido: se trata del principio de realidad, enunciado en 1911 en el artículo «Formulaciones sobre los dos principios del acaecer psíquico». El principio de realidad es concebido allí como un relevo del principio de placer bajo la influencia de las pulsiones de autoconservación del yo. También se conoce una segunda limitación, bajo la forma de la represión de las pulsiones, que contraría el desarrollo unitario del yo. Podría parecer, precisa entonces Freud, que no cabe investigar otras limitaciones a este principio de placer. Ahora bien, la observación de las reacciones psíquicas a ciertas formas de peligro exterior (hasta allí se había tratado de la organización ante las pulsiones y los conflictos internos) lleva a reconsiderar la totalidad del problema. Primera forma del peligro exterior, las catástrofes naturales, los accidentes graves o los hechos de guerra, son otras tantas circunstancias capaces de provocar neurosis traumáticas o neurosis de guerra. Curiosamente, los sueños que acompañan este tipo de neurosis reconducen sin cesar a los sujetos a las circunstancias traumáticas de su accidente, mientras que no piensan en ellas durante el día. En un primer momento, esta fijación psíquica al trauma es asimilada por Freud a esas reminiscencias que, con Josef Breuer, él había considerado la causa principal del sufrimiento de las histéricas. La segunda forma de peligros exteriores es la que ilustra el juego de algunos niños muy pequeños. Freud observó que su nieto (Ernstl), el hijo de Sophie Halberstadt, se distraía, al ausentarse su madre, arrojando lejos de su cuna los pequeños objetos que tenía a su alcance. Ese gesto era acompañado por una expresión de satisfacción que tomaba la forma vocal de un «o-o-o-o» prolongado, en el cual se podía reconocer la palabra alemana fort, es decir, «ido». Un día, narra Freud, el niño inició ese mismo juego del «ido» con un carretel de madera atado a un hilo: lanzaba el carretel acompañando su movimiento con el célebre «o-o-o-o», y después, tirando del hilo, lo recuperaba, saludándolo con un alegre da, «¡aquí está!» Por medio de este juego, Ernst parecía transformar una situación en la cual era pasivo y sufría el peligro o el displacer causado por la partida de la madre, en otra situación que él dominaba, a pesar del carácter doloroso de lo que en ella se repetía. A esta primera interpretación Freud añade una segunda, complementaria: el niño, a través de ese juego, habría encontrado el medio de expresar sentimientos hostiles, inconfesables en presencia de la madre, pero capaces de satisfacer sus deseos de venganza por las partidas de la mujer. En otras palabras, el niño podría soportar la disgregación generada en ese juego por la repetición de una separación sólo gracias a que a esa repetición había ligada «una ganancia de placer de otro tipo, pero directa». De estas dos observaciones, agrupadas bajo la etiqueta de «peligro exterior», ¿se puede concluir la existencia de tendencias psíquicas más originarias, situadas más allá del principio de placer? En lugar de responder inmediatamente, Freud da un rodeo por la situación analítica, caracterizada por las resistencias del paciente y por su transferencia sobre la persona del analista. Hacer consciente lo que es inconsciente no es algo fácil en esa situación. Como lo demuestra la observación, la rememoración voluntaria es ineficaz, y el paciente se ve obligado a repetir en la cura aquello que ha reprimido, sobre todo de su vida sexual infantil marcada por la fase edípica, y esto para llegar a instalarse en una nueva neurosis, la neurosis de transferencia, sustituto de aquella por la cual ha concurrido a consultar. De modo que en la cura se asiste a la aparición de un proceso idéntico a los que se observan en la actividad onírica de los sujetos afectados de neurosis traumáticas, o en el juego del fort da, proceso que Freud denomina compulsión de repetición, y cuya justa apreciación implica reconsiderar la idea de la resistencia inconsciente. En este punto, Freud, sin advertírselo al lector, y quizá sin darse cuenta él mismo, anticipa la modificación tópica que constituirá el objeto de su libro El yo y el ello, aportando así la prueba de que ya en 1919 estaba en marcha la gran transformación teórica. En efecto, para avanzar en el razonamiento bosquejado había que abandonar la oposición consciente /inconsciente, y reemplazarla por la confrontación entre el yo, del cual la mayor parte es inconsciente, y lo reprimido, totalmente inconsciente y siempre amenazante para el yo. Por lo tanto, las resistencias del analizante eran inconscientes, pero debían estar situadas en ese yo, que no era ya totalmente asimilable al consciente; la compulsión de repetición, actuante sobre todo en la cura, y fuente de displacer para el yo, debía por el contrario estar inscrita del lado de lo reprimido. ¿Cuál era entonces la relación entre esta compulsión de repetición y el principio de placer? El displacer no contradice el principio de placer, como lo demuestra la interpretación del juego del fort da, en el cual la dimensión displacentera es compensada por el placer ligado a la expresión de la hostilidad. Pero la compulsión de repetición es también la ocasión de un retorno de experiencias anteriores que no traen consigo ningún placer. Para ilustrar su idea, Freud toma el ejemplo de las personas condenadas a experimentar incansablemente el fracaso, como si obedecieran a un mandato «demoníaco». En ese punto, Freud se basa en observaciones que había hecho algunas semanas antes de emprender la redacción del Más allá. Terminaba entonces su artículo «Lo ominoso», en el cual había abordado el tema del doble y del «eterno retorno de lo rnismo». Reconoce que «existe efectivamente en la vida psíquica una compulsión de repetición que se ubica más allá del principio de placer». Pero, ¿cuál es su función, cuáles son las condiciones de su intervención, y cómo pensar su relación con el principio de placer? Los adversarios de este texto le han reprochado su carácter especulativo. Sin embargo, el propio Freud se lo había señalado al lector, y la continuación de su argumento es en efecto una pura especulación motivada por el deseo de saber, a riesgo de equivocarse. Cada uno, dice Freud, tiene la libertad de seguirlo o de no ir más lejos. Sin embargo, antes de entregarse a esta «especulación», Freud propone una recapitulación, primero, del tratamiento diferencial que el aparato psíquico aplica a las excitaciones exteriores filtradas por lo que él denomina «protección antiestímulos» (Reiz schutz), especie de dispositivo que envuelve al organismo para protegerlo, y en segundo lugar del modo en que los efectos de las funciones internas se distribuyen en un abanico de sensaciones que van desde el placer hasta el displacer. Todo esto se traduce en una prevalencia de las sensaciones placer-displacer, y en un funcionamiento psíquico esencialmente dirigido contra las excitaciones internas portadoras de displacer. De allí la tendencia a tratar las excitaciones internas como si fueran externas, para defenderse de ellas por medio de la protección antiestímulos: tal es el fundamento de ese mecanismo identificado en la observación clínica de la neurosis al cual se le ha dado el nombre de proyección. Estos son los elementos que permiten situar la especificidad del trauma constituido por excitaciones externas suficientemente fuertes como para atravesar la protección antiestímulos y crear de tal modo una perturbación en el aparato psíquico. En esa situación, el principio de placer ya no constituye un recurso, y para el organismo sólo se trata de intentar el dominio de esa invasión. Esto supone una movilización de todas las energías disponibles, lo que inevitablemente se hace en detrimento del buen funcionamiento de los otros sistemas psíquicos, en especial de los normalmente movilizados para enfrentar el displacer ocasionado por las excitaciones internas. Con este enfoque, se puede formular la hipótesis de que la neurosis traumática, objeto de la observación inicial, se debería a una efracción importante de la protección antiestímulos. La causa del trauma no es tanto el hecho en sí como el pánico o la sorpresa experimentados, consecuencia de una falta de angustia, siendo la angustia el medio por el cual quedan movilizados los sistemas que tienen que enfrentar las excitaciones exteriores. Los sueños en los cuales los sujetos víctimas de una neurosis traumática reviven la situación del accidente «tienen por objetivo el dominio retroactivo de la excitación», recrean una situación en la cual la angustia, que fue insuficiente en la realidad, está bien presente. Se comienza así a advertir la posible existencia de un modo de funcionamiento del aparato psíquico independiente del principio de placer. Estos sueños son excepciones a la ley del sueño como realización de deseos: obedecen a la compulsión de repetición, que a su vez está al servicio del deseo inconsciente de dejar volver lo que ha sido reprimido. Más allá de la especificidad de cada una de estas situaciones, las manifiestaciones de la compulsión de repetición en el juego del niño, así como en la cura psicoanalítica, presentan el mismo carácter pulsional, independiente del principio de placer. Pero, ¿cuál es la naturaleza de la relación entre lo pulsional y la compulsión de repetición? Para responder esta pregunta, Freud se ve llevado a dar otro paso: éste es el punto de inflexión de la obra. A los enunciados en forma de bosquejo los sucede una afirmación explícita: «Una pulsión sería un empuje inherente al organismo vivo hacia el restablecimiento de un estado anterior [.. . ] sería [ … ] la expresión de la inercia en la vida orgánica». Freud es muy consciente de la audacia implícita en reconocer la existencia, en los seres vivos, de una dimensión conservadora. Por ello la continuación del ensayo está consagrada a la búsqueda de argumentos y pruebas capaces de fundamentar esa hipótesis. Si bien la observación de ciertos comportamientos animales y el estudio de algunos procesos embriológicos atestiguan la existencia de esas fuerzas conservadoras, ¿cómo explicar su coexistencia con las fuerzas vitales responsables del desarrollo del organismo? La contradicción es sólo aparente: esos movimientos vitales, esas fuerzas del desarrollo son rodeos en «el camino que lleva a la muerte», siguen siempre dominados por las pulsiones conservadoras, que gobiernan el desarrollo global del organismo sometido a una finalidad regresiva. Todo ser vivo es llamado a morir, enuncia Freud y añade: «El objetivo de toda vida es la muerte y, volviendo hacia atrás, lo inerte estaba allí antes que la vida». Hasta ese punto, la concepción freudiana se inscribe en gran medida en continuidad con las numerosas corrientes de la filosofía alemana de los siglos XVIII y XIX, desde Gothulf Heinrich von Schubert (1780-1860), que afirmaba la coexistencia en el hombre de una «nostalgia del amor» y una «nostalgia de la muerte», hasta Friedrich Nietzsche (1844-1900), pasando por Novalis (1772-1801) y, desde luego, por Arthur Schopenhauer, a quien Freud se refiere explícitamente. La originalidad del aporte freudiano reside en la construcción de un nuevo dualismo pulsional que opone las pulsiones de vida (aun designadas con el término eros), que son las pulsiones sexuales y la pulsiones del yo, a las pulsiones de muerte, a veces denominadas pulsiones de destrucción o, cuando se trata de especificar su orientación hacia el exterior, pulsiones agresivas. En este marco, Freud asigna a las pulsiones de muerte una posición funcional, y las retira del registro de lo inefable. Si bien las pulsiones de vida no se sustraen completamente al movimiento regresivo general, en la medida en que su satisfacción implica un retorno a un estado anterior, son sin embargo resistentes a las influencias exteriores, y más aún a las otras pulsiones, totalmente vueltas hacia la muerte. Ésta es una concepción global del psiquismo, cuyo funcionamiento sería ritmado por un movimiento pendular que hace alternar las pulsiones que urgen a alcanzar el objetivo final de la vida, y otras dirigidas a prolongarla. En el anteúltimo capítulo, Freud examina las críticas que ese trabajo tendría que provocar. Comienza por buscar en el campo de la biología argumentos capaces de invalidar la hipótesis de la existencia de pulsiones de muerte. Búsqueda vana, que lo lleva a volver, desde una perspectiva esta vez positiva, a las diferentes etapas de la construcción de la teoría analítica, a fin de reafirmar la correcta fundamentación del dualismo pulsional. Al hacerlo, responde a la vez a las acusaciones de pansexualismo y a la concepción junguiana de una libido general, no sexual, consolidando la permanencia de su concepción dualista y su negativa a ceder al monismo junguiano. Subsiste el hecho de que aún no había podido aportarse ninguna prueba concluyente de la existencia de las pulsiones de muerte. Esa constatación de una «oscuridad» en la teoría de las pulsiones actuará como aliento para continuar la investigación. De allí el examen de temas vírgenes, el del odio y el sadismo, que sólo encontrarán respuestas definitivas en 1924, en el artículo «El problema económico del masoquismo». Este retorno le da también a Freud la oportunidad de citar el trabajo de Sabina Spielrein sobre la componente sádica de la pulsión sexual, que ella, ya en 1911, había caracterizado por su dimensión destructiva. Las últimas páginas del libro atestiguan el rigor de Freud, la angustia inherente al trabajo teórico, y el coraje intelectual del sabio. Freud se empeña en encontrar argumentos que apoyen su construcción teórica, tanto en lo que concierne a las pulsiones de muerte como a la compulsión de repetición que actúa en las pulsiones sexuales, a fin de fundamentar la idea del dominio final y general de las pulsiones de muerte. Retornando el reconocimiento inicial del principio de constancia como fundamento económico del principio de placer, ratifica la idea, enunciada por la psicoanalista inglesa Barbara Low (1877-1955), de un principio de nirvana. Le parece que éste expresa «la tendencia dominante de la vida psíquica, y quizá de la vida nerviosa en general; dice que apunta «a la reducción, a la constancia, a la supresión de la tensión de la excitación interior». Freud piensa encontrar en ese funcionamiento uno de los «motivos más poderosos para creer en la existencia de las pulsiones de muerte». Este recorrido, una vez más calificado de «especulación» por su autor, concluye con una evocación del Banquete de Platón, en el cual él cree poder discernir el enunciado de una primacía originaria de una pulsión destructora, cuyos efectos podrían ser atenuados, si no borrados, por la acción de las pulsiones sexuales. Este pasaje será comentado por Jacques Derrida en La Carte postale. Cansado de esta búsqueda de argumentos, Freud dice entonces con total claridad lo que piensa, lo que siente y lo que le parece esencial. Seguro de no haber convencido a nadie, confiesa que tampoco lo está él, pero de inmediato le niega a lo afectivo cualquier valor en la discusión científica. Lo esencial sigue siendo la curiosidad… y los riesgos que ella hace correr. Renunciando deliberadamente a lo que puede haber de intuitivo, e incluso de prejuicioso, en su trabajo, Freud sigue decidido a no ceder, precisando con humor que la autocrítica no le exige una especial «tolerancia con las opiniones distintas de la propia». En la medida en que el desarrollo de la biología amenazaba con destruir ese hermoso edificio especulativo, cabría preguntarse por qué razón Freud se dejó llevar a exponerlo al público. Sencillamente, responde, porque algunos de los vínculos y las relaciones descubiertas le han parecido «dignas de consideración». Por su altura y su tono, el último capítulo anuncia la firmeza de la que Freud dará pruebas más adelante, sobre todo en El malestar en la cultura y en el Esquema del psicoanálisis, frente a los ataques de los que iba a ser objeto esa proposición teórica. Empeñado en defender su punto de vista, precisa en algunas líneas, como si se tratara de un argumento olvidado, que, a diferencia de las pulsiones de vida, ruidosas en sus búsquedas, y peligrosas en razón de las tensiones internas que provocan, las pulsiones de muerte son silenciosas, y como tales más difíciles de localizar. Esta última observación le inspira una profesión de fe epistemológica que condena sin apelación las creencias cientificistas, dándole a este libro el último toque de esa modernidad a la cual no dejará de rendir homenaje una gran parte del pensamiento del siglo XX.