Diccionario de Psicología, letra M, Moisés y la religión monoteísta

Diccionario de Psicología, letra M, Moisés y la religión monoteísta

Obra de Sigmund Freud publicada en Amsterdam, en alemán, en 1939, con el titulo de Der Mann Moses und die monotheistische Religion. Drei Abhandlungen. Traducida por primera vez al francés por Anne Berman (1889-1979) en 1948 con el título de Moïse et le Monothéisme, y en 1986 por Cornélius Heim con el título de L’Homme Moise et la religion monothéiste. Trois essais. Traducido por primera vez al inglés en 1939 por Katherine Jones con el título de Moses and Monotheism, y en 1964 por James Strachey con el título de Moses and Monotehism. Three Essays. Libro del exilio, publicado simultáneamente en Amsterdam y Londres, el mismo año de la muerte de su autor, Moisés y la religión monoteista es una de las obras más audaces de Sigmund Freud, una de las más comentadas y la que, junto con Tótem y tabú, de la cual es la continuación lógica, provocó las más grandes polémicas entre los especialistas. Se trata de una obra maestra, y el historiador Salo Wittmayer Baron no se equivocó al calificarla, en el momento de su aparición, de «magnífico castillo suspendido en el aire», ni puntualizar que «Cuando un pensador de la estatura de Freud toma posición sobre un tema de interés vital para él, todo el mundo debe escucharlo». Desde mucho antes, a Freud lo obsesionó la figura del profeta que había sacado a su pueblo del letargo, imponiéndole leyes, señalándole la tierra prometida y promulgando los principios de una nueva espiritualidad. Ante el ascenso del antisemitismo, se preguntó una vez más cómo el judío se había convertido en judío, y por qué se había atraído un odio eterno. Pronto encontró un estilo y concibió un proyecto: escribir una «novela histórica». Al querer demostrar que Moisés había sido un egipcio, no deseaba chocar con el catolicismo austríaco, que protegía a los judíos del nazismo, ni desposeer simbólicamente al pueblo judío de su acontecimiento fundador (la salida de Egipto y el don de la Torah en el Sinaí), en el momento en que el régimen hitleriano comenzaba a perseguirlos. Los tres ensayos, publicados primero en forma de artículos, fueron reunidos en un libro una vez instalado Freud en Londres. En una carta a Lou Andreas-Salomés del 6 de enero de 1935, él resumió el contenido de su libro, concluyendo con las siguientes palabras: Las religiones deben su poder coactivo al retorno de lo reprimido, son reminiscencias de procesos arcaicos desaparecidos, sumamente efectivos en la historia de la humanidad. Ya he dicho esto en Tótem y tabú. Y lo condenso ahora en una fórmula: lo que hace fuerte a la religión no es su verdad real, sino su verdad histórica.» Freud abordó por primera vez la historia de Moisés a través de Roma y el catolicismo, al visitar en 1909 la iglesia de San Pietro in Vincoli, donde se encontraba la estatua esculpida por Miguel Ángel (1475-1564) para la tumba del papa Julio II: «Ninguna obra ha producido en mí un efecto más intenso». En 1914 publicó un artículo anónimo, en el cual invertía la interpretación clásica. La tradición veía en esta escultura la imagen de un Moisés que había bajado del Sinaí con las tablas de la Ley , y se disponía a arrojarlas al descubrir que su pueblo estaba adorando al becerro de oro. Ahora bien, a juicio de Freud, Miguel Ángel, por el contrario, había representado a un Moisés que se tragaba la cólera y aferraba las tablas contra su cuerpo porque corrían el riesgo de romperse. En efecto, el escultor había forjado un Moisés totalmente insólito. Pero en ese comentario Freud hablaba de otra cosa: señalaba su propia situación en la historia del movimiento psicoanalítico, y esto no dejaba de advertirlo nadie. Después de haber querido hacer de Carl Gustav Jung el garante de un psicoanálisis desjudaizado (para demostrarles a sus adversarios que no se trataba de una «ciencia judía»), cambió de actitud, reivindicando para su movimiento una ética de la fidelidad basada en un sentimiento de pertenencia a la judeidad. El artículo sobre Moisés traducía ese cambio y su ambivalencia respecto de su propia judeidad: ante la traición de los suyos, el profeta controla su cólera y salva la unidad de su pueblo en nombre de una nueva doctrina a la cual se consagraría en adelante. Pero, ¿qué doctrina? ¿En qué consiste la especificidad de ese monoteísmo judío que a lo largo de las edades induce semejante sentimiento de pertenencia, incluso aunque desaparezca cualquier huella de práctica religiosa? ¿Qué quiere decir ser judío cuando uno ya no profesa el judaísmo? En 1922, Ernst Sellin había publicado una obra que hizo mucho ruido: Moisés , y su significación para la historia israelita y judia. Historiador berlinés, especialista en la Biblia , pertenecía a la escuela exegética alemana. Siguiendo la tradición del protestantismo liberal, de la cual era uno de los representantes, pensaba que la predicación moral, resumida en los Diez Mandamientos, era la esencia misma de la revelación bíblica. También consideraba a Moisés el fundador de la religión de Israel. Partiendo de una lectura interpretativa de los libros de los profetas, Sellin sostenía que Moisés había sido víctima de un asesinato colectivo cometido por su pueblo, que rechazaba su mensaje y prefería el culto de los ídolos. Convertida en una tradición esotérica, la doctrina mosaica habría sido transmitida más tarde por un círculo de iniciados, cuyos sucesores habrían sido los profetas del siglo VIII a.C.: Oseas, Isaías, Amós, Miqueas. En este terreno debía nacer la fe de Jesús, también un profeta asesinado, y después el cristianismo. No se necesitaba tanto para fascinar a Freud, quien, en Tótem y tabú, había adoptado una tesis casi análoga. A esto se sumaba el tema de la nacionalidad egipcia de Moisés, afirmada por la tradición de la Aufklärung y por escritores, historiadores y egiptólogos deseosos de dar una interpretación histórica, y no ya religiosa, a la historia del profeta. Freud veía allí, por otra parte, la ilustración de sus hipótesis y de las de Otto Rank sobre la novela familiar. En el caso de Moisés, confirmaban su nacionalidad egipcia, e invertían la leyenda del niño encontrado: la «verdadera» familia era la del faraón, y la de los hebreos era la familia adoptiva. En lo esencial, el libro sostenía lo siguiente: el monoteísmo no era una invención judía sino egipcia, y el texto bíblico se limitó después a desplazar su origen hasta un tiempo mítico, atribuyendo su fundación a Abraham y sus descendientes. En realidad, se había originado con el faraón Amenhotep IV, creador de una religión basada en el culto del dios solar Atón. Para desterrar el culto antiguo, se hizo llamar Akhenatón. A continuación de él, Moisés, alto dignatario egipcio y partidario del monoteísmo, se puso a la cabeza de una tribu semita y le dio al monoteísmo una forma espiritualizada. Para distinguirla de las otras, introdujo el rito egipcio de la circuncisión, queriendo demostrar de tal modo que Dios habría «elegido», con esa alianza, al pueblo escogido por Moisés. Pero ese pueblo no soportó la nueva religión, mató al hombre que pretendía ser un profeta, y después reprimió el recuerdo del asesinato, el cual retornó con el cristianismo: El antiguo Dios -escribió Freud-, el Dios Padre, pasó al segundo plano. Ocupó su lugar el Cristo, su Hijo, como habría querido hacerlo en una época pasada cada uno de los hijos revelados: Pablo, el continuador del judaísmo, fue también su destructor. Si tuvo éxito, sin duda se debió en primer lugar a que, gracias a la idea de la redención, logró conjurar el espectro de la culpabilidad humana, y en segundo término porque abandonó la idea de que el pueblo judío era el pueblo elegido, y renunció al signo visible de esa elección: la circuncisión. De tal modo, la nueva religión pudo volverse universal y dirigirse a todos los hombres.» Una vez más, Freud narró en ese libro la historia de «su» descubrimiento del inconsciente, convertido en universal en virtud a la renuncia a cualquier anclaje en una religión electiva. Pero, aún más, expuso la historia de su relación ambivalente con su propia judeidad. Al desjudaizar a Moisés, demostraba que un creador o un fundador (en una palabra, un -gran hombre») es siempre un exiliado. Es extranjero en la ciudad, está en ruptura con su tiempo, o está dividido en su propio interior. Con esta condición puede invertir la tradición, superar la religión del padre, acceder a otra cultura, crear nuevas formas. Pero Freud fue aún más lejos, con riesgo de retomar como propia una tesis principal del antisemitismo. En efecto, afirmó que el odio a los judíos era alimentado por la creencia de estos últimos en la superioridad del pueblo elegido, y por la angustia de castración que suscitaba la circuncisión como signo de la elección. Según él, este rito apuntaba a ennoblecer a los judíos y a hacerles despreciar a los otros, los incircuncisos. Con el mismo enfoque, Freud tomó a la letra la queja principal del antijudaísmo, a saber: el rechazo de los judíos a admitir el ajusticiamiento de Dios. El pueblo judío se obstina en negar el asesinato del padre, y los cristianos no cesan de acusarlos de ser deicidas. Sin embargo, tendrían que añadir: «Nosotros (los cristianos) hemos hecho lo mismo, y desde entonces nos hemos redimido».» Freud concluía que ese rechazo exponía a los judíos al resentimiento de los otros pueblos: «Me atrevo a afirmar que incluso hoy en día los celos respecto del pueblo que se pretende hijo primogénito, favorito del Dios Padre, no han sido superados entre los otros. Después de haber sostenido que los judíos eran responsables del antijudaísmo de los cristianos, Freud explicó que el antisemitismo de las naciones modernas era un desplazamiento sobre los judíos de un odio al cristianismo: «Los pueblos que hoy en día se entregan al antisemitismo sólo tardíamente se han vuelto cristianos, y a menudo fueron obligados a ello mediante una coacción sangrienta. Se podría decir que todos están «mal bautizados»; bajo una tenue capa de cristianismo, siguen siendo lo que eran sus antepasados, con su pasión por un politeísmo bárbaro. No han superado su aversión a la nueva religión, sino que la han desplazado sobre la fuente de la que les ha llegado el cristianismo [ … ]. Su antisemitismo es en el fondo anticristianismo, y no es sorprendente que, en la revolución nacionalsocialista alemana, esta relación íntima de las dos religiones monoteístas encuentre una expresión tan clara en el tratamiento hostil del que una y otra son objeto.» La novedad del planteo freudiano consistía por lo tanto en sacar a luz las raíces inconscientes del antisemitismo, a partir del propio judaísmo, y no ya como un fenómeno exterior a él. Ésta era para Freud una manera de reencontrar la problemática de Tótem y tabú, cuya continuación era el Moisés. Si la sociedad había sido engendrada por un crimen cometido contra el padre, que puso fin al reino despótico de la horda salvaje, y después por la instauración de una ley que revalorizaba la figura simbólica del padre, el judaísmo tenía que haber seguido el mismo guión. Después de la muerte de Moisés, engendró al cristianismo, basado en el reconocimiento de la culpa: el monoteísmo era entonces la historia interminable de la instauración de esa ley del padre sobre la cual Freud erigía toda su doctrina de la prohibición del incesto y del Edipo. Por otra parte, al punto de haber olvidado citar, en su obra de 1939, el artículo que Karl Abraham, su discípulo más fiel, había dedicado a Amenhotep IV. Ese texto de 1912 presentaba la religión del faraón como una reforma de la herencia paterna, suscitada esencialmente por una influencia materna, la de la madre de Amenhotep. El olvido de ese detalle, ¿no remitía al gran debate que oponía el kleinismo y el annafreudismo clásico desde la década de 1920? Freud había obedecido el mandato de volver a la Biblia y a la religión de sus padres. Pero, lejos de adoptar la solución de la conversión como respuesta al antisemitismo, se redefinió como un «judío sin Dios». Sin ceder al auto-odio judío, separó al judaísmo del sentimiento de la judeidad propio de los judíos incrédulos que rechazaban la Alianza y la elección. En el momento mismo en que desjudaizaba a Moisés, le asignaba a la judeidad, comprendida como esencia y pertenencia, una posición de eternidad. Ese sentimiento, en virtud del cual un judío sigue siendo judío en su subjetividad, aunque sea incrédulo, era una experiencia personal del propio Freud, y él no vaciló en asemejarlo a una herencia filogenética. Como en Tótem y tabú, y deseando siempre contar con un modelo biológico, se basó en la tesis denominada neolamarckiana de la herencia de los caracteres adquiridos para afirmar que la judeidad se transmitía de generación en generación «por los nervios y la sangre», es decir, por la vía de un inconsciente hereditario. Tomada por Darwin al evolucionismo lamarckiano, la tesis de la herencia de los caracteres adquiridos había sido invalidada por August Wiesmann (1834-1914), desde fines del siglo XIX, y definitivamente abandonada en 1930. Para fundar el principio de su judeidad perpetua y transmisible, Freud enfrentaba no sólo a toda la ciencia de su época, sino incluso a su propia concepción del inconsciente. Ubicado bajo el signo de la pasión, este testamento del gran hombre dio lugar a múltiples interpretaciones contradictorias y a menudo extravagantes. Se perfilaron tres orientaciones principales. La primera, debida a David Bakkan, inscribe la doctrina freudiana en la tradición de la laicización de la mística judía; la segunda, que va desde Marthe Robert (1916-1996) hasta Peter Gay, presenta, por el contrario, a un Freud ateo, descentrado de su judeidad y víctima de la doble problemática de la disidencia spinoziana y la integración a la cultura alemana. Finalmente la tercera, más interpretativa (llse Grubrich-Simitis), sitúa el Moisés como un sueño diurno que ayudó a Freud a superar la angustia causada por las persecuciones nazis. En 1991, el historiador Yosef Hayim Yerushalmi se consagró a «la escucha de Freud» para publicar el comentario más erudito y más completo sobre esta obra. Allí, subraya que Freud hizo del psicoanálisis la prolongación de un judaísmo sin Dios: una judeidad «interminable».