Ecritos de Lacan: La instancia de la letra en el inconsciente o la razón desde Freud

Ecritos de Lacan: La instancia de la letra en el inconsciente o la razón desde Freud

Niños en manillas.

Oh ciudades del mar, veo en vosotras a vuestros ciudadanos hombres y mujeres con los brazos y las piernas estrechamente atados con sólidos lazos por gentas que no comprenderán vuestro lenguaje y solo entre vosotros podréis exhalar con quejas lagrimeantes, lamentaciónes y su suspiros, vuestros dolores y vuestras añoranzas de la libertad perdida. Porque aquellos que os atan no comprenderán vuestra lengua cómo tampoco vosotros los comprenderéis.

LEONARDO DA VINCI Cuadernos.
Si el tema de este volumen 3 de La Psychanalyse pedía de mi esta colaboración, debo a esta deferencia, por lo que se verá, el introducirla situándola entre lo escrito y el habla estará a medio camino.

Lo escrito se distingue en efecto por una preeminencia del texto, en el sentido que se verá tomar aquí a ese factor del discurso, lo cual permite ese apretamiento que a mi juicio no debe dejar al lector otra salida que la de su entrada, la cual yo prefiero difícil. No será este pues un escrito a mi juicio.

La propiedad que concedo al hecho de alimentar mis lecciones de examinarlo con un aporte inédito cada vez, me ha impedido hasta ahora dar semejante texto, salvo para alguna de ellas, por lo demás cualquiera en su continuidad, y al que aquí sólo es válido referirse para la escala de su tópica.

Pues Ia urgencia de que hago ahora pretexto para abandonar ese punto de vista no hace sino reeabrir la dificultad de que, de sostenerla en la escala en que debo aquí presentar mi enseñanza, se aleje demasiado de la palabra, cuyas medidas diferentes son esenciales para el efecto de formación que busco

Por eso he tomado este sesgo de una charla que me fué pedida en ese instante por el grupo de filosofía de la Federación de los estudiantes de letras para buscar en éI el acomodo propicio a mi exposición; su generalidad necesaria encuentra cómo armonizarse con el carácter extraordinario de su auditorio, pero su objeto único encuentra la connivencia de su calificación común, la literatura, a la cual mi título rinde homenaje

¿Cómo olvidar en efecto que Freud mantuvo constantemente y hasta su final la exigencia primera de esa calificación para la formación de los analistas, y que designó en la universitas litterarum de  siempre el lugar ideal para su institución?

Así el recurso al movimiento restituido en caliente de ese discurso marcaba por añadidura, gracias a aquellos a quienes lo destino, a aquellos a quienes no se dirige.

Quiero decir: ninguno de aquellos que, sea por la finalidad que sea en psicoanálisis, toleran que su disciplina se haga valer por alguna falsa identidad.

Vicio habitual y tal en su efecto mental que incluso la verdadera puede parecer una coartada entre otras, de la que se espera por lo menos que su redoblamiento refinado no escape a los más sutiles.

Así es cómo se observa con curiosidad el viraje que se inicia en lo que respecta a la simbolización y el lenguaje en el Int. J. Psychoanal., con gran despliegue de dedos, húmedos removiendo los folios de Sapir y de Jespersen. Estos ejercicios son todavía novicios, pero sobre todo les falta el tono. Cierta seriedad hace sonreír al entrar en lo verídico.

E incluso ¿cómo un psicoanalista de hoy no se sentiría llegado a eso, a tocar la palabra, cuando su experiencia recibe de ella su instrumento, su marco, su material y hasta el ruido de fondo de sus incertidumbres?

I. El Sentido de la letra

Nuestro título da a entender que más allá de esa palabra, es toda la estructura del lenguaje lo que la experiencia psicoanalítica descubre en el inconsciente. Poniendo alerta desde el principio al espíritu advertido sobre el hecho de que puede verse obligado a revisar, Ia idea de que el inconsciente no es sino la sede de los instintos.
Pero esa letra, ¿Cómo hay que tomarla aquí? Sencillamente  al pie de la letra.
Designamos cómo letra ese soporte material que el discurso concreto toma del lenguaje.
Esta simple definición supone que el lenguaje no se confunde con las diversas funciones  somáticas   psíquicas que le estorban en el sujeto hablante.
Por la razón primera de que el lenguaje con su estructura preexiste a la entrada que hace en él cada sujeto en un momento de su desarrollo mental.

Notemos que las afasias, causadas por lesiones puramente anatómicas de los aparatos cerebrales que dan a esas funciones su centro mental, muestran en su conjunto repartir sus déficit según las dos vertientes del efecto significante de lo que llamamos aquí la letra, en la creación de la significación. Indicación que se aclarará con lo que sigue.

Y también el sujeto, si puede parecer siervo del lenguaje, lo es mas aun de un discurso en el movimiento universal del cual su lugar está ya inscrito en el momento de su nacimiento, aunque sólo fuese bajo la forma de su nombre propio.

La referencia a la experiencia de la comunidad como a la sustancia de ese discurso no resuelve nada. Pues esa experiencia toma su dimensión esencial en la tradición  que instaura ese discurso. Esa tradición, mucho antes de que se instale en ella el drama histórico, funda las estructuras elementales de la cultura. Y esas estructuras mismas revelan una ordenación de los intercambios que, aun cuando fuese inconsciente, es inconcebible fuera de las permutaciones que autoriza el lenguaje.

De donde resulta que la dualidad etnográfica de la naturaleza y de la cultura está en vías de ser sustituida por una concepción ternaria: naturaleza, sociedad y cultura, de la condición humana cuyo  último término es  muy posible que se redujese al lenguaje, o sea a lo que distingue esencialmente a la sociedad humana de las sociedades naturales.

Pero no tomaremos aquí partido ni punto de partida, dejando en sus tinieblas a las relaciones originales del significante y del trabajo, Contentándonos, para  deshacernos con un rasgo de ingenio de la función general de la praxis en la  génesis de la historia, con señalar que la sociedad misma que pretende haber restaurado en su derecho político con el privilegio de los productores la jerarquía causatoria de las relaciones de producción respecto de las superestructuras ideológicas, no ha dado a luz por eso un esperanto cuyas relaciones con lo real socialista hubiesen puesto desde su raíz fuera del debate toda posibilidad de formalismo literario.

Por su parte confiaremos únicamente en las premisas, que han visto su precio confirmado por el hecho de que el lenguaje conquistó allí efectivamente en la experiencia su estatuto de objeto científico.

Pues este es el hecho por el cual la lingüística se presenta en posición de piloto en ese dominio alrededor del cual una nueva clasificación de las deudas señala, cómo es Ia regla, una revolución del conocimiento: las necesidades de la comunicación son las únicas que nos lo hacen inscribir en el capítulo de este volumen bajo el título de «ciencias del hombre», a pesar de la confusión que puede disimularse en ello.

Para señalar la emergencia de la disciplina lingüística, diremos que consiste, caso que es el mismo para toda deuda en el sentido moderno, en el momento constituyente de un algoritmo que la funda. Este algoritmo es el siguiente:
S
s
que se lee así: siginificante sobre significado, el «sobre» responde a la barra que  separa sus dos etapas.

El signo escrito así merece ser atribuido a Ferdinand de Saussure, aunque no se reduzca estrictamente a esa forma en ninguno de los numerosos esquemas bajo los cuales aparece en Ia impresión de las lecciones diversas de los tres cursos de los años,1906-1907, 1908-1909, 1910-1911, que la piedad de un grupo de sus, discípulos reunió bajo el título de Curso de lingüística general: publicación primordial para transmitir una enseñanza digna de ese nombre, es decir que no puede ser detenida sino sobre su propio movimiento.
Por eso es legítimo que se le rinda homenaje por la formalización
S
s
en la que se caracteriza en la diversidad de las escueIas la etapa moderna de la lingüística.

La temática de esta ciencia, en efecto, está suspendida desde ese momento de la posición primordial del significante y del significado cómo ódenes distintos y separados inicialmente por una barrera resistente a la significación.

Esto es lo que hará posible un estudio exacto de los lazos propios del significante y de la amplitud de su función en la génesis del significado.

Pues esta distinción primordial va mucho más allá del debate sobre lo arbitrario del signo, tal cómo se ha elaborado desde la reflexión antigua, e incluso del callejón sin salida experimentado desde la misma época que se opone a la corresponciencia biunívoca de la palabra con la cosa, aun cuando fuese en el acto del nombrar. Y esto en contra de las apariencias tal cómo Ias presenta el papel imputado al índice que señala un objeto en el aprendizaje por el sujeto infans de su lengua materna o en el empleo de los métodos escolares llamados concretos para  el estudio de Ias lenguas extranjeras.

Por este camino las cosas no pueden ir más allá de la demostración de que no hay ninguna significación que se sostenga si no es por la referencia a otra significación: llegando a tocar en caso extremo la observación de que no hay lengua existente para la cual se plantee la cuestión de su insuficiencia para cubrir el campo del significado, ya que es un efecto de su existencia de lengua el que responde a todas las necesidades. Si nos ponemos a circunscribir en el lenguaje la constitución del objeto, no podremos sino comprobar que sólo se encuentra al nivel del  concepto, muy diferente de cualquier nominativo, y que la cosa, reduciéndose muy evidentemente al nombre, se quiebra en el doble radio divergente de la causa en la que se ha refugiado en nuestra lengua y de la nada (rien) a la que abandonó en francés su ropaje latino (rem, cosa).

Estas consideraciones, por muy existentes que sean para el filósofo, nos desvían del lugar desde donde el lenguaje nos  interroga sobre su naturaleza. Y nadie dejará de fracasar si sostiene su cuestión, mientras no nos hayamos desprendido de la ilusión de que el significante responde a la función de representar al significado, o digamos mejor: que el significante deba responder de su existencia a título de una significación cualquiera.

Pues incluso reducida a esta úItima fórmula, la herejía es la misma. Ella es la que conduce al lógico-positivismo en la búsqueda del sentido del sentido, del meaning of meaning como denominan, en la lengua en la que sus fervientes se revuelcan, a su objetivo. De donde se comprueba que el texto más cargado de sentido se resuelve ante este análisis en insignifcantes bagatelas, y sólo resisten sus algoritmos matemáticos que, por su parte, cómo es justo, no tienen ningún sentido .

Queda el hecho de que el algoritmo S/s si no podemos sacar de éI más que la noción del paralelismo de sus términos superior e inferior, cada uno tomado únicamente en su globalidad, seguiría siendo el signo enigmático de  misterio total. Lo cual por supuesto no es el caso.

Para captar su función empezaré por producir la ilustración errónea con la cual  se introduce clásicamente su uso, donde se ve hasta qué punto favorece la dirección antes indicada como errónea.

La sustituiré para mis oyentes por otra, que sólo podía considerarse cómo más correcta por exagerar en la dimensión incongruente a la que el psicoanalista no ha renunciado todavía del todo, con el sentimiento justificado de que su conformismo  solo tiene precio a partir de ella. Esa otra es la siguiente:

donde se ve que, sin extender demasiado el alcance del significante interesado en la experiencia, o sea redoblando únicamente la especie nominal solo por la yuxtaposición de dos términos cuyo sentido complementario parece deber consolidarse por ella, se produce la sorpresa de una precipitación del sentido inesperada: en la imagen de las dos puertas gemelas que simbolizan, con el lugar excusado ofrecido al hombre occidental para satisfacer sus necesidades naturales fuera de su casa, el imperativo que parece compartir con la gran mayoría de las comunidades primitivas y que somete su vida pública a las leyes de la segregación urinaria.

Esto no es solo para dejar patidifuso mediante un golpe bajo al debate nominalista, sino para mostrar cómo el significante entra de hecho en el significado: a saber, bajo una  forma que, no siendo inmaterial, plantea la cuestión de su lugar en la realidad. Pues, de tener que acercarse a las pequeñas placas esmaltadas que lo soportan, la mirada paseante de un miope tendría tal vez justificación para preguntar si es efectivamente ahí donde hay que ver el significante, cuyo significado en este caso recibiría de la doble y solemne procesión de la nave superior los honores últimos.

Pero ningún ejemplo construido podría igualar el relieve que se encuentra en la vivencia de la verdad. Con lo cual no tengo por qué estar descontento de haber forjado éste: puesto que desperté en la persona mas digna de mi fe ese recuerdo de su  infancia que, llegado así felizmente a mi alcance, se coloca perfectamente aquí.

Un tren llega a la estación. Un muchachito y una niña, hermano y hermana, en un compartimiento están sentados el uno frente a la otra del lado en que la ventanilla que da al exterior deja desarrollarse la vista de los edificios del andén a lo largo del cual se detiene el tren «¡Mira, dice el hermano, estamos en Damas! -imbécil, contesta la hermana, ¿no ves que estamos en Caballeros?»

Aparte de que en efecto los rieles en esta historia materializan Ias barras del algoritmo  saussureano bajo una forma bien adecuada para sugerir que su resistencia pueda ser de otra clase que dialéctica, sería necesario, y ésta es sin duda la imagen que conviene, no tener los ojos enfrente de los agujeros para embrollarse sobre el lugar respectivo del significante y del significado y no seguir hasta el centro radiante desde donde el primero viene a reflejar su luz en la tinieblas de las significaciones inacabadas.

Porque va a traer la Disención, únicamente animal y condenada al olvido de las brumas naturales, al poder sin medida, implacable a las familias y acosador a los dioses, de la guerra ideológica. Caballeros y Damas serán desde ese momento para esos  dos niños dos patrias hacia las que sus almas  tirarán cada una con un ala divergente, y sobre Ias cuales les será tanto más  imposible  pactar cuanto que, siendo en verdad la misma, ninguna podría ceder en cuanto a la preeminencia de la una sin atentar a la gloria de la otra.

Detengámonos aquí. Parece la historia de Francia. Más humana, cómo es, justo, para ser evocada aquí que la de Inglaterra, condenada a zarandearse de la Punta Gruesa a la Punta Fina del huevo del decano Swift.

Queda por concebir que estribo y qué corredor debe atravesar la S del significante visible aquí en los plurales con los que centra sus acogidas más allá de la ventanilla para llevar su codo hasta las canalizaciones por donde, como el aire caliente y el aire frío, la indignación y el desprecio vienen a soplar más acá.
Una cosa es segura y es que esa entrada en todo caso no debe implicar ninguna sigificación del aigoritno S/s con su barra Ie conviene.

Pues el algoritmo, en cuanto que éI mismo no es sino pura función del significante, no puede revelar sino una estructura del significante a esa transferencia. Ahora bien, la estructura del significante es, como se dice corrientemente del lenguaje, que sea articulado.  

Esto quiere decir que sus unidades, se parta de donde se parta para dibujar sus imbricaciones recíprocas y sus englobamiemtos crecientes, están sometidas a la doble condición de reducirse a elementos diferenciales últimos y de componerlos según las leyes de un orden cerrado.

Estos elementos, descubrimiento decisivo de la lingüística, son los fonemas, en los que no hay que buscar ninguna constancia fonética en la variabilidad modulatoria a la que se aplica ese término, sino el sistema sincrónico de los acoplamientos diferenciales, necesarios para el discernimiento de los vocablos en una lengua dada. Por lo cual se ve que un elemento esencial en el habla misma estaba predestinado a moldearse en los caracteres móviles que, Didots o Garamonds, atascados en las casas, presentifican válidamente lo que llamamos la letra, a saber la estructura esencialmente localizada del significante.

Con la segunda propiedad del significante de componerse según las Ieyes de un orden cerrado, se afirma la necesidad del sustrato topoíógico del que da una aproximación el término de cadena significante que yo utilizo ordinariamente anillos cuyo collar se sella en el anillo de otro collar hecho de anillos.

Tales son las condiciones de estructura que determinan -como gramática- el orden de las imbricaciones constituyentes del significante hasta la unidad inmediatamente superior a la frase; como léxico, el orden de los englobamientos constituyentes del significante hasta la locución verbal.

Es fácil, en los límites en que se detienen estas dos empresas de aprehensión del uso de una lengua, darse cuenta de que solo las correlaciones del significante al significane dan en ella el patrón de toda búsqueda de significación, cómo lo señala la noción de empleo de un taxema o de un antema, la cual remite a contextos del grado exactamente superior a las unidades interesadas.  

Pero no porque Ias  empresas de la gramática y del léxico se agoten en cierto Iimite hay que pensar que la significación reina más allá sin competencia. Sería un error.

Porque el significante por su naturaleza anticipa siempre el sentido desplegando en cierto modo ante el mismo su dimensión, Como se ve en el nivel de la frase cuando se la interrumpe antes del término signiacativo: Yo nunca.., En todo caso…. Aunque tal vez… No por eso tiene menos, sentido, y tanto mas oprimente cuanto que se basta para hacerse esperar .

Pero no es diferente el fenómeno que, hacíendola aparecer con eI único retroceso de un pero  bella cómo la Sulamita, honesta como la rosera, viste y prepara a la negra para las nupcias y a la pobre para la subasta.

De donde puede decirse que es en la cadena del significante donde el sentido insiste, pero que ninguno de los elementos de la cadena consiste en la significación de la que es capaz en el momento mismo.

La noción de un deslizamiento incesante del significado bajo el significante se impone pues -la cual F. de Saussure ilustra con una  imagen que se parece a las dos sinuosidades de las Aguas superiores e inferiores en las miniaturas de los manuscritos del Génesis. Doble flujo donde la ubicación parece delgada por las finas rayas de lluvia que dibujan en ella las líneas de puntos verticales que se supone  qué limitan segmentos de correspondencia.

Contra esto va toda la experiencia que me hizo hablar, en un momento dado de mi seminario sobre las psicosis, de las «bastas de acolchado» requeridas por ese  esquema para dar cuenta de la dominancia en la  transformación drástica que el diálogo puede operar en el sujeto.

Pero Ia linealidad que F. de Saussure considera como constituyente de Ia cadena del discurso conforme a  su emisión por una sola voz, y a la horizontal en que se inscribe en nuestra escritura, si es en efecto necesaria  no es suficiente. No se impone a Ia cadena del discurso sino en Ia dirección en que está orientada en el tiempo, estando incluso tomada allí cómo factor significante en todas las que [el plato golpea el vaso] invierte su tiempo al  invertir sus términos.

Pero basta con escuchar la poesía, cómo era sin duda el caso de F. de Saussure, para que se haga escuchar en ella una polifonía y para que todo discurso muestre  alinearse sobre los varios pentagramas de una partitura.

Ninguna cadena significante, en efecto, que no sostenga como pendiendo de la puntuación de cada una de sus unidades todo lo que se articula de contextos atestiguados, en la vertical, si así puede decirse, de ese punto.

Así es cómo, para  volver a nuestra palabra: arbre («árbol»), no ya en su aislamiento nominal, sino en el término de una de estas  puntuaciones, veremos que no es únicamente a favor del hecho de que la palabra barre «barra» es su anagrama, como traspone la barra del algoritmo saussureano.

Pues descompuesta en el doble espectro de sus vocales y de sus consonantes llama  con el roble y con el plátano a las significaciones con que se carga bajo nuestra flora, de fuerza y de majestad. Drenando todos los contextos simbólicos en los que es tomado en el hebreo de la Biblia, yergue en una colina sin frondas la sombra de  su cruz. Luego se reduce a la Y mayúscula del signo de la dicotomía que, en la imagen que historia el escudo de armas, no debería nada al árbol, por muy genealógico que se pretenda: Arbol circulatorio, árbol de vida del cerebelo, árbol de Saturno  o de Diana, cristales precipitados en un árbol conductor del rayo, ¿es vuestra figura la que traza nuestro destino en la escama quemada de la tortuga, o vuestro relámpago el que hace surgir de una innumerable noche esa lenta mutación del ser en el «En IIanta»»  del lenguaje:
¡No!, dice el Arbol, dice: ¡No! en el centelleo
De su cabeza soberbia

versos que consideramos tan legítimos escuchados en los harmónicos del árbol como su inverso:
Que la tempest trata universalmente
como lo hace con una hierba

Pues esta estrofa moderna, se ordena  según la misma ley del paralelismo del significante, cuyo concierto rige la primitiva gesta eslava y la poesía china más refinada.

Como se ve en el modo común del ente donde  son escogidos  el árbol y la hierba, para que en ellos advengan los signos de contradicción del: decir »¡No!» y del: tratar cómo, y que a través del contraste categórico del particularismo de la soberbia con el universalmente de su reducción, termina en la condensación  de la cabeza y de la tempestad el indiscernible centelleo del instante eterno.  

Pero todo ese significante, se dirá, no puede operar sino estando presente en el sujeto. A esto doy ciertamente satisfacción suponiendo que ha pasado al nivell del significado.

Porque lo que importa no es que el sujeto oculte poco o mucho de ello. (Si CABALLEROS y  DAMAS estuviesen escritos en una lengua desconocida para el muchachito y la niña, su discusión no sería por ello sino más exclusivamente discusión de palabras, pero no menos dispuesta por ella a cargarse de significación).

Lo que descubre esta estructura de la cadena significante es la posibilidad qué tengo, justamente en la medida en que su lengua me es común con otros sujetos, es decir en que esa lengua existe de utilizarla para dignificar muy otra cosa que lo que ella dice. Función más  digna  de subrayarse en la palabra que la de disfrazar el pensamiento (casi siempre indefinible) del sujeto: a saber, la de indicar el lugar de ese sujeto en la búsqueda de lo verdadero.

Me basta en efecto con plantar mi árbol en la locución: trepar al árbol, e incluso con proyectar sobre él la iluminación irónica que un contexto de descripción da a la palabra: enarbolar, para no dejarme encarcelar en un comunicado cualquiera de los hechos, por muy oficial que sea, y, si conozco la verdad, daría a entender a pesar de todas las censuras  entre líneas por el único significante que pueden constituir mis acrobacias a través de las ramas del árbol, provocativas hasta lo burlesco o únicamente sensibles a un ojo ejercitado, según que quiera ser entendido por Ia muchedumbre o por unos pocos.

La función propiamente significante que se describe así en el lenguaje tiene un nombre Este nombre, lo hemos aprendido en nuestra gramática infantil en la página final donde la sombra de Quintiliano, relegada en un fantasma de capítulo para hacer escuchar últimas consideraciones sobre el estilo, parecía precipitar su voz bajo la amenaza del gancho.

Es entre las figuras de estilo o tropos, de donde nos viene el verbo trobar, donde  se encuentra efectivamente ese nombre. Ese nombre, es la metonimia.

De la cual retendremos, únicamente el ejemplo que allí se daba: treinta velas Pues Ia inquietud que provocaba en nosotros por el hecho de que la palabra «barco» que se esconde allí pareciese desdoblar  en presencia por haber podido, en el resarcimiento mismo de este ejemplo, tomar su sentido figurado, velaba menos esas ilustres velas que la definición que se suponía que ilustraban.

La parte tomada por el todo, nos decíamos efectivamente, si ha de tomarse en sentido real, apenas nos deja una idea de lo que hay que entender de la importancia de la flota que esas treinta velas sin embargo se supone que evalúan: que un barco sólo tenga una vela es en efecto el caso menos común.

En lo mal se ve que la conexión del barco y de la vela no  está en otro sitio que en el significante y que es en esa conexión, palabra a palabra donde se apoya la metonimia.

Designaremos  con ella la primera  vertiente del campo efectivo, que constituye el significante, para que el sentido tome allí su lugar.

Digamos  la otra. Es la metáfora. Y vemos a ilustrarla enseguida: el diccionario Quillet me  ha parecido apropiado para proporcionar una muestra que  no fuese sospechosa de haber sido seleccionada, y no busqué su relleno más allá del verso bien conocido de Victor Hugo:  
Sa gerbe de n’était pas avare ni haineuse….
bajo el aspecto del cual presenté  la metáfora en el momento adecuado de mi seminario sobre Ias  psicosis.

Diríamos que la poesía  moderna y la escuela y la escuela surrealista nos han hecho dar aquí un gran paso, demostrando que toda conjunción de dos significantes sería equivalente para constituir una metáfora, si la condición de la mayor disparidad de las imágenes significadas no se exigiese para la producción de la chispa poética, dicho de otra manera para que la creación metafórica tenga lugar.

Ciertamente esta posición radical se funda sobre una experiencia llamada de escritura automática, que no habría sido intentada sin la seguridad que sus pioneros tomaban del descubrimiento freudiano. Pero sigue estando marcada de confusión porque su doctrina es falsa.

La chispa creadora de la metáfora no brota por poner en presencia dos imágenes, es decir dos significantes igualmente actualizados. Brota entre dos significantes de los cuales uno se ha sustituido al otro tomando su lugar en la cadena significante, mientras el significante oculto sigue presente por su conexión (metonímica) con el resto de la cadena.

Una palabra por otra, tal es la fórmula de la metáfora, y si sois poeta, producirais, como por juego, un surtidor continuo, incluso un tejido deslumbrante de metáforas. No teniendo además el efecto de embriaguez del diálogo que Jean Tardieu compuso bajo este título, sino gracias a la demostración que se opera en éI de la Superfluidad radical de toda significación para una representación convincente de la comedia burguesa.

En el verso de Hugo, es manifiesto que no brota la menor Iuz por la aseveración de que una gavilla no sea avara ni tenga odio, por la razón de que no se trata de que tenga el mérito cómo tampoco el demérito de esos atributos, siendo el uno y el otro junto con ella misma propiedades de Booz que los ejerce disponiendo de ella, sin darle parte en sus sentimientos.

Si una gavilla remite a Booz, lo cual sin embargo es efectivamente el caso, es por sustituirse a éI en la cadena significante, en el lugar mismo que lo esperaba, por haber sido realzada en un grado gracias a la escombra de la avaricia y del odio. Pero entonces es de Booz de quien la gavilla ha hecho ese lugar neto, relegando cómo lo está ahora en las tinieblas del fuera donde la avaricia y el odio lo alojan en el hueco de su negación.

Pero una vez que su gavilla ha usurpado así su lugar, Booz no podría regresar a él, ya que el frágil hilo de la pequeña palabra su que lo une a él es un obstáculo mas para ligar ese retorno con un título de posesión que lo retendría en el seno de la avaricia y del odio. Su generosidad afirmada se ve reducida al menos que nada por la munificencia de la gavilla que, por haber sido tomada de la naturaleza, no conoce nuestra reserva y nuestros rechazos, e incluso en su acumulación sigue siendo pródiga para nuestra medida.    

Pero si en esta profusión el donador ha desaparecido con el don, es para resurgir en lo que radica la figura en la que se ha anonadado. Pues es la irradiación de la fecundidad -que anuncia la sorpresa que celebra el poema, a saber, la promesa que el viejo va a recibir en un contexto sagrado de su advenimiento a la paternidad.

Es pues entre el significante del  nombre propio de un hombre y el que lo cancela metafóricamente donde se produce la chispa poética, aquí tanto más eficaz para realizar la significación de la paternidad cuanto que reproduce el acontecimiento mítico en el que Freud reconstruyó la andadura, en el inconsciente de todo hombre, del misterio paterno.

La metáfora moderna no tiene otra estructura. Por lo cual esta jaculatoria:
L’amour est un caillou riant dans le soleil,
recrea el amor en una dimensión que pude decir que me parecía sostenible, contra su deslizamiento siempre inminente en el espejismo de un altruismo narcisista.

Se ve que la metáfora se coloca en el punto preciso donde el sentido se produce en el sinsentido, es decir en ese paso del cual Freud descubrió que, traspasado a contrapelo, da lugar a esa palabra (mot) que en francés es «le mot», por excelencia [palabra o frase ingeniosa], la palabra que no tiene allí más patronazgo que el significante del espíritu o ingenio, y donde se toca el hecho de que es su destino mismo lo que el hombre desafía por medio de la irrisión del significante.

Pero para regresar desde aquí, ¿qué encuentra el hombre en la metonimia, si ha de ser algo más que el poder de rodear los obstáculos de la censura social? Esa forma que da su campo a la verdad en  su opresión, ¿no manifiesta acaso alguna servidumbre inherente a su presentación?

Se leerá con provecho el libro donde Léo Strauss, desde tierra clásica para ofrecer su asilo a los que han escogido Iibertad, medita sobre las relaciones del arte de escribir con persecución. Circunscribiendo allí de la manera más estrecha la especie de con naturalidad que liga a este arte con esta conexión, deja percibir ese algo que impone aquí su forma, en efecto de la verdad sobre el deseo.

Pero  ¿no sentimos acaso desde hace un momento que, por haber seguido los caminos de la letra para alcanzar la  verdad freudiana, ardemos, que su fuego se prende por doquier?

Sin duda la letra mata, cómo dicen, cuando el espíritu vivifica. No lo negamos, habiendo tenido que saludar aquí en algún sitio a una noble víctima del error de buscar en la letra, pero  preguntamos también cómo viviría sin la letra el espíritu. Las pretensiones del espíritu sin embargo permanacerían irreductibles si la letra no hubiese dado pruebas de que produce todos sus efectos de verdad en el hombre, sin que el espíritu intervenga en ello lo más mínimo.
Esta  revelación, fue a Freud a quien se le presentó, y su descubrimiento lo llamó el inconsciente.

II. La letra en el inconsciente
La obra completa de Freud nos presenta una página de cada tres de referencias filológicas, una página te cada dos de  referencias lógicas, y en todas partes una aprehensión dialéctica  de la experiencia, ya que la analítica del lenguaje refuerza en él más aun sus proporciones a medida que el inconsciente queda  más directamente interesado.

Así es cómo en La interpretación de  los sueños no se trata todas las páginas sino de lo que llamamos la letra del discurso  en su textura, en sus empleos, en su inmanencia a la materia en cuestión. Pues ese trabajo abre con la obra su camino  hacia el inconsciente. Y nos lo advierte Freud, cuya confidencia sorprendida cuando lanza ese libro hacia nosotros en los primeros días de este siglo,  no hace sino confirmar lo que éI proclamó  hasta el final: en ese jugarse el todo por el todo de  su mensaje está el todo de su descubrimiento.

La primera cláusula articulada desde el capítulo liminar, porque su exposición no puede sufrir retraso, es que el sueño es un rébus. Y Freud estipula acto seguido que hay que entenderlo, como dije antes, al pie de la letra. Lo cual se refiere a la instancia en el sueño de esa misma estructura literante (dicho de otra manera, fonemática) donde se articula y analiza el significante en el discurso. Tal como las figuras no naturales del barco sobre el tejado o del hombre con cabeza de coma expresamente evocadas por Freud, las imágenes del sueño no han de retenerse si no es por su valor de significante, a decir por lo que permiten deletrear del «proverbio» propuesto por el rébus del sueño. Esta estructura de lenguaje que hace posible la operación de la lectura, está en el principio de la significación del sueño, de la Traumdeutung.

Freud ejemplifica de todas las maneras posibles que ese valor de significante de la imagen no tiene nada que ver con su significación, poniendo en juego los jeroglíficos de Egipto en los que sería ridículo deducir de la frecuencia del buitre que es un aleph, o del pollito que es un vau, para señalar una forma del verbo ser y los plurales, que el texto interese en cualquier medida a esos especímenes ornitológicos.  Freud encuentra cómo referirse a ciertos empleos del significante en esa ecritura, que están borrados en la nuestra, tales cómo el empleo del determinativo, añadiendo el exponente de una figura categórica a la figuración literal de un término verbal, pero es para conducirnos mejor al hecho de que estamos en la escritura donde incluso el pretendido «ideograma» es una letra.

Pero no se necesita la confusión corriente sobre ese término para que en el espíritu del psicoanalista que no tiene ninguna formación lingüística prevalezca el prejuicio de un simbolismo que se deriva de la analogía natural, incluso de la imagen coaptativa del instinto. Hasta tal punto que, fuera de la escuela francesa que lo remedia, es sobre la Iínea: ver en el poso del café no es leer en los joroglíficos, sobre la que tengo que recordarle sus principios a una técnica cuyas vías nada podría justificar sino el punto de mira del inconsciente.

Hay que decir que esto sólo es aceptado trabajosamente y que el vicio mental denunciado más arriba goza de tal favor que es de esperarse que el psicoanálisis  de hoy admita que decodifica, antes que resolverse a hacer con Freud las escalas necesarias (contemplen de este lado la estatua de Champollion, dice el guía) para comprender que descifra: lo cual se distingue por el hecho de que un criptograma sólo tiene todas sus dimensiona cuando es el de una lengua perdida.
Hacer estas escalas no es sin embargo más que continuar en la Traumdeutung.

La Entstellung, traducida: transposición, en la que Freud muestra la precondición general de la función del sueño, es lo que hemos desiginado más arriba  en Saussure cómo el deslizamiento del significado bajo el significante, siempre en acción (inconsciente, observémoslo) en el discurso.

Pero las dos vertientes de la incidencia del significante sobre el significado vuelven a encontrarse allí.

La Verdichtung, condensación, es la estructura de sobreimposición de los significantes donde toma su campo la metáfora, y cuyo nombre, por condensar en sí mismo la Dichtung, indica la connaturalidad del mecanismo a la poesía, hasta el punto de que envuelve la función propiamente tradicional de ésta.

La Verchiebung  o desplazamiento es, más cerca del término alemán, ese viraje de la significación que la metonimia demuestra y que, desde su aparición en Freud, se presenta cómo el medio del inconsciente más apropiado para burlar a la censura.

¿Qué es lo que distingue a esos dos mecanismos que desempeñan en el trabajo del sueño, Traumarbeit, un papel privilegiado, de su homóloga función en el discurso? Nada, sino una condición impuesta al material significante, llamada Rücksicht auf Dastellbarkeit, que habría que traducir por: deferencia a Ios medios de la puesta en escena (la traducción por: papel de la posibilidad de figuración, es aquí excesivamente aproximada). Pero esa condición constituye una limitación que se ejerce  en el interior del sistema de la escritura, lejos de disolverlo en una semiología figurativa en la que se confundiría con los fenómenos de la expresión natural. Se podría probablemente iluminar con esto los problemas de ciertos modos de pictografía, que el único hecho de que hayan sido abandonados como imperfectos en la escritura no autoriza suficientemente a que se los considere cómo estadios evolutivos. Digamos, que el sueño es semejante a ese juego de salón en el que hay que hacer adivinar a los espectadores un enunciado conocido o sus variantes por  medio únicamente de una puesta en escena muda. El hecho de que el sujeto disponga de Ia  palabra no cambia nada a este respecto, dado que para el inconsciente  no es sino un elemento de puesta en escena cómo Ios otros. Es justamente cuando el juego es igualmente el sueño tropiecen con la falta de material taxiemático para representar las articulaciones lógicas de la causalidad, de la contradicción, de la hipótesis, etc., cuando darán prueba de que uno y otro son asunto de escritura y no de pantomima. Los procedimientos sutiles que el sueño muestra emplear para representar no obstante esas articulaciones lógicas de manera mucho menos artificial que la que el juego utiliza ordinariamente, son objeto en Freud de un estudio especial en el que se confirma una vez más que el trabajo del sueño sigue las leyes del significante.

El resto de la elaboración es designado por Freud como secundario, lo cual toma su valor de aquello de lo que se trata: fantasías o sueños diurnos, Tagtraum para emplear el término que Freud prefiere utilizar para situarlos en su función de cumplimiento del deseo (Wunscherfüllung).Su rasgo distintivo, dado que esas fantasías pueden permanecer inconscientes, es efectivamente su significación. Ahora bien, de estos Freud nos dice que su lugar en el sueño consiste o bien en ser tomados en él a título de elementos significantes para el enunciado del pensamiento inconsciente (Traumgedanke) – o bien en servir para la elaboración secundaria de que se trata aquí, es decir para una función, dice él, que no hay por que distinguir del pensamiento de la vigilia (von unserem wachen Denken nicht zu usterscheiden). No se puede dar mejor idea de los efectos de esta función que la de compararlos con placas de jalbegue, que aquí y allá copiadas a la plancha de estarcir, tenderían a hacer entrar en la apariencia de un cuadro de tema los clichés mas bien latosos en sí mismos del rébus o de los jeroglíficos.

Pido excusas por parecer deletrear yo mismo el texto de Freud; no es solamente para mostrar lo que se gana sencillamente con no amputarlo, a para poder situar sobre puntos de referencia primeros, fundamentales y nunca revocados, lo que sucedió en el psicoanálisis.

Desde el origen se desconoció el papel constituyente del significante en el estatuto que Freud fijaba para el inconsciente de buenas a primeras y bajo los modos  formales más precisos.

Esto por una doble razón, donde la menos percibida naturalmente es que esa formalización no bastaba por sí misma para hacer reconocer la importancia del significante, puesto que en el momento de la publicación de la Traumdutung, se adelantaba mucho a las formalizaciones de la lingüística a las que sin duda podría demostrarse, que, por su solo peso de verdad, les abrió el camino.

La segunda razón no es después de todo sino el reverso de la primera, pues si los psicoanalistas se vieron exclusivamente fascinados por las significaciones detectadas en el inconsciente, es porque sacaban su atractivo más secreto de la dialéctica que parecía serles inmanente.

He mostrado para mi seminario que es en la necesidad de enderezar los efectos cada vez mas acelerados de esa parcialidad donde se comprenden  los virajes aparentes, o mejor dicho los golpes de timón, que Freud a través de su primera preocupación de asegurar la sobrevivencia de su descubrimiento con los primeros retoques que imponía a los conocimientos, creyó deber dar a su doctrina durante la marcha.

Pues en el caso en que se encontraba, lo repito, de no tener nada que, respondiendo a su objeto, estuviese en el mismo nivel de madurez científica, por lo menos no dejó de mantener ese objeto a la medida de su dignidad ontológica.

El resto fue asunto de los dioses y corrió tal suerte que el análisis toma hoy sus puntos de referencia en esas formas imaginarias que acabo de mostrar cómo dibujadas en reserva sobre el texto que mutilan, y que sobre ellas es sobre las que el punto  de mira del analista se conforma: mezclándolas en la interpretación del sueño con la liberación visionaria de la pajarera jeroglífica, y buscando más generalmente el control del agotamiento del análisis en una especie de scanning de esas formas allí donde aparezcan, con la idea de que estas son testimonio del agotamiento de las regresiones tanto cómo del remodelado de la «relación de objeto» en que se supone que el sujeto se tipifica.

La técnica que se autoriza en  tales posiciones puede ser fértil en efectos diversos, muy  difíciles de criticar detrás de la égida terapéutica. Pero una crítica interna puede desprenderse de una discordancia flagrante entre el modo operatorio con que se autoriza esta técnica -a saber, la regla analítica cuyos instrumentos todos, a partir de la «libre asociación» se justifican por la concepción del inconsciente de su inventor-, y el desconocimiento completo que aún reina de esta concepción del inconsciente. Lo cual sus defensores mas expeditivos creen resolver en una pirueta: la regla analítica debe ser observada tanto más religiosamente cuanto que no es sino el fruto de un feliz azar. Dicho de otra  manera, Freud nunca supo  bien lo que hacía.

El retorno al texto de Freud muestra por el contrario la coherencia absoluta de su técnica en su descubrimiento, al mismo tiempo que permite situar sus procedimientos en el rango que les corresponde.

Por eso toda rectificación del psicoanálisis impone que se retorne a la verdad de ese descubrimiento, imposible de oscurecer en su momento original.

Pues en el análisis del sueño, Freud no pretende darnos otra cosa que las leyes del inconsciente en su extensión más general. Una de las razones por las cuales el sueño era lo más propicio para ello es justamente, nos lo dice Freud, que no revela menos esas leyes en el sujeto normal que en el neurótico.

Pero en un caso cómo en eI otro la eficiencia del inconsciente no se detiene al despertar. La experiencia psicoanalítica no consiste en otra cosa que en establecer que el inconsciente no deja ninguna de nuestras acciones fuera de su campo. Su presencia en el orden psicológico, dicho de otra manera en las funciones de relación del individuo, merece sin embargo ser precisada: no es de ningún modo coextensiva a éste orden, pues sabemos que, si la motivación inconsciente se manifiesta tanto por efectos psíquicos conscientes cómo por efectos psíquicos inconscientes, inversamente es una indicación elemental hacer observar que un gran número de efectos psíquicos que el término «inconsciente», en virtud de excluir el carácter de la consciencia, designa legítimamente, no por ello dejan de encontrarse sin ninguna relación por su naturaleza con el inconsciente en el sentido freudiano. Sólo por un abuso del término se confunde pues psíquico e inconsciente en este  sentido, y  se califica así de psíquico un efecto del inconsciente sobre lo somático por ejemplo.

Se trata pues de definir la tópica de ese inconsciente Digo que es la misma que, define el algoritmo S/s.
Lo que este nos permitió desarrollar en cuanto a la incidencia del significante sobre el significado permite su transformación en:
f(S) I/s
Fue de la copresencia no sólo de los elementos de la cadena significante horizontal, sino de sus contigüidades verticales, en el significado, de las que mostramos los efectos repartidos según dos estructuras fundamentales en la metonimia y en la metáfora. Podemos simbolizarlas por:
f(S….S’)  S@S (-) s,
o sea, la estructura metonímica, indicando que es la conexión del significante con el significante la que permite la elisión por la cual el significante instala la carencia de ser en la relación de objeto, utilizando el valor de remisión de la significación para llenarlo con el deseo vivo que apunta hacia esa carencia a la que sostiene. El signo – situado entre ( ) manifiesta aquí el mantenimiento de la barra -, que en el primer algoritmo marca la irreductibilidad en que se constituye en las relaciones del significante con el significado la resistencia de la significación.
He aquí ahora:
f (S’/S ) S @  S (+) s,
Ia estructura metafórica indicando que es en la sustitución del significante por el significante donde se produce un efecto de significación que es de poesía o de creación, dicho de otra maniera de advenimiento de la significación en cuestión. El signo + colocado entre ( ) manifiesta aquí el franqueamiento de la barra – y el valor constituyente de ese franqueamiento para la emergencia de la significación.

Este franqueamiento expresa la condición de paso del significante al significado cuyo momento señalé  mas arriba confundiéndolo provisionalmente con  el lugar del sujeto.

Es en la función del sujeto, así introducida, en la que debemos detenernos ahora, porque está en el punto crucial de nuestro problema.

Pienso luego existo (cogito ergo sum), no es sólo la fórmula en que se constituye, con el apogeo histórico de una reflexión sobre las condiciones de la ciencia, el nexo con la transparencia del sujeto trascendental de su afirmación existencial.

Acaso no Hay sino objeto y mecanismo (y por lo tanto nada mas que fenómeno), pero indudablemente en cuanto que lo pienso, existo -absolutamente. Sin duda los filósofos habían aportado aquí importantes correcciones, y concretamente la de que en aquello que piensa (cogitans) nunca hago otra cosa a sino constituirme en objeto (cogitatum). Queda el hecho de que a través de esta depuración extrema del sujeto trascendental, mi nexo existencial con su proyecto parece irrefutable, por lo menos bajo la forma de su actualidad, y de que:

«cogito ergo sum» ubi cogito, ibi sum,

Por supuesto, esto me limita a no ser allí en mi  ser sino en la medida en que pienso que soy en mi pensamiento; en que medida lo pienso verdaderamente es cosa que sólo me concierne a mi, y, si lo digo, no interesa a nadie.

Sin embargo, eludirlo bajo el pretexto de su aspecto filosófico es simplemente dar pruebas de inhibición. Pues la noción de sujeto es indispensable para el manejo de una ciencia cómo la estrategia en  el sentido moderno, cuyos cálculos excluyen todo «subjetivismo».

Es también prohibirse la entrada a lo que puede llamarse el universo de Freud, como se  dice el universo de Copérnico. En efecto, es a la revolución llamada copernicana a la que Freud   comparaba su descubrimiento, subrayando que estaba en juego una  vez más  el lugar que el hombre se asigna en el centro de un universo.

¿Es el lugar que ocupo como sujeto del significante, en relación con  el que ocupo cómo sujeto del significado, concéntrico o excéntrico? Esta es la cuestión.

No se trata de saber si hablo de mí mismo de manera conforme con lo que soy sino si cuando hablo de mí, soy el mismo que aquel del que hablo. No hay aquí ningún inconveniente en  hacer intervenir el término «pensamiento» que Freud designa como ese término los elementos que están en juego en el inconsciente; es decir los mecanismos significantes que acabo de reconocer en él.

No por eso es  menos cierto que el cogito filosófico está en el núcleo de ese espejismo que hace al hombre moderno tan seguro de ser él mismo en sus incertidumbres sobre sí mismo, incluso a través de la desconfianza que pudo aprender desde hace mucho tiempo a practicar en cuanto a las trampas del amor propio.

Así pues, si  volviendo contra la nostalgia a la que sirve el  arma de la metonimia, me niego a buscar ningún sentido más allá de la tautología, y si, en nombre de «la guerra es la guerra!» y «un centavo es un centavo» me decido a no ser mas que lo que soy, ¿cómo desprenderme aquí de la evidencia de que soy en ese acto mismo?

Tampoco yendo al otro polo, metafórico, de la búsqueda significante y consagrándome a convertirme en lo que soy, a venir al ser, puedo dudar de que incluso perdiéndome en ello, soy.

Ahora bien, es en esos puntos mismos donde la evidencia  va a ser subvertida por lo empírico, donde reside el giro de la conversión freudiana.

Ese juego significante de la  metonimia y de la metáfora, incluyendo y comprendiendo su punta activa que clava mi deseo sobre una carencia de ser y anuda mi suerte a la cuestión de mi destino, ese juego se juega, hasta que  termine la partida, en su inexorable finura, allí donde no soy  porque no puedo situarme.

Es decir que son pocas las palabras con que pude apabullar un instante a mis auditores: pienso donde no soy, luego soy donde no pienso. Palabras que hacen sensible para toda oreja suspendida en qué ambigüedad de hurón huye bajo nuestras manos el anillo del sentido sobre la cuerda verbal .

Lo que hay que decir es: no soy, allí donde soy el juguete de mi pensamiento; pienso en lo que soy, allí donde no pienso pensar.

Este misterio con dos caras se une al hecho de que la verdad no se evoca sino en esa dimensión de coartada por la que todo «realismo» en la creación toma su virtud de la metonimia, así cómo a ese otro de que el sentido solo entrega su acceso al doble codo de la metáfora, cuando se tiene su clave única: la S y la s del algoritmo saussureano no están en el mismo plano, y el hombre se engañaba creyéndose colocado en su eje común que no está en ninguna parte.

Esto por lo menos hasta que Freud hizo su descubrimiento. Pues si lo que Freud descubrió no es esto exactamente, no es nada.

Los contenidos del inconsciente no nos entregan en su decepcionante ambigügedad ninguna realidad más consistente en el sujeto que lo inmediato es de la verdad de la que toman su virtud, y en la dimensión del ser:. Kern unseres Wesen, los términos están en Freud.

El mecanismo de doble gatillo de la metáfora es el mismo donde se determina el síntoma en el sentido analítico. Entre el significante enigmático del trauma sexual y el término al que viene a sustituirse en una cadena significante actual, pasa la chispa, que fija en un síntoma -metáfora donde la carne o bien la función están tomadas cómo elementos significantes- la significación inaccesible para el sujeto consciente en la que puede resolverse.

Y los enigmas que propone el deseo a toda «filosofía natural», su frenesí que imita el abismo del infinito, la colusión íntima en que envuelve el placer de saber y el de dominar con el gozo, no consisten en ningún otro desarreglo del instinto sino en su entrada: en los rieles -eternamente tendidos hacia el deseo de otra cosa—de la metonimia. De donde su fijación «perversa» en el mismo punto de suspensión de la cadena significante donde el recuerdo encubridor se inmoviliza, donde la imagen fascinante del fetiche se hace estatua.

No hay ni ningún otro medio de concebir la indestructibilidad del deseo inconsciente -cuando no hay necesidad que, al ver que se le prohibe su sociedad, no se resquebraje, en caso extremo por la consunsión del organismo mismo. Es en una memoria, comparable a lo que se llama con este nombre en nuestras modernas máquinas  de pensar (fundadas sobre una realización electrónica de la composición significante), donde reside esa cadena que insiste en reproducirse en la transferencia, y que es la de un deseo muerto.

Es la verdad de lo que ese deseo fue en su historia lo que el sujeto grita por medio de su síntoma, cómo Cristo dijo que habrían hecho las piedras si los hijos de Isrsel no les hubiesen dado su voz.

Esta es también ,la razón de que sólo, el psicoanálisis permita diferenciar, en Ia memoria, la función de la rememoración. Arraigado en el significante, resuelve, por el ascendiente de la historia en el hombre, las aporías platónicas de la reminiscencia.

Basta con leer los tres ensayos sobre Una teoría sexual, recubiertos para las multitudes por tantas glosas pseudobiológicas, para comprobar que Freud hace derivar toda entrada en el objeto de una dialéctica del retorno.

Habiendo partido así del nostoz hölderliniano, es a la repetición kierkegaardiana adonde Freud llegará menos de veinte años más tarde, es decir que su pensamiento, por haberse sometido en su origen a las únicas consecuencias humildes pero inflexibles de la talking cure, no pudo desprenderse nunca de las servidumbres vivas que, desde el principio regio del Logos, lo condujeron a pensar de nuevo las antinomias mortales de Empédocles.

¿Y cómo concebir, sino sobre ese «otro escenario» del que él habla cómo del lugar del sueño, su recurso de hombre científico a un Deus ex machina menos irrisorio por el hecho de que aquí se revela al espectador que la máquina rige al regidor mismo? Figura obscena y feroz del padre primordial, inagotable en redimirse en eI eterno enceguecimiento de Edipo, ¿cómo pensar, sino porque tuvo  que agachar la cabeza ante la fuerza de un testimonio que rebasaba sus prejuicios, que un hombre de cienca  del siglo XIX haya dado en su obra más importancia que a ese Tótem y tabú, ante el cual los etnólogos de hoy se inclinan como ante el crecimiento de un mito auténtico?.

Es en efectos a Ias mismas necesidades del mito a  las que responde esa imperiosa proliferación de creacioes simbólicas  particulares en  la  que se motivan hasta en sus detalles las compulsiones  del neurótico, del mismo modo que lo que llaman las teorías sexuales  del niño.  

Así es cómo, para colocarlos en el punto preciso en que se desarrolla actualmente en mi  seminario mi comentario de Freud, el pequeño Hans, a los cinco años abandonado por la, carencia de su medio simbólico ante el enigma actualizado de repente para éI de su sexo y de su existencia, desarrolla, bajo la dirección de Freud y de su padre, discípulo  de éste, alrededor del cristal significante de su fobia, bajo una  forma mítica, todas la permutaciones   posibles  de un número limitado de significantes.

Operación en la que  se demuestra qué incluso en el nivel individual, la solución de lo imposible es aportada al hombre por el agotamiento de todas las formas posibles de imposibilidades encontradas al poner en una ecuación significante la solución. Demostración impresionante para iluminar el laberinto de una observación que hasta ahora solo se ha utilizado para extraer de ella materiales de demolición. Y también para hacer captar que en la coextensividad del desarrollo del síntoma y de  su resolución curativa  se muestra  la naturaleza de la neurosis: fóbica, histérica u obsesiva, la neurosis es una cuestión que el ser plantea para  el sujeto «desde allí donde estaba antes de que el  sujeto viniese al  mundo» (esa subordinada es  la propia frase que utiliza Freud al explicar al pequeño Hans  el complejo de Edipo).

Se trata aquí de ese ser que no aparece sino durante el instante de un relámpago en el  vacio del verbo ser, y ya dije que plantea su pregunta para el sujeto ¿Qué quiere decir eso? No la plantea ante el sujeto, puesto que el sujeto no puede venir al lugar donde la plantea, sino que la plantea en el lugar del sujeto, es decir que en ese lugar plantea la cuestión con el sujeto, cómo se plantea un problema  con una pluma y cómo el hombre antiguo pensaba con su alma.

Así es cómo Freud hizo entrar al yo en su doctrina. Freud definió el yo por resistencias que le son propias.  Son de naturaleza imaginaria en el sentido de los señuelos  coaptativos, cuyo ejemplo nos ofrece la etología de los  de los comportamientos animales del pavoneo y  del combate. Freud mostró su  reducción en el hombre a la relación narcisista, de la que yo proseguí la elaboración en el estadio del espejo. El se reunió allí la síntesis de las funciónes perceptivas en que se integran las selecciones sensomotrices  que ciernen para el hombre lo que éI Ilama la realidad.    

Pero esta resistencia, esencial para cimentar las inercias imaginarias que ponen obstáculos al mensaje del inconsciente, no es sino secundada en comparación con las resistencias propias del encaminamiento significante de la verdad.

Esta es la razón de que un agotamiento de los mecanismos de defensa, tan sensible cómo nos lo muestra un Fenichel en sus problemas de técnica, porque es un practicante (mientras que toda su reducción teórica de las neurosis o de las psicosis a anomalías genéticas del desarrollo libidinal es la chatura misma), se manifieste, sin que él de cuenta de ello, y sin que ni siquiera se de cuenta, como el reverso del cual los mecanismos del inconsciente serían el derecho. La perífrasis, el hipérbaton, la elipsis, la suspensión, la anticipación, la retractación, la negación, la digresión, la ironía, son las figuras de estilo (figurae sententiarum de Quintiliano), cómo la catacresis, la litote, la antonomasia, la hipotiposis son los tropos, cuyos térninos se imponen a Ia pluma cómo los más propios para etiquetar a estos mecanismos. ¿Podemos acaso no ver en ellos sino una simple manera de decir, cuando son Ias figuras mismas  que se encuentran en acto en Ia retórica del discurso efectivamente pronunciado por el analizado?

Obstinándose en reducir a una permanencia emocional la realidad de la resistencia, de la que ese discurso no sería sino la cubierta, los psicoanalistas de hoy muestran únicamente que caen en el campo de una de las verdades fundamentales que Freud volvió a encontrar por medio del psicoanálisis. Es que a una verdad nueva , no es posible contentarse con darle su lugar, pues de lo que se trata es de tomar nuestro lugar en ella. Ella exige que uno  se tome la molestia. No se podría lograr simplemente habituándose a ella. Se habitúa uno a lo real. A la  verdad, se la reprime.

Ahora bien, es necesario muy especialmente para el hombre de ciencia, para el mago e incluso para el meigo, ser el  único que sabe. La idea de que en el fondo de las almas más  simples, y, peor aun, enfermas, haya algo listo a florecer, pase; pero que haya alguien que parezca saber tanto cómo ellos sobre lo que debe pensarse de esto… socorrednos, oh categorías del pensamiento primitivo, prelógico, arcaico incluso del pensamiento mágico, tan fácil de imputar a los demás. Es que no conviene que esos  ordinarios nos tengan con la lengua afuera proponiéndonos enigmas que muestran ser demasiado maliciosos.

Para interpretar el inconsciente cómo Freud, habría que ser cómo éI una enciclopedia de las artes y de las musas, además de un lector asiduo de las Fliegendo Blätter. Y la tarea no nos sería mis fácil poniéndonos a merced de un hilo tejido de alusiones y de citas, de juegos de palabras y de equívocos. ¿Tendríamos que hacer oficio de fanfreluches antidotées?

Hay que resignarse a ello, sin embargo. El inconsciente no es lo primordial, ni lo instintual, y lo único elemental que conoce son los elementos del significante.

Los libros que pueden llamarse canónicos en materia de inconsciente -la Traumdeutung, la Psicopatología de la vida cotidiana y el Chiste (Witz) en su relación con el inconsciente- no son sino un tejido de ejemplos cuyo desarrollo se inscribe en las fórmulas de conexión y sustitución (sólo que llevadas al décuplo por su complejidad particular, y cuyo cuadro es dado a veces por Freud fuera de texto), que son las que damos del significante en su función de transferencia. Porque en la Traumdeutung, es en el sentido de semejante función cómo se introduce el término Ubertragung o transferencia, que dará más tarde su nombre al resorte operante del vínculo intersubjetivo entre el analizado y el analista.

Tales diagramas no son únicamente constituyentes en la neurosis para cada uno de sus síntomas,  sino que son los únicos que permiten envolver la temática de  su curso y de su resolución. Como las grandes observaciones de análisis que Freud dejó, son admirables para demostrarlo.

Y para atenernos a un dato más reducido, pero más manejable, para que nos ofrezca el último  sello con el cual sellar nuestra idea, citaré el artículo de 1927 sobre el fetichismo, y el caso que Freud relata allí de un paciente, para quien la satisfacción sexual exigía cierto brillo en la nariz (Glanz auf der Nase), y cuyo análisis mostró que lo debía al hecho de que sus primeros años anglófonos habían desplazado en una mirada sobre la nariz  (a glance at the nose y no shine at the nose en la lengua «olvidada» de la infancia del sujeto) la curiosidad ardiente que lo encadenaba al falo de su madre, o sea a esa carencia-de-ser  cuyo significante privilegiado reveló Freud.

Fue ese abismo abierto al pensamiento de que un pensamiento se dé a entender en el abismo, el que provocó desde el principio la resistencia al análisis. Y no cómo se dice la promoción de la sexualidad en el hombre.  Esta es con mucho el objeto que predomina en la literatura a través de los siglos Y la evolución del psicoanálisis ha logrado mediante un golpe de magia cómico hacer de ella una instancia moral, la cuna y el lugar de espera de la oblatividad y de la «amancia». La montura platónica del alma, ahora bendita e iluminada, se va derechita al paraíso.

El escándalo intolerable en la época en que la sexualidad freudiana no era todavía santa, era que fuese tan «intelectual». En eso es en lo que se mostraba como digna comparsa de todos aquellos terroristas cuyos complots iban a arruinar a la sociedad.

En el momento en que los psicoanalistas se consagran a remodelar un psicoanálisis bien visto, cuyo coronamiento es el poema sociológico del yo autónomo, quiero decir a qulenes me escuchan en qué podrán reconocer a los malos psicoanalistas: es que utilizan cierto término para depreciar toda investigación técnica y teórica que prosiga la experiencia freudiana en su línea auténtica. Éste término es Ia palabra: intelectualización -excecrable para todos aquéllos que, viviendo ellos mismos en el temor de ponerse a prueba bebiendo el vino de la verdad, escupen sobre el pan de los hombres, sin que su baba por lo demás pueda tener ya nunca más sobre éI otro oficio que el de una levadura.

III. La letra, El ser y El Otro.
¿Lo que piensa así en mi lugar es pues otro yo? ¿El descubrimiento de Freud representa la confirmación en el nivel de la experiencia psicológica del maniqueísmo?

Ninguna confusión es posible, de hecho: a lo que introdujo  la investigación de Freud no fue a casos más o menos curiosos de personalidad segunda. Incluso en  la época heroica a la que acabamos de referirnos, en la que, como los animales en el tiempo de los cuentos, Ia sexualidad hablaba, nunca  se precisó la atmósfera de diabolismo que semejante orientación hubiese engendrado.

La fidelidad que propone aI hombre el descubrimiento de Freud fué definida  por él en el apogeo de su pensamiento en términos conmovedores: Wo es war, soll Ich werden.  Donde estuvo (fue) ello, tengo que  advenir yo.  

Esa finalidad es  de reintegración y  de concordancia, diré incluso de reconciliación (Versöhung).

Pero si se desconoce la excentricidad radical de si a sí mismo con la que se enfrenta el hombre, dicho de otra manera Ia verdad descubierta por Freud, se fallará en cuanto al orden y las vías de la mediación psicoanalítica, se hará de ella la operación de compromiso que ha llegado efectivamente a ser, o sea aquello que más repudian tanto el espíritu de Freud cómo la letra de su obra: pues la noción de compromiso  es invocada por éI sin cesar cómo situada en el soporte de todas  las miserias a las que socorre su análisis, de tal modo que puede decirse que el recurso al compromiso, ya sea explícito o implícito, desorienta toda la acción psicoanalítica y  la sumerge en la noche.

Pero tampoco basta con restregarse contra las tartuferías moralizantes de nuestro tiempo y llenar la boca hablando de «personalidad total’: para haber dicho siquiera alguna cosa  articulada sobre la posibilidad de la mediación.

La heteronomía radical cuya hiancia en el hombre mostró el descubrimiento de Freud no puede ya recubrirse sin hacer de todo lo que se utilice para ese fin una deshonestidad radical.

¿Cual es pues ese otro con el cual estoy más ligado que conmigo mismo, puesto que en el seno más asentido de mi identidad conmigo mismo es éI quién me agita?  

Su presencia no puede ser comprendida sino en un grado segundo de la otredad, que lo sitúa ya a éI mismo en posición de mediación con relación a mi propio desdoblamiento con respecto a mi mismo así cómo con respecto a un semejante.

Si dije que el inconsciente es el discurso del Otro [Autre] con una A mayúscula, es para indicar el más allá donde se anuda el reconocimiento del deseo con el deseo del reconocimiento.

Dicho de otra  manera, ese otro es el Otro que invoca incluso mi mentira como.   fiador de la verdad en la cual eI subsiste.

En lo cual se observa que es con la aparición del lenguaje cómo emerge la  dimensión de la verdad.

Antes de este punto, en la relación psicológica, perfectamente aislable en la observación de un comportamiento animal, debemos  admitir la existencia de sujetos, no por algún espejismo proyectivo, fantasma que el psicólogo se da el gustazo de andar desbaratando a Ia vuelta de  cada esquina, sino en razón de la presencia manifestada de la intersubjetividad. En el acecho en que se esconde, en la trampa construida, en la simulación rezagada en que un escapado desprendido de un tropel desorienta al rapaz, emerge algo más que en la erección fascinante del pavoneo o del combate. Nada allí sin embargo que trascienda a la función del engaño al servicio de una necesidad, ni que afirme una presencia en ese más-allá-del-velo donde la Naturaleza entera puede  ser interrogada sobre su designio.

Para que la cuestión misma salga a la luz del día (y es sabido que Freud llegó a ella en Más allá del principio del placer), es preciso que el lenguaje sea.

Porqué puedo  engañar a mi adversario por un movimiento que es contrario a mi plan de batalla, ese movimiento solo ejerce su efecto engañoso precisamente en la medida en que lo produzco en realidad, y  para mi adversario.

Pero en las proposiciones por las cuales abro con éI una negociación de paz, es en un tercer lugar, que no es ni mi palabra ni mi interlocutor, donde lo que ésta le propone se sitúa.

Este lugar no es otra cosa que el lugar de la convención significante, tal cómo se revela en la comicidad de esa queja dolorosa del judío a su compadre: «¿ Por qué me dices que vas a Cracovia para que yo crea que vas a Lemberg, cuando vas de veras   Cracovia?»

Por supuesto, mi movimiento de tropeles de hace un momento puede comprenderse en ese registro convencional de la estrategia de un juego, en el cual es en función de una regla cómo engaño a mi adversario, pero entonces mi éxito es apreciado en la connotación de la traición, es decir en la relación con el Otro que garantiza la Buena Fe.

Aquí los problemas son de un orden cuya heteronomía es simplemente desconocida si se la reduce a algún «sentimiento del otro» llámese cómo se le llame. Pues «la existencia del otro», habiendo logrado antaño llegar a las rejas de Midas psicoanalista a través del tabique que lo separa  el conciliábulo fenomenologista, es sabido que esta noticia corre a través de las cañas: «Midas, el rey Midas, es el otro de su  paciente. EI mismo lo ha dicho.»  

En efecto, ¿qué puerta ha forzado con ello? ¿El otro, cuál otro?

El joven André Gide desafiando a su casera, a quien su madre lo ha confiado, a tratarlo cómo a un ser responsable, abriendo ostensiblemente ante su vista, con una llave que sólo es falsa por ser la llave que abre todos los candados semejantes, el candado que ella misma considera cómo el  digno significante de sus intenciones educativas -¿a qué otro apunta? A la que va a intervenir, y a quien el muchacho dirá riendo: «¿Qué necesidad tiene usted de un candado ridículo para mantenerme en la obediencia?» Pero tan solo por haber permanecido escondida y por haber esperado a la noche para, después  de la acogida tiesa que conviene, echar un sermón al mocoso, no es sólo otra, de la que ésta le muestra el rostro al mismo tiempo que la ira, es otro André Gide, que ya no  está muy seguro, desde ese momento e incluso volviendo sobre ello en la actualidad, de lo que quiso hacer: que ha sido cambiado hasta en su verdad por la duda Ianzada contra su buena fe.

Tal vez este imperio de la confusión que es simplemente aquel donde se representa toda la ópera bufa humana merece que nos detengamos en él, para comprender las vías por las cuales procede el análisis no sólo para restaurar allí un orden, sino para instalar las condiciones de imposibilidad de restaurarlo.  

Kern unseres Wesen, el núcleo de nuestro ser, lo que Freud nos ordena proponernos, como tantos otros lo hicieron antes que él con el vano refrán del «Conócete a ti mismo», no es tanto eso cómo las vías que llevan a ello y que éI nos da a revisar.

O más bien ese «eso» que nos propone alcanzar no es algo que pueda ser objeto de un conocimiento, sino aquello, ¿acaso no lo dice eI mismo?, que hace mi ser y de lo cual, nos enseña él, doy testimonio tanto y acción más en mis caprichos, en mis aberraciones, en mis fobias y en mis fetiches que en mi personaje vagamente vigilado.

Locura, no eres ya objeto del elogio ambiguo en que el sabio dispuso la guarida inexpugnable de su temor. Si, después de todo, no está tan mal alojada allí, es porque el agente supremo que cava desde  siempre sus galerías y su dédalo es a la razón misma, es al mismo Logos a quien sirve.

Si no, ¿cómo concebir que  un erudito, tan poco dotado para los «compromisos» que lo solicitaban en su tiempo cómo en cualquier otro, cómo lo estaba Erasmo, haya ocupado un lugar tan eminente en la revolución de una Reforma donde el hombre estaba tan interesado en cada hombre como en todos?

Es que al tocar, por poco que sea la relación del hombre con el significante aquí conversión de los procedimientos de la exégesis, se cambia el curso de la historia modificando las amarras de su ser.

Por esto es por lo que el freudismo, por muy incomprendido que haya sido, por muy confusas que sean sus consecuencias aparece a toda mirada capaz de entrever los cambios que hemos vivido en nuestra propia vida cómo constituyendo una revolución inasible  pero radical. Acumular los testimonios sería vano: todo lo que interesa no solo a las ciencias humanas  sino al destino del hombre, a la política, a la metafísica, a la literatura, a las artes, a la publicidad, a la propaganda, y por ahí, no lo dudo, a ‘la economía, ha sido afectado por él.

Sin embargo, ¿es esto acaso otra cosa que los efectos desacordados de una verdad inmensa en la que Freud trazó una vía pura? Hay que decir aquí que esa vía no es seguida en toda técnica que se juzga válida sólo por la categorización psicológica de su objeto, cómo es el caso del psicoanálisis de hoy fuera de un retorno al descubrimiento freudiano.

Y en efecto la vulgaridad de los conceptos con que su práctica se recomienda, los hilvanes de falso freudismo que ya no están allí sino de, adorno, no menos que lo que no hay más remedio que llamar la retractación en que prospera, dan testimonio conjunto de su renegación fundamental.

Freud por su descubrimiento hizo entrar dentro del círculo de la ciencia esa frontera entre el objeto y el ser que parecía señalar su límite.

Que esto sea el síntoma  y el preludio de una nueva  puesta en tela de  juicio de situación  del hombre en el ente, tal como la han han supuesto hasta ahora todos los postulados del conocimiento, les ruego a ustedes que no se contenten con catalogar el hecho  de que yo lo diga cómo un caso de heideggerismo -aunque se le añadiese el prefijo de un neo que no añade nada a ese estilo de bote de la basura con el cual es usual eximirse de toda reflexión con un recurso al «quítenme-eso-de-ahí» de nuestros  escombros mentales.
Cuando hablo de Heidegger, o más bien cuando lo traduzco, me esfuerzo en dejar a la palabra que  profiera su significancia soberana.

Si hablo de la letra y del ser, si distingo al otro y al Otro, es porque Freud me los indica como los términos a los que se refieren esos efectos de resistencia y de transferencia con los que he tenido que medirme desigualmente desde hace veinte años que ejerzo esta práctica -imposible, todo el mundo se complace en repetirlo después de él- del psicoanálisis. Es también porque necesito ayudar a otros. a no perderse por allí.

Es para impedir que caiga en barbecho el campo del que son herederos, y para esto hacerles entender que si el síntoma  es una metáfora, no es una metáfora decirlo, del mismo modo que decir que el deseo del hombre es una metonimia. Porque el síntoma es una metáfora, queramos o no decírnoslo, cómo el deseo es una metonimia, incluso si el hombre se pitorrea de él. Y así, para que los invite a indignarse de que después de tantos  siglos de hipocresía religiosa y de fanfarronería filosófica, todavía no se haya articulado válidamente nada de lo que la liga a la metáfora con la cuestión del ser y a la metonimia con su falta -¿sería acaso necesario que, del objeto de esa indignación en cuanto agente y en cuanto  víctima, quedase todavía algo allí para responder a ella: a saber, el hombre del humanismo y el crédito, irremediablemente protestado, que ha obtenido sobre sus intenciones?
T.t.y.e.m.u.p.t., 14-26 de mayo de 1957 .

Observemos aquí que a éste artículo se une la intervención que fue la nuestra el 23 de abril de 1960 en la  Sociedad de filosofía a propósito de la comunicación que el señor Perelman produjo sobre la teoría que da de la metáfora cómo función retórica precisamente en Théorie de l´argumentation.