El caso «Aimée» o la paranoia de autocastigo, Lacan

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VI. El caso «Aimée» o la paranoia de autocastigo

Acabamos de exponer los fundamentos teóricos y las soluciones históricas del problema que constituye nuestro objeto de estudio, a saber, las relaciones de la psicosis paranoica con la personalidad.

La contribución que a ese tema vamos a aportar está fundada en el estudio personal de unos cuarenta casos, veinte de los cuales pertenecen al cuadro de las psicosis paranoicas.

Lejos de creer que estemos obligados a publicar (de manera forzosamente compendiada) el conjunto de nuestros materiales, pensamos, por el contrario, que mediante el estudio (lo más integral

posible) del caso que nos ha parecido el más significativo es como podremos dar a nuestros puntos de vista su máximo de alcance intrínseco y persuasivo.

Así, pues, escogemos el caso que ahora vamos a estudiar por dos razones. En primer lugar, por razón de nuestra información: hemos observado a esta enferma casi día a día a lo largo de cerca de un año y medio, y hemos completado este examen con todos los medios que nos ofrecían el laboratorio y la indagación social.

El segundo motivo de nuestra elección es el carácter particularmente demostrativo del caso: se trata, en efecto, de una psicosis paranoica cuyo tipo clínico y cuyo mecanismo merecen, en nuestra opinión, ser individualizados, pues nos parece que tanto el uno como el otro ofrecen la clave de algunos de los problemas nosológicos y patogénicos de la paranoia, y particularmente de sus relaciones con la personalidad.

1. Examen clínico del caso «Aimée»

Historia y cuadro de la psicosis. Análisis de escritos literarios. Diagnóstico. Catamnesia.

El Atentado

El 10 de abril de 193…, a las ocho de la noche, la señora Z., una de las actrices más apreciadas del público parisiense, llegaba al teatro en que esa noche iba a actuar. En el umbral de la entrada de los artistas fue abordada por una desconocida que le hizo esta pregunta: «¿Es usted la señora Z» La mujer que hacia la pregunta iba vestida correctamente; llevaba un abrigo con bordes de piel en el cuello y en los puños, y guantes y bolso. En el tono de su pregunta no habla nada que despertara la desconfianza de la actriz. Habituada a los homenajes de un público ávido de acercarse a sus ídolos, respondió afirmativamente y, deseosa de acabar pronto, se disponía a pasar adelante. Entonces, según declaró la actriz, la desconocida cambié de rostro, sacó rápidamente de su bolso una navaja ya abierta, y, mientras la miraba con unos ojos en que ardían las llamas del odio, levantó su brazo contra ella. Para detener el golpe, la señora Z. cogió la hoja con toda la mano y se cortó dos tendones flexores de los dedos. Ya los asistentes hablan dominado a la autora de la agresión.

La mujer se negó a dar explicaciones de lo que habla hecho, excepto ante el comisario. En presencia de éste, respondió normalmente a las preguntas de identidad (en lo sucesivo la llamaremos Aimée A.), pero dijo algunas cosas que parecieron incoherentes. Declaró que desde hacia muchos años la actriz venia haciendo «escándalo» contra ella; que la provocaba y la amenazaba; que en estas persecuciones estaba asociada con un académico, P. B., famoso hombre de letras, el cual, «en muchos pasajes de sus libro?, revelaba cosas de la vida privada de ella, Aimée A.; desde hacia algún tiempo, ésta habla tenido intenciones de habérselas cara a cara con la actriz; la atacó porque vio que huía; si no la hubieran detenido, le habría asestado otro navajazo.

La actriz no presentó demanda.

Conducida a la comisarla, y luego a la cárcel de Saint-Lazare, la señora A. estuvo presa dos meses. El … de junio de 193 … era internada en la clínica del Asilo Sainte-Anne en vista del peritaje médico legal del doctor Truelle, en el cual se llegaba a la conclusión de que «la señora A. sufre de delirio sistemático de persecución a base de interpretaciones, con tendencias megalomaniacas y sustrato erotomaniaco». En esa clínica de Sainte-Anne la hemos observado durante un año y medio aproximadamente.

Estado Civil

La señora A. tiene treinta y ocho años en el momento de su ingreso. Nació en R. (Dordogne), en 189…, de padres campesinos. Tiene dos hermanas y tres hermanos, uno de los cuales ha llegado a la situación de maestro de escuela primaria. Trabajaba como empleada en la administración de una compañía ferroviaria, en la cual entró a la edad de dieciocho años, y, hasta la víspera del atentado, ha desempeñado bien su empleo, excepto una licencia de diez meses que se vio obligada a pedir por razón de trastornos mentales.

Está casada con un empleado de la misma compañía, el cual tiene un puesto en P., en la región parisiense. Pero la enferma, desde hace casi seis meses, tiene su puesto en París, en donde, por lo tanto, vive sola. Tiene un hijo, que se ha quedado a vivir con el padre. Ella les hace visitas más o menos periódicas.

Esta situación se ha establecido por la voluntad de la enferma, la cual trabajaba primitivamente en la misma oficina que su marido y, al reintegrarse a su empleo después del periodo de licencia que acabamos de mencionar, pidió su traslado.

Citemos a continuación los testimonios oficiales sobre los trastornos mentales que ha mostrado.

El expediente médico y policial de los trastornos mentales anteriores:

Seis años y medio antes de su ingreso en la clínica, la enferma había estado ya internada, por solicitud de sus familiares, en la casa de salud de E., donde permaneció seis meses.

Más adelante referiremos a consecuencia de qué hechos tomaron los familiares esa decisión.

Los certificados nos ofrecen algunas informaciones. El certificado de internamiento, firmado por el doctor Chatelin, dice: «Trastornos mentales cuya evolución data de más de un año; las personas con quienes ella se cruza en la calle le dirigen injurias groseras, la acusan de vicios extraordinarios, incluso personas que no la conocen; quienes la tratan de cerca dicen de ella las peores cosas posibles; toda la ciudad de Melun está enterada de su conducta, la cual, en opinión de todos, es depravada; en vista de eso ha tenido ganas de irse de la ciudad, incluso sin dinero, para vivir en cualquier otro lugar. En estas condiciones, el estado de la señora A.» . . ., etc.

El certificado inmediato de la casa de salud dice así: «Fondo de debilidad mental, ideas delirantes de persecución y de celos, ilusiones, interpretaciones, declaraciones ambiciosas, alucinaciones mórbidas, exaltación, incoherencia por intervalos. Creía que todo el mundo se burlaba de ella, que se le lanzaban injurias, que le reprochaban su conducta; tenia intenciones de irse a los Estados Unidos.»

Se registraron por escrito algunas de las cosas que la enferma decía. . Por ejemplo:

«No vayan a creer que envidio a las mujeres que no dan qué hablar, a las princesas que no se han encontrado con la cobardía en calzones y que no saben lo que es la afrenta.»

«Hay quienes construyen establos para poder tomarme mejor como una vaca lechera.»

«Muchas veces me juzgan por otra de la que soy.»

«Hay también unas espantosisimas lejanas cosas acerca de mi que son verdaderas, verdaderas, verdaderas, pero el llano está al viento» (sic, en el informe).

«Hay también chismes de comadres de prostíbulos y cierto establecimiento público» (sic, Ibid.).

«Por esa razón no le respondo al señor X., el caballero de la Naturaleza y también por otra.»

«En primer lugar, ¿qué quieren ustedes de mi? ¿Que les suelte frases grandiosas? ¿Que me permita leer con ustedes ese cántico: Escucha desde lo alto del cielo, el clamor de la Patria, católicos y franceses siempre?»

Algunas de estas frases permiten reconocer con bastante claridad ciertos temas delirantes permanentes que volveremos a encontrar en fecha más reciente. Otras, en cambio, presentan un aspecto de incoherencia cuyo carácter, a lo que alcanzamos a presumir, es más bien discordante que confusional.

Aimée salió de la casa de salud de E., «no curada», a petición de sus familiares.

Posteriormente, en dos ocasiones al menos, tuvo que ver con la policía.

En su expediente encontramos, en efecto,, la copia de los informes dados «en blanco» por los servicios de la policía judicial, en una fecha situada cinco años después del primer internamiento de Aimée (un año y medio antes del atentado), a un periodista comunista que había tenido varias veces que quitársela de encima. Aimée, en efecto, asediaba su oficina para obtener de él la publicación de algunos artículos en los cuales exponía sus agravios, completamente personales y delirantes, contra la señora C., la célebre escritora.

Poco más de un año después (cinco meses antes del atentado.), encontramos huellas de un hecho mucho más grave.

Después de varios meses de espera, Aimée se presenta en las oficinas de la casa editorial C., a la cual le ha ofrecido un manuscrito, y una de las empleadas le notifica que éste no ha sido aceptado. Aimée le salta al cuello a la empleada y le causa lastimaduras de tal gravedad, que posteriormente le será reclamada una indemnización de 375 francos, a causa de la incapacidad temporal de trabajo que ha sufrido la víctima. El comisario que la interroga después de este gesto se muestra indulgente con la emoción de la vanidad literaria herida; hay que creer, por lo menos, que no distingue en su estado nada más, pues la deja en libertad después de una severa reprimenda.

Por otro lado tenemos los borradores de unas cartas, enviadas poco antes al comisario de su barrio, para presentar demanda contra P. B. y contra la casa editorial que iba a ser el teatro de su hazaña.

Actitud mental actual de la enferma
en cuanto a la historia de su delirio
y en cuanto a sus temas

Apresurémonos a decir que los temas del delirio en su conjunto, y no únicamente los agravios de la enferma contra su víctima, quedan completamente reducidos en el momento del internamiento («¿Cómo he podido creer eso?»). Más exactamente: hay una reducción completa de las convicciones formuladas en otro tiempo acerca de esos temas. Aimée expresa esta reconsideración mediante palabras nada ambiguas, al mismo tiempo que refiere con precisión no sólo los episodios principales de su vida, con su fecha, sino también sus trastornos mentales, e incluso se muestra capaz de analizar estos trastornos con bastante penetración introspectiva. En cuanto a todos estos puntos, su buena voluntad es evidente. Se puede decir que Aimée está plenamente orientada, que da muestras de una integridad intelectual completa en las pruebas de capacidad. Nunca aparecen en el interrogatorio trastornos del flujo del pensamiento; muy al contrario, la atención está siempre vigilante.

El tener que recordar los temas delirantes provoca en ella cierta vergüenza (a propósito de ciertos escritos, groseros en sus términos, o a propósito de ciertas acciones reprensibles), un sentimiento de ridículo (a propósito de sus empresas erotomaniacas y megalomaniacas), y también sentimientos de pena… Estos, sin embargo, resultan tal vez desiguales en su expresión (así, por lo que se refiere particularmente a su víctima, el tono de los términos que emplea resulta más frío que su sentido).

Hay aquí una serie de reacciones afectivas que plantean,, a justo titulo, la cuestión de su influencia sobre la sinceridad de la enferma. Cuando está exponiendo ciertos contenidos, su reticencia e incluso su disimulo son bien evidentes. En los comienzos de su permanencia en la clínica, preocupada por su suerte futura, Aimée mostraba alguna desconfianza, y se esforzaba por descubrir las intenciones que llevaba el interrogatorio. Pero, por lo demás, ella sabe cuáles son nuestras informaciones y cuáles nuestros medios de control, y ve lúcidamente el interés que para ella representa la franqueza. De hecho, adelante veremos cómo Aimée nos dijo muchas cosas acerca de las tendencias profundas de su naturaleza y acerca de ciertos puntos ocultos de su vida, confidencias inapreciables, que de ninguna manera estaba obligada a hacer, y cuya sinceridad está fuera de duda.

Pero hay un tercer plano, que no podemos pasar por alto si queremos juzgar bien el estado actual de la enferma. Aunque los temas de su delirio ya no arrastren ahora ninguna adhesión intelectual, hay algunos que no han perdido del todo un valor de evocación emocional en el sentido de las creencias antiguas. «Hice eso, porque querían matar a mi hijo», dirá todavía en el momento actual. Empleará una forma gramatical de ese tipo, directa, y conforme a la creencia antigua, durante un interrogatorio excepcional a que la somete una autoridad médica superior, o en presencia de un público numeroso. En el primero de estos casos, su emoción se traduce en una palidez visible y un esfuerzo perceptible por contenerse. En presencia del público, su actitud corporal, siempre sobria y reservada, será de una plasticidad altamente expresiva y de un valor extraordinariamente patético en el mejor sentido del término. Con la cabeza levantada, los brazos cruzados tras la espalda, habla ea voz baja, pero vibrante; ciertamente se rebaja al excusarse, pero invoca la simpatía que se debe a una madre que defiende al hijo.

Aunque nos sea imposible presumir nada en cuanto al grado de consciencia de las imágenes interiores así reveladas, sentimos que éstas conservan toda su potencia sobre la enferma.

Hay, por otra parte, ciertos fenómenos que no habría que confundir con la reticencia: ciertas amnesias y ciertas fallas de reconocimiento que, según veremos, se refieren de manera absolutamente sistemática a sus relaciones con ciertos actores del drama delirante.

Durante los primeros interrogatorios, la voz de Aimée era plana, sin tonalidad. la modestia de su actitud ocultaba mal la desconfianza. No obstante, se traslucían fácilmente los impulsos de esperanza para el porvenir. Es verdad que tales impulsos los apoyaba ella en razonamientos justificativos dudosos («Una persona en el asilo es una carga para la sociedad. No puedo quedarme aquí toda la vida»); sin embargo, una consciencia justa de la situación estaba lejos de poder quitarles todo carácter plausible.

De la misma manera dejaba ver impetuosamente su angustia más grave, la de un divorcio posible. Este divorcio, deseado en otro tiempo por ella, según veremos, es ahora lo que teme más que nada; en efecto, si se dicta sentencia de divorcio contra ella, esto significará que deberá separarse de su hijo. El hijo parece ser el objeto único de sus preocupaciones.

En los interrogatorios ulteriores la enferma da muestras de mayor confianza, y a veces hasta de jovialidad, con alternancias de desaliento algunos días. El humor, sin embargo, se mantiene siempre en una tonalidad media, sin la menor apariencia ciclotímica.

Por lo demás, sus relaciones con el médico no están exentas de un eretismo imaginativo vagamente erotomaniaco.

Historia y temas del delirio

El delirio que ha presentado la enferma Aimée A. ofrece la gama casi completa de los temas paranoicos. En él se combinan estrechamente los temas de persecución y los temas de grandeza. Los primeros se expresan en ideas de celos, de prejuicios, en interpretaciones delirantes típicas. No hay, en cambio, ideas hipocondríacas, ni tampoco ideas de envenenamiento. En cuanto a los temas de grandeza, se traducen en sueños de evasión hacia una vida mejor, en intuiciones vagas de tener que llevar a cabo una excelsa misión social, en idealismo reformador, y finalmente en una erotomanía sistematizada sobre un personaje de sangre real.

Tracemos brevemente los rasgos más prominentes de estos temas y la historia de su aparición.

La historia clínica permite situar a la edad de veintiocho años, o sea diez años antes de su último internamiento, el comienzo de los trastornos psicopáticos de Aimée. Lleva a la sazón cuatro arios de casada, tiene un trabajo en la misma oficina de su marido, y está embarazada.

Aimée tiene, por esos días, la impresión de que cuando charlan entre si sus compañeros de trabajo, es para hablar mal de ella: critican sus acciones de manera insolente, calumnian su conducta y le anuncian desgracias. En la calle, los transeúntes cuchichean cosas contra ella y le demuestran su desprecio. En los periódicos reconoce alusiones dirigidas asimismo contra ella. Según parece, ya anteriormente le habla hecho a su marido una escena de celos muy desprovista de base. Las acusaciones se vuelven precisas y netamente delirantes: «¿Por qué me hacen todo eso? Quieren la muerte de mi hijo. Si esta criatura no vive, ellos serán los responsables.»

La nota depresiva es bien clara. En el momento de su ingreso en la clínica, en una carta dirigida a nosotros (junio de 193 … ), la enferma escribe: «Durante mis embarazos yo estaba triste, mí marido me tomaba a mal mis melancolías, los pleitos vinieron, y me decía que estaba enojado conmigo porque yo habla andado con otro antes de conocerlo. Esto me hizo sufrir mucho.»

Su sueño está atormentado por pesadillas. Sueña con ataúdes, y los estados afectivos del sueño se mezclan con las persecuciones diurnas.

Presenta toda clase de reacciones, las cuales son observadas con creciente alarma por las personas con quienes vive. Un día, revienta a navajazos los dos neumáticos de la bicicleta de un compañero de oficina. Una noche se levanta, coge una jarra de agua y se la echa a su marido en la cabeza; en otra ocasión, lo que sirve de proyectil es una plancha doméstica.

A todo esto, Aimée colabora ardientemente en la confección de la canastilla del bebé esperado de todos. En marzo de 192 … da a luz una niña que nace muerta. El diagnóstico habla de asfixia a causa de haberse enredado el cordón umbilical. Este episodio produce una enorme conmoción en la enferma. Aimée imputa la desgracia a sus enemigos; bruscamente, parece concentrar toda la responsabilidad de esta desgracia en una mujer que durante tres años ha sido su mejor amiga. Esta mujer, que trabajaba a la sazón en una ciudad muy lejana, telefoneó poco después del parto para saber noticias, y Aimée encontró muy extraña la cosa. La cristalización hostil parece haberse iniciado allí

Por esos mismos días Aimée interrumpe bruscamente las prácticas religiosas que hasta entonces conservaba. Por otra parte, hace ya mucho tiempo que quienes están en relación con ella la rechazan en sus tentativas de expansión delirante. Así, pues, permanece hostil, muda, encerrada en sí misma durante días enteros.

El segundo embarazo la pone en un estado depresivo análogo al anterior, con la misma ansiedad, con el mismo delirio de interpretación. Finalmente nace un niño, en julio del año siguiente. La enferma (que tiene ahora treinta años) se entrega a él con un ardor apasionado; nadie más que ella se ocupa del bebé hasta que éste cumple cinco meses. Le da el pecho hasta la edad de catorce meses. Durante el amamantamiento, Aimée se va haciendo cada vez más interpretante, hostil para con todo el mundo, peleonera. Todos amenazan a su hijito. Provoca todo un incidente con unos automovilistas a quienes acusa de haber pasado demasiado cerca del cochecito del bebé. Estallan escándalos de toda índole con los vecinos. Ella habla de llevar el asunto a los tribunales.

Así las cosas, le llegan un día al marido, una detrás de la otra, estas dos noticias: a espaldas suyas, Aimée ha presentado una carta de renuncia a la compañía que les da trabajo a los dos, y ha pedido pasaporte para los Estados Unidos, utilizando un documento falsificado para presentar la autorización marital que pide la ley. Lo que ella contesta es que tiene deseos de ir a buscar fortuna en los Estados Unidos: va a ser novelista. En cuanto al niño, confiesa que hubiera tenido que abandonarlo. En la época actual, esta confesión no provoca en ella una excesiva reacción de vergüenza: si se hubiera lanzado a esa empresa, habría sido por el bien de su hijo. Sus familiares le suplican que renuncie a sus locas imaginaciones. De estas escenas, la enferma conserva un recuerdo penoso. «Mi hermana -nos cuenta- cayó de rodillas y me dijo: Ya verás lo que te sucederá si no renuncias a esa idea.» «Entonces -añade- tramaron un complot para arrancarme a mi hijo, niño de pecho, e hicieron que me encerraran en una casa de salud.»

Conocemos ya su internamiento en el asilo privado de E., su permanencia de seis meses en ese lugar, y el diagnóstico que se pronunció: delirio de interpretación. Es difícil precisar actualmente los rasgos de discordancia que parecen colorear entonces el cuadro clínico. Tenemos una carta escrita por ella desde la casa de salud a un escritor (diferente de su futuro perseguidor) muchas veces mencionado por ella, como atestiguan sus familiares:

Domingo por la mañana, E…., Seine.

Señor:

Aunque yo no lo conozca a usted, le dirijo una ferviente súplica para pedirle que emplee la potencia de su nombre en ayudarme a protestar contra mi internamiento en la casa de salud de E … Mi familia. no podía entender que yo pudiera salir de M … y abandonar mi hogar, de ahí un complot, un verdadero complot y heme aquí en una casa de vigilancia, el personal es encantador, el doctor D. también, mi médico, le ruego que examine mi expediente con él y haga cesar una permanencia que no puede ser más que dañosa para mi salud. Señor novelista, usted se sentiría tal vez muy contento de estar en mi lugar, para estudiar las miserias humanas, interrogo a mis vecinas algunas de las cuales están locas, y otras tan lúcidas como yo, y cuando hubiera (sic) salido de aquí, ¡me propongo reventar verdaderamente de risa a causa de lo que me sucede¡ pues termino por divertirme realmente de ser siempre una eterna víctima, una eterna desconocida, Virgen santa, ¡qué historia la mía! usted la conoce, todo el mundo la conoce más o menos, se cuentan de mí tantos chismes, y como sé por sus libros que usted no es amigo de la injusticia, le pido que haga algo por mí. Señora A…, casa de salud, avenida de …. E …. Seine.

Llama la atención en esta carta una jovialidad bastante discordante con el conjunto de lo que se dice, y la frase ‘Todo el mundo conoce más o menos mi historia» deja planteada la cuestión de si no se expresarán en ella ciertos sentimientos de penetración o de adivinación del pensamiento.

En todo caso, después de salir de la clínica «no curada», sino sólo mejorada, descansa durante algunos meses en el seno de la familia y vuelve a hacerse cargo del niño. Según parece, se ocupa de él en forma satisfactoria.

Se niega, sin embargo, a reasumir su trabajo en la oficina de la ciudad de E … Más tarde le contará al médico experto que sus perseguidores la forzaron a salir de esa ciudad. En sus conversaciones con nosotros, lo que dice es que no tenía ánimo de reaparecer ante sus compañeros de trabajo con la vergüenza de un internamiento. Sometida a un interrogatorio más apretado, nos confía que en realidad seguía conservando una -inquietud profunda. «¿Quiénes eran los enemigos misteriosos que parecían estar persiguiéndola? ¿No tenía ella un alto destino que llevar a cabo?» Si quiso salir de su casa y trasladarse a la gran ciudad fue para buscar la respuesta de esas preguntas.

Así, pues, se dirige a la administración de la compañía y pide ser trasladada a París. Obtiene una respuesta afirmativa, y en agosto de 192 … (cerca de seis años antes de su atentado) se viene a vivir en París.

Es aquí donde construye progresivamente la organización delirante que precedió al acto fatal.

Según ella, la señora Z., su víctima, amenazó la vida de su hijo.

Cien veces se le hizo la pregunta de cómo habla llegado a abrigar semejante creencia.

Un hecho es patente: antes del atentado, la enferma no tuvo ninguna relación directa o indirecta con la actriz.

«Un día -dice Aimée- estaba yo trabajando en la oficina, al mismo tiempo que buscaba dentro de mí, como siempre, de dónde podían provenir esas amenazas contra mi hijo, cuando de pronto oí que mis colegas hablaban de la señora Z. Entonces comprendí que era ella la que estaba en contra de nosotros.

«Algún tiempo antes de esto, en la oficina de E…, yo habla hablado mal de ella. Todos estaban de acuerdo en declararla de fina raza, distinguida… Yo protesté, diciendo que era una puta. Seguramente por eso la traía contra mi.»

Uno no puede menos de sentirse impresionado por el carácter incierto de semejante génesis. Una encuesta social muy cuidadosa que hicimos no pudo revelamos que Aimée le hubiera hablado a nadie de la señora. Z. Una sola de sus compañeras de trabajo nos refiere algunas vagas invectivas suyas contra «la gente de teatro».

La enferma nos hace notar, con exactitud, que poco después de su llegada a París los periódicos estaban llenos de los ecos de un proceso muy sonado, que ponía bajo los reflectores a su futura víctima. Y seguramente, al lado de las intuiciones delirantes, hay que dejarle un lugar al sistema moral de Aimée (cuya exposición coherente habremos de encontrar en sus escritos), o sea, en concreto, a la indignación que siente al ver la desmedida importancia que en la’ vida pública se da a ‘los artista?.

Por otra parte, Aimée reconoce que, a raíz de su llegada a París, vio por lo menos en dos ocasiones a la señora Z. en sus funciones de actriz, una vez en el teatro y la otra vez en la pantalla. Pero es incapaz de recordar qué obra se representaba en el teatro, a pesar de que sabe que pertenecía al repertorio clásico y de que, dada la amplitud de sus lecturas, debe resultarle bastante fácil dar con el titulo. El argumento de la película se’ le escapa igualmente, si bien tenemos razones para pensar que no puede tratarse más que de una novela cuyo autor es precisamente P. B., su principal perseguidor. ¿Habrá aquí un disimulo destinado a ocultamos un acoso pasional asiduo? Creemos más bien que se trata de una especie de amnesia electiva, cuyo alcance trataremos de demostrar más tarde.

Sea como fuere, el delirio interpretativo prosigue su marcha. No todas las interpretaciones giran en torno a la actriz, pero si un gran número de ellas. Estas interpretaciones surgen de la lectura de los periódicos y de los carteles, así como de la vista de las fotografías publicitarias. «Ciertas alusiones, ciertos equívocos en el periódico me fortificaron en mi opinión», escribe la enferma. Un día, Aimée lee en el periódico Le Journal (y la enferma precisa el año y el mes) que su hijo va a ser asesinado «porque su madre era una maldiciente» y una «inmoral» y había alguien decidido a «vengarse de ella». Así estaba escrito, con todas sus letras. Había, además, una fotografía que mostraba el frontón de su casa natal en la Dordogne, donde su hijo pasaba entonces sus vacaciones, y se le veía aparecer, en efecto, en una esquina de la fotografía. Otra vez, la enferma tiene noticia de que la actriz viene a actuar en un teatro que está muy cerca de donde ella vive, y la noticia la agita muchisimo. «Es para provocarme.»

Todos los elementos turbios de la actualidad son utilizados por el delirio. El asesinato de Philippe Daudet es evocado con frecuencia por la enferma. Alude a él en sus escritos.

Los estados de ansiedad onírica desempeñan un papel importante. La enferma ve en sueños a su hijo «ahogado, asesinado, raptado por la G. P. U.» Cuando despierta, se halla en un estado de ansiedad extrema. Está en verdad esperando de un momento a otro el telegrama en que se le va a decir que la desgracia ya ha ocurrido.

Más o menos un año antes del atentado, según nos cuenta una de sus compañeras de trabajo, Aimée está obsesionada por la amenaza que la guerra significa para su hijo. Este miedo se expresa con tal inminencia que, considerando la corta edad de su hijito, todos se burlan de ella, y esta conversación llega a ser una de sus raras ,expansiones.

«Temía mucho por la vida de mi hijo -escribe la enferma-, si no, le sucedía una desgracia ahora, le sucedería más tarde, a causa de mi, y yo seria una madre criminal.»

Estos temores, en efecto, presentan en el espíritu de Aimée un grado variable de inminencia. En las ansiedades post-oniricas son amenazadores de una manera inmediata; otras veces, por el contrario, se refieren a un futuro indeterminado. «Harán morir a mi hijo en la guerra, lo harán batirse en duelo.» En ciertos periodos, la enferma parece haberse tranquilizado. Persiste, sin embargo, la idea obsesiva. «Nada es urgente -se dice a si misma-, pero allá se está amasando la tormenta.»

La futura víctima no es la única perseguidora. Así como ciertos personajes de los mitos primitivos se revelan como «dobletes» de un tipo heroico, así detrás de la actriz aparecen otras perseguidoras, cuyo prototipo último, según habremos de ver, no es ella misma. Esas otras perseguidoras son Sarah Bernhardt, estigmatizada en los escritos de Aimée, y la señora C., esa novelista contra la cual quería publicar artículos en un periódico comunista. Así pues, es fácil ver cómo la perseguidora «seleccionada» por Aimée, o sea la señora Z., tiene un valor más representativo que personal. La señora Z. es el tipo de la mujer célebre, adulada por el público, la mujer que «ha llegado» y vive en el lujo. Y si la enferma emprende en sus escritos una invectiva vigorosa contra tales vidas, hay que subrayar la ambivalencia de su actitud, pues, como veremos, ella misma quisiera ser una novelista, vivir la vida en grande, tener influencia sobre el mundo.

Parecido a ese enigma es un segundo enigma, o sea el planteado por la implicación del novelista P. B. en el delirio de Aimée. Ya hemos visto cómo, en sus primeras declaraciones, hechas bajo el impulso de la convicción todavía persistente, este perseguidor figuraba en el primer plano de su delirio.

Se podría pensar, de acuerdo con ciertas expresiones empleadas por la enferma, que la relación delirante, en un principio, fue aquí de naturaleza erotomaniaca, y que posteriormente pasó a la etapa de despecho. En el informe del doctor Truelle se puede leer, en efecto, que según ella fue P. B. quien «la obligó a abandonar a su marido»; «se daba a entender que ella estaba enamorada de él, se decía que eran tres». Si vemos las cosas más de cerca, no nos es difícil descubrir que desde un principio se trató de una relación ambivalente, no distinta, salvo en algún matiz, de la relación que vincula a Aimée con su principal perseguidora. «Yo creía -nos escribe la enferma- que me iban a obligar a tornarlo como por una liaison espiritual: encontraba eso odioso, y si hubiera podido, me hubiera ido de Francia.» En cuanto a las relaciones que Aimée imagina entre esos dos perseguidores principales, no nos dan mayores luces. Ella no creía que fuesen amantes, «pero hacen como si fuera eso… pensaba que allí había intrigas, como en la corte de Luis XIV’.

También la fecha de aparición del perseguidor masculino en el delirio sigue siendo un problema. Contrariamente al contenido del informe médico-legal, la enferma siempre ha sostenido en sus conversaciones con nosotros que no fue sino después de su llegada a París cuando él ocupó un lugar en su delirio.

Nos encontramos aquí frente a la misma imprecisión en las conjeturas iniciales, la misma amnesia en la evocación de sus circunstancias, aspecto sobre el cual ya hemos insistido. A pesar de estas particularidades, la revelación del perseguidor ha dejado bien grabado en la enferma el recuerdo de su carácter iluminativo. «Aquello dio una especie de rebote en mi imaginación», nos ha declarado en varias ocasiones al evocar ese instante. Y añade esta explicación, probablemente secundaria: «Pensé que la señora Z. no podía ser la única en estarme perjudicando tanto y tan impunemente, sino que de seguro estaba sostenida por alguien importante.» Lectora asidua de novelas recién aparecidas, y ávidamente al corriente de los éxitos de los autores, Aimée veía, en efecto, como algo inmenso el poder de la celebridad literaria.

Aimée creyó reconocerse en varias de las novelas de P. B. Veía en ellas alusiones incesantes a su vida privada. Se cree aludida por la palabra choléra [«el cólera»], que aparece a la vuelta de un renglón, y se cree escarnecida por la ironía del escritor cuando en alguno de sus párrafos aparecen estas exclamaciones: «¡Qué porte, qué gracia, qué piernas!»

Estas interpretaciones parecen tan fragmentarias como inmediatas e intuitivas. No es menos deleznable la argumentación que emplea Aimée en otra ocasión. Le ha pedido con insistencia a una amiga que lea cierta novela de P. B.; «Es exactamente mi historia» le ha dicho. Pero la amiga se ha quedado sorprendida por no hallar ningún parecido, y ella le contesta: «¿No le roban unas cartas a la heroína? Pues a mí también me las han robado», etcétera.

Se puede descubrir, por lo demás, que el perseguidor tiene los mismos «dobletes» que la perseguidora. Son R. D. y M. de W., redactores en Le Journal. En artículos de ellos, Aimée ha reconocido alusiones y amenazas. En algunos borradores de escritos que hemos podido estudiar, encontramos sus nombres cubiertos de invectivas. A veces, un sobrenombre de intención estigmatizante enmascara a la persona a quien quiere designar: as¡, «Robespierre’, personaje aborrecido por ella, designa a veces a P. B., «que dirige contra ella escándalos, mancomunado con las actrices». Estos personajes la han plagiado, han copiado sus novelas inéditas y su diario íntimo. «Hay que ver­escribe- las copias que han hecho a mis espaldas.» «El periódico L´Oeuvre -escribe asimismo- ha sido lanzado contra mis espaldas.» Piensa, en efecto, que este periódico ha sido subvencionado para oponerse a su misión benéfica.

Sobre los temas delirantes llamados de grandeza, se hace más difícil recabar informaciones mediante el interrogatorio. Pero sabemos que, en la época en que su delirio estaba floreciente, Aimée sostenía categóricamente, frente al encogimiento de hombros de sus familiares, sus acusaciones megalomaniacas contra el periódico L´Oeuvre. Por otra parte, han llegado a nuestras manos algunos borradores de panfletos calenturientos en los cuales se lanzaba contra aquellos que («ella lo comprendía») estaban envidiosos de «su cetro!’. Actualmente, cada vez que mencionamos esas o parecidas palabras, ella nos suplica que no sigamos: las encuentra inmensamente ridículas.

La ideología implicada con esa actitud podrá parecemos muy pobre e inconsistente; sin embargo, es importante que nos esforcemos por penetrar en ella, porque es una manera de hacer comprensibles, en parte, las persecuciones que aquejan a la enferma.

En efecto, todos estos personajes, artistas, poetas, periodistas, son odiados colectivamente como fautores prominentes de las desgracias de la sociedad. «Es una mala raza, una ralea»; esos seres «no vacilan en provocar con sus fanfarronadas el asesinato, la guerra, la corrupción de las costumbres, con tal de conseguir un poco de gloria y de place?. «Viven –,escribe nuestra enferma- de la explotación de la miseria que ellos mismos desencadenan.»

Ella, Aimée, se sabia llamada para reprimir semejante estado de cosas. Esta convicción estaba fundada en las aspiraciones vagas y difusas de un idealismo altruista. Quería realizar el reinado del bien, La fraternidad entre los pueblos y las razas».

Acerca de estos temas., Aimée se expresa con suma repugnancia, y fue apenas pasado casi un año de su entrada en la clínica cuando un día se confesó a nosotros, a condición de que no pusiéramos en ella nuestra mirada durante la confesión. Nos revelé entonces tus ensoñaciones, verdaderamente conmovedoras, a causa no sólo de su puerilidad, sino también de un como candor entusiasta que sería difícil describir. «Debía ser el reinado de los niños y de las mujeres. Todos debían andar vestidos de blanco. Era la desaparición del reinado de la maldad sobre la tierra. No debía ya haber guerra. Todos los pueblos debían estar unidos. Debía ser hermoso’, etc.

En gran número de escritos íntimos manifiesta Aimée los sentimientos de amor y de angustia que le inspiran los niños, sentimientos que se hallan en una relación evidente con sus preocupaciones y sus temores en cuanto a su propio hijo. Se siente en ella una participación muy emotiva en los sentimientos de la infancia, en sus tormentos, en sus penalidades físicas. Lanza entonces invectivas contra los adultos, contra el descuido de las madres frívolas.

Ya hemos visto que Aimée se siente alarmada por la suerte futura de los pueblos. La persiguen obsesivamente las ideas de la guerra y del bolchevismo, que se mezclan con sus responsabilidades para con su hijo. Los gobernantes olvidan el peligro de la guerra; sin duda bastará con recordárselo: para ese papel se cree destinada ella. Pero los pueblos han caído en manos de malos pastores. Ella recurrirá entonces a autoridades benéficas, al pretendiente de Francia, al príncipe de Cales. A este último le suplica que haga un viaje a Ginebra para pronunciar un gran discurso.

La importancia de su papel en todo esto es inmensa, de una inmensidad proporcionada a su imprecisión misma. Sus ensueños, por lo demás, no son puramente altruistas. Le está reservada una carrera de «mujer de letras y de ciencia?. Los caminos más diversos están abiertos para ella: novelista ya, cuenta también con «especializarse en química». Más adelante llamaremos la atención sobre el esfuerzo, desordenado pero real, que hizo entonces para adquirir los conocimientos que le faltan.

Al mismo tiempo sabe «que debe ser algo en el Gobierno», ejercer una, influencia, ser una guía para determinadas reformas. Esto es independiente de sus otras esperanzas de gloria: la cosa tendrá que producirse por la virtud de su influencia, o de alguna predicación. «Debía ser algo así como Krishnamurti», nos dice, ruborizándose.

Mientras tanto, la idea de este apostolado la arrastra a empresas bastante extrañas. Durante un período (breve, por cierto), esta mujer, de costumbres muy regulares, según lo ha comprobado la encuesta que hicimos, se cree en la obligación de «ir a los hombres» lo cual quiere decir que detiene al azar a los transeúntes y les dice cosas brotadas de su vago entusiasmo. Aimée nos confiesa que de esa manera trataba también de satisfacer la «gran curiosidad» que tenia de ‘los pensamientos de los hombre?. Pero los pensamientos de los hombres no le permiten detenerse a medio camino: más de una vez se ve arrastrada por ellos a hoteles en los cuales, quiéralo o no, le es preciso desempeñar su parte. Este período, que ella llama «de disipación», es corto. Aimée lo sitúa en 192… (tres años antes de su internamiento). Por lo demás, su alcance psicológico exacto es algo complejo; en una carta dice que de ese modo trataba de olvidar a P. B. (?).

A medida que nos acercamos al término fatal, se va precisando un tema: el de una erotomanía que tiene por objeto al príncipe de Gales. ¿Qué papel desempeñó, en la instalación de ese tema, la necesidad de recurrir a una personalidad benévola? Es difícil decirlo. Lo que es seguro es que una parte del delirio (una parte difícil de elucidar) lleva esa nota de necesidad de benevolencia. Aimée le dijo al médico legista que, poco antes del atentado, había en París unos carteles de gran tamaño en los cuales se le hacia saber a P. B. que, si continuaba, sería castigado. Así, pues, la enferma cuenta con protectores poderosos, pero por lo visto no los conoce bien. Con respecto al príncipe de Gales, la relación delirante es mucho más precisa. Tenemos un cuaderno en el que Aimée escribe cada día, con la fecha y la hora, una pequeña efusión poética y amorosa que le dirigí.

28 de enero de 193…

Voy corriendo al Quai d’Orsay
Para mirar a mi dueño
Mi dueño, mi bien amado
Por la ventana he saltado

Pelo rubio como el sol
El infinito en sus ojos
Una silueta alta y fina
¡Ay¡ yo deseo seguirla

Yo quedo toda turbada,
Día y noche se trastornan
El río helado no puede
Anegar todo mi anhelo
Con su Alteza la distancia
Es inmensa, y nadie puede
Vencerla de un aletazo.
El corazón no es rebelde.
Abro, tranquila, mi puerta
Desfila toda mí escolta
Están allí mis asiduos
La tristeza, el desaliento
Pero ese día se sienta
Muy cerca de mi ventana
En persona de mi dueño
El valor sin abandono.
Los viajes, qué azoramiento
Atentados, accidentes
¡Cómo todo se acumula
y las salidas de mulas!
Que su Alteza me permita
Decirle cuanto le digo
Me preocupa lo indecible
la perfidia de esas bestias

Cuando las águilas vuelen
Por sobre la Cordillera
Los Windsor se medirán
Con los Grandes de la Tierra.

Aimée mezcla a la Alteza augusta con sus preocupaciones sociales y políticas; a ella se dirigirá al final, intentando un último recurso. El cuarto del hotel en que vivía estaba tapizado de retratos del príncipe; coleccionaba igualmente recortes de periódico en los cuales se hablaba de su vida y de sus andanzas. No parece haber tenido la tentación de acercarse a él durante unos días que pasé en París, a no ser mediante un vuelo metafórico (poema citado). En cambio, parece haberle mandado por correo,, y no pocas veces, sus poemas (un soneto cada semana), así como peticiones y cartas, una de ellas con ocasión de un viaje del príncipe a América del Sur, instándolo a cuidarse de las trampas de M. de W. (ya mencionado antes), director de la agencia Presse Latine, que «da la consigna a los revolucionarios en los periódicos con palabras en cursiva». Pero, detalle significativo, excepto ya casi al final, Aimée no firma sus cartas.

Nos encontramos -y vale la pena hacerlo notar- en presencia del tipo mismo de la erotomanía, según la descripción de los clásicos, suscrita por Dide. La característica mayor del platonismo se muestra aquí con toda la nitidez deseable.

Así constituido, y a pesar de los brotes de ansiedad aguda, el delirio -hecho digno de consideración- no se tradujo en ninguna reacción delictuosa durante más de cinco años. Es verdad que en los últimos años se producen ciertas situaciones alarmantes. La enferma experimenta la necesidad de «hacer algo» pero, cosa notable, esta necesidad se traduce primeramente en un sentimiento de estar faltando a deberes desconocidos, que ella relaciona con los imperativos de su misión delirante. Sin duda, si consigue publicar sus novelas, sus enemigos retrocederán espantados.

Ya hemos mencionado sus quejas a las autoridades, sus esfuerzos por lograr que un periódico comunista acepte sus ataques contra una de sus enemigas y su importuna insistencia ante el director de este periódico, conducta que le vale incluso la visita de un inspector de policía, el cual procede a una intimidación bastante ruda.

Por lo menos, Aimée quiere tener una explicación con sus enemigos. Encontramos, anotadas en hojas sueltas, las direcciones de sus principales perseguidores. Un episodio bastante pintoresco fue la entrevista que obtuvo, durante el primer año, de su permanencia en París, del novelista P. B., a quien ella quería «pedirle explicaciones?. Por esa época la enferma está todavía lejos de la etapa de las violencias; pero es muy fácil imaginar la sorpresa y el malestar del escritor a través del breve relato que ella nos hizo de esa entrevista: «Fui a la librería a preguntar si lo podía ver, el librero me dijo que cada mañana pasaba por allí para recoger su correspondencia y lo esperé delante de la puerta, me presenté a él y él me propuso dar una vuelta por el bosque [el Bois de Boulogne] en coche, cosa que acepté; durante este paseo lo acusé de andar diciendo cosas malas de mi, él no me respondió, al final me trató de mujer misteriosa’ y luego de impertinente, y nunca más volví a verlo.»

En los ocho últimos meses antes del atentado, la ansiedad va creciendo más y más. Aimée siente entonces cada vez más la necesidad de una acción directa. Le pide al gerente de su hotel que le preste un revólver, o, ya que él se lo niega, cuando menos un bastón «para espantar a esas gente?, o sea los editores que se han burlado de ella.

Aimée ponía sus últimas esperanzas en las novelas que había ofrecido a la editorial G. De ahí su inmensa decepción, su reacción violenta, en el momento en que se las devuelvan con una negativa. Es deplorable que no se la haya internado entonces.

Se vuelve entonces a quien es su último recurso, o sea el príncipe de Gales. En estos últimos meses comienza ya a mandarle cartas firmadas. Al mismo tiempo le envía sus dos novelas, mecanografiadas, encuadernadas con una pasta de cuero de un lujo conmovedor. Estas piezas le fueron devueltas, acompañadas de la fórmula protocolar siguiente:

Buckingham Palace.

The Private Secretary is returning the typed manuscrípts which Madame A. has been good enough to send, as ¡t ís contrary to Their Majestíes’ rule to accept presents from those with whom they are not personally acquainted.

April, 193 …

Este documento está fechado la víspera del atentado. La enferma estaba en la cárcel cuando le llegó.

En los últimos meses, por otra parte, los conflictos con sus familiares se estaban haciendo verdaderamente alarmantes. Las cosas que hacia o decía no podían ser acogidas con el discernimiento que hubiera sido menester. Algunas tentativas de explicación de sus tormentos son rechazadas brutalmente. Entonces toma la resolución de divorciarse y de salir de Francia con el niño. En el mes de enero que precede al atentado, manifiesta sus intenciones a su hermana, en una escena en que muestra una agitación interior y una violencia de expresión tales, que la hermana las recuerda todavía con espanto. «Es preciso -le dijo Aimée- que estés dispuesta a atestiguar que André [su marido] me golpea y golpea al niño. Quiero divorciarme y quedarme con el niño. Estoy dispuesta a todo. Si no, lo mataré.» Una cosa digna de notarse es que los familiares de la enferma no temen menos sus amenazas para el niño que para el marido.

A partir de entonces hay escenas continuas, en las cuales ella insiste en el divorcio. Además, sus visitas a la casa conyugal en la ciudad de E…, que se hablan ido espaciando, se hacen de una frecuencia casi cotidiana. No se despega ya de su hijo, lo acompaña hasta la escuela y viene a recogerlo a la salida, cosa que, evidentemente, el niño no encuentra muy de su gusto.

Aimée nos dice que en esos meses vivía en el temor perpetuo e inminente del atentado que se estaba tramando contra su hijo. Su familia, claro, no ve en su nueva actitud más que un celo intempestivo, y le ruega, sin miramientos, que se deje de unas importunidades que perjudican al niño.

La enferma está cada vez más trastornada. Un mes antes del atentado, va «a la manufactura de armas de Saint-Etienne, en la plaza Coquillére» y escoge una «navaja grande de caza que habla visto en el escaparate, con una vaina».

Mientras tanto, en su estado de emoción extrema, Aimée se forja verdaderos razonamientos pasionales. Le es preciso ver a su enemiga cara a cara. «¿Qué pensará de mí­se dice, en efecto- si no me hago presente para defender a mi hijo? Que soy una madre cobarde.» No encontró la dirección de la señora Z. en la guía telefónica, pero averiguó en qué teatro estaba actuando cada noche.

Un sábado de abril, a las siete de la tarde, se disponía a salir, como venía haciendo cada semana, a casa de su marido. ‘Todavía una hora antes de ese desdichado acontecimiento, no sabia todavía adónde iría, y si no tomaría el camino de costumbre para estar cerca de mi muchachito.»

Una hora después, empujada por su obsesión delirante, Aimée se encuentra en la puerta del teatro y hiere a su víctima. «En el estado en que me hallaba yo entonces -nos ha dicho más de una vez la enferma- habría atacado a cualquiera de mis perseguidores, si hubiera podido dar con alguno de ellos o si me lo hubiera encontrado de casualidad.» Más de una vez, hablando con nosotros, Aimée hará aquí una pausa y, no sin un gesto de escalofrío, reconocerá que hubiera sido capaz de atentar contra la vida de cualquiera de esos inocentes.

Ninguna sensación de alivio sigue al acto. Aimée se muestra agresiva, esténica, y sigue expresando su odio contra su víctima. Sostiene sus afirmaciones delirantes con todo lujo de detalles ante el comisario, ante el director de la cárcel y ante el médico legista. «El director de la cárcel y su mujer vinieron a preguntarme por qué había hecho eso, a mi me sorprendía ver que nadie reconocía el mal proceder de mí enemiga.» «Señor Doctor escribe asimismo en un recado de un tono sumamente correcto, fechado quince días después de su encarcelamiento-, yo quisiera pedirle que haga rectificar el juicio que los periodistas han echado sobre mi, me han llamado neurasténica, eso puede perjudicarme para mi futura carrera de mujer de letras y de ciencias.»

«Ocho días después de mi entrada -nos refiere posteriormente-, en la prisión de Saint-Lazare, le escribía al gerente de mi hotel, para decirle que me sentía muy desgraciada porque nadie quería oírme, ni creer lo que decía, le escribía también al príncipe de Cales para decirle que las actrices y las gentes de letras me estaban haciendo cosas graves.»

Hemos examinado el borrador de esa carta al príncipe; se destaca entre las demás por la incoherencia de su estilo.

En largas conversaciones con sus compañeras de cárcel -«una bailarina rusa que había disparado contra el comisario de policía porque era una bolchevique, una ladrona de tiendas y una danesa acusada de estafa» (según precisa ella)-, les habla de las persecuciones que ha sufrido. Las tres mujeres hacen señales de asentimiento, la alientan, la aprueban. «Veinte días después -nos escribe la enferma-, a la hora en que todo el mundo estaba acostado, hacia las siete de la tarde, me puse a sollozar y a decir que esa actriz no tenía nada contra mi, que yo no hubiera debido asustarla, mis vecinas quedaron tan sorprendidas que no querían creerlo y me hicieron repetir: ¡pero ayer todavía usted estaba diciendo horrores de ella! y se quedaron aturdidas. Fueron a decírselo a la Superiora de las religiosas que quería a toda costa mandarme a la enfermería.»

Todo el delirio se derrumbó al mismo tiempo, «el bueno como el malo». nos dice ella. Se le muestra toda la vanidad de sus ilusiones megalomaniacas al mismo tiempo que la inanidad de sus miedos.

Aimée ingresa en el asilo veinticinco días después.

Examen y antecedentes físicos

La enferma es de una estatura superior a la media. La constitución del esqueleto es amplia. Osamenta torácica bien desarrollada, por encima del término medio observado entre las mujeres de su clase. Ni adiposidad ni flacura. Cráneo regular. Las proporciones cráneo-faciales son armoniosas y puras. Tipo étnico bastante hermoso. Ligera disimetría facial, que queda dentro de los limites en que se la observa constantemente. Ninguna señal de degenerescencia. No hay señales somáticas de insuficiencia endócrina.

Ligera taquicardia (n = 100), en los primeros días de su internamiento. La palpación revela la existencia de un ligero bocio, de índole endémica, que afecta asimismo a la madre y a la hermana mayor. En el periodo que precedió al primer internamiento, ese bocio estaba bajo tratamiento médico (¿extracto tiroideo?). Aimée solía tomar la medicina «sin seguir las recetas y por cantidades masiva?.

Un mes después de su ingreso, el pulso ha vuelto a 80. La presión en los globos oculares, ejercida durante un minuto, da en el segundo cuarto de minuto una caída de la frecuencia a 64.

Durante varios meses conserva un estado subfebril ligero, cripto-genético, de tres o cuatro décimas por encima de la media matinal y vesperal. Poco antes de su matrimonio contrajo una congestión pulmonar -de origen gripal (1917)-, y hubo sospecha de bacilosis. Exámenes radioscópicos y bacteriológicos repetidos han arrojado un resultado negativo. La radiografía nos muestra una opacidad biliar a la izquierda. Los demás exámenes, negativos. Pérdida de cuarto kilos de peso durante los primeros meses de su permanencia; peso recuperado más tarde, y luego vuelto a perder; estabilizado en los últimos meses en 61 kilos.

Examen neurológico negativo B. W. y otras reacciones serológicas negativas en la sangre y el liquido cefalorraquideo. B. W. del marido, negativo también. Durante los seis primeros meses de su internamiento, interrupción de las reglas, por lo general normales. Metabolismo basal medido en varias ocasiones: normal.

Dos partos, cuyas fechas ya hemos registrado. Una criatura nacida muerta por asfixia debida a estrangulamiento con el cordón umbilical. No se encontró ninguna anomalía fetal ni placentaria. Caries dentales en gran número durante los dos embarazos. La enferma lleva dentadura postiza en la mandíbula superior.

Segundo hijo, varón bien desarrollado, de buena salud. Tiene actualmente ocho años. Normal en la escuela.

A propósito de los antecedentes somáticos, vale la pena señalar este hecho: la vida que llevaba la enferma desde que se instaló en París, trabajando en su oficina de las siete de la mañana a la una de la tarde, y luego preparando su bachillerato, corriendo a alguna biblioteca y leyendo desaforadamente, está marcada por un evidente surmenage intelectual y físico. Aimée se alimentaba de manera muy defectuosa, sucinta e insuficiente por la prisa, y a horas irregulares. Durante años, aunque solamente desde que se trasladó a París, estuvo tomando cada día cinco o seis tazas de café, preparado por ella misma y muy fuerte.

El padre y la madre, campesinos, viven todavía. Dentro de la familia, la madre tiene fama de estar afectada de «locura de persecución». Hay una tía que ha roto con todos y ha dejado fama de revoltosa y de desordenada en su conducta.

La madre tuvo ocho embarazos: tres hijas antes de nuestra enferma, un aborto después de ella, y por último tres varones. Sólo viven seis de los hijos. La familia insiste mucho en la importancia que debe haber tenido una emoción violenta sufrida por la madre durante la gestación de nuestra enferma, un accidente trágico que

le costó la vida a la mayor de las hijas, la cual, a la vista de su madre, se cayó en la boca abierta de un horno ardiendo y murió muy rápidamente de quemaduras graves.

Antecedentes de capacidad y fondo mental

Inteligencia normal, por encima de las pruebas de test empleadas en el servicio.

Estudios primarios buenos. Obtiene su certificado simple. Es reprobada en un examen destinado a dirigirla hacia la enseñanza primaria. No persevera. A los dieciocho años, después de un examen de admisión, es aceptada en la compañía en que ha seguido trabajando, y a los veintiún años obtiene un lugar excelente en el examen público que asegura su opción a un titulo y sus derechos. Durante su permanencia en París es reprobada en un examen más elevado; al mismo tiempo preparaba (a la edad de treinta y cinco años) sus exámenes de bachillerato. En éstos es reprobada tres veces.

Es considerada por sus jefes y sus compañeros como muy cumplidora, un verdadero «caballo de labor» y a causa de ello es tratada con consideraciones en sus trastornos de humor y de carácter. Se le da una ocupación que le permite trabajar aislada en parte de los demás. La encuesta que se hizo entre sus jefes no revela ninguna falla profesional hasta los últimos días de su libertad. Todo lo contrario: el día que siguió al atentado llegaba a su oficina una carta en la cual se le notificaba que habla sido ascendida.

Hemos descrito en páginas anteriores la reducción actual de su delirio. En sus respuestas a los interrogatorios se expresa con oportunidad y con precisión. Las vaguedades y los amaneramientos no se introducen en su lenguaje sino en los momentos en que se le hace evocar ciertas experiencias delirantes, hechas a su vez de intuiciones imprecisas e indecibles por las vías de la lógica. Lo mismo cabe decir de las cartas que nos dirige. En cierto momento le pedimos que nos contara su historia por escrito. El título que dio a esta autobiografía es «Las confesiones de Bécassine» [«Agachadiza»: pájaro]. Pero en el relato mismo, la frase es breve y bien redondeada; no hay ningún rebuscamiento, el ritmo del relato, hecho notable tratándose de una enferma como ella, no está retardado por ningún circunloquio, ningún paréntesis, ninguna repetición, ningún raciocinio formal. Más adelante reproduciremos largos pasajes de sus escritos del período delirante.

Comportamiento en el asilo.
Trabajo y actitud mental

Aimée nunca ha dado motivo para ningún trastorno en el buen orden del servicio. Reduce el tiempo que podría consagrar a sus trabajos literarios para dedicarse a hacer gran número de labores de aguja que luego reparte entre el personal de servicio. Estas labores son de hechura delicada, de ejecución cuidadosa, pero de un gusto poco educado.

Recientemente la hemos adscrito al servicio de la biblioteca, con resultados satisfactorios.

En sus relaciones con las demás enfermas muestra tacto y discernimiento. Nada más gracioso que las satisfacciones diplomáticas que ha sabido dar a una delirante paranoica grave, erotómana, como ella, del príncipe de Gales, pero que, a diferencia de ella, se ha quedado firme en sus convicciones delirantes. Por supuesto que nuestra enferma tiene la superioridad, si no de la actitud, por lo menos de la indulgencia y de la ironía. Sin embargo, la otra enferma se ha negado a todo diálogo a raíz de unas discusiones muy agitadas sobre el reciente proceso del asesino del presidente Doumer.

Las anomalías de comportamiento son raras; son sobre todo risas solitarias que parecen inmotivadas, y bruscas caminatas por los corredores: son fenómenos poco frecuentes, que no han sido observados más que por las enfermeras.

Ninguna variación ciclotímica apreciable.

La enferma mantiene de manera habitual una gran reserva en su actitud. Detrás de ésta, da la impresión de que sus incertidumbres interiores distan mucho de haberse apaciguado. Vagas reapariciones de la erotomanía pueden adivinarse bajo sus efusiones literarias, pero allí se quedan. No se puede hablar de reincidencia en el delirio.

«Regresar a la oficina, trabajar, volver a ver a mi hijo­suele decirnos-: ésa es toda mi ambición.»

No obstante, los proyectos literarios pululan dentro de su cabeza: quiere escribir «una vida de Juana de Arco, unas cartas de Ofelia a Hamlet». «¡Cuántas cosas no escribiría yo en estos momentos si estuviera libre y tuviera libros!»

Citemos una carta que nos mandó durante el segundo mes de su permanencia en la clínica. El tono es curioso y, por debajo de las retractaciones que expresa, la autenticidad del renunciamiento parece ambigua.

Después de hablar de su hermana en términos muy curiosos (sobre los cuales tendremos que volver), añade: «Ella sabe que soy muy independiente, yo me habla consagrado a un ideal, una especie de apostolado, el amor del género humano al cual yo lo subordinaba todo. Lo he perseguido con una perseverancia renovada día tras día, llegaba hasta el extremo de desprenderme de todos los lazos terrestres o de despreciarlos y dedicaba toda la agudeza de mi sufrimiento a las fechorías que azotan a la tierra… Ahora que los acontecimientos me han reintegrado a mi modestia, mis planes han cambiado y no pueden ya trastornar en nada la seguridad pública. No me voy a atormentar ya por causas ficticias, y cultivaré la calma y la expansión del espíritu. Haré de manera que mi hijo y mi hermana no tengan ya motivos de queja contra mi a causa de mí desinterés, que ha sido excesivo.»

Actualmente, Aimée, parece encontrar su satisfacción en la esperanza de salir de la clínica, salida que ella no concibe como muy próxima, pero si como segura.

Producciones literarias

Ya hemos mencionado e incluso citado ciertos escritos de la enferma. Vamos a detenernos ahora en las producciones propiamente literarias que ella destinaba a la publicación.

El interés de su singularidad justificarla ya por si solo el lugar que les concedemos; pero es que, además, tienen un alto valor clínico desde un doble punto de vista. Estos escritos nos informan acerca del estado mental de la enferma en la época de su composición; y, sobre todo, nos permiten captar en vivo ciertos rasgos de su personalidad, de su carácter, de los complejos afectivos y de las imágenes mentales que la habitan, y estos puntos de vista suministrarán unos materiales preciosos para nuestro estudio de las relaciones del delirio de la enferma con su personalidad.

Tenemos, en efecto, la fortuna de poder publicar, siquiera sea parcialmente, esas dos novelas que la enferma, después de recibir la negativa de varias editoriales, envió como último recurso a la corte real de Inglaterra.

Las dos novelas fueron escritas por la enferma en los ocho meses que precedieron al atentado, y ya hemos dicho en qué relación con el sentimiento de su misión y con el de la amenaza inminente contra su hijo.

La primera está fechada en agosto-septiembre de 193… y, según la enferma, fue escrita de un solo tirón. El conjunto del trabajo hubiera podido llevarse a cabo en un lapso no mayor de ocho días, pero hubo una interrupción de tres semanas, de cuya causa nos ocuparemos más adelante; la segunda fue compuesta en diciembre del mismo año, en un mes más o menos, y «en una atmósfera de fiebre».

Digamos, ante todo, que las dos novelas han llegado a nuestras manos en forma de ejemplares mecanografiados, en los cuales no aparece ninguna particularidad tipográfica. Este rasgo queda confirmado por los borradores y manuscritos que tenemos de ellas, y es lo opuesto de la presentación habitual de los escritos debidos a la pluma de paranoicos interpretantes: mayúsculas iniciales en sustantivos comunes, subrayados, palabras que se destacan de las demás, tintas diversas, rasgos simbólicos, todos ellos, de las estereotipias mentales.»

El grafismo mismo impresiona ante todo por su rapidez, su altura oscilante, su línea discontinua, la falta de puntuación. Todos estos rasgos se acentúan en los períodos correspondientes a una exaltación delirante.

Hemos propuesto algunas muestras de ese grafismo a la atención de nuestro amigo Guillaume de Tarde, que, iniciado desde hace mucho por su padre (el eminente sociólogo) en el análisis grafológico, suele practicarlo para divertir sus ocios. He aquí, anotados al correr de la palabra, los rasgos por él observados:

«Cultura. Personalidad. Sentido artístico instintivo. Generosidad. Desdén por las cosas pequeñas y por las intrigas menudas. Nada de vulgaridad.

«Fondo de candor, de virginidad de alma, con rasgos de infantilismo. Reacciones, sueños, miedos de niño.

«Vuelo interior, no sin capacidad de irradiación. Agitación, no sin lado simpático. El uno y la otra, sin embargo, de una calidad más intelectual que afectiva.

«Gran sinceridad para consigo misma. Indecisión. Voluntariosa a pesar de todo.

«Ternura. Muy poca sensualidad. Accesos de angustia, que desarrollan en ella un cierto espíritu de maquinación, posibilidades de maldad.

«Fuera de los accesos persiste en la enferma, no una hostilidad, ni una desconfianza verdadera, sino más bien una inquietud continua, fundamental, sobre sí misma y sobre su situación.»

Nos excusamos ante nuestro amigo por transcribir, sin haberlas sometido a su revisión, estas expresiones completamente verbales, que quizá no suscribiría él en todo rigor. Las hemos encontrado demasiado notables para no reproducirlas aquí, aunque sea bajo una forma imperfecta que no debe imputarse más que a nosotros mismos.

El valor de estas obras es desigual; no cabe duda de que la segunda traduce un descenso de nivel, tanto en el encadenamiento de las imágenes como en la calidad del pensamiento. Hay, sin embargo, un rasgo que tienen en común ambas novelas, y es que las dos presentan una notable unidad de tono y en las dos hay un ritmo interior sostenido, que garantiza su unidad de estructura. En cuanto al plan, por el contrario, no hay nada prestablecido: en el momento de comenzar a escribir, la enferma ignora adónde va a ser llevada. En esto sigue, sin saberlo, el consejo de los maestros («Plan, nunca. Escribir antes de desnudar al modelo… La página en blanco debe ser siempre misteriosa»: Pierre Louys).

La primera novela podría muy bien intitularse «Idilio». No está, ni mucho menos, desprovista de valor intrínseco. Más de una vez el lector encontrará en ella imágenes de verdadero valor poético, en las que una visión justa encuentra su expresión en un afortunado equilibrio de precisión y de sugestión. Y, más de una vez, en el pasaje siguiente se observará la irrupción desmañada de un movimiento impulsivo de su sensibilidad. Casi nada es desdeñable entre pasaje y pasaje. La expresión incompleta, mal precisada, es resultado de falta de habilidad, rara vez parece encubrir un déficit del pensamiento.

Sin que se trate aquí siquiera de expresiones de origen automático impuesto, el lector no experimenta en ningún pasaje esa impresión de estereotipia del pensamiento sobre la cual hemos llamado la atención al analizar, en otro lugar, ciertos escritos mórbidos .2

En cuanto a los circunloquios de la frase -paréntesis, oraciones incidentales, subordinaciones intrincadas- y a esos latiguillos, machaconerías y repeticiones de la forma sintáctica que en la mayor parte de los escritos de paranoicos expresan estereotipias mentales de orden más elevado, es muy notable comprobar su ausencia total no sólo en el primero de los escritos, sino también en el segundo.

Las dos novelas están hechas, por el contrario, de una sucesión de frases breves, que se encadenan con un ritmo que impresiona desde el principio por su naturalidad y su tono elocuente.

Señalemos, para comenzar, algunas de las tendencias afectivas que se revelan en estos escritos.

En el primer plano aparece un sentimiento de la naturaleza que tiene que ver con las raíces profundas de la personalidad, con experiencias infantiles muy plenas y que no han sido olvidadas.

Al lado de él se expresa una aspiración amorosa cuya manifestación verbal es tanto más tensa cuanto más discordante está en realidad con la vida, y cuanto más condenada al fracaso. En esa aspiración se revela una sensibilidad que podemos calificar de esencialmente «bovarista», refiriéndonos directamente con esta palabra al tipo de la heroína de Flaubert. Esta discordancia afectiva se aviene muy bien con la aparición incesante de movimientos que se acercan a la sensibilidad infantil: revelaciones repentinas de un pensamiento fraternal, salidas en busca de una aventura, pactos, juramentos, vínculos eternos.

Pero estos extravíos del alma romántica, que tan a menudo no pasan del nivel verbal, no son estériles en nuestra enferma, sino que tienen como contrapartida el hecho de que ella ha conservado una comprensión muy inmediata y muy fresca del alma de la infancia, de sus emociones, de sus placeres, de sus sinsabores y de sus secretos. La expresión de estas vivencias infantiles se nos da a cada instante, y a menudo en forma muy bien lograda.

Todos estos rasgos nos están indicando, bajo maneras diferentes, alguna fijación infantil de la sensibilidad. Otro hecho notable: Aimée no ha conservado únicamente el sentimiento de la naturaleza en cuyo seno se desarrolló su infancia -las riberas y los bosques de la Dordogne-, sino también el de la vida campesina, con sus trabajos y sus días. Ya veremos cómo acuden a su pluma los términos de agricultura, de caza y de cuidado de los bosques.

Estos toques de «regionalismo», por otra parte, adolecen de bastante torpeza, pero eso no es más que prueba de su ingenuidad, y es un rasgo que puede ser atractivo incluso para los no muy aficionados a los artificios de tal literatura. Además, se siente en ella la presencia de una auténtica cultura del terruño. La enferma conoce el habla dialectal de su región lo bastante bien para leer la lengua de Mistral. Si Aimée hubiera sido menos autodidacta, habría podido sacar mejor partido de todo eso.

Citemos ahora algunos pasajes. No hemos seleccionado los mejores, sino los más significativos. Las palabras y frases subrayadas lo han sido por nosotros. Deformamos así ligeramente el aspecto del texto, pero, si por una parte tenemos confianza en que el lector sabrá distinguir el alcance de cada una de esas indicaciones, por otra parte creemos que él nos agradecerá esos llamados de atención. El titulo de la novela es El detractor; está dedicada a Su Alteza imperial y real el Príncipe de Cales.

He aquí el comienzo:

CAPÍTULO PRIMERO

La Primavera,

En los límites nordeste de Aquitania en primavera, las cimas están grises de cierzo, pero los vallecitos son tibios, pálidos, encajonados: conservan el sol. Las desposadas toman belleza para sus hijos entre los colores del valle pardo. Allí los tulipanes no se hielan en invierno, en marzo son largos, delicados, y coloreados por completo de sol y de luna. Los tulipanes toman sus colores en el suelo pingüe, ¡las futuras madres los toman en los tulipanes! …

En este Valerio los niños guardan las vacas al son de los cencerros.

Los niños juegan, se extravían, el son de los cencerros los llama de nuevo a su guardia.

Es más fácil de guardar que durante el otoño cuando los encinares engolosinan a las bestias, entonces hay que correr, seguir los rastros de la lana corderil enganchada en los zarzales, los deslizamientos en la tierra que se hunde bajo los pies córneos, los niños buscan, se emocionan, lloran, no escuchan ya el son de los cencerros.

En abril, las bestias tienen sus secretos, entre los arbustos la hierba juega en el viento, es fina, hocicos lechosos la descubren. ¡Qué suerte feliz! La leche será buena esta noche, yo me beberé un trago, dice el perro, la lengua colgante. Todo el día, los niños han jugado entre sí y con las bestias jóvenes, se acarician, se aman.

¿Qué hay, el rebaño se despide de ellos? Los niños miran el cielo, ¡Una estrella! Volvamos a casa, hasta mañana tulipanes, arroyo, fuentes, volvamos a casa, sigamos el son de los cencerros. ¿Cuántas fuentes conoces tú, cuántas fuentes para vaciar de una aguada, a ver, tú, le dice el pequeño al mayor de los hermanos que es profeta? ¡Yo! ¡Todas las que tú quieras! pero no te las diré, te descalzarías para bañarte. ¡Ah! no profanar mis fuentes. Yo puedo llevarte a la orilla del arroyo si me prometes responder siempre cuando te llame. Siempre te responderé, dice el más pequeño, y no nomás una vez, siempre. Los ojos de los niños son fuentes vivas; son más grandes que los tulipanes.

Ruido en la casa, a la hora de la cena, las hermanas mayores están vigilantes; el padre dice: «David ha regresado del regimiento esta misma tarde.» La mayor ha dejado de comer, a hurtadillas está escuchando.

Acuesta a los niños, los más pequeños se quedan dormidos en cuanto ella los coloca sobre la almohada. ¿Es eso lo que la hace sonreír? Ella sonríe. Ella se sienta en recogimiento a la ventana sin lámpara. Ella piensa en el novio desconocido. ¡Ah! ¡si hubiera uno que la ame, que la espere, que diera sus ojos y sus pasos por ella!

Ella lo pide en voz alta, ella piensa en él, ¡ella lo quisiera!

Él no me hará preguntas sino cuando conoce ya las respuestas, él no tendrá nunca una mirada de ira, yo me reconoceré en su rostro, ¡quienes se aman se parecen el uno al otro!

Pensamientos osados, pensamientos fuertes, pensamientos celosos, pensamientos tiernos, pensamientos alegres, todos van a él o vienen de él.

No hay nadie más que ellos dos en el claro oscuro, su corazón quema como tila los planetas envueltos en llamas baten alas, la luna envía flores purpurinas a la habitación.

Ella piensa en todo cuanto la deslumbra, en el peñasco adamantino de la cueva, en la corona inmarcesible del abeto, ella escucha su murmullo, es el preludio.

En los manzanos un fauno hace muecas sosteniendo un carcaj.

«El amor es como el torrente, no trates de detenerlo en mitad de su carrera, de aniquilarlo, de ponerle diques, lo vas a creer subyugado y él te anegará. ¡Las fuentes son tan inmutables cuando vienen del corazón de la tierra que cuando vienen del corazón del hombre!» […]

Aimée trabaja como una verdadera campesina. Sabe deshilachar los vestidos viejos, parear los calcetines, despercudir una montaña de ropa después de la cosecha, conoce el mejor queso de la encella, no toma una gallina demasiado huevada para matar, mide las almorzadas de grano, hace camatones de ramillas para las bestias delicadas en invierno, trincha en pedacitos el pollo para los niños, confecciona para ellos personajes en perlas, en cartón, en pastas, crujientes o de viento, sirve una comida fina en las ocasiones solemnes, las truchas de -torrente a la crema, las castañas -en la gallina gorda y el guiso de pescado.

Con ella los peligros de la vida campestre están evitados: no anochecerse contando con la luciérnaga, encontrar refugios durante la tormenta para no verse inmovilizada por la falda hecha estorbo, o arrastrada por las quebradas. […]

Al llegar a Les Ronciers [«los Zarzales»] se domina una quebrada boscosa. De todas partes los árboles suben. ¿Van a moverse, van a aplastar el encaje de los helechos, la alta lana de los musgos? ¿Van a ir a colocarse a la hora del crepúsculo en la línea de horizonte donde los árboles son gigantes? ¡Conquistar, qué justa se siente esta palabra hasta en las plantas, vivir cerca del cielo! Y las colinas no le ceden en nada, las colinas se alinean para la ofensiva, ebrias por los aromas de la maleza malva.

David descubre su camino. Lleva firme su traje de soldado. Este huérfano que vive con hombres ha conservado toda la rudeza de ellos. Después de haberse saciado de agua turbia, la madre se derrumbó en el campo, en un verano caluroso en que los peces mueren en el lecho encogido del torrente.

Su pelo está echado hacia atrás como la cabellera de una espiga de centeno, es tal un magnífico abejorro color de alba y de crepúsculo.

Este campesino es muy amañado. No tiene igual para dejar, en un abrir y cerrar de ojos, removido de arriba abajo un prado; reconoce al segador por el guadañazo, desmocha los bosques, doma los toros, hace traíllas finas, designa el sesteadero de la liebre hembra, los rastros del jabalí, levanta las talegadas de grano, conoce la edad de las praderas, evita los abrojos, el precipicio, las rebabas, y protege siempre las safenas de sus piernas desnudas.

Sabe también sostener su pluma, evitar las heridas gramaticales, envía sus pensamientos a Aimée.

La primavera se ha puesto sus envolturas, envolturas granza, envolturas añil, pálidas o vivas, chapas, odres, zarcillos, vasos, campanas, copas del tamaño de alas de mariquitas, los insectos van a beber en los ojos de las flores. En el seto, el ciruelo florece y el cerezo balancea sus coronas blancas. Las lianas que lo recubren están caladas por orugas colocadas en bucles o apretadas por grupos, baldosas de mosaico. Bajo este enmarañamiento hay la nota viva del coral de W límazas y de los sombreritos de musgo pegados al matorral, los jaramagos tropiezan en las hojas con pequeños choques de saltamontes o caen sobre la hierba seca que chilla como un gozne. [. . . ]

A la sombra de tus pestañas como a la sombra de los vallados, se siente la frescura de la senda ignorada, el lodo del camino se borra cuando tú apareces, hasta el color del tiempo lo cambias tú.

Ya he confiado mi secreto a la nube que rueda en el vallecito, aliento del arroyo refrescado por la noche, nivela las colinas y galopa al viento.

Al ver las coronas en el cerezo, he encontrado que no te amaba lo bastante, sus florecillas eran blancas, nunca las he visto tan blancas, revolotean alrededor de mí como revolotean mis pensamientos, ¡yo les he dicho mi secreto así como a las estrellas que lo han esparcido por el mundo olvidado!

De mañana al alborear abro mis postigos, los árboles que distingo están aureolados de alabastro, la penumbra los envuelve, estoy emocionada, esta aurora es dulce como un amor.

Toma mi mano, te la doy
Pues desde el día en que te vi
No amo a Dios como solía
Lo amo más, lo amo menos,
¿Es él o eres tú a quien amo?
¡Tú eres, sin dudar, el mismo!

[…] Ella, sueña. ¡Un marido! El un roble y yo un sauce cambiante, a quienes el entusiasmo del viento une y hace murmurar. En la selva, sus ramas se cruzan, se entremezclan, se persiguen en los días de viento, las hojas aman y vibran, la lluvia les envía los mismos besos.

¡Oh! ¡estoy celosa sí mi marido es un roble y yo un cerezo blanco! ¡Estoy celosísima si él es un roble y yo un sauce cambiante! En la selva movediza, la lluvia les manda los mismos besos.

Me encorvo para tomar una espada, he encontrado una en mi camino; ¡hay que conquistar el derecho de amar!

Mientras tanto la alegría está en la casa, el padre, la madre son dichosos. Estos dos adultos ágiles, cuyo cuerpo ha sido curtido por la tierra terca con Y en las mejillas y con arrugas en la frente, aman a sus hijos igual que a la tierra y a la tierra igual que a sus hijos.

Se recibe a unas visitas, se les muestran vestidos, unas pobres alhajas mal hechas, y en seguida los gallos de raza fina, los habitantes del tejadillo, el secadero de frutas perfumadas, las plantas aromáticas del jardín.

Se calcula que habrá que perder cuatro días para casarse, les mucho en plena temporada!, un día para comprar las telas, el otro para comprar el oro, el otro en casa de la costurera y el cuarto para firmar el contrato.

Es mucho cuando el heno urge y cuando todos, chicos y grandes, se arrancan las uñas en el trabajo.

Aimée observa a los niños y escucha su canción divina.

¡Escucha lo que dice el hermanito! ¡Escucha lo que dice el niño!

En la orilla del torrente pongo a flote la leña muerta y estoy lleno de risas cuando resbalan mis esquifes en los cuales se ha posado toda una hornada de abejorros o de escarabajos que van tontamente a la muerte.

Esparzo brazadas de estelares, de ojos, de juncos sobre el agua, al punto mis flores tienen piernas, sus colores se mezclan, se diría la cola de una falda descendida del cielo.

En los huecos, durante el invierno escarchado, las escolares tiemblan con todas sus boquitas haciendo un ruido soberbio, dulce, yo las extiendo sobre diez centímetros de nieve florida, sus cuerpos, sus brazos dejan un vaciado en cruz, dedos redondos, y sus cabellos líneas armónicas en todos sentidos; ellas se incorporan sin sus codos poniendo tiesa la rótula, después de recobrar así el calor, felices, no tienen ya frío durante el día. ¡Ahí no hay cosa mejor que violinear en la nieve en invierno,

A las muchachas golosas siempre en fraude de gaterías, les enseño a guardar en la boca una manzana roja o una nuez, incluso si la glotis se les levanta, en seguida les pelo un muslo de nuez bien blanca, ellas se lo comen sin pensar nunca en mis ardides inocentes. […]

Irrumpe una curiosa fantasía de metamorfosis de su sexo:

Me voy a recibir de muchacho, iré a ver a mi novia, ella estará siempre hundida en pensamientos, ella tendrá hijos en los ojos, yo me casare con ella, ella se pondría demasiado triste, nadie escucharía sus canciones.

Si ella se lamenta, yo la insultaré en el umbral de la puerta, le diré que hago un viaje por agua, ella dejará caer su dedal, !ohé! al regresar le contaré historias épicas.

Yo conozco todas las piedras de mi terruño, las azules, las blancas, las pardas: son mis amigas, yo les hablo. ¿Qué haces tú ahí?

Yo sirvo de escalera para frecuentar el bosque, si te estorbo, arróllame, dame impulso, de salto en salto, lo hollaré todo, el torrente me recibirá. Yo te guardo, tú me sirves de asiento cuando estoy cansado, tú pones cuñas a mi pie cuando subo, tú eres hermosa y yo te amo, a ti que has quebrado a menudo mis zuecos y has ensangrentado mis tobillos desnudos! Yo quisiera, que se diga que soy lindo como una piedra en el agua, ¡oh mis amigas las piedras, no olvidéis mis oraciones! […]

Citemos ahora una fantasía cuyo alcance quisiéramos apreciar bien. El término «sentimiento panteísta» que tal vez se les ha ocurrido ya a algunos al leer ciertos pasajes, nos parece a nosotros que debe reservarse para intuiciones más intelectuales.

Digamos que lo que a nosotros nos parece es que aquí se encuentra un sentimiento de la naturaleza de una calidad más profunda que el que se despierta en el corazón de todas las modistillas en los domingos de primavera.

En el caso de Aimée, por otra parte, esa efusión afectiva no significa la pérdida del yo, sino, por el contrario, su expansión ¡limitada. En este registro se expresaba curiosamente, en uno de los pasajes citados, incluso el tema de los celos.

Tengo un sueño: las bestias de los bosques dimiten de sus fuerzas, de sus alas, de su veneno, yo las congrego, las empujo por la larga carretera; las primeras de todas, las gruesas, están hechas expresamente para colarse por debajo de los árboles, las pequeñas siguen, ¡cuidado con las perezosas! Yo las apachurro con mis zapatos nuevos, el rebaño avanza, ¡hop! todos en vagones y la luna también está contentísima de viajar, yo acompaño como dueño y señor a mis extraños amigos: en mis comidas como carne de león, bebo savia en la corteza de un roble joven, aspiro el cucurucho de la madreselva, desescamo el rizoma del helecho y desdoblo las hojas del álamo temblón para tocar aires de victoria.

Cuando la tempestad sopla y abate los nidos encumbrados demasiado arriba yo me arremolino como ella. Vestido para vencer al cielo, vuelvo a dar calor a esos náufragos, ellos viven, yo los salvo porque amo el huracán con su venida perturbadora, sus secretos, sus temblores, su espanto, y, tras de su partida, sus efluvios de polen derramado.

Yo les he avisado cuando el incendio ha estallado en el bosque. ¡Había que escuchar la pedorrera! Las bayas de enebro daban un chasquido seco y las pavesas me seguían, el terror me había dado alas y el espino blanco espuelas, yo hacía el pájaro aviador, en torno a mis hélices el aire roncaba, más rápido que las nubes llegaba hasta el viento.[…]

De pasada se deja leer claramente una alusión al príncipe de Gales, identificado con el ruiseñor (nightingale). Después de eso regresamos a las imaginaciones de la infancia, que ofrecen una nota tan de acuerdo con el delirio de la enferma. (Véanse las reflexiones de Kraepelin sobre este particular.)

Otras veces el niño quiebra pértigas con la rodilla y las alisa, construye granjas, con todos esos cilindros se acrecentarían todas las madréporas muricinas del mar para tener árboles interplanetarios, puentes intercontinentales. Su espíritu viaja por encima del océano, sobre la cresta del zumo y conecta el universo. Sus largas pestañas palpitan de felicidad. […]

En seguida, a manera de un motivo musical, una prosopopeya anuncia la llegada de los representantes del mal.

¿Queréis diamantes para vuestras coronas? Están en lo alto de las ramas, a vuestro alcance, bajo vuestras pisadas. ¡Tened cuidado al caminar¡ Si encontráis alguno, no lo digáis. Las beatas los querrían para sus rosarios, la cortesana en su recámara llena de espejos hasta el cielo raso se cubriría de ellos, la multimillonaria en su palco en el espectáculo los convertiría en su única gala, pues no está vestida, su funda es del color de su carne, no se ve dónde comienza. […]

En el capitulo siguiente, «El verano», aparecen en efecto los seres extraños cuya influencia seductora va a perturbar la armonía de esa inocencia, «un desconocido» y «una cortesana».

Ella, acicalada como un rosal de otoño con rosas demasiado vivas para sus ramas negras y deshojadas. El colirio de piel de serpiente tiñe sus ojos viciosos. Tiene zapatos para no caminar, sombreros de cañas, de crin, de seda bordada, de tul, ella se los pone de una manera alborotadora. Sus faldas están bordadas de canutillos: es todo un museo, una colección de modelos inéditos o excéntricos, donde domina lo grotesco, pero en fin, hay que cubrir ese cuerpo sin encanto, es preciso que la gente la mire. Todas esas cosas hechizas sorprenden, ella ha expulsado la naturalidad, los aldeanos no miran ya a las demás mujeres. ¡Vaya que conoce ella bien el arte de manejar a los hombres! Ella se pasa los días, en su tina de baño, y luego en cubrirse de cosméticos; ella se muestra intriga, maquina. […]

A partir de ese momento hay «cuchicheos, cloqueos, apartes, complotes» que constituyen la pintura expresiva del ambiente del delirio de interpretación.

Fijémonos ahora en esta expresión tan directa del sentimiento de los celos:

Cuando te he perdido aunque sólo sea en imaginación, mi respiración se acelera, mi cara se contrae, mi frente se arruga. Pánico en el corazón, pánico de las multitudes, es siempre espantoso, es el pisoteo y la muerte.

En la cita los dos novios están perturbados, su corazón palpita con tal fuerza que no oyen el ruido de la cascada que cae a sus pies. David raspa su pértiga o explora los zarzales: ¿la confianza? ¿Existe?

El trabajo de enfriamiento continúa y cada uno hacia el final toma parte en él.

Aimée se ve reducida a escuchar las confidencias impúdicas y ligeras de la criada Orancia.

Verdaderamente el mal está alrededor de ella, pero no en ella. […]

Llamemos la atención sobre esa participación universal, y también sobre la última frase, que reproduce una de las dichas por la enferma y registradas por escrito durante su primer internamiento.

Ahora, una pintura de la angustia:

El arroyo corre, se enfría sobre el pómulo, va a refrescar el lóbulo de la oreja, moja el cuello, en seguida es una cascada, oigo su caída sobre el paño, el ruido llena la habitación. El silencio es horrible, muerde, es un perro rabioso, no se le oye venir, pero su paso es maldito, el recuerdo de un silencio se queda en el alma para perturbarla, ¡adiós los espejismos, las esperanzas […]

En el capitulo tercero, «El otoño» la desgracia se extiende alrededor de la heroína. «La coalición ha deshecho lo que los dos prometidos hicieron.» «La madre está enferma, los niños nerviosos, fuera de la casa los sarcasmos llueven» «la multitud adora el mal, lo aclama, se queda maravillada».

Una vez más, la heroína se refugia en una elevación del alma hacia las grandezas de la naturaleza.

Su corazón se emociona ante la hermosura de los plátanos cargados de oro que bordean la carretera, una calzada de reina con sus alabarderos poderosos.

Ella levanta su corazón hacia los cielos, él está arriba, muy arriba hacia las regiones solitarias.

Colores blancos y azules de mi inocencia que llenaban mi alma, ¿qué seréis mañana?

¿Seréis mudados en el verdor sombrío del Océano? ¿Seréis atravesados por ese bólido de fuego que se aplasta en tierra para nunca revivir?

Ella no puede rebelarse ya contra su cuerpo.

Por el camino va una pareja con un ruido enorme de zapatos claveteados tan grandes que los vacíos se quedan resonando. El marido es altivo y fuerte, tiene un hijo, él lo está mirando, la mujer lleva al niño que se aferra a su cuello y a sus senos colgantes, el niño sonríe, la madre tiene un rostro de bestia feliz, se aman. Aimée envidia a la pareja. […]

Al llegar «el invierno», los extraños han salido de la región.

David duerme poco, muy de mañana camina alrededor de la casa, ella escucha cómo se alejan sus pasos pesados, que hacen eco en su corazón.

En las noches heladas del invierno el cielo tiene demasiadas estrellas, pone algunas de ellas en los vidrios de las habitaciones frías para que el despertar de los pobres sea más dulce. Aimée viste a los niños y todos se reúnen para la primera comida matinal compuesta de castañas blanqueadas con una rama de acebo. ¡La madre mira a los niños, los niños miran a la madre! Cuando hace mal tiempo, la hermana mayor los acompaña a la escuela, es preciso colmar el barranco, romper los resbaladeros, evitar las velas en la falda, la nieve que se adhiere al calzado, los atajos a pico, los juegos en el camino.

El frío crea los colores inmovilizando la savia en las ramas, este amante de las noches le devuelve a la naturaleza su tinte mate de recién casada, y luego la reviste con la capa blanca de la inocencia hasta los próximos amores.

Afuera una carga de nieve sobre los árboles, y un silencio tal que la gente se detiene para escucharlo y tiene miedo de que sea interrumpido.

Este reposo tranquiliza a Aimée. Ella puede escucharse a sí misma. Romper, devolver su palabra, pero entonces ¿qué hacer con este corazón ardiendo, con este corazón ávido que sin cesar estaría persiguiendo sombras?

¿Y por qué contener durante toda la vida sus impulsos?

¿Por qué no confesar, no amar?

¡A quién amar!

¡A él, pero claro está que a él! y decirle hasta sus celos, hasta las torturas de su cuerpo casto.

Desnuda, totalmente desnuda, ella a quien un gesto vulgar lastima. Ella hablará, ellos volverán a verse, él ha dicho: «¡Que sea como tú quieres!»

¡Ahora, yo quiero amarte, David, ahora soy yo quien quiere amarte!

¿Qué son esos copos lechosos sobre el agua, esos despojos cutáneos en las hojas muertas, esas plumas esparcidas? En la tierra la simiente estalla, la flor era del color del tiempo, será del color de la sombra; en el vergel la corteza se rompe, se vuelve luciente.

El fenómeno de la muda se perpetúa a través de las edades. Todos los reinos susceptibles de vida sufren sus sacudidas, su agitación desordenada que desgarra para liberar o para esclavizar. […]

Según lo que nos ha contado la enferma, este último pasaje acerca de la muda la tuvo «embotellada» a lo largo de tres semanas, siendo así que todo el escrito no le llevó arriba de ocho días. Le era necesario documentarse -nos dice-, y el pasaje era requerido «por la transición». Se ve bien ahí esa interferencia de arrebatos impulsivos, probablemente «forzados», y de inhibiciones escrúpulo. escrupulosas, que, como veremos, caracteriza el ritmo psíquico de Aimée.

Esta reconciliación da materia a una expresión directa del sentimiento de culpabilidad:

¿Sería algún castigo por venir, alguna culpa posible por temer, los árboles desgreñados se balancean, mi corazón sigue el ritmo y se encorva con los sollozos?

El remordimiento los hostiga. Se encuentran a menudo en la carretera larga.

Los ojos de Aimée están rodeados de negro, un día ya no se levanta. […]

La novela termina con la muerte de la heroína y especialmente con el tema de los sentimientos de la madre ante la muerte de la niña.

Oh vosotros cuya maldad es inmunda, pensad en el calvario insensato de una madre que siente cómo el viento comprime y extingue el soplo de su soplo, y cómo la ola humana ahoga al pequeño grumete que lucha con un rostro morado de dolor o blanco de agotamiento.

Oh niña, oh muchachas que mueren, flores blancas derribadas por una guadaña sorda, riente ojo de agua secado, ocultado por el negro y sublime misterio del globo, paloma caída del nido y que hila su sudario sobre el suelo asesino, frágil pecho de pájaro expirante en el pico ensangrentado del gavilán, negra visión, ¡cómo sois amadas!

Estrechad el cadáver de esa niña
Antes de que lo pongan en el féretro,
Llorad, llamad tanto, tanto
Tendréis como consuelo
Un metro cúbico en el cementerio
Adonde vuestro cuerpo vendrá a orar
Descubriréis entonces
Que la tierra bien puede ser muy querida
Cuando os pone en contacto con la niña.
Caéis de rodillas bendiciéndola
¡Y alguna vez la, abrís con vuestros ojos
Para encontrar un camafeo blanco!

Ya volveremos sobre el valor de ese grito singular, «¡cómo sois amadas!» (que Fon vous aímel), con que termina la visión de muerte.

El segundo escrito, como ya lo hemos dicho, está bastante lejos del primero en cuanto a valor estético, pero no le cede en nada en cuanto a «pintoresquismo». Es una sátira que aspira a pergeñar un cuadro de los escándalos y de las miserias de nuestro tiempo; pero así como en el idilio penetraban los malos, así también la sátira está atravesada por una aspiración hacia un estado mejor.

Es preciso tomar aquí en cuenta las dificultades propias del género y reconocer aquello que se debe a las faltas de cultura de la autora, a sus torpezas de oficio. El autodidactismo se revela en esta novela a cada paso: perogrulladas, declaraciones triviales, lecturas mal entendidas, confusiones en las ideas y en los términos, errores históricos.

A estos frutos de una intoxicación de literatura se suman ciertos rasgos de desorden mental. El estilo deja ver rastros de «automatismo», en el sentido muy amplio de un eretismo intelectual sobre un fondo de déficit. Aparecen aquí verdaderos esbozos de «fuga de idea», aunque esto sólo de manera episódica.

Por lo demás, el comienzo de la novela no es menos impresionante que el de la primera, por su ritmo, su carácter incisivo, su exuberancia. En la continuación del escrito se dejan ver algunas señales de fatiga conceptual ;4 no faltan, sin embargo, otros pasajes bien logrados.

En cuanto a las anomalías sintácticas clásicas de los escritos paranoicos, también aquí están ausentes.

Encontramos el mismo rebuscamiento preciosista en la elección de las palabras, pero esta vez con un resultado mucho menos feliz. Hay palabras extraídas de un diccionario explorado al azar, que han seducido a la enferma, verdadera «enamorada de las palabra?, según expresión de ella misma, por su valor sonoro y sugestivo, sin que vayan siempre acompañadas de un discernimiento ilustrado de su valor lingüístico ni de su alcance significativo. Algunos pasajes están atestados de tales palabras, mientras que otros se salvan; y la alternancia se acentúa con unas impulsiones mentales cuyo carácter «forzado» aparece aquí más nítidamente, y con una minucia escrupulosa que se señala en un trabajo de taracea verbal.

En cuanto a los temas explotados, son los temas mismos del delirio, que aquí se ostentan libremente; pero el escrito hace percibir mejor la coherencia de esos temas con la personalidad de la enferma.

He aquí el comienzo de la novela, dedicada igualmente al Príncipe de sus pensamientos e intitulada «Salvo vuestro respeto»:

Mi familia habla vendido un asno en el mercado. Al día siguiente quedamos muy sorprendidos de verlo regresar de noche a la casa. Nosotros ocho lo rodeamos con nuestras atenciones, el asno fue mimado, comió azúcar y extremamos nuestro enternecimiento hasta querer darle una recompensa digna de su corazón y de su ingenio.

Yo tomo la decisión de conducirlo a. París. El camino es largo desde Les Ronciers. Mis hermanos enjaezan sólidamente al solípedo y cambian el ronzal por unas riendas. Abandonó el mantel hecho por las agramaderas familiares, la comida frugal. Me pongo mi falda coralina, mi boina vasca, tomo mi daga y mi hermana mayor me alarga mi capa, para llevarla bajo la brumazón. Digo adiós a los seres a quienes amo; estamos muy unidos y no he conocido con ellos más que generosidad, amistad y deferencia.

Sin tardar, monto a horcajadas en mi hemión ensillado.

¿Adónde vas a ese paso, me dice un campesino?, después otro, después otro. Estando triste, me quiebro.

Me detengo en el mesón donde la criada complaciente me insta para saber adónde voy. Cepilla mí bestia, la encuentra vivaracha, despabilada.

La Academia, dice, mirándome al sesgo.

Yo hago una señal de asentimiento y sonrío.

¿De veras?

¿Señor? ¿Señorita?, ¿el hermano?, ¿la hermana?

Es así como me saludan a mi paso, yo respondo valientemente.

El conoce su oficio y sabe perfectamente bien lo que debe decirles a las mujeres. Toma un aire soberbio, conquistador.

Una adulta gime por la muerte de su hijo en la guerra y pregunta si no habría modo de evitarla.

Claro que lo hay, siéntese usted allí a la orilla de este camino, no se mueva, espere a que el agua del río remonte la corriente. La luna la ha visto siempre en ese sitio.

En el camino encontramos una bestia horrorosa, que tiene por nombre aka. Envía proyectiles en todos los sentidos, nadie queda indemne con él, de manera que tomamos el trote.

Aplastamos los escarabajos y me inclino para observar dos singulares insectos que se frotan las antenas.

¿Desiste usted en favor mío?, dice el uno.

¿Desiste usted en favor mío?, dice el otro.

El uno quiere la clientela del otro. No le hace falta más a mi solípedo para tomar modelo. Encontramos a un amolador y él le dice: «¿Desiste usted en favor mío?» La cosa se hace, y la clientela del amolador pasa al Académico. […]

La vivacidad del estilo es impresionante. El procedimiento del viaje que ha de servir de vinculación para los temas heterogéneos de la sátira, y el tópico del indio piel roja que asiste, a la vez irónico y cándido, a los espectáculos de la civilización, recursos ambos tan viejos como la retórica, son utilizados aquí con bastante naturalidad. Observemos de pasada el regreso del fantasma de metamorfosis masculina, y también de la imagen obsesiva que determinará, sin duda, la elección del arma blanca, «Me encorvo para tomar una espada»), y finalmente la ironía amarga que aquí remplaza la efusión afectiva.

Hay todavía algunas canciones de los caminos y de los bosques; notemos de nuevo la búsqueda preciosista de palabras raras. (Los «anátidos» son los patos: cf. «ánade».)

A lo largo de los vallados, cerca del suelo, las baccíferas, en lo alto las andróginas. Sobre el estanque, los anátidos se han puesto su cuello en vela de bauprés y se zambullen en Anfitrite. Los yentes y vinientes tienen todos la librea de la miseria, les han arrancado demasiadas plumas del ala. Con frecuencia me hospitalizan, y en la noche, me hundo en las sábanas de dril detrás del reps de la única pieza campesina. A mí me gustan sus costumbres agrestes en su propiedad ribereña, cerca de los viveros de la naturaleza. Admiro el thalweg del valle hecho de viburnos y de juncos. […]

Camino así entre ellos durante largos días, me refugio bajo las carretíllas cuando la lluvia se precipita de las pendientes en declive y arrastra desmochos de árboles; continúo recorriendo hasta el anochecer la carretera asfaltada, luciente de agua, donde el arcoíris se ha quebrado, triturando sus colores por regueros, por manchas.

Soy aguerrida: a la hora del crepúsculo, cuando mi sombra se proyecta sobre la colina, no me asusto de los ruidos de alas a la orilla de los bosques, del crucero de los caminos, del beagle que ladra, de la manada en huida, del jabalí que pace cerca de los hozaderos, del paso de la perdiz; mi bestia aguza la oreja bajo la estrige y las falenas y piafa cerca de las chamiceras. Me entrego a un soliloquio. […]

Sigue entonces la llegada a Paris («el filibustero» designará en lo sucesivo al perseguidor principal) :

Llego a París y apenas creo lo que ven mis ojos; el estrépito de la calle me impide el reposo. Contemplo los altos hornos con sus bocas abiertas, sus escaparates y las mujeres todas emperifolladas de vestidos de seda. Nunca me he puesto uno de ésos, les digo y ellas parlotean mucho.

Adondequiera que voy llamo la atención, la gente me mira con aire receloso, de tal manera que la muchedumbre a mi puerta no tarda en lapidarme. El filibustero la amotina. Quiero salir y me disparan unas ráfagas de reculada y pago un derecho de muellaje.

Sufro algunas afrentas. Es un caballo de labor, dice una mujer. Los demás la miran, ella habla de Jaime I, dice otra.

Duermo muy mal, cazo las fieras en la jungla con Su Alteza. Es algo que se lee en mis ojos.

En este desorden, aparecen las interpretaciones delirantes sobre los comentarios que acerca de ella hacen sus colegas (por ejemplo la expresión «es un caballo de labor», cuya autenticidad hemos podido comprobar) y algunos sentimientos episódicos de adivinación del pensamiento (la gente adivina sus sueños).

Y he aquí las declamaciones reivindicadoras:

Alguien llama a mi puerta al día siguiente:
«Baje, es para usted la carreta»,
Ella responde Príncipe cuando se le dice Poeta.
Abrazo a un niño que tiembla junto a mi puerta
Tan fuerte es el abrazo, que hacemos uno solo.
La vieja, con moco en la nariz, sostiene las varas del carro,
Infecta, sórdida, me abruma de cuchufletas.
Sigue la multitud de las mujeres ebrias
Hocicos sangrantes o lenguas asesinas
En los muslos inscripciones cifradas
Siguen las sufragistas, peripatéticas
Las abogadas, burócratas, mundanas,
Tirando de mis ropas para envolverse.
De repente, veo, en la plaza del Trono
Ondeando en el suelo, los blasones, las espadas,
Los mantos, los broqueles, los colmenares
Tomo la bandera blanca de las flores de lis
El niño empujando mi brazo eleva el asta
Flotan sobre París lejos de las serpientes que reptan
Van vencedoras las flores de lis.
El corazón me conduce, la sangre me llama
Beso el suelo, todo bañado en su sangre
La multitud turbada, parlamenta y al huir,
Me lanza una espada en lustre rebelde
Nos vamos de allí solos, y la multitud recelosa
Del rincón de las ventanas nos espía al pasar.
El desierto, el silencio está más lejos
Las zapas, los antros, las hechiceras operando
Y nadie quiere ser testigo.
Culo de palo, coge la guillotina.

Es un incorruptible, dice el historiador; no bebe, no tiene mujeres, ha matado miles de ellas como un cobarde, la sangre corre desde la plaza del Trono hasta la Bastilla. Ha sido necesario Bonaparte apuntando sus cañones sobre París para detener la matanza.

Ser libre o morir, han añadido …
Pero no se puede ser libre.
Yo digo que en la sociedad si un hombre es libre es que los demás no lo son.
Así cuando leáis las inepcias de la historia, deberéis grabar en la memoria este pasaje:
La Revolución deificó a la Razón.
Una estatua, pronto, ¡paf! Ya está. Queda plantada.
¡Tiene unos arranques! Pero es la Razón del mal. […]

El discurso contra la gente del gremio literario comienza como el de Petit-jean:

Los poetas son todo lo contrario de los Reyes, éstos aman al pueblo, los otros aman la gloria y son enemigos de la felicidad del género humano.

Si cito a Demóstenes y el tesón que puso en zapar la autoridad de Filipo de Macedonia, a Aristóteles preceptor de Alejandro Magno y en seguida su enemigo mortal. La retórica de Aristóteles no descansa sobre ninguna base, es siempre el tema, de la licencia, de los subterfugios con la virtud por fachada, es una traición para con su rey. He aquí también a Cicerón cómplice del asesinato de César y Shakespeare poniendo al asesino a la. altura del gran hombre. En el siglo XVIII, los filósofos pérfidos atacan a los soberanos y a los nobles que los protegen y que los hospedan. Otras veces acuden a los grandes y sacan unos sentimientos que ellos no tienen y con los cuales se adornan. Y el pueblo no reacciona. Por eso es por lo que las naciones se hacen tachar de la historia del mundo, y si no hubiera más que París en Francia, muy pronto lo estaríamos nosotros. Si hay una isla que no está habitada más que por bestias monstruosas y horribles, es ella, es la ciudad misma con sus prostitutas por centenares de miles, sus chulos, sus zahurdas, sus casas de placer cada cincuenta metros, mientras que la miseria se apila en la pieza única del cuchitril.

Yo podría enumeraros desde la guerra en Francia, e incluso en el extranjero, lo que las agitaciones desalmadas de los poetas han desatado. Me matan en efigie y los bandidos matan; cortan en pedazos y los bandidos cortan en pedazos, andan con secretos y los pueblos andan con secretos, preparan las sediciones, excitan en lugar de apaciguar, saquean, destruyen y vosotros destruís: sois unos vándalos.

Cuando tenéis noticias de una rebelión, de un crimen, buscad bien. ¿Qué hace Fulano? quiere imprimiros su influencia peligrosa y vana de hombre sin costumbres y sin bondad. No hay acontecimientos malos de los cuales no sean más o menos culpables los amadores de gloria, en el interior del país o incluso en el extranjero. No hay escándalo que no haya sido sugestionado por la conducta o las maquinaciones descaradas de algunos aficionados a las letras o al periodismo. […]

La enferma añade después, de manera pintoresca:

Quienes leen los libros no son tan estúpidos como quienes los hacen: añaden una parte.

¿Fuga de ideas?:

Mi hemión se tropieza al pasar delante de las Cámaras, yo quiero hacerlo zarpar de nuevo a fuerza de citas, de sentencias, de exaltaciones líricas, tomo unas veces el tono de un vicario que sostiene el hisopo, otras veces el tono de un abogado afecto a las parrafadas sublimes. Nada sirve. En República, cuando no se puede hablar cada quien satisface sus necesidades como puede, el hemión se obstina.

Llovía, seguía lloviendo
En el restaurante, los cocineros revuelven la ensalada.
Cien veces en el telar
Reponed vuestra labor
Pulidla sin cesar y repulidla
Agregad alguna vez y borrad a menudo.

Mi hemión me apostrofa con este vicio refrán. Me hubiera reído mucho’ más si no hubiera comprendido que se trataba de bordado, es la única cosa en que las mujeres tienen paciencia.

Parto tan aprisa que con mis suelas de hule me doy una caída y me levanto presto súbito pero echando maldiciones. ¡Quién vende sus zapatos, esas novedades¡ ¡Yo toso, yo estornudo! ¿Los americanos? No me fío de mis zapatos amarillos; yo presento mi queja, yo examino mi zapato. ¿De qué número calza usted, me pregunta un extraño, y usted de qué número, le digo yo? Nos entendemos a fuerza de mímicas. Los americanos tienen a la recién casada, ella tomó su maleta para irse con ellos cuando se le hablaba de Jérome, sacúdanse ustedes a esa idiota.

Vendedor de ropa,
Vendedor de pieles de conejo,
Vendedor de pieles de osos, de lobos, de cocodrilos,
Vendedor de cetáceos,
Vendedor de ropa,
¡Vidriero!

He aquí ahora una idea del progreso social que, como es bastante común, se inspira en los gustos de la enferma, poco dada a apreciar el comunismo de la vida moderna. Ella desea que llegue el día en que cada cual tenga en su casa los medios de servirse y no tenga que contar con una solidaridad que no ha existido todavía, en que cada cual tenga su cercado, en que la gente trabaje por rotación, lejos del agrupamiento de las ciudades, en que cada ciudad se extienda -de ello da Londres un ejemplo único- y se disponga en línea para llegar hasta el campo, en que el suelo convertido en bienes muebles devuelva los rebeldes a la tierra. Cambiaréis igualmente las historias de carbón en historias de carboneros.

Aunque haya matices, las mujeres de provincia son más potables que las de las ciudades, el ambiente las guarda. […]

Oigámosla disertar acerca de la religión y saboreemos el pasaje sobre el milagro:

El sermón continúa. Cásese usted en la iglesia para que tenga el derecho de contar con una segunda vida, para hacerse perdonar el haber sido desabrida con su marido, el haberle hecho escenas por un listón, el haberlo obligado a convertirse en un burro. Así podrá usted arrepentirse delante del altar, perderse en una profunda meditación, abrir su corazón al cielo y cerrárselo a su esposo, descuidarse hasta hacer tonterías para tener el derecho de apuntar a pedir gracias ante el altar y de dejar para más tarde el pagar el tributo que debe en bondad, en inteligencia.

Las mujeres entendieron y a punto estuvieron de ser arrebatadas por el entusiasmo, el sombrero ya no se les sostenía en la cabeza.

Implore usted a la vez a las valientes cohortes del cielo y admire todo cuanto es indigno sobre la tierra. No se tome el trabajo de tratar de conocer la verdad, no hable nunca de sus hijos, es decir ignore la meta de su destino, viva en la indiferencia, coloque bien sus muslos, evite su gran preocupación: la de no ser una mujer casada. Tolere todo salvo el bien y no ponga la mirada más allá de su puerta. Las mujeres hacen señales de asentimiento, se santiguan y se sienten satisfechas de haber faltado a todos sus deberes, salvo al de estar presentes ante el púlpito. Despilfarran su tiempo en trabajos inútiles, en complicaciones vanas.

Mientras que la religión la tiene cogida así en su soberano dominio, no se fíe usted de su candor, las injurias se amontonan a su puerta y cuando despierte, ya no podrá abrirla, se quedará muy sorprendida, la religión no es una. garantía contra las luchas de la vida.

No todos los milagros ocurren entre los cristianos. Pero es difícil explicarle a usted esta verdad evidente reconocida por la medicina; sin duda acude con tanta emoción delante de su ídolo, que él la influencia hasta el punto de hacerle olvidar sus sufrimientos y de darle un vigor nuevo; dos seres vivos pueden de la misma manera conocer el sentimiento del bien llevado hasta el extremo si la sensibilidad se presta a ello. Sin duda le ha sucedido quedar curada de una jaqueca porque una amiga le cuenta una historia divertida, y si mide la extensión de las emociones por el tamaño del sentimiento, está usted en presencia del milagro, es la relatividad de las influencias frente a la relatividad del sentimiento.

He aquí la invectiva más fuerte contra sus enemigas, las «mujeres de teatro»:»

Las cortesanas son la escoria de la sociedad, ellas zapan sus derechos y la destruyen. Hacen de las demás mujeres las ilotas de la sociedad y arruinan su reputación.

Al salir del teatro miro pasar otro cortejo. Al acercarme se me opone la vieja despiernada que tenía muslos de un millar de millones, sus delegadas, y éstas con sus mantenedores, sus chulos, sus ojeadores en la persona de los periodistas. Han encaramado sobre el carro su cuerpo fláccido. Ponte a leer debajo del sobaco, le dice un descargador al otro: belleza, ponte a leer en el cóccix: generosidad: ponte a leer en la ingle: inteligencia, ponte a leer en el dedo chiquito del pie: grandes ideas. El filibustero detenta las guías.

¡Cuál no fue mi sorpresa! Me explican la cosa, es una intriga en el reino de los lemúridos, de manera que ¡a empujar!, hay que poner a ese pellejo de loba a la altura de la reina; sigue la diosa de las maquinaciones infernales, la de pelos de perro en el vientre, sigue a los delegados con tufaradas que apestan, en seguida una cabra salida del teatro francés con una rosa húmeda y pegajosa expuesta completamente hacia fuera y un tupé rubio entre los cuernos, los periodistas le hacen triscar las más bonitas flores del jardín de París, era ha regado sus virtudes por todas partes. ¡Es como para huir!

Los poetas hacen turno para hablarle, el público sostiene los muslos con complacencia, el patrón del periódico se sirve de ellos delante del auditorio. Yo no puedo avanzar más, el cortejo me cierra el paso, pregunto lo que eso significa, se callan, es un secreto de comedia, está etiquetado: «Honor y Patria.»

!Es demasiado crudo, señora!, pero usted prefiere hacerlo que confesarlo, yo le he hablado como en el burdel volante que se vende en las librerías especiales. […]

Observemos que esta soñadora de idilio no retrocede ante invectivas bastante escatológicas: «hocico de puerca» y «cagajón» son sus menores lindezas.

El escrito termina con el regreso al redil:

En el torrente, la verdad mana de fuente y el cielo concentra su cólera si se toca allí. El día se dispersa, el cielo y la tierra, lampadéforos, se armonizan. Yo llego a Les Ronciers; algunos niños deletrean el silabario mientras que se aromatiza la comida. La familia está de pie alrededor de mí, consternada, ansiosa, nos cogemos por el cuello todos a la vez, llenos de espanto del Reinado de la Vergüenza.

Diagnóstico.

¿Qué diagnóstico emitir acerca de semejante enferma, en el estado actual de la nosografia? Lo que domina el cuadro, y muy evidentemente, es el delirio. Este delirio merece el epíteto de sistematizado en toda la acepción que daban a este término los autores antiguos. Por importante que sea tomar en cuenta la inquietud difusa que está en su base, el delirio impresiona por la organización que conecta sus diferentes temas. La extrañeza de su génesis, la ausencia aparente de todo fundamento en la elección de la víctima, no le confieren rasgos particulares. Los encontramos en el mismo grado en las erotomanías puras más «ideológicamente» organizadas.

Este carácter, sumado al conjunto de las demás señales somáticas y mentales, nos hace eliminar de una vez por todas los diagnósticos de demencia orgánica, de confusión mental. El único con que nos quedaremos es el de demencia paranoide.

No puede tratarse aquí de un delirio crónico alucinatorio. Ya volveremos sobre la existencia de algunas alucinaciones episódicas, admitidas por todos los autores (véanse Sérieux y Capgras) en el cuadro del delirio de interpretación.

Es preciso eliminar igualmente las diversas variedades de parafrenias kraepelinianas. La parafrenia expansiva presenta alucinaciones, un estado de hipertonía afectiva, esencialmente eufórica, y una exuberancia del delirio, que son extraños a nuestro caso.

La parafrenia fantástica no ofrece más que mitos cósmicos, místico-filosóficos, seudocientificos, metafísicos, tramas de fuerzas divinas o demoniacas, que sobrepasan con mucho, por su riqueza, su complejidad y su extrañeza, lo que vemos en nuestro delirio. Además, la relación de todos esos temas está ahí muy relajada. En esos casos, no queda ya ninguna medida común entre las creencias delirantes y las creencias aceptables dentro de los limites normales, incluso cuando han sido empujadas hasta el extremo. Las creencias que se refieren al mundo exterior no se expresan tanto en temas de relación cuanto en temas de trasformación, cuyo tipo es la cosmología absurda. En cuanto a las creencias del sujeto acerca de su propio yo, se refieren, en las parafrenias, no a capacidades que el futuro debe revelar, a ambiciones más o menos idealistas que el porvenir debe realizar, sino a atributos de omnipotencia, de enormidad, de virginidad, de eternidad, concebidos como presentes y realizados.

No se trata tampoco en nuestro caso de parafrenia confabulante, delirio de imaginación rico en aventuras innumerables y complicadas, en historias de raptos, de matrimonios falsos, de permutaciones de niños, de enterramientos simulados, casos de los cuales conocemos espléndidos ejemplos.

También hay que eliminar, y por las mismas razones, la psicosis paranoide esquizofrénica de Claude. Nuestra paciente ha conservado dentro de limites normales la noción de su personalidad; su contacto con lo real ha mantenido una eficacia suficiente; la actividad profesional se ha desarrollado hasta la víspera del atentado. Estas señales descartan dicho diagnóstico.

En consecuencia, nos quedamos reducidos al amplio marco definido por Claude con el nombre de psicosis paranoicas. Nuestro caso entra perfectamente en sus límites generales por su sistematización, su egocentrismo, su desarrollo lógico, sobre premisas falsas, y la movilización tardía de los medios de defensa.

Nuestro caso se adapta no menos perfectamente a la descripción kraepeliniana que hemos tomado como criterio. La «conservación del orden en los pensamientos, los actos y el querer» puede ser afirmada aquí dentro de los limites clínicos en que la reconoceremos valedera. Encontramos aquí «la combinación intima, anudada en el plano ambivalente de la afectividad, de los temas de persecución y de grandeza. El delirio nos muestra, a pedir de boca, toda la gama de esos temas, con excepción de las ideas hipocondríacas, sobre cuya rareza se llama la atención en la concepción kraepeliniana de la paranoia. Según veremos, nuestro caso demuestra las relaciones coherentes de los temas del delirio con la afectividad.

Por lo que se refiere a los mecanismos elementales, generadores del delirio, digamos, antes de presentar el estudio minucioso que de ellos vamos a intentar, que su fondo está formado por ilusiones, interpretaciones y errores de la memoria, y que permanecen exactamente en el marco de la descripción clínica de Kraepelin.

Paranoia (Verrücktheit): he ahí el diagnóstico en que nos, detendríamos ya en este momento, si no nos pareciera que en contra de él podría suscitarse una objeción, basada en el hecho de la evolución curable del delirio en nuestro caso.

Ya hemos presentado las referencias teóricas que nos permiten descartar semejante objeción. Hemos mostrado cómo el método comparativo, aplicado a un número muy grande de casos, les ha permitido a varios autores concluir que, si se exceptúa su evolución misma, nada autoriza a distinguir entre los casos curables y los casos crónicos de la paranoia legítima. La mayor parte de los autores -y, punto decisivo, Kraepelin mismo- han abandonado el dogma de la cronicidad de la psicosis paranoica. A lo sumo Kraepelin admite que después de la remisión, relacionada por él con la solución del conflicto generador, persiste una disposición latente a la reincidencia del delirio. Nada se opone a esa concepción.

Sea como fuere, la descripción magistral de Kretschmer ha mostrado un tipo de delirio paranoico en que se observa la curación, y, si se acepta el análisis que vamos a intentar de nuestro caso, se verá el parentesco que presenta con ese tipo.

¿Es posible, sin embargo, en relación con el hecho de la evolución favorable, sugerir otros diagnósticos?

Acceso delirante de los degenerados, podrá decir alguien. Pero, si se quiere dar a esa designación, actualmente tan discutible, un sentido clínico que pueda discutirse en nuestro caso, éste se definirá por señales tales como la brusca invasión, la variabilidad y la inconsistencia de los temas, su difusión, sus discordancias señales todas que se oponen a la organización antigua, progresiva, constante del delirio en nuestra paciente.

Con toda seguridad, Magnan hubiera clasificado nuestro caso entre los delirios de los degenerados. Este marco respondía en sus tiempos a una entidad clínica que se oponía al delirio crónico, como la paranoia a la parafrenia, y el diagnóstico, si prescindimos de la parte de hipótesis que implica el término de «degenerescencia» va de acuerdo con el nuestro. Pero, como se sabe, la doctrina de la degenerescencia no se apoyaba más que en referencias imprecisas a hechos globales y mal controlados. Ahora ha perdido ese apoyo; y nuestra meta debe ser definir entidades mórbidas de un valor clínico más tangible.

¿Nos ofrecerá ese marco clínico más riguroso, en nuestro caso, la esquizofrenia de Bleuler? Como se sabe, esta designación abarca algunas de las variedades de psicosis que ya hemos descartado -parafrenias, psicosis paranoides-, pero también las desborda en gran medida. La evolución curable de nuestro caso ¿nos dará derecho a situarlo entre esas esquizofrenias de evolución remitente y curable de que habla Bleuler? Seguramente, el punto de vista podría ser discutido invadiendo el terreno del análisis de los mecanismos.

La esquizofrenia, como es bien sabido, se caracteriza por el «relajamiento de los vínculos asociativos» (Abspannung der Assoziations-bíndungen). El sistema asociativo de los conocimientos adquiridos es sin duda el elemento de reducción más importante de esas convicciones erróneas, que el individuo normal elabora sin cesar y conserva de manera más o menos permanente. La ineficacia de esta función puede ser considerada como un mecanismo esencial de un delirio como el de nuestro sujeto.

Pero aquí tenemos un punto de vista doctrinal que carecería de valor si la esquizofrenia no coordinara de manera muy clínica un gran número de hechos. Para conservar este valor, la concepción debe guardarse de pretender una extensión indefinida.

Ahora bien: ninguno de los trastornos definidos de la ideación, de la afectividad y del comportamiento, que son los síntomas fundamentales de la esquizofrenia, es verificable clínicamente en nuestro caso, ni tampoco localizable en la anamnesia. En cuanto a los trastornos episódicos que ha presentado nuestra enferma, y sobre los cuales vamos a seguir hablando, por ejemplo sentimientos de extrañeza, de déjá vu, probablemente de adivinación del pensamiento, e incluso las muy contadas alucinaciones, pueden manifestarse entre los síntomas accesorios de la esquizofrenia, pero de ninguna manera le pertenecen como cosa propia. Los trastornos mentales del primer internamiento han podido obligarnos a considerar durante un instante la cuestión de un estado de discordancia. Pero ningún documento que poseamos nos permite afirmar su existencia.

Queda la hipótesis de una forma de la psicosis maniaco-depresiva. En nuestra exposición de las teorías hemos insistido ciertamente sobre las intermitencias que se encuentran a menudo en los delirios, así como sobre las notas de hiperestenia maníaca, o de depresión, entremezcladas a veces, que en ellos desempeñan seguramente un papel esencial. Pero, a pesar de ciertos rasgos sospechosos de los trastornos en la época del primer internamiento, ninguno de esos caracteres aparece en nuestro caso con la suficiente nitidez para que le demos algún valor diagnóstico.

Estos últimos puntos de nuestra diagnosis permanece, sin embargo, a merced de la evolución futura de la enferma. Nosotros nos proponemos seguir la catamnesia, y comunicar cualquier hecho nuevo y significativo.

En el interior del marco existente de la paranoia, nuestro diagnóstico se detendrá evidentemente en el delirio de interpretación, «Las interpretaciones delirantes, múltiples y diversas, primitivas y predominantes» «las concepciones delirantes variadas, en las cuales parece secundaria la idea directriz» el entremezclamiento de los temas de grandeza y de persecución, «la falsedad y la inverosimilitud flagrante de la novela delirante» «la actividad normal», «las reacciones, en fin de cuentas bien conectadas con su móvil» ‘la ausencia de señales de degenerescencia», «la conservación del sentido moral», «la extensión progresiva del delirio, la trasformación del medio exterior», en una palabra, todos aquellos rasgos mediante los cuales Sérieux y Capgras, con un espléndido rigor, caracterizan el delirio de interpretación distinguiéndolo del de reivindicación, están presentes en nuestro caso.

Sólo falta el signo de la incurabilidad. Pero ya hemos descartado la objeción que plantea esta falta.

Observemos como rasgo negativo, conforme a los clásicos, la ausencia, en nuestro caso, de esa organización «en sector», suspendida íntegramente de la idea de un perjuicio pretendido o real, que caracteriza al delirio de reivindicación, y la ausencia también del signo tan importante de la exaltación hipomaniaca.

Precisemos, por el contrario, ciertos rasgos que, en relación con la descripción clásica, constituyen la particularidad del delirio de nuestro caso. No es absolutamente centrípeto, puesto que exactamente sus amenazas están centradas en tomo al hijo. Interviene en él una nota de autoacusación (el niño está amenazado porque su madre ha merecido más o menos ser castigada). En el clásico cuadro diagnóstico de Séglas, estos dos rasgos pertenecen a los delirios melancólicos, y, por ambiguo que hagan aparecer el delirio de nuestro caso, están de acuerdo con la nota depresiva que en él domina. Esta se complementa con una nota de ansiedad, bien evidente en el carácter de inminencia, manifestado por paroxismos, por miedos delirantes. Ya volveremos sobre estos diversos caracteres y sobre las luces que proyectan sobre el mecanismo particular de nuestro caso.

Copiemos aquí, para terminar el capitulo, el certificado de quincena que nosotros mismos redactamos cuando la enferma ingresó en la clínica:

«Psicosis paranoica. Delirio reciente, que ha- culminado en una tentativa de homicidio. Temas aparentemente resueltos después del acto. Estado oniroide. Interpretaciones significativas, extensivas y concéntricas, agrupadas en torno a una idea prevalente: amenazas a su hijo. Sistema pasional: deber que cumplir para con éste. Impulsiones polimorfas dictadas por la angustia: gestiones ante un escritor, y ante la futura víctima. Ejecución urgente de escritos. Envío de éstos a la Corte de Inglaterra. Escritos panfletario y bucólico. Cafeinismo. Desviaciones de régimen. Dos exteriorizaciones interpretativas anteriores, determinadas por incidentes genitales y complemento tóxico (tiroidina): Actitud vital tardíamente centrada por un apego maternal exclusivo, pero en el cual dominan antiguamente valores interiorizados, permitiendo una adaptación prolongada a una situación familiar anormal, a una economía provisional. Bocio mediano. Taquicardia. Adaptación a su situación legal y maternal presente. Reticencia. Esperanza.»

Por este certificado, y por la discusión toda del diagnóstico, se ve que hemos sido introducidos en la investigación de los mecanismos de la psicosis. ¿Podemos permitimos la empresa de precisar esos mecanismos? Es lo que vamos a intentar mediante un análisis sintomático minucioso de nuestro caso. En efecto, el caso único no existe, y estamos convencidos de que en psiquiatría, particularmente, todo estudio en profundidad, si está sostenido en una información suficiente, tiene asegurado un alcance equivalente en extensión.

2. ¿Representa la psicosis de nuestro caso un «proceso» orgánico-psíquico?

Análisis de los sintomas elementales del delirio: interpretaciones, ilusiones de la memoria, trastornos de la percepción. Su valor igual de fenómenos representativos simples. Sus dos tipos: síntomas oniroides y síntomas psicasténicos. Su relación con los trastornos orgánicos.

Para penetrar en el mecanismo de la psicosis, analizaremos en primer lugar cierto numero de fenómenos llamados primitivos o elementales. Bajo este nombre, en efecto, según un esquema frecuentemente recibido en psicopatologia (lo hemos visto en el cap. 4 de la parte I), se designan síntomas en los cuales, según la teoria, se expresan primitivamente los factores determinantes de la psicosis y a partir de los cuales el delirio se construye de acuerdo con reacciones afectivas secundarias y con deducciones en si mismas racionales. Confundida actualmente en Francia con las hipótesis neurológicas de una doctrina particular, esta concepción ha encontrado en Alemania una expresión de valor puramente clinico y analitico en la noción de proceso psiquico (véase la parte I, cap. 4, parágrafo quinto).

Esta noción se funda en el dato clinico de un elemento nuevo, heterogéneo, introducido en la personalidad por la X mórbida. Sobre ese dato nos guiaremos para discernir el valor primitivo de los fenómenos que vamos a estudiar ahora.

Intentaremos al mismo tiempo precisar la naturaleza del agente mórbido demostrando los factores orgánicos que aparecen en correlación con esos fenómenos.

Observemos el mecanismo elemental que parece regular el acrecentamiento del delirio, o sea la interpretación. Para la doctrina clásica, según es sabido, la interpretación es un acto, psicológico que, a partir de las tendencias propias determinado tipo de personalidad -falsedad del juicio, hostilidad en el trato con los demás-, se cumple según mecanismos normales. Basta un estudio atento de un caso como el nuestro para ver que ese punto de vista es insostenible.

Para convencerse de ello, basta seguir el método de examen que diseña con tanto rigor Westerterp. Lo que importa hacer que precise el enfermo -guardándose uno mucho, por supuesto, de sugerirle nada- es, no su sistema delirante, sino su estado psíquico en el periodo que precedió a la elaboración del sistema. Se puede entonces comprobar la importancia de los fenómenos que hemos descubierto en el curso de nuestra observación en el período anterior al primer internamiento. La ansiedad, los sueños terroríficos son a menudo los engendradores del delirio. Pero detrás de éste hay, además, toda una serie de fenómenos, cuya autenticidad está garantizada por la descripción espontánea que de ellos nos ha hecho la enferma. Hemos hablado ya de algunos, señalando su existencia o, la huella dejada por ellos. Es, ante todo, un sentimiento de trasformación del ambiente moral. «Durante el amamantamiento -dice la enferma- iodo el mundo estaba cambiado alrededor de mi…

Me parecía que mi mando y yo nos hablamos convertido en extraños el uno para el otro»; Aimée denuncia también fenómenos más sutiles, sentimientos de extrañeza del medio, de déjá vu y, muy probablemente, un sentimiento de adivinación del pensamiento. A propósito de este sentimiento de adivinación tenemos que

hacer constar, sin embargo, que si la enferma -lo reconoció fue sólo después de las preguntas precisas que sobre el particular le hicimos nosotros: en efecto, un documento escrito nos invitaba a buscar su presencia; y, por lo demás, no podemos- afirmar en todo rigor la calidad absolutamente típica del fenómeno.

Nos parece imposible descuidar esos fenómenos en el estudio del mecanismo de las interpretaciones que vienen a agregarse al cuadro. Pero estudiemos por principio de cuentas la evolución general de los trastornos.

No podemos analizar los trastornos que presentaba la enferma en la época del primer internamiento. Lo único que podemos afirmar es su carácter de brote agudo y, en el orden de la discordancia, su intensidad máxima con respecto a la secuela -de la evolución. La salida de la casa de salud marca un mejoramiento del estado mental. Pero persiste un estado fundamental de inquietud, hasta la organización del, delirio.

Reconocemos que esta evolución en tres fases -que, por nuestra parte ‘ designaríamos con los nombres de fase aguda, fase de meditación afectiva y fase de organización del delirio- armoniza singularmente con el esquema clínico de la doctrina de Hesnard; y, aunque por otra, parte, creamos que sus complementos teóricos son susceptibles de objeciones importantes, queda sin embargo en pie la indicación, muy general, de que semejante curva evolutiva parece traicionar la acción esencial de factores orgánicos.

En nuestro caso, el papel de los estados puerperales es clínicamente manifiesto y parece haber actuado como detonador. A los dos embarazos respondieron los dos brotes iniciales del delirio, Hay que tomar en cuenta, además, el estado distiroideo que desempeña su papel en la aparición de los trastornos precedentes, y tal vez también el abuso del tratamiento tiroideo, abuso que, según declaración de los familiares, fue masivo. En el período ulterior del delirio, el ritmo menstrual determinaba regularmente las recrudescencias de la ansiedad, y es significativo que la enferma haya tenido su regla el día siguiente del atentado. A pesar de las muchas reservas que tenemos, no descartaremos toda acción posible del cafeinismo, que, por lo demás, no data más que de la época en que Aimée vino a vivir en París. En esta acción, el desequilibrio neurovegetativo sería, por lo demás, más importante que el tóxico mismo.

Examinemos ahora más de cerca la naturaleza de esos trastornos mentales primitivos que parecen determinados por el conjunto de factores que acabamos de enumerar.

La interpretación se presenta aquí como un trastorno primitivo de la percepción que no difiere esencialmente de los fenómenos seudo-alucinatorios sobre cuya existencia episódica en nuestro caso ya hemos llamado la atención desde un principio. Que se nos entienda bien. No estamos pensando en ninguna acción local o electiva de un trastorno de los humores sobre algún sistema de neuronas, cuyo juego produciría la interpretación, según una imagen que hace del cerebro una especie de ‘molino de pensamientos». Dejamos a un lado esas hipótesis, que no son más que verbalismo.

En lo que pensamos es en mecanismos clínicamente más controlables, y que, por lo demás, no son unívocos. Ciertas interpretaciones dependen de mecanismos fisiológicos emparentados con los de los sueños. Según es sabido, en los sueños el juego de las imágenes parece puesto en movimiento cuando menos en parte, por un contacto con el ambiente. reducido a un mínimo de sensación pura. Aquí, por el contrario, hay percepción del mundo exterior, pero esta _percepción presenta una doble alteración que la asimila a la estructura de los sueños: se nos muestra como refutada en un estado psíquico intermedio entre los sueños y el estado de vigilia; además, el umbral de la creencia, cuyo papel es esencial -en la percepción, está aquí por debajo de lo normal. En vista de ello proponemos, provisionalmente y a falta de algo mejor, para esos estados especiales de la consciencia, el término de estado oniroide del objeto por ella trasformado, dejan inexplicados ciertos .otros rasgos característicos de las interpretaciones típicas.

Se puede incluso observar en nuestra enferma una especie de balanceo entre los estados ansiosos oniroides y esas interpretaciones auténticas. Precisemos los caracteres propios de la interpretación delirante.

Encontramos en ella, ante todo, un carácter de electividad muy especial, que se produce a propósito de una coyuntura absolutamente particular. Se presenta, además, como una experiencia sobrecogedora, como una iluminación específica, carácter que los autores antiguos, cuya mirada no estaba velada por ninguna teoría psicológica, tenían muy en cuenta cuando designaban este síntoma con el término excelente de «fenómeno de significación personal. Es manifiesto su parentesco con los sentimientos de extrañeza inefable, de ya visto (déjá vu), de nunca visto, de falso reconocimiento, etc., que se muestran correlativamente en gran número de observaciones (de Sérieux y Capgras en particular), y que están presentes en nuestra enferma. Por otra parte, ciertas interpretaciones se parecen al error de lectura hasta el punto de ser’ casi imposibles de distinguir de él. , Sabido es el papel que tienen en todos esos fenómenos los estados de fatiga psíquica en el sentido más general.

Si una significación personal viene a trasmutar el alcance de determinada frase que se ha escuchado, de determinada imagen que se ha entrevisto, del gesto de un transeúnte, del «filete» al cual se engancha la mirada en la lectura de un periódico, ello no es, como parece a primera vista, de manera puramente fortuita.

Si consideramos el fenómeno más de cerca, vemos que el síntoma no se presenta a propósito de cualquier clase de percepciones, de objetos inanimados y sin significación afectiva por ejemplo, sino muy especialmente a propósito de relaciones de índole social: relaciones con la familia, con los colegas, con los vecinos. La lectura del periódico tiene un alcance muy parecido: las personas sencillas (e incluso individuos cultos) ni siquiera sospechan a veces el poder representativo que adquiere esa lectura por el hecho de ser un signo de unión con un grupo social más vasto. El delirio de interpretación, como hemos escrito en otro lugar, es un delirio de la vivienda, de la calle, del foro.

Estos caracteres nos llevan a admitir que los fenómenos considerados dependen de esos estados de insuficiencias funcionales del psiquismo que afectan electivamente a las actividades complejas y a las actividades sociales, y de los cuales dio Janet una descripción y una teoría en su doctrina de la psicastenia. La referencia a este síndrome explica la presencia, manifiesta en nuestro caso, de trastornos de los sentimientos intelectuales. La teoría, además, permite comprender qué papel tienen en los trastornos las relaciones sociales en el sentido más amplio, cómo la, estructura de estos síntomas, perfectamente integrados a la personalidad , refleja su génesis social, y por último cómo determinados estados orgánicos de fatiga, de intoxicación, pueden provocar su aparición.

Ciertos hechos de nuestro caso, sin embargo, parecían inconciliables con nuestras dos teorías: lo mismo con la del estado oníroide que con la del fenómeno psicasténico. Eran hechos que seguían siendo enigmáticos para nosotros. Este, por ejemplo: un día del año 1927, la enferma -según precisaba ella misma- había leído en el periódico Le Journal un articulo de uno de sus perseguidores que anunciaba que su hijo sería asesinado porque ella era una maldiciente, que se acercaba el día de la venganza, etc. Además, en el mismo periódico habla visto una fotografía que era la del frontón de su casa natal. A la sazón el niño pasaba allí sus vacaciones y, en el jardín cercano, su imagen fácil de reconocer lo designaba a los golpes de los asesinos.

La significación de tal fenómeno, para el cual todas nuestras hipótesis (pero mucho más aún las teorías clásicas) seguían siendo inadecuadas, nos vino por pura casualidad.

Un día (exactamente un 2 de marzo) estábamos conversando con nuestra enferma. Los métodos de interrogatorio, que se ufanan a veces de aportar luces preciosas a la psiquiatría, no tienen en realidad sino escasas ventajas, al lado de muy serios inconvenientes. El de enmascarar los hechos no reconocidos no nos parece menor que el de imponer al sujeto la confesión de síntomas conocidos. Estábamos charlando, pues, sin ningún plan preconcebido, cuando de pronto tuvimos la sorpresa de oír el siguiente comentario de nuestra enferma: «Sí, es como cuando yo iba a las oficinas del periódico a comprar números atrasados, de uno o dos meses antes. Yo quería encontrar ciertas cosas que habla leído, por ejemplo que iban a matar a mi hijo, y quería ver también la foto en que lo había reconocido. Pero nunca encontré ni el artículo ni la foto, a, pesar de que recordaba las dos cosas. Al final estaba mi cuarto atestado de aquellos periódicos!’

Interrogada por nosotros, la enferma reconoció que no podía acordarse más que de un hecho, y es que, en un instante dado, había creído recordar ese artículo y esa fotografía.

Así, pues, el fenómeno se reducía a una ilusión de la memoria. Y, una vez estudiado, se comprobaba que encajaba perfectamente en nuestras hipótesis precedentes. Estos trastornos mnésicos son, en efecto, muy deleznables: nosotros no hemos comprobado nunca, tras un examen clínico sistemático y minucioso, trastornos mnésicos de evocación, salvo aquellos que hemos señalado en nuestra observación, y que recaen electivamente sobre el momento en que se introducen en el delirio los principales perseguidores. Ya veremos ulteriormente de qué manera se pueden concebir tales trastornos. Por lo demás, nosotros mismos hemos sometido a nuestra enferma a los test especiales de la memoria de fijación y hemos obtenido los resultados más normales, lo cual responde muy bien al hecho de que la actividad profesional de la enferma siguió siendo satisfactoria hasta el final.

Estos trastornos consisten, pues, únicamente en una insuficiencia de la rememoración, que permite, que una imagen-fantasma (evocada a su vez por las asociaciones de una percepción, de un sueño o de un complejo delirante) se trasforme en imagen-recuerdo. Ciertos clínicos, en particular Arnauld, hablan entrevisto ya la importancia de estos trastornos en la génesis del delirio.

Para comprenderlos, remitámonos durante un instante a las doc. trinas de los psicólogos. Nos enteramos de que la constitución de la ímagen-recuerdo está subordinada a regulaciones psíquicas muy delicadas. Estas regulaciones no sólo comprenden la coordinación asociativa de las imágenes y de los acontecimientos, sino que además descansan esencialmente sobre ciertas intuiciones temporales, que podemos llamar sentimientos del pasado, así como sobre sentimientos de origen afectivo que confieren, si se puede decir, su peso no sólo al recuerdo, sino a la percepción misma: llamémoslos, aunque su, etiqueta no importe mucho, sentimientos de familiaridad, o bien sentimientos de realidad. Bertrand Russell (ya citado), con ese vigor concreto de expresión que sigue conservando el pensador anglosajón incluso cuando filosofa, se expresa así sobre este sentimiento original de realidad, sin el cual tanto la percepción como el recuerdo permanecen inciertos e incompletos: «Es análogo -dice- al sentimiento de respeto.» Fácil es ver hasta qué punto esta referencia de índole social abunda en el sentido hacia el cual tendemos nosotros.

Por lo demás, la autonomía psicofisiológica de esos sentimientos intelectuales y de esos sentimientos del tiempo ha sido demostrada por sus disociaciones psicopatológicas, tal como lo han observado, en gran número de, enfermedades mentales, investigadores como Bleuler, Blondel y, a su zaga, Minkowski.

Pero fue Janet quien, primero que nadie, demostró la función fisiológica reguladora de esos sentimientos intelectuales en las actividades humanas complejas, y muy particularmente en las que llevan la marca de una génesis social.

De entre estos sentimientos reguladores, aquellos que se refieren al tiempo están vinculados esencialmente con la eficacia de la síntesis psíquica que es la generadora del momento presente en su alcance para la acción, instancia designada por Janet con el término de función de presentificación.

Por ello, en el orden patológico, las ilusiones de la memoria que estamos describiendo son asimilables a los fenómenos descritos por Janet bajo el titulo de descensos de tensión psicológica o de crisis de psicolepsia.

Si queremos hacernos una imagen más precisa del mecanismo de estas ilusiones, pensemos en un hecho pertinente al sueño, y bien conocido en psicología: la persona a quien despierta bruscamente un ruido provocado, se acuerda de haber formado en sueños una concatenación de imágenes cuyo remate ha sido el ruido; tiene la impresión de que el sueño ha tenido una duración importante, y sin embargo todo el orden de la concatenación está manifiestamente destinado a meter el ruido; éste, de hecho, es lo que ha provocado el despertar, y además el sujeto no podía prever ni que iba a haber el ruido ni cómo iba a ser. Este hecho, como todos los que dejan tan enigmático el problema de la duración de los sueños, hace palpar muy bien la dificultad que presenta una orientación temporal objetiva en el desarrollo representativo de las imágenes.

En todo caso, después de nuestro descubrimiento, se nos mostraron en su pleno valor no pocos hechos que la enferma nos había revelado sin que nosotros les prestáramos una atención suficiente.

Aimée nos refiere por ejemplo que un día, muy excitada por una discusión que ha habido, se presenta ante su hermana mayor y le enseña una cajita de perfumes que la hermana misma le había regalado y que. estaba destinada al armario de la ropa blanca. Le enseña esa cajita para demostrarle que está intacta, al mismo tiempo Janet ha puesto admirablemente de relieve el papel de estos trastornos de la memoria en los sentimientos llamados sutiles, experimentados por los perseguidos alucinados (véase Janet, «Les sentiments dans le délire de persécution» art. cit., p. 442). No hemos tenido conocimiento de este artículo sino algo tarde, después de haber verificado, interpretado e incluso comunicado (en una conferencia pública) los hechos un poco diferentes que estamos describiendo. Pero el artículo de Janet nos ha confirmado en nuestras opiniones, y en el cap. 4 de la parte i hemos integrado una indicación, demasiado breve en verdad, de su doctrina, que le hace reproches por haber dicho, equivocadamente, que estaba rota. La hermana afirma entonces no haber pronunciado esas palabras ni ningunas otras parecidas. Y nuestra enferma, que de tiempo atrás viene sufriendo sin cesar parecidas rectificaciones de los hechos, retira su reclamación y se queda profundamente inquieta sobre su propio estado.

El carácter electivo del trastorno, ligado a la contradicción para con la hermana, se nos mostrará mejor aún cuando sepamos el papel afectivo desempeñado por ésta.

Otro hecho: nuestra enferma, como tantos otros psicópatas en el período de incubación o de eflorescencia de la enfermedad, consultaba abundantemente a uno de esos pronosticadores del porvenir cuya propaganda se despliega con toda libertad en las páginas de anuncios de los periódicos. A uno de ellos, un tal profesor R…, de La Haya, se dirigía periódicamente Aimée para solicitarle, a cambio de dinero, una consulta horoscópica. En una de sus respuestas el profesor R…. le anunció que una mujer rubia desempeñaría un papel muy importante en su vida, como fuente de desgracias: tal es la creencia en que la enferma, durante su psicosis, estuvo apoyando en parte su convicción delirante en lo que se refería a su principal perseguidora. Pero el hecho es que hoy, después de verificarlo todo, le consta a ella que el profesor R.. . . jamás le escribió semejante cosa.

Estos hechos son diferentes de las interpretaciones retrospectivas de los clásicos, las cuales, por cierto, también han hecho su aparición en el pasado de la enferma. Aimée nos dice, por ejemplo, que se acuerda de haber visto un día, sin prestar mayor atención, un cartel de propaganda antituberculosa que representaba a un niño amenazado por una espada suspendida encima de él. Fue solamente algunos meses después (de esto conserva ella un recuerdo, distinto del primero) cuando comprendió que el dibujo del cartel apuntaba al destino de su hijo.

No multiplicaremos los ejemplos. Sólo hemos querido poner de relieve nuestra observación de que (dejando aparte estos últimos hechos de interpretación retrospectiva) gran número de interpretaciones son ilusiones de la memoria, es decir, representan objetivaciones ilusorias, en el pasado, de imágenes en que se expresan, ya la convicción delirante (la casa y el hijo), ya los complejos afectivos que motivan el delirio (conflicto con la hermana: véase infra).

Para ser escrupulosos, señalemos finalmente algunos fenómenos alucinatorios que han sido del todo episódicos. Los designamos en Plural porque pensamos que no hay ningún hecho mental errático. Pero lo único que la enferma nos ha dicho es que, a continuación de cada uno de los trastornos que experimentaba, había tenido «mucho miedo de oír cosas que no existían» y dos veces, estando en su habitación, había escuchado la injuria clásica de las perseguidas alucinadas: «Vachel» [literalmente, «¡Vaca!»]. Estas alucinaciones episódicas en el delirio de interpretación son conocidas de todos los autores. No tenemos intención de abordar a este propósito el problema complejo de las alucinaciones, ni tampoco los problemas que plantean las alucinaciones muy especiales de que, aquí se trata. Digamos sólo que, en opinión nuestra, las nociones patogénicas aportadas aquí no tienen por qué limitarse exclusivamente a los fenómenos que hemos estudiado, y que, en particular, pueden arrojar algunas luces sobre los mecanismos oscuros de la psicosis alucinatoria crónica.

Con este análisis que hemos hecho, creemos haber puesto de relieve el verdadero carácter de los fenómenos elementales del delirio en nuestra enferma. Podemos agruparlos bajo cuatro encabezados: estados oniroides (coloreados a menudo de ansiedad); trastornos de «incompletud» de la percepción; interpretaciones propiamente dichas; ilusiones de la memoria. A nosotros nos parece que estos dos últimos grupos de fenómenos, como también el segundo, dependen de mecanismos psicasténicos, es decir que se presentan como trastornos de la percepción y de la rememoración, ligados efectivamente a las relaciones sociales.

Esta concepción es diferente de la doctrina clásica, que ve en la – interpretación una alteración razonante, fundada en elementos constitucionales del espíritu. Creemos que nuestro análisis significa un progreso real respecto de esa doctrina clásica, aunque sólo fuera para entender los casos frecuentes en que el pretendido factor constitucional hace falta de manera manifiesta y en que es imposible captar, en el origen del delirio, el menor hecho de razonamiento o de inducción delirantes.

Nuestra concepción, por otra parte, permite entender la relación de las interpretaciones con ciertos estados orgánicos, relación que, fuera de toda correlación clínica, podría sospecharse ya en la evolución a empujones de esos fenómenos.

¿Quiere decir que los mecanismos que estamos demostrando dan suficiente razón del conjunto del delirio? Los organicistas tienden a dar al sistema del delirio el alcance de una elaboración intelectual de valor secundario y sin mayor interés. A pesar del refuerzo que nosotros les hemos aportado hasta aquí, en eso no los seguiremos.

Los, fenómenos llamados primitivos podrán ser primarios en el tiempo, e incluso aceptamos que puedan servir de desencadenadores del delirio, pero no por eso explican la fijación ni la organización de éste. ¿Diremos incluso que han aportado para su construcción toda la materia, o sea ese elemento nuevo, heterogéneo a la personalidad, que permitiría definir nuestra psicosis como un proceso?

Es ésa una pregunta a la cual no podremos contestar sino después de haber estudiado las relaciones del delirio con la historia y con el carácter de la enferma, o sea con lo que vamos a intentar conocer de su personalidad.

El estudio que en seguida haremos de las estructuras conceptuales reveladas por la organización del sistema del delirio nos permitirá quizá penetrar aún más lejos en la naturaleza real de los mecanismos que acabamos de analizar.

3. ¿Representa la psicosis de nuestro caso una reacción a un conflictoo vital y a traumas afectivos determinados?

Complemento de la observación del caso Aimée: historia del desarrollo de la personalidad del sujeto. Su carácter: los rasgos psicasténicos son en él primitivos y predominantes, los rasgos llamados paranoicos son en él secundarios y accesorios. El conflicto vital y, las experiencias con él relacionadas.

Nos es preciso ahora completar la observación de la enferma, resumiendo los hechos que en gran número hemos recogido en nuestras investigaciones sobre los acontecimientos de su vida y sobre sus reacciones personales. Para estas investigaciones no hemos descuidado ningún medio, ninguna pista. Hemos interrogado oralmente tanto a la enferma como a su marido, a su hermana mayor, a uno de sus hermanos, a una de sus compañeras de trabajo en la oficina; hemos mantenido correspondencia con otros miembros de su familia. Finalmente, a través de una asistente social ilustrada, hemos completado nuestras observaciones ante los superiores jerárquicos de la enferma, ante el gerente de su hotel, sus vecinos, etc.

De todos estos hechos acumulados, sólo extraeremos aquellos que hemos controlado con una verificación al menos, tomando en cuenta por lo demás, en la apreciación y la jerarquía de nuestras fuentes, las reglas comúnmente recibidas de la critica del testimonio.

Las dificultades con que nos hemos topado para obtener de la familia algunos hechos precisos sobre la infancia de la enferma sugieren una observación general: podríamos decir que, acerca de la infancia de un sujeto, los aparatos registradores familiares parecen sufrir los mismos mecanismos de censura y de sustitución que el análisis freudiano nos ha enseñado a conocer en el psiquismo del sujeto mismo. La razón de esto es que la observación pura de los hechos está enturbiada en ellos por la participación afectiva estrecha que los ha mezclado en su génesis misma. En cuanto a los colaterales, entra además en juego la discrepancia vital que unos pocos años bastan para producir en la época de la infancia.

Hemos podido entrevistar a dos de ellos: la hermana mayor, que tiene cinco años más que Aimée, y uno de los hermanos, que es diez años menor. Ciertas necesidades económicas, por otra parte, agregaron su efecto a los factores psíquicos: la hermana, que se ocupó de la crianza de Aimée durante sus primeros años, tuvo que abandonar el techo paterno a los catorce, y la enferma misma a los dieciocho, lo cual nos muestra los limites de observación de la hermana y del hermano.

Hay, sin embargo, rasgos generales de la personalidad de la enferma que han sido conservados por la tradición de la familia, y el trabajo de trasformación casi mítica que es común observar en esos rasgos no los descarta, sino que revela mejor aún su valor característico y profundo.

La enferma, se nos dice, era ya muy «personal». Era, en toda la casa, la única que sabia contradecir la autoridad un tanto tiránica, y en todo casó incontestada, del padre. Estas contradicciones, para precisar, se referían en general a detalles de conducta. Ahora bien, por insignificantes que sean en si mismos, se sabe qué valor afectivo pueden representar, muy particularmente, los detalles de significación simbólica, como por ejemplo los que se refieren al arreglo personal: manera de llevar el pelo, manera de ajustarse un cinturón. Las esperanzas que daba a sus padres la inteligencia reconocida de nuestra enferma le valían sobre estos puntos ciertas concesiones, e incluso ciertos privilegios más positivos. Algunos de estos privilegios, como el de usar prendas interiores más finas que las de sus hermanas, parecen provocar todavía en éstas una amargura que no ha perdido su punzada.

La autora responsable de esta diferencia de trato parece haber sido la madre. El lazo afectivo intensísimo que unió a Aimée muy particularmente con su madre nos parece digno de algunas consideraciones.

Aimée misma confiesa la existencia de ese lazo: «Eramos dos amigas», nos dice. Todavía ahora no piensa en ella sin que se le salten las lágrimas, mientras que la idea misma de estar separada de su hijo nunca se las ha provocado en presencia nuestra. Ninguna reacción es comparable en ella a la que suscita la evocación de la pena actual de su madre: «Debía haberme quedado al lado de ella» tal es el tema constante de las, deploraciones de la enferma.

Ahora bien, por lo visto la madre habla dado señales desde mucho tiempo atrás de ser una interpretativa, o, para decirlo con mayor precisión, manifestaba en las relaciones pueblerinas una vulnerabilidad con fondo de inquietud, muy pronto trasformada en suspicacia. Citemos, como ejemplo, el siguiente hecho que se nos ha referido: hablando sobre uno de sus animales enfermos, una vecina le ha predicho que no sanará; la madre, por principio de cuentas, resiente mucho la amenaza implícita en esas palabras, y la percibe como una amenaza mágica; en seguida se muestra convencida de que hay en la vecina una voluntad de perjudicarla; después sospecha que ella ha emponzoñado al animal, etc. Esta disposición, antigua y reconocida, se ha precisado desde hace más de diez años en un sentimiento de ser espiada y escuchada por los vecinos, temor que la lleva a pedir que la lectura de las cartas se haga en voz baja (como es analfabeta, alguien tiene que leérselas). Finalmente, a raíz de las recientes calamidades que le han ocurrido a su hija, se ha encerrado en un aislamiento huraño, imputando formalmente a la acción hostil de sus vecinos directos la responsabilidad del drama.

Más adelante precisaremos lo que pensamos acerca del alcance de la semejanza entre el desarrollo psíquico de la hija y el de la madre.

Observemos que Aimée, desde que se acuerda, no tuvo intimidad de infancia más que con sus hermanos, todos ellos menores; con los mayorcitos la unieron unas relaciones de camaradería de juegos, etc., que ella no evoca sin enternecerse. En cuanto a sus hermanas mayores, hablan ejercido sobre ella una autoridad maternal, y luego, de acuerdo con las necesidades de todos, hablan salido del hogar.

Hay un rasgo particular de la conducta que aparece desde la infancia en Aimée: «Nunca está lista cuando lo están los demás. Ella está siempre atrasada.» Este rasgo clínico manifiesto, lentitud y retraso de los actos, cuyo alcance en el orden de los síntomas psicas-ténicos ha sido mostrado por Janet, tomará todo su valor a medida que se le vayan agregando los muchos rasgos del mismo orden que aparecerán en el curso del desarrollo.

Los escrito! de la enferma nos han conservado la huella de la influencia profunda que sobre ella ha ejercido la vida del campo. Son conocidas las cualidades educativas superiores que presenta esta vida en comparación con la que se lleva en las ciudades. «Los trabajos y los días de los campos, gracias a su alcance concreto lo mismo que a su valor simbólico, no pueden menos de ser favorables al desarrollo, en el niño, de un equilibrio afectivo y de relaciones vitales satisfactorias.

Los escritos ulteriores de Aimée nos dan testimonio de que, sin precisión de tiempo pero seguramente desde antes de la adolescencia, el contacto con el medio agreste propició la formación de unos rasgos de su sensibilidad que no son comunes: la expansión casi erótica que la niña Aimée encuentra en la naturaleza tiene todos los caracteres de una pasión y, cultivada o no, esta pasión ha engendrado el gusto de la ensoñación solitaria.

Según confesión de la enferma, este cultivo de la ensoñación fue precoz. Es posible que una parte de las promesas intelectuales que dio se haya derivado de ahí, y tal vez esa particularidad fue la que la hizo parecer a sus familiares como designada entre todas para llegar a la situación superior de maestra de escuela.

Pero este desarrollo de la actividad imaginativa tomó en Aimée la forma de una verdadera derivación de la energía vital. No es tamos todavía capacitados para definir las relaciones de la psicosis con esa anomalía. Digamos esto por ahora: el, hecho de que la anomalía haya tenido nacimiento en relaciones con lo real marcadas con un valor positivo, puede haber desempeñado un papel en la evolución favorable de la psicosis misma.

Del estado psicológico de la pubertad, manifestada a los quince años, no tenemos nada que decir.

La deficiencia psíquica cuyo origen estamos tratando de precisar manifiesta sus primeras señales en el orden escolar hacia la edad de diecisiete años. Al parecer, se puede afirmar que su naturaleza fue afectiva y no capacitaria. Aimée, en efecto, recibió en la escuela comunal unas calificaciones lo bastante buenas para ser enviada, la primera de su casa, a la escuela primaria superior de la ciudad vecina. Allí, sus educadoras la creen destinada a satisfacer las ambiciones de su familia entrando en la carrera de la enseñanza primaria.

Ahora bien, después de un fracaso en exámenes. Aimée se descorazona y renuncia a continuar por ese camino. A partir de entonces asombra a su familia pretendiendo aspirar a caminos más libres y más elevados. Da así señales al mismo tiempo de esa abulia profesional y de esa ambición inadaptada que Janet describe también entre los síntomas psicasténicos. En correlación con su indocilidad, Aimée parece manifestar ese otro síntoma reconocido que es la necesidad de dirección moral. Dejemos sin embargo a ese sentimiento el valor puramente retrospectivo y tal vez justificativo que tiene, cuando la enferma nos confía, por una parte, su decepción y su censura de las educadoras laicas, «que dan sus clases y no se ocupan de una» y su añoranza, por oídas, de una escuela de monjas, que, «ellas sí, formaban a las señoritas, velan lejos» etc.

Ya en ese momento, el carácter ambiguo de su personalidad es interpretado por una de sus profesoras como un rasgo de disimulo natural. «Cuando uno cree agarrarla, ella se escapa.»

En esta época se sitúa el florecimiento, y luego el fin desdichado, de la primera de las relaciones de amistad que han dejado huella en la vida de la enferma. Una camarada de infancia, candidata con ella a los exámenes de enseñanza, sucumbe en unos cuantos años a la evolución de una bacilosis pulmonar. Esta muerte precoz, que Aimée, de acuerdo con la visión de la adolescencia, vincula con algún drama sentimental, la conmueve profundamente y, según hemos visto, inspira la mejor de sus dos novelas.

Después de regresar durante un tiempo a la casa natal, Aimée sale de ella de nuevo para entrar en la Administración de la cual dependerán sus desplazamientos en lo sucesivo.

No abandonemos el período de infancia y de adolescencia (que llega por entonces a su final) sin mencionar un episodio que vale, a nuestro parecer, no tanto por la emoción, viva, todavía, que provocó en la enferma, cuanto por el valor casi mítico que conservó en la tradición familiar. Todos los rasgos característicos de la conducta de Aimée se encuentran reunidos en esta historia: se ha retardado en su arreglo personal cuando los demás, terminados los preparativos para un desplazamiento en común, han salido ya de casa; para alcanzarlos, ella toma una vereda a campo traviesa y tiene la torpeza de irritar a un toro, del cual se salva por un pelo. Este tema del toro corriendo para atacar reaparece frecuentemente en los sueños de Aimée (en compañía de un sueño de víbora, animal que pulula en su tierra natal), y es siempre de nefasto agüero. El tema aparece asimismo en sus escritos. Tal vez el psicoanalista conseguirla penetrar más en el determinismo de ese acontecimiento, en sus secuelas afectivas e imaginativas, y podría descubrir relaciones simbólicas sutiles entre esos elementos.

Aimée entra en contacto con el vasto universo en una capital provinciana alejada de su región natal. Allí no vive sola. Vive en casa de un tío, cuya mujer no es otra que la hermana mayor de Aimée, la cual se ha casado con el anciano a los quince años, después de haber trabajado como empleada suya. Esta persona, que. ha ejercido ya su autoridad sobre la Primerisima infancia de Aimée, reaparecerá más tarde en su vida para desempeñar en ella un papel que, según veremos, será decisivo.

Esta vez el contacto será breve: no durará más que un trimestre.

Después de ese breve periodo, en el que Aimée ha sido puesta, a ensayar sus nuevas funciones, Aimée aprueba, y «en las primeras filas» el examen administrativo que le da una situación titular, y es destinada inmediatamente a una comunidad bastante retirada, donde permanecerá durante tres años. Pero su estancia en la pequeña capital provinciana le habrá dejado una huella.

En efecto, es allí donde se decide el primer amor de Aimée. Para atenernos a las reglas criticas que nos hemos impuesto, deberíamos dejar a un lado este episodio, puesto que nuestras informaciones acerca de él se reducen sólo a lo que Aimée nos ha contado. Por poco riguroso que pueda ser su relato, éste es sin embargo tan revelador de las reacciones de nuestra paciente -y estas reacciones son tan típicas en ese acontecimiento-, que no podemos pasarlo por alto.

Un análisis como el que estamos intentando está condenado al fracaso si el observador no se ayuda con toda su capacidad de simpatía. Es difícil, sin embargo, evocar la figura del seductor de Aimée sin que se nos cuele una nota cómica. Don Juan de poblacho y poetastro de camarilla «regionalista», este personaje sedujo a Aimée con los encantos malditos de un porte romántico y de una reputación bastante escandalosa.

Aimée manifestó en esta ocasión la reacción sentimental típica de su carácter. Ella nos dice: ‘Tara haber hecho de eso lo que hice en mi espíritu y en mi corazón, necesitaba estar seducida hasta un punto extraordinario.» Es ante todo una delectación sentimental completamente interiorizada. La desproporción con el alcance real de la aventura es manifiesta; los encuentros a solas, bastante raros puesto que se escaparon del espionaje de una ciudad pequeña, le han desagradado al principio; Aimée cede al fin, pero para enterarse al punto, y de boca de su seductor, hombre decididamente enamorado de su papel, que todo ha sido una simple apuesta, cuyo objeto ha sido ella. En total, la aventura abarca sólo el último de los tres meses que Aimée permaneció en la pequeña ciudad. Sin embargo, esta aventura, que lleva en si las marcas clásicas del entusiasmo y de las cegueras propias de la inocencia, va a decidir por tres años el camino de la vida afectiva de Aimée. A lo largo de tres años, en el pueblecito alejado adonde la confinará su trabajo, mantendrá activo su sueño mediante una asidua correspondencia con el seductor, a quien, por cierto, nunca más volverá a ver. El es el objeto único de sus pensamientos, y sin embargo es capaz de no revelar nada de eso a nadie, ni siquiera a la colega, medio paisana suya, que es por entonces la segunda gran relación amistosa de su vida. Completamente dada a la acción moral a que se ha consagrado para con su ídolo, y consciente sin embargo de ser engañada, se complace en un ardor cuya materia no consiste más que en sueños: en ellos se aísla, «descartando­como ella nos dice- a todos los que se hubieran ofrecido como partidos conveniente?. Su desinterés es entonces entero, y se expresa de manera conmovedora en un pequeño rasgo: declina las satisfacciones de vanidad que le ofrece la colaboración literaria en la revistilla provinciana cuyas puertas están guardadas por su amante.

Interiorización exclusiva, gusto del tormento sentimental, valor moral, todos los rasgos de esta historia de amor se muestran de acuerdo con las reacciones que Kretschmer da como propias del carácter sensitivo. Puesto que hemos presentado su descripción muy detalladamente, nos será licito remitir a ella. Las razones del fracaso de semejante episodio afectivo no parecen deberse más que a la elección desdichada del objeto. Esta elección traduce, al lado de impulsos morales elevados, una falta de instinto vital de la cual, por otra parte, es testimonio la impotencia sexual que la continuación de la vida de nuestra paciente permite afirmar, dentro de los límites de certidumbre que una encuesta así comporta.

De repente, cansada de sus complacencias, tan vanas como dolorosas, Aimée no tiene ya más que odio y desprecio por el objeto, indigno de sus pensamientos. «Paso bruscamente del amor al aborrecimiento» nos dice ella de manera espontánea. Ya tendremos. ocasión de ver lo bien fundado de esa observación.

Estos sentimientos hostiles no se han extinguido aún. Se siguen señalando, por la violencia del tono con que habla de él cuando contesta, haciendo un esfuerzo, a las preguntas que le hacemos: «Triste individuo» lo llama, poniéndose todavía pálida. «Por mi, que reviente. No me vuelva a hablar de ese rufián, de ese bueno para nada.» Encontramos aquí esa duración indefinida, en la conciencia, del complejo pasional que Kretschmer describe como mecanismo de contención.

En el momento en que se lleva a cabo esta inversión sentimental, Aimée ha cambiado una vez más de residencia. Trabaja ahora en una ciudad en la cual seguirá viviendo hasta la época de su primer internamiento.

Vivirá en este nuevo puesto durante cuatro años (hasta su matrimonio) en una relación de gran intimidad con una compañera de oficina sobre cuya personalidad creemos necesario detenemos un instante.

En una primera aproximación, esta personalidad puede ser clasificada dentro del tipo kretschmeriano del carácter expansivo. Se, complementa con algunos rasgos de actividad lúdica y de afición al dominio por si mismo, rasgos que la aproximan, para no salirnos de los marcos de Kretschmer, a la subvariedad que él designa con el nombre de intrigante refinada.

Todo esto quiere decir que su actividad y sus reacciones, tal como lo escribe Kretschmer acerca de los tipos correspondientes, se oponen a las de nuestra paciente «a la manera como se opone al objeto su imagen invertida en el espejo».

Vamos a mostrar esto con una comparación de la actividad de las dos mujeres, y este contraste nos hará captar mejor la actitud social de nuestra paciente, tal como se presentaba antes de cualquier brote propiamente mórbido. Digamos, de una vez por todas, que nuestros informes proceden de varias fuentes opuestas.

Estamos antes de la guerra de 1914. La señorita C. de la N. pertenece a una familia noble que ha decaído socialmente desde no hace mucho y que no ha perdido del todo sus lazos con familias de parientes que siguen conservando un rango elevado. Ella considera el trabajo que está obligada a desempeñar como muy inferior a su condición moral, y no le dedica más que un mínimo de atención, a regañadientes. Toda su actividad está consagrada a mantener bajo su prestigio intelectual y moral al mundillo de sus compañeras de trabajo: es ella quien guía sus opiniones, es ella quien gobierna sus tiempos libres, y por cierto que no descuida acrecentar su autoridad mediante el rigorismo de sus actitudes. Gran organizadora de reuniones en que la conversación y el bridge continúan hasta altas horas de la noche, las aprovecha para desplegar gran número de relatos sobre las relaciones pasadas de su familia, y no desdeña hacer alusión a las que todavía le quedan. Sabe manipular muy bien, entre esas muchachas sencillas, el incentivo de las costumbres en cuyo conocimiento las inicia. Por lo demás, sabe imponer el respeto gracias a una gazmoñería y a unos hábitos religiosos no desprovistos de afectación.

De labios de esta, amiga, hagámoslo notar ahora (pues nuestros interrogatorios no nos lo revelaron sino después de varios meses y, además, sin que nosotros hayamos solicitado de una manera directa la reminiscencia), llegaron por primera vez a oídos de Aimée el nombre, los hábitos y los éxitos de la señora Z., que era a la sazón vecina de una tía de C. de la N., y también el nombre de Sarah Bernhardt, de quien ella decía que habla sido compañera de su madre en un internado de monjas. 0 sea que es entonces cuando entran en escena las dos mujeres a quienes la enferma designará más tarde como sus dos perseguidoras principales.

Todo preparaba a Aimée para sufrir las seducciones de esa persona, comenzando por las diferencias con que ella misma se siente marcada en relación con su medio. «Era -nos dice ella- la única que se salía un poco de lo ordinario, en medio de todas aquellas muchachas fabricadas en serie.»

De las dos amigas, la una es sombra de la otra. Profundamente influida en su carácter, Aimée no está, sin embargo, dominada por C. de la N. hasta el punto de no «reservarse una parte de si misma». «Con esta amiga -nos dice, oponiéndola a sus dos primeras amistades- siempre conservaba yo un jardín secreto»: es el reducto en que se defiende la personalidad sensitiva contra las acometidas de su contraria.

Con respecto a su medio, sin embargo, Aimée reacciona de una manera completamente opuesta. Lo que domina en sus relaciones con sus compañeras de trabajo es un sentimiento de desacuerdo. Las señales de este desacuerdo, muy objetivas en resumidas cuentas, son expresadas por Aimée al decirle a su amiga cosas como ésta: «Tu tienes suerte. Tú adivinas siempre todo lo que ellas van a decir. Cuando una emite alguna opinión, ¿la mía es siempre diferente?»

En esos casos, la amiga le da a Aimée por su lado contestándole: «Hasta donde yo recuerdo, tú no te pareces a las demás. Cuando hay una discusión, las respuestas que tú das son completamente inesperadas.» Este desacuerdo, sin embargo, no es querido, y en un principio le causa mortificación a la enferma. Posteriormente, ella lo trasforma en desprecio por su sexo: «Las mujeres no se interesan más que por las menudencias, las intrigas pequeñas, las menudas fallas de cada quien.» A ello agrega, por otra parte, un sentimiento de su superioridad. «En cuanto a ella, nunca presta mayor atención a esas menudencias de que hablan las otras. Lo que a ella le llama la atención es un rasgo significativo del carácter?, etc. «Yo me siento masculina.» La palabra fuerte ha sido soltada. La amiga conjuga: «Tú eres masculina.» Ciertamente, en un caso como éste, la inversión psíquica no se halla sino en estado de esbozo. Y, aun así, nos pondríamos en guardia contra un verbalismo imaginativo sí los rasgos sospechosos no sacaran alguna confirmación de la impotencia sexual constante en Aimée, así como de sus ulteriores accesos de donjuanismo, cuyo valor sintomático de inversión sexual larvada (tanto en el hombre como en la mujer) está bien averiguado gracias a las indagaciones de los psicoanalistas.» Ya se han leído, en efecto, las consideraciones que la enferma nos ha comunicado sobre uno de sus «accesos de disipación». Es el mismo sentimiento que expresa Aimée en dos ocasiones muy diferentes, una cuando quiere explicamos las maneras de pensar que la distinguen de las demás mujeres, y otra cuando nos cuenta las singulares impulsiones que la llevan al desorden: el sentimiento de una afinidad psíquica con el hombre, cuya índole es muy distinta de la necesidad sexual. «¡Tengo -nos dice- tal curiosidad por el alma masculina! ¡Siento que me atrae tanto!»

Este carácter de juego en la actitud sexual parece haberse afirmado, en la época a que nos estamos refiriendo, en una serie de aventuras que ella disimula muy bien al círculo de sus conocidos. En esta mujer joven y deseable, el gusto de la experiencia se armoniza con una frigidez sexual real. Por añadidura, su virtud (cuando menos en el sentido farisaico) suele quedar a salvo de esa manera. Sin embargo, no podemos menos de establecer alguna conexión entre la nueva actitud amorosa de Aimée y el fracaso doloroso de su primera aventura.

Al mismo tiempo, sus búsquedas sentimentales no parecen desprovistas de un bovar- sino en el cual desempeñan su papel los sueños ambiciosos. La influencia de la amiga no es la más adecuada para calmar su imaginación. En todo caso, varios fracasos de su amor propio la devuelven a la realidad. Aimée siente que ha llegado el momento en que la vida le ordena hacer una elección. Ella la hace en una atmósfera turbia, que, descontado el deseo de impresionar, se expresa bastante bien en esta réplica dada por Aimée a las objeciones de su familia. «Si no lo agarro yo -dice de su novio-, otra lo agarrará.»

En efecto, la cordura de la familia, no desnuda de intuición psicológica, le objeta su poca aptitud para el estado conyugal. Sus lentitudes de acción, sus deficiencias prácticas, su abulia psicasténica, todo esto sumado a su afición, ahora ya bien manifiesta, a la ensoñación imaginativa, forman el núcleo de esas objeciones: «Tú nunca vas a ser exacta. Los quehaceres domésticos no son para ti, etcétera.

Sin embargo, nuestra paciente, no sin valor, hace recaer su elección en uno de sus compañeros de trabajo, que le ofrece como marido las mejores garantías de equilibrio moral y de seguridad práctica.

La influencia de la amiga se hace sentir todavía en las sugerencias suntuarias que, usando a Aimée como instrumento, consigue imponer a los novios. Pero termina con ese detalle, que quedó para todos como algo memorable, gracias al azar afortunado de un desplazamiento administrativo.

Aimée se encuentra ahora ante los deberes de una mujer que tiene un marido de quien ocuparse. Al principio, según parece, se dedicó muy honradamente a esa tarea. La falta de entendimiento se introduce por primera vez entre los dos en el terreno de los gustos. Aimée le reprocha al marido el no manifestar ningún interés por los intereses de ella. Nosotros hemos podido hacemos alguna idea de la personalidad del marido; no hemos tenido necesidad de emplear grandes estratagemas para que nos suministrara acerca de su mujer una serie de informaciones tan prolijas como benévolas. Es un hombre muy ponderado en sus juicios y muy probablemente también en su conducta, pero que no hace nada por disimular la orientación muy estrechamente positiva de sus pensamientos y de sus deseos, y la repugnancia frente a toda actitud vanamente especulativa; por el contrario, una exuberancia de lenguaje cien por ciento meridional viene a dar a esos rasgos un carácter agresivo, que desde luego tenia que lastimar a nuestra enferma.

Por otra parte, la frigidez sexual de Aimée hace que el conflicto carezca de todo elemento frenador. Ya en esta época, según oímos, Aimée llega a hacerle a- su marido escenas de celos; pero estas escenas también suelen ser provocadas por él. Los dos esposos sacan la materia de sus reproches de las confesiones recíprocas que se han hecho acerca de su pasado. Así, pues, parece que estos celos no son en Aimée otra cosa que lo que han seguido siendo en el marido, a saber, armas en que se expresa una falta de entendimiento cada vez más visible. No son todavía más que ese tipo de celos calificado por Freud de celos de proyección .

Muy pronto reincide Aimée en «ese vicio, la lectura», no siempre tan «sin castigo’ como lo creen los poetas. Se aísla, nos dice su marido, en mutismos que a veces duran semanas. La negligencia de los quehaceres domésticos no es notable en los primeros tiempos, pero el marido observa con mucha agudeza la importancia de rasgos de conducta que le conocemos ya bien a Aimée: retrasos en la acción, abulia, perseveraciones. Cambiar de ocupación es la operación que le resulta más difícil; Aimée suele aferrarse al pretexto más fútil para quedarse en la casa si, por ejemplo, se la está invitando a dar un paseo, y en cambio, cuando está fuera y se le dice que es hora de regresar, pondrá toda clase de obstáculos.

El marido nos llama la atención sobre estos síntomas más impresionantes aún, que sobrevienen por accesos: impulsos bruscos de echarse a caminar, o de echarse a correr, risas intempestivas e inmotivadas, accesos paroxisticos de fobia de mancharse, la costumbre de lavarse interminable y repetidamente las manos, fenómenos, todos ellos, típicos de las agitaciones forzadas de Janet.,

Es entonces cuando se produce un acontecimiento que será decisivo en el desarrollo de la vida de Aimée: ocho meses después de su matrimonio, la hermana mayor viene a vivir bajo el techo conyugal. Las más nobles intenciones, sumadas a esa inmunidad temible de que goza -tanto para el sujeto mismo como con respecto a los demás- la virtud afligida por la desgracia, tales son las armas irresistibles con que este nuevo actor interviene en la situación.

Lo que la hermana mayor aporta a Aimée es el apoyo de su cariño solícito, de su experiencia, así como los consejos de su autoridad, y más todavía una enorme necesidad de compensación afectiva. Viuda de un tío que, después de tenerla un tiempo a su servicio como empleada, la hizo su mujer a la edad de quince años, esta Ruth de un Booz tendero ha cargado desde entonces con la frustración de una necesidad de maternidad que su naturaleza resiente muy profundamente. A raíz de una histerectomía total que sufrió a la edad de veintisiete años por causas que no conseguimos aclarar, esta insatisfacción, exaltada, además, por la idea de que es sin esperanza, y sostenida por el desequilibrio emotivo de la castración precoz, ha llegado a convertirse en la nota dominante de su psiquismo. Por lo menos es eso lo que ella nos confiesa, sin ningún disfraz, cuando nos dice de la manera más candorosa que encontró su consuelo en el papel de madre del hijo de su hermana, y que esta situación de madre la conquistó ella cuando el niño estaba a punto de cumplir un año, o sea justamente en los meses que precedieron al primer internamiento de Aimée.

Hemos podido entrar en contacto directo con esta persona convocándola para una conversación cuya finalidad expresa era no sólo oír de ella informes acerca del estado de su hermana, sino también planear algunas medidas eventuales para su porvenir.

A causa de esto último, la hermana de Aimée llegó a la cita en un estado de emoción extrema, que no cesó de exaltarse durante la conversación; a decir verdad, fue más bien un puro monólogo, pues nosotros permanecimos estrictamente pasivos.

Durante casi una hora, esta mujer nos presentó un estado de agitación extrema, sin una sola ruptura. El cretismo verbal y gestual con que se expresaba es, a nuestro parecer, la manifestación de un fondo de estenia auténticamente hipomaniaca. Espasmos glóticos, esbozos de sollozos sin cesar inminentes, revelaban por otra parte su carácter esencial de paroxismo emotivo; todo eso acompañado de señales neuropáticas manifiestas, tics de la cara, mímica gesticulante cuya existencia habitual nos fue luego confirmada por el marido de Aimée, presente en la entrevista.

La hermana de Aimée nos expresó por principio de cuentas un temor sin medida de una eventual liberación de nuestra enferma, cosa que ella consideraba ni más ni menos que como una amenaza inmediata para su propia vida lo mismo que para la del esposo y del hijo de Aimée. De esa manera pasó luego a una serie de súplicas -bastante fuera de lugar, por cierto- para que se hallara la manera de evitar tamaños males. Y concluyó su discurso con. un cuadro apologético de su abnegado cariño para con Aimée, de la vigilancia sin falla que siempre había demostrado, y finalmente de las angustias por las que había pasado. El conjunto, con su tono de defensa lacrimosa, no dejaba de revelar cierta incertidumbre de conciencia.

Hemos podido observar, sin embargo, algunas señales aparentes de insuficiencia glandular, envejecimiento precoz, tinte ictérico bocio, cuya existencia concomitante en Aimée y en su madre es índice de su naturaleza endémica y, finalmente, el desequilibrio emotivo mismo cuyos efectos hemos referido.

Cualquiera que sea el papel que haya que atribuir a los acontecimientos en la motivación de semejante actitud, lo que se desprende de la confrontación de todos nuestros informes es que la intrusión de la hermana fue seguida del derrocamiento de Aimée en cuanto a la dirección práctica del hogar. Se comprende que, por benéfica que haya podido ser esa acción de la hermana en sus resultados materiales, los esfuerzos de adaptación psíquica de nuestra enferma se haya visto bastante dificultados, tanto más cuanto que ahora ya no había prácticamente nada que hiciera necesarios esos esfuerzos. Los lazos afectivos con su marido se fueron haciendo más y más inasibles y problemáticos.

«Me daba cuenta de que yo no era ya nada para él. Pensaba a menudo que él seria más feliz si le devolvía su libertad para que pudiera hacer su vida con otra.»

Sin embargo, mujer de carácter sensitivo y psicasténico como es, Aimée no puede aletargarse simplemente en tal abandono, ni siquiera contentarse con el refugio de la ensoñación. Experimenta la situación como una humillación moral y la expresa en los reproches permanentes que su conciencia le formula. Por lo demás, no se trata aquí de una pura reacción de su fuero interno; esta humillación se objetiva en la reprobación, muy real, que su hermana le impone sin cesar por sus actos, sus palabras y hasta sus actitudes.

Pero la personalidad de Aimée no le permite reaccionar de manera directa con una actitud de combate, que sería la verdadera reacción paranoica, entendida en el sentido que ha tomado este término a partir de la descripción de una constitución así designada. En efecto, la fuente de donde la hermana saca su principal fuerza contra Aimée no son los elogios que de ella hacen los amigos y conocidos, ni la autoridad que le confieren, sino la conciencia misma de Aimée. Aimée reconoce en todo su valor las cualidades, las virtudes y los esfuerzos de su hermana. La hermana representa para Aimée, bajo cierto ángulo, la imagen misma del ser que ella es incapaz de realizar, de manera que está dominada por ella, tal como lo estuvo, aunque en un grado menor al parecer, por aquella amiga C. de la N., la de las cualidades de lideresa. La lucha sorda de Aimée con esa hermana que la humilla y le quita su lugar no se expresa más que en la ambivalencia singular de los comentarios que hace acerca de ella. Es impresionante, en efecto, el contraste entre las fórmulas hiperbólicas que emplea para rendir homenaje a lo buena que es su hermana, y el tono helado con que las expresa. A veces, sin que ella se dé cuenta, estalla la confesión: «Mi hermana era demasiado autoritaria. No estaba de mi parte. Siempre ha estado del lado de mi marido. Siempre contra mí.»

Actualmente, si por una parte se declara contenta de que, gracias a la presencia de la hermana, su hijo esté protegido de lo que ella llama la dureza irritante de, su marido, por otra parte no deja de confesar que, desde un principio, «nunca ha podido soportar» los derechos tomados por la hermana en la educación del niño.

Pero el hecho más notable es que Aimée no deja salir semejantes confesiones sino en las ocasiones en que su atención, ocupada en otro objeto, les permite en cierta forma resbalarse espontáneamente fuera de su control.

Si nosotros, haciendo lo contrario, tratamos de atacar activamente el enigma de esta hermana que ha venido desde hace varios años a suplir a Aimée de una manera tan completa que la opinión de su pequeña ciudad admite que la ha suplantado del todo, entonces chocamos contra una reacción de denegación (Verneinung) del más puro tipo, reacción cuyos caracteres y cuyo valor nos ha enseñado a reconocer el psicoanálisis.

Esta reacción se señala por su violencia afectiva, por sus fórmulas estereotipadas, por su carácter de oposición definitiva. Es redhibitoria de todo libre examen, y pone regularmente un término a la continuación de la plática.

Debemos reconocer que la denegación no es sino la confesión de aquello que tan rigurosamente se está negando, a saber, en el caso presente, el agravio que Aimée imputa a su hermana de haberle arrebatado a su hijo, agravio en el que es impresionante reconocer el tema sistematizador del delirio.

Ahora bien (y es aquí adonde es preciso llegar), ese agravio en el delirio ha sido apartado de la hermana con una constancia cuyo verdadero alcance va a sernos mostrado por el análisis.

Hemos visto en primer lugar cómo, bajo la influencia meioprágica del primer embarazo, ocurrido cinco años después del matrimonio, se manifiestan en Aimée esos síntomas oniroides e interpretativos cuyo carácter difuso y asistemático ha sido puesto de relieve por nuestro estudio. Con el trauma moral del bebé que nació muerto, aparece en Aimée la primera sistematización del delirio en tomo a una persona a la cual le son imputadas todas las persecuciones que la enferma sufre. Esta especie de cristalización del delirio se ha llevado a cabo con una instantaneidad sobre la cual el testimonio de Aimée no deja duda; y se ha operado en tomo a la amiga de antaño, aquella señorita C. de la N. cuya acción en la vida de Aimée ya nos es conocida. Hay, ciertamente, un elemento fortuito que la enferma misma pone en el primer plano de ese descubrimiento iluminativo: la amiga llama por teléfono para pedir noticias en el momento mismo en que el parto ha terminado, con el infeliz desenlace que sabemos. Pero ¿acaso no es preciso ver una relación más profunda entre la persona d- la perseguidora y el conflicto moral secreto en que vive Aimée desde hace largos años? La persona así designado ha sido para Aimée al mismo tiempo la amiga más querida y la dominadora a quien se tiene envidia; aparece como un sustituto de la hermana misma.

Si Aimée se resiste a reconocer a su enemiga en su hermana, es que aquí intervienen resistencias afectivas cuya potencia queda todavía por explicar. Sobre esto volveremos en nuestro siguiente capítulo. Pero, por lo dicho hasta ahora, la naturaleza familiar del lazo que la une a su enemiga más íntima hace comprensible el desconocimiento sistemático en que Aimée se ha refugiado.

Está fuera de duda que la estructura psicasténica de la personalidad de Aimée desempeña su papel en esa fijación desviada del objeto de su odio. Cuando, por primera vez, Aimée pasa a una reacción de combate (a una reacción conforme a la descripción vigente de la constitución paranoica), no lo consigue, en efecto, sino mediante una desviación: al objeto que se ofrece directamente a su odio le sustituye otro objeto, que ha provocado en ella reacciones análogas por la humillación experimentada y por el carácter secreto del conflicto, pero que tiene la ventaja de estar fuera del alcance de su agresión.

A partir de ese momento, Aimée no cesará de derivar su odio sobre objetos cada vez más alejados de su objeto real, pero también cada vez más difíciles de alcanzar. Lo que la guiará en la elección de estos objetos será siempre la conjugación de coincidencias fortuitas y de analogías afectivas profundas. El nombre de la señora Z. (según lo hemos sabido por reminiscencias de la enferma, hechas por cierto en época algo tardía) ha venido a su conocimiento por los relatos de la amiga misma, convertida en perseguidora suya. A partir de entonces, la persona que lleva la batuta» de todo el complot es esa señora Z. de quien la amiga le ha hablado; es en efecto una persona «más poderosa» pero también más inalcanzable. Durante años el delirio aparece, pues, como una reacción de huida ante el acto agresivo; lo mismo hay que decir de la partida de Aimée lejos de su familia, del hijo a quien ama. Y los temores mismos que la hermana manifiesta actualmente por su vida, siendo así que la enferma misma jamás la ha amenazado, tienen todos los caracteres de una advertencia de su instinto. Sin duda, en ocasión de aquellas escenas postreras en que Aimée quería forzar su testimonio y hablaba de matar a su marido si no obtenía el divorcio, la hermana pudo sentir, por la violencia del tono de la enferma, adónde iban realmente sus amenazas asesinas.

En el punto a que hemos llegado del desarrollo de nuestra enferma, entramos en la historia de su delirio, que hemos trazado detalladamente en el cap. 1 de esta parte.

Queremos sólo insistir en dos puntos:

1] La relación de« los brotes delirantes con los acontecimientos que atañen al conflicto central de la personalidad de Aimée;
2] La evolución de su carácter bajo la influencia del delirio.

En cuanto al primer punto, la relación es evidente. El brote delirante difuso que se manifiesta con el segundo embarazo sigue siendo compatible con una vida profesional y familiar sensiblemente normal hasta los primeros meses del amamantamiento. Observemos de paso que la menor amplitud de los desórdenes y la disminución en la intensidad de la inquietud, notas que distinguen este brote del primero, parecen conectadas con el primer esbozo de sistematización, cuyo mecanismo acabamos de describir.

Por otra parte, hasta el quinto mes del amamantamiento, es Aimée exclusivamente quien tiene el cuidado de su hijo (testimonio del marido).

Todos están de acuerdo en reconocer que este cuidado es regular, oportuno y satisfactorio en todos los sentidos. Quizá lo único que merezca señalarse son ciertas brusquedades de actitud, unos abrazos repentinos, una vigilancia demasiado tensa.

Pero muy pronto, tomando apoyo en ciertas inexperiencias de Aimée, la hermana impone su dirección para criar al niño. Las grandes reacciones interpretativas (pleitos, escándalos, ideas delirantes) se multiplican entonces, hasta llegar a los planes de fuga, a base de ensoñaciones ambiciosas. Esta reacción, que parece de naturaleza esencialmente psicasténica, hace que el conflicto llegue a su acmé («Me han arrancado a mi hijo») y justifica el internamiento.

Durante su permanencia en la casa de salud es cuando la pérdida de contacto con lo real se manifiesta al máximo en la enferma: poco antes de su salida, es todavía un tejido de sueños megalomaniacos lo que forma el cuerpo de sus intenciones, de sus pensamientos («Será una gran novelista, hará de su hijo un embajador» etc.).

La calma que se manifiesta durante los meses de descanso que entonces le son concedidos, responde a un período en que, lejos de los conflictos de su hogar, asume sola el cuidado de su hijo, sin que, por lo demás, resulte de eso ningún inconveniente.

Sin embargo, con una reacción que no está determinada sólo por instancias mórbidas, sino en la que aparecen razones oportunas, Aimée se niega a reanudar su trabajo en el mismo medio y la vida hogareña en las mismas condiciones.

Se la deja entonces vivir sola, de su salario, en París. Este aislamiento puede haber sido favorable como garantía inmediata contra un peligro de hecho, pero como medicación psicológica es ciertamente muy discutible.

Aimée, en efecto, durante dos meses, visitará regularmente cada semana a su hijo en la casa conyugal. Se nos dice que en esa época (según el mejor uso burgués) aparta cada mes de su salario una pequeña cantidad para constituir un ahorro destinado a la mayoría de edad de su hijo. Todo indica entonces un esfuerzo de coordinación de la conducta. Pero la insuficiencia psicasténica se traduce en un abandono rápido de ese programa de deberes. Seguramente le sobran los pretextos para descuidarlos.

Al conflicto moral han venido a sumarse su alejamiento material y sus intermitencias de presencia, de manera que todo en su medio familiar -ambiente, dirección, menudos hechos cotidianos- se le convierte en algo completamente extraño. Sus intervenciones y su presencia misma serán recibidas cada vez peor en la casa conyugal. Durante sus visitas toma la costumbre de ignorar al marido; después irá espaciando más y más estas visitas y se encerrará en las actividades compensadoras y quiméricas que se creó en su aislamiento parisiense. Las creaciones delirantes crecerán en proporción.

Las variaciones de la «situación vital» tomada en su conjunto parecen también determinar en cada punto del tiempo las fluctuaciones de la convicción de realidad y del carácter de inminencia que la enferma confiere a las amenazas de su delirio.

En los períodos en que vuelve a hacerse cargo de su papel maternal, en que su habitual fiebre de actividad se interrumpe (vacaciones de 192… ), las creencias delirantes se reducen al estado de simples ideas obsesivas.

Finalmente, sus intentos (infructuosos) de resolver el conflicto mediante un divorcio que le devuelva a su hijo parecen corresponder a un sobresalto supremo de la enferma ante la sobrevenida impulsiva del delirio, ante el tope ineluctable que la espera en el camino de derivación afectiva en que su psiquismo se ha metido. Estos esfuerzos supremos, que racionalmente parecen brotados de fantasmas del delirio, responden sin embargo a un esfuerzo oscuro y desesperado de las fuerzas afectivas hacia la salud.

Entre los familiares de Aimée, nadie estaba preparado para darse cuenta de la urgencia de la situación. Con la misma falta de comprensión (muy excusable, desde luego) con que habían acogido en varias oportunidades sus intentos de confesión delirante, los familiares rechazan rudamente unos proyectos en los cuales lo único que pueden ver es su carácter inoportuno.

Y en esa forma, con el carácter apenas consciente de una necesidad alimentada durante largo tiempo, después de un último titubeo crepuscular, en el momento mismo en que unos instantes antes la enferma pensaba todavía que iba a trasladarse para ver a su hijo, lleva a cabo el acto fatal de violencia contra una persona inocente, en la cual hay que ver el símbolo del «enemigo interior?, de la enfermedad misma de la personalidad.»

El, segundo punto en que queremos insistir es el de la conducta de la enferma durante su delirio, y de manera particular durante su vida solitaria en París.

Ya hemos dicho cómo todo ha llevado a Aimée a realizar progresivamente un aislamiento casi completo. Parece haber habido de su parte algunos intentos dé expansión delirante ante sus nuevas compañeras de trabajo, pero el resultado fue que esto la aisló aún más.

Observemos la conservación eficaz de la actividad profesional, si bien con un carácter excesivo («caballo de labor») y con altibajos, según ha quedado consignado en las notas periódicas de su expediente administrativo. Por otra parte, se manifiestan trastornos del carácter que parecen depender secundariamente de las ideas delirantes: actitudes injuriosas para con sus superiores (a ‘una inspectora: Las instrucciones de una mujer como usted sólo sirven para 1… el c… con ellas» acusaciones calumniosas dirigidas contra sus compañeras de trabajo a las autoridades superiores (carta denunciadora de malversación al director del departamento de contabilidad). El carácter impulsivo y discordante de estas gestiones hace que, muy cuerdamente, no se les dé curso. Se toma, sin embargo, la decisión de confinar a la enferma en un empleo en que trabaja sola, y en el que eventualmente sus errores tendrían menos consecuencias. Observemos, con todo, el balance favorable de sus esfuerzos, que se traduce en la notificación de ascenso que llegó a su oficina el día mismo de su encarcelamiento.

Las interpretaciones delirantes mismas, que están vinculadas estrechamente con esos trastornos de la conducta, se expresan con frecuencia como tormentos éticos objetivados, emparentados con los escrúpulos psicasténicos. La enferma siente que los demás aluden a sus «estupideces» y a sus faltas, y que la amenazan para castigarla por su conducta reprobable.

Al lado de esta vida profesional en que la adaptación está relativamente conservada, la enferma vive otra vida «irreal», como ella nos dice, o «enteramente imaginaria» «La enferma -nos dice una de sus compañeras de oficina- vivía una vida absurda.» o bien: «Estaba encerrada en sus sueños!’

Esta vida, sin embargo, no se queda limitada a las angustias y a las ensoñaciones de su delirio. Se traduce en una actividad ciertamente ineficaz, pero no vana del todo. Terminadas las horas de su trabajo profesional, la enferma, como ya hemos dicho, se consagra a una actividad intelectual en la que se traducen de la manera más impresionante el desorden y la falta de cohesión que son las características permanentes de sus esfuerzos. Prepara su bachillerato, toma lecciones particulares, pasa largas horas en las bibliotecas públicas. Descuida en consecuencia su alimentación y se habitúa al café «para vencer una necesidad grandísima de sueño». Después de tres años, se negará a hacer otro uso de sus vacaciones que consagrarlas enteramente a esas actividades: «Pasé los veinte días de una de mis licencias sin salir de la Biblioteca Nacional.» Fácil es reconocer aquí el carácter forzado de las preservaciones psicasténicas: alguna vez, como nos dice el marido, sucede que Aimée desaprovecha una ocasión particularmente favorable de volver a ver a sus padres tras una larga separación, alegando que prepara el examen de bachillerato.

Estas actividades se muestran ineficaces: tres veces es reprobada en los exámenes de bachillerato.

Cada vez más confinada en estas quimeras que, por condenadas que estén al fracaso, representan sin embargo esfuerzos de adaptación, Aimée descuida entonces incluso a su hijo, y no da muestras de gran preocupación durante dos crisis de apendicitis que presenta el niño. Se percibe allí el mecanismo central de esas discordancias de la conducta en. que insiste Blondel: la salud del niño, que constituye el tema ansioso central de su delirio, la deja indiferente en la realidad. Su familia formula entonces un juicio definitivo sobre esa conducta que no puede menos de entender como una radical indiferencia moral. Sin embargo, en esta época, su marido mismo es para ella «el remordimiento personificado» (escrito por ella).

El veredicto desfavorable de la familia se refuerza con el descubrimiento. de varias mentiras. En esta vida psíquica dominada más que a medias por lo irreal, por los sueños y por el delirio, el disimulo mana como de una fuente. En enfermos de este tipo disimulo y reticencia no son sino el envés de una creencia delirante, y sirven para compensar su carácter incompleto. Las mentiras les sirven a estos enfermos para ajustar su vida al sentido que conservan de la realidad. Para pagar la indemnización que tiene que entregar a los representantes de la empleada a quien ha agredido, les inventa a sus familiares una historia de incendio provocado por su torpeza. Varias veces comete en la casa conyugal menudos robos destinados a tapar los agujeros de su presupuesto: alhajas o libros, que son del patrimonio, son sustraídos por ella sin que nadie se dé cuenta.

Sólo en el último período de semejante evolución es cuando aparecen los rasgos «paranoicos» de reivindicación familiar (divorcio) y de reivindicación social, tal como aparece en el detalle siguiente.

Quien nos comunica este detalle es el hermano menor (que, dicho sea entre paréntesis, ha llegado a titularse de profesor de primera enseñanza gracias a la ayuda moral y material de nuestra enferma). Algunos meses antes del atentado, durante un descanso que están tomando en común, Aimée se dirige de pronto a él en un estado de exaltación que la hace aparecer como fuera de si, y le hace estas o parecidas preguntas: «¿No es verdad que tú vas a abandonar tu oficio?, ¿que te vas a vengar con la pluma?, ¿que vas a publicar todas las injurias que te han hecho sufrir?»

Estos temas de rebelión y de odio aparecen como rasgos secundarios al delirio mismo. Subrayemos el hecho de que hacia la misma época la enferma consigue dar una forma literaria bastante apreciable no sólo a los impulsos mejores de su juventud, sino también a las experiencias más válidas que ha sabido vivir, o sea las de su infancia.

En su situación actual de internada, nos parece que la enferma encuentra en las fallas permanentes de su adaptación a lo real, así como en la actividad imaginativa que les corresponde, los recursos exactos de compensación afectiva y de esperanza que le permiten tolerar su encierro. Este, por cierto, le ha sido suavizado gracias a unas medidas que hacen confianza en su propio control (y ninguna de sus acciones ha desmentido esa confianza).

Es imposible dejar de subrayar las cualidades muy especiales de sus creaciones imaginativas: no sólo le dan a la enferma unas sensaciones de serenidad que se adelantan al porvenir, sino que además se distinguen por su extraordinaria plasticidad, cercana a las representaciones infantiles, y por su tono especialísimo de efusión entusiasta, ya señalado por nosotros, y que añade afectividad a esa impresión de infantilismo.

Mencionemos algunos de sus planes para el futuro. La primera persona a quien visitará después de su liberación será la señorita C. de la N., su antigua amiga, para excusarse de todo el mal que equivocadamente le ha deseado. De esta actitud de hostilidad, que hubiera podido tener tan graves consecuencias, no le ha dado Aimée ninguna muestra exterior, salvo el hecho de haber roto toda correspondencia con ella. Varías otras entrevistas, como al final de una novela sentimental, tendrán como objeto dar una vuelta de llave al pasado. Irá a ver a la mujer que hace la limpieza en su hotel: ‘T entonces -nos dice Aimée- ella se echará a llorar, y me contará de qué manera me ha defendido. Sabré entonces todo lo que ha pasado, todo, todo, todo.» Tal es la nota -mucho más imaginativa que emocional, no exenta sin embargo de valor afectivo- que domina actualmente en la vida interior de la enferma.

En el siguiente capítulo expondremos las discusiones que suscita el diagnóstico de curación. Lo único que aquí diremos es que toda tentativa actual de readaptación en libertad está descartada a causa de los obstáculos insuperables que son propios del medio.

La hermana mayor se opone formalmente a la simple idea de ver a la enferma, aunque sea en presencia nuestra. A una iniciativa epistolar de Aimée, la hermana ha contestado en tales términos, que nos ha parecido inconveniente darle a leer la respuesta y sólo le hemos comunicado la sustancia. Después de algunas breves entrevistas con su marido, nuestra enferma ha decidido por sí misma que ya no se repitan, y lo dice muy enérgicamente: habría necesidad de «Ponerle la camisa de fuerza para arrastrarla» a una entrevista con él. Sólo conserva contacto con un hermano que la visita regularmente; vive en la esperanza de reunirse algún día con su hijo.

Acerca de su vida, la enferma expresa juicios que no dejan de ser bastante atinados. Se expresan a menudo en deploraciones que, sin embargo, no tienen el carácter – de las complacencias íntimas del remordimiento. «Yo soy una atormentada por naturaleza -nos dice-, y siempre lo he sido.» «En resumen, nunca he sabido aprovechar los momentos buenos de la vida. He sido desdichada todo el tiempo.» Y también: «Siempre he tenido la impresión de haber echado a perder mi vida por cosillas que no valen la pena.» «Hubiera debido quedarme al lado de mi madre»: tal es su conclusión.

Señalemos también el hecho, ya mencionado, de que la enferma habla a menudo de proyectos literarios. Pero a pesar de que se le han dado ciertas facilidades de documentación, ella pospone toda esa actividad para el futuro: «¡Qué cosas no escribiría si estuviera fuera de aquí» El balance de esta actitud se traduce prácticamente en una producción que, a pesar de nuestras palabras de aliento, ha permanecido casi nula desde su ingreso en la clínica. Se reduce a unas cuantas poesías breves, que son por cierto de una calidad muy inferior no sólo a la que tienen sus producciones mayores, sino también a la que tenían sus ensayos anteriores del mismo género, en los cuales había momentos felices.

En cambio, se entrega a labores de bordado cuya ejecución satisfactoria ya ha quedado mencionada. Ella ejecuta estos trabajos para obsequiarlos. Pero los compromisos que de esa manera se impone a si misma son tales, que no le dejan literalmente ningún tiempo libre.

Llegados al final de este análisis, que no oculta a la crítica de nuestros lectores ningún elemento de nuestra investigación, terminaremos este capítulo con algunas conclusiones.

Nada nos permite hablar, en el caso de Aimée, de una disposición congénita, ni siquiera adquirida, que se expresaría en los rasgos definidos de la constitución paranoica.

Para admitir eso, habría que confundir sistemáticamente una con otra dos series de síntomas muy diferentes entre si. Comparemos, en efecto, los rasgos más destacados del carácter de nuestra enferma con aquellos que se nos ofrecen como esenciales de la constitución paranoica:’

A] La sobrestimación de si mismo se nos describe esencialmente como orgullosa, vanidosa y con tendencia a la teatralería; no Podemos confundirla ni con la autoscopia inquieta del psicasténico ni con los tormentos éticos del sensitivo.

B] La actitud mental de la desconfianza, que se nos describe como primitiva al delirio, es completamente distinta de las crisis de ansiedad que ponen realmente en marcha ese delirio: nosotros creemos haber puesto bien de relieve el carácter paroxístico de estas crisis, así como su dependencia de trastornos episódicos de naturaleza orgánica (véase el cap. 2 de esta parte).

C] En cuanto a la falsedad de juicio, nos es presentada como idéntica a ese vicio congénito de la actividad racional que caracteriza al espíritu sistemático, al espíritu falso y, de manera general, a todos aquellos que caen en el error debido a su «amor desdichado de la lógica».

Lo que vemos en el caso de Aimée son, por el contrario, expansiones imaginativas que ciertamente originan un descenso en el rendimiento y la eficacia de las actividades mentales inferiores (Janet), pero que sin embargo representan un contacto intuitivo positivo con lo real (y nos remitimos a los escritos de nuestra enferma). Aquí nos topamos con la concepción blondeliana de la consciencia mórbida: Lejos de ver en ella una simple capitis diminutio de la conciencia normal, el eminente psicólogo nos la describe como la actividad psíquica tal como puede presentarse en su integridad, antes de que las necesidades sociales la hayan reducido a los únicos elementos que son comunicables y que están orientados hacia la acción práctica. El sentimiento de la naturaleza, que Montassut señala con mucho acierto como característica frecuente de los paranoicos, no es, como él lo dice, una simple consecuencia de su inadaptación social. Representa un sentimiento de un valor humano positivo, cuya destrucción en el individuo, incluso si acarrea una mejora en su adaptación social, no puede ser considerada como un beneficio psíquico.

Sea como fuere, los trastornos del juicio que en un sujeto como el nuestro provienen de ese predominio de la actividad imaginativa, no revelan una estructura racional ni en su origen ni en su desarrollo. Tanto su fuente como su expresión son esencialmente de naturaleza afectiva. No responden a nada abstracto, sino a una posición determinada del sujeto frente a la realidad interior y a la realidad exterior. A propósito de ellos diríamos de buena gana que el sujeto no ha podido tomar sus distancias de manera suficiente: permanece dominado por sus fantasías, las expresa en formas forzadas, y, por lo demás, en vista de su carácter incomunicable, no puede expresarlas sino bajo una cobertura simbólica.

En cuanto a la inadaptación social, aducida como característica de la constitución paranoica, se presenta de hecho como resultado de trastornos psíquicos sumamente diversos. Su carácter de reacción común es muy explicable por la naturaleza de las síntesis de que depende, y que son la culminación misma de la personalidad. Este carácter mismo es el que nos exige precisar en cada caso las insuficiencias psíquicas que están en su base.

Todos los rasgos que, en nuestra enferma, podrían relacionarse con los caracteres atribuidos a la constitución llamada paranoica­sobrestimación megalomaniaca, desconfianza, hostilidad al medio, errores de juicio, autodidactismo, acusación de plagio, reivindicaciones sociales-, aparecen en ella sólo secundariamente a la eclosión delirante.

¿De qué naturaleza son, pues, las insuficiencias psíquicas particulares que hemos podido notar en el desarrollo de nuestra paciente y de su carácter? En opinión nuestra, es posible encontrar la expresión más aproximada de ellas en las descripciones vecinas de Janet y de Kretschmer, que se refieren la una a la psicastenia, y la otra al carácter sensitivo.

Por lo demás, todo cuanto vemos en la evolución de la psicosis misma, en sus oscilaciones, en su reactividad psicológica, en su curabilidad aparente, nos inclina a confirmar esa asimilación mediante las descripciones que esos dos autores han dado de los delirios manifestados por sus sujetos.

Las descripciones magistrales de esos dos autores, clínicamente convergentes en gran número de puntos, son sin embargo muy diferentes una de otra por su concepción patogénica. Del trastorno fundamental de la psicastenia Janet tiene una concepción estructural y energética, y parece atribuirlo a una falla congénita. Del carácter sensitivo, Kretschmer tiene una concepción dinámica y evolutiva, y lo relaciona esencialmente con la historia del sujeto.

Estas dos concepciones tienen en común, sin embargo, el, hecho de apuntar exclusivamente a fenómenos de la personalidad, según hemos demostrado ya.

Apoyándonos en sus puntos de vista y en un análisis clínico que hemos hecho de la manera más completa que nos ha sido posible, ¿podremos tratar de precisar la naturaleza del trastorno inicial que, en nuestro caso, vicia el desarrollo de la personalidad?

Es lo que vamos a procurar hacer en el capítulo siguiente.

Para aclarar este problema, tenemos antes que subrayar las relaciones que pensamos haber hecho evidentes entre la evolución del delirio y ciertos acontecimientos traumáticos vinculados con un conflicto vital del sujeto.

¿Quiere decir que esos acontecimientos determinan de manera exhaustiva el delirio? Es ésta la misma cuestión que nos hemos planteado a propósito de los procesos de naturaleza orgánica que provocan, al parecer, el estallido de los accesos hiponoides en el sentido más general.

Aquí, en cambio, en opinión nuestra, seguramente hemos hecho un progreso. Los procesos agudos que hemos estudiado dejaban difíciles de explicar la fijación y la sistematización de las ideas delirantes: pero, por el contrario, la permanencia del conflicto, al cual se refieren los acontecimientos traumáticos, ciertamente explica la permanencia y el acrecentamiento del delirio, tanto mejor cuanto que sus síntomas mismos parecen reflejar la estructura de ese conflicto.

Sin embargo, la misma objeción vale, por una parte, para los procesos hiponoides cuya observación es común no sólo entre enfermos de muy diversos tipos, sino también entre sujetos normales, y, por otra parte, para esos traumatismos psíquicos que constituyen la trama de toda vida humana: ¿por qué unos y otros determinan en un caso dado una psicosis, y una psicosis paranoica, y no algún otro proceso neurótico o algún desarrollo reaccional?

Tal es el difícil problema que acometemos en una última parte del estudio de nuestro caso, sin que esperemos aportar a él luces definitivas ni apenas nuevas. Cuando mucho, trataremos de precisar qué ideas directrices nos parecen las más adecuadas para organizar las investigaciones clínicas sobre esa cuestión.

En resumidas cuentas, cuanto mayores sean las luces que esas ideas directrices nos den sobre el problema que plantea nuestro análisis de la personalidad de Aimée­a saber, cuál es la mejor manera de captar la naturaleza exacta de su anomalía-, tanto más capacitados estaremos para dar una respuesta válida a la cuestión de su psicosis y de su personalidad.

4. La anomalía de estructura y la fijación de desarrollo de la personalidad de Aimée son las causas primeras de la psicosis

El prototipo «caso Aimée», o la paranoia de autocastigo. Autonomía relativa del tipo clínico y sugerencias teóricas.

I. Que la psicosis de nuestra paciente se realiza por los mecanismos de autoccastigo que son prevalentes en la estructura de su personalidad

Para abordar los problemas difíciles que nos planteamos en el presente capítulo, esforcémonos por echar sobre el caso que estamos estudiando una mirada tan directa, tan desnuda, tan objetiva como nos sea posible. Estamos observando la conducta de un organismo vivo: y este organismo es el de un ser humano. En cuanto organismo, presenta reacciones vitales totales que, cualesquiera que puedan ser sus mecanismos íntimos, tienen un carácter dirigido hacia la armonía del conjunto; en cuanto ser humano, una proporción considerable de esas reacciones adquieren su sentido en función del medio social, que en el desarrollo del animal-hombre desempeña un papel primordial. Estas funciones vitales sociales, que, desde el punto de vista de la comunidad humana, se caracterizan por directas relaciones de comprensión, y que en la representación del sujeto están polarizadas entre el ideal subjetivo del yo y el juicio social de los demás, son aquellas mismas que hemos definido como funciones de la personalidad.

En una porción importante, los fenómenos de la personalidad son conscientes y, como fenómenos conscientes, revelan un carácter intencional. Dejando aparte cierto número de estados, por lo demás discutidos, todo fenómeno de consciencia tiene, en efecto, un sentido, en, una de las dos connotaciones que la lengua da a este término: de significación y de orientación. El fenómeno de consciencia más simple, que es la imagen, es símbolo o es deseo. Ligado a la acción,, se hace percepción, voluntad y, en una síntesis última, juicio.

Las intenciones conscientes han sido desde hace mucho el objeto de la crítica convergente de los «físicos» y de los moralistas, los cuales han mostrado todo su carácter ilusorio. Es ésa la razón principal de la duda metódica que la ciencia ha arrojado sobre el sentido de todos los fenómenos psicológicos.

Pero, por ilusorio que sea, este sentido, al igual que cualquier otro fenómeno, no carece de ley.

El mérito de esa disciplina nueva que es el psicoanálisis consiste en habernos enseñado a conocer esas leyes, o sea las que definen la relación entre el sentido subjetivo de un fenómeno de consciencia y el fenómeno objetivo al cual responde: positiva, negativa, mediata o inmediata, esa relación está, en efecto, siempre determinada.

Gracias al conocimiento de esas leyes hemos podido devolver as¡ su valor objetivo hasta a aquellos fenómenos de consciencia que muchos, de manera tan poco científica, se habían propuesto despreciar, por ejemplo los sueños, cuya riqueza de sentido, con ser tan impresionante, se consideraba como puramente «imaginaria», o asimismo esos «actos fallidos» cuya eficacia, con ser tan evidente, se consideraba como «carente de sentido!’.

Incluso conductas inconscientes y reacciones orgánicas se han revelado, a la luz de las investigaciones psicoanalíticas, evidentemente provistas de un sentido psicógeno (conductas organizadas inconscientes; confinamiento en la enfermedad, con su doble carácter de autocastigo y de medio de presión social; síntomas somáticos de las neurosis).

Este método de interpretación, cuya fecundidad objetiva se ha revelado en campos muy amplios de la patología, ¿podrá perder su eficacia en el umbral del dominio de las psicosis?

No estamos poniendo en tela de juicio las clasificaciones clínicas, y queremos guardarnos de toda síntesis (incluso teórica) prematura. Pero aquí no se trata más que de aplicar a los fenómenos de la psicosis un método de análisis que ha demostrado su validez en otros terrenos.

En efecto, si una psicosis, entre todas las entidades mórbidas, se expresa casi puramente por síntomas psíquicos, ¿le negaremos por eso mismo todo sentido psicógeno? Nos parece que seria abusar del derecho de prejuzgar, y que la cuestión no puede zanjarse sino después de haber sido sometida a prueba.

Observemos, pues, la conducta de nuestra paciente sin temor de comprenderla demasiado; pero, para cuidamos de las «proyecciones» psicológicas ilusorias, partamos del estudio de la psicosis afirmada.

Tomemos este estudio por la extremidad opuesta a nuestros asedios precedentes: examinemos el problema de la curación clínica del delirio.

Semejantes curaciones instantáneas del delirio no se observan más que en un solo tipo de casos, o sea, eventualmente, en los delirantes llamados pasionales después de la realización de su obsesión criminal. El delirante, después del crimen, experimenta en este caso un alivio característico, acompañado de la caída inmediata de todo el aparato de la convicción delirante.

No se encuentra aquí nada parecido en el período que sigue inmediatamente a la agresión. Ciertamente, esta agresión ha fracasado, y la enferma no da señales de ninguna satisfacción especial por la evolución favorable que rápidamente se comprueba en el estado de su víctima; pero este estado persiste todavía veinte días después.

Así, pues, nada ha cambiado del lado de la víctima. Nos parece, por el contrario, que algo ha cambiado del lado de la agresora. Aimée ha realizado su castigo: ha experimentado lo que es esa compañía de delincuentes diversas a que se ha visto reducida; ha entrado en contacto brutal con sus hazañas, sus costumbres, sus opiniones y sus exhibiciones cínicas para con ella; ha podido palpar la reprobación y el abandono de todos los suyos; y de todos, con excepción de esas mujeres cuya vecindad le inspira una viva repulsión.

Lo que Aimée comprende, entonces, es que se ha agredido a si misma, y paradójicamente sólo entonces experimenta el alivio afectivo (llanto) y la caída brusca del delirio, que caracterizan la satisfacción de la obsesión pasional.

Se ve adónde estamos llegando. El atentado contra la señora Z. seguiría siendo enigmático si un número enorme de hechos objetivos no impusieran ya ahora a la ciencia médica la existencia y el inmenso alcance de los mecanismos psíquicos de autocastigo. Estos mecanismos pueden traducirse en conductas complejas o en reacciones elementales; pero, en todo caso, la inconsciencia en que se halla el sujeto acerca de la meta de esos mecanismos le da todo su valor a la agresión que de allí emana, dirigida contra las tendencias vitales esenciales del individuo. El análisis de sus correlaciones subjetivas u objetivas permite demostrar que estos mecanismos tienen una génesis social, y es eso lo que expresa el término de autocastigo con que se les designa, o bien el de sentimientos de culpabilidad, que representa el lado subjetivo.

Si estos hechos se han impuesto en primer lugar a los practicantes del psicoanálisis, ello se debe simplemente a la apertura psicológica de su método, pues nada implicaba semejante hipótesis en las primeras síntesis teóricas de esta doctrina.. No podemos acometeraquí la empresa de demostrar este punto, que pensamos dejar para otra ocasión: el análisis de los determinismos autopunitivos y la teoría de la génesis del super-ego, engendrada por él, representan en la doctrina psicoanalítica una síntesis superior y nueva.

Pero las primeras teorías, concernientes a la semiología simbólica de las represiones afectivas, se apoyaban en hechos que no eran demostrables en su plenitud más que por los datos experimentales de la técnica psicoanalítica. Aquí, por el contrario, la hipótesis se desprende de manera mucho más inmediata de la observación pura de los hechos, cuya sola confrontación es ya demostrativa, desde el momento en que, como ocurre en toda observación de hechos, se ha enseñado uno a verlos.

Aquí no podemos más que remitir a los trabajos que se han publicado sobre el tema. Estos trabajos podrán convencer al lector del alcance psicopatológico considerable de tales mecanismos, aunque es probable que algunas veces se quede perplejo, por ejemplo cuando se le dice que la teoría abarca incluso ciertas reacciones mórbidas de mecanismo puramente biológico. En efecto: lo que nos parece original y precioso en semejante teoría es el determinismo que permite establecer en ciertos fenómenos psicológicos de origen y de significación sociales, o sea de aquellos que nosotros definimos como fenómenos de la personalidad.

Examinemos qué luces puede aportar semejante hipótesis en nuestro caso. Ante todo, explica el sentido del delirio. En él, de alguna manera, la tendencia al autocastigo se expresa directamente. Las persecuciones amenazan al hijo «para castigar a la madre» «que es una maldiciente, que no hace lo que debe» etc. El valor afectivo primario de esta tendencia se expresa muy bien en la ambivalencia de las concepciones delirantes de la enferma sobre el particular. Lo vamos a ver en el siguiente detalle.

Frente al enigma planteado por el delirio asesino de Aimée, es inevitable que todo el mundo asedie a la enferma con las mismas preguntas, aparentemente vanas. «¿Por qué -le preguntan un día por centésima vez en presencia nuestra-, pero por qué creía usted que su hijo estaba amenazado?» Impulsivamente, ella responde: «Para castigarme.» «¿Para castigarla de qué?» Aquí Aimée titubea: Porque yo no estaba cumpliendo mi misión…»; y, un instante después: «Porque mis enemigos se sentían amenazados por mi misión…» A pesar de su carácter contradictorio, ella mantiene el valor de ambas explicaciones.

Muchas de las interpretaciones delirantes de la enferma, como hemos estado observándolo de pasada, no expresan otra cosa que sus escrúpulos éticos: se alude a sus menudas faltas de conducta, y más tarde a desórdenes secretos.

Pero llevemos más adelante nuestro análisis, y observemos el carácter tan particular de los perseguidores de Aimée, es decir ante todo de sus perseguidoras. Su multiplicidad, la ausencia de toda relación real entre ellas y la enferma, ponen bien de relieve su significado puramente simbólico.

Son, como ya lo hemos dicho, los «dobletes» «tripletes» y sucesivos «tirajes» de un prototipo. Este prototipo tiene un valor doble, afectivo y representativo.

La potencia afectiva del prototipo está dada por su existencia real en la vida de la enferma. Quien lo encarnaba, según hemos hecho ver en páginas anteriores, era esa hermana, mayor por cuyo conducto sufrió Aimée todos los grados de la humillación moral y de los reproches de su conciencia. En un grado menor, la amiga íntima, C. de la N., que para Aimée representaba tan eminentemente la adaptación y la superioridad para con su medio, objetos de su íntima envidia, desempeñaba un papel análogo, pero esto según una relación ambivalente, propia precisamente de la envidia, sentimiento que comporta una parte de identificación. Y esto nos conduce a la segunda significación del prototipo delirante.

¿Cuál es, en efecto, para Aimée el valor representativo de sus perseguidoras? Mujeres de letras, actrices, mujeres de mundo, representan la imagen que Aimée se hace de la mujer que, en un grado cualquiera, goza de la libertad y el poder sociales. Pero aquí hace explosión la identidad imaginaria de los temas de grandeza y de los temas de persecución: ese tipo de mujer es exactamente lo que Aimée misma sueña con llegar a ser. La misma imagen que representa su ideal es también el objeto de su odio.

Así, pues, Aimée agrede en su víctima su ideal exteriorizado, tal como la pasional agrede el objeto único de su odio y de su amor. Pero el objeto agredido por Aimée no tiene sino un valor de puro símbolo, y así su acción no le produce ningún alivio.

Sin embargo, con e1 mismo golpe que la hace culpable frente a la ley, Aimée se siente golpeada en sí misma: y, cuando lo comprende, es cuando experimenta la satisfacción del deseo cumplido: el delirio, ya inútil, se desvanece.

La naturaleza de la curación demuestra, en nuestra opinión, la naturaleza de la enfermedad.

Ahora bien, ¿no es bastante claro que hay identidad entre el mecanismo fundamental del delirio y los rasgos salientes de la personalidad de la enferma? Esos tipos clínicos, el psicasténico, el sensitivo, con los cuales el carácter de nuestra enferma ha revelado una congruencia precisa, ¿qué hacen sino revelarse a sí mismos por sus reacciones más prominentes, sus escrúpulos obsesionales, la inquietud de su ética, el carácter absolutamente interior de sus conflictos morales? Pensamos en los espléndidos tipos de heautontímo-roumenoí que hemos conocido: toda su estructura parece poder deduciré de la prevalencia de los mecanismos de autocastigo.

Siendo esto así, al paso que en la personalidad normal los procesos orgánicos ligeros y los acontecimientos comunes de la vida dejan sólo la huella de una oscilación compensada luego con mayor o menor rapidez, en la personalidad autopunitiva esos mismos procesos y acontecimientos tienen, lógicamente, un alcance muy distinto. En los efectos de degradación afectiva e intelectual que comportan momentáneamente, todo cuanto es propicio para los mecanismos autopunitivos quedará solidificado y retenido por ellos: estos efectos, aunque sean menudos, parecen sufrir aquí una verdadera adición. El desequilibrio primitivo se va acrecentando así siempre en el mismo sentido, y es fácil entender cómo la anomalía, traducida en el carácter, se va convirtiendo en psicosis.

En efecto, si los trastornos orgánicos y los acontecimientos de la historia no nos muestran más que el estallido del proceso mórbido, la fijación y la estructura de la psicosis sólo son explicables en función de una anomalía psíquica anterior a esas instancias. Nosotros hemos tratado de precisar esta anomalía sin partir de ninguna idea preconcebida. Y adonde nos ha llevado nuestra investigación es -insistamos en ello- a un trastorno que no tiene sentido sino en función de la personalidad o, si se prefiere, psicógeno.

II. Que al concebir estos mecanismos autopunitivos, según la teoría freudiana, como cierta fijación evolutiva de la energía psíquica llamada libido, se explican las correlaciones clínicas más evidentes de la personalidad del sujeto.

Pero se nos objetará: ¿a qué viene eso de dar un nombre teórico, autocastigo, a los rasgos puramente clínicos revelados ya por el análisis que usted ha hecho del carácter y de la personalidad de su paciente? Concedemos que usted ha demostrado que la psicosis encuentra su determinismo esencial en una anomalía de la personalidad, y que su descripción presenta una imagen bastante aproximada de lo que es esa anomalía. Entonces, el término «autocastigo» no es más que una palabra para designarla. Indica, cuando mucho, su relación con una función psicológica normal, pero en ese caso desconfiaremos aún más de ese término, puesto que no explica la especificidad de la anomalía.

Es aquí donde vamos a demostrar el alcance científico de la doctrina freudiana, en cuanto esta doctrina refiere una parte importante de los trastornos mentales al metabolismo de una energía psíquica llamada libido. Nosotros sentimos que la evolución de la libido en la doctrina freudiana corresponde con mucha precisión, en nuestras fórmulas, a esa parte (tan considerable para la experiencia) de los fenómenos de la personalidad cuyo fundamento orgánico está dado por el deseo sexual.

En efecto, ¿qué es lo que nos aportan, para la investigación de las enfermedades mentales, las doctrinas psicológicas ajenas a las doctrinas freudianas? Descripciones clínicas, desde luego, algunas de las cuales son síntesis de observaciones valiosísimas, pero también, como contrapeso, unas visiones teóricas cuyos titubeos en cuanto a la naturaleza misma de lo mórbido no pueden dejar de llamarle la atención incluso al profano.

En un, caso como el nuestro, algunas de esas doctrinas explicarán el trastorno mórbido como una pérdida del sentimiento de lo real; pero lo que se entenderá con esa fórmula será únicamente el nivel inferior del rendimiento social del sujeto, de su eficacia en la acción práctica (Janet). Otras doctrinas invocarán por su parte la noción de un contacto con la realidad, pero esta vez se tratará de un contacto de índole vital: completamente opuesto al dominio sobre la realidad que es impuesto por la acción, o que la determina, ese contacto vital inefable está hecho de un intercambio de efusiones y de infusiones afectivas con un estado de lo real que se puede calificar de primordial. «Lo real», en efecto, según quienes teorizan así, responde a la experiencia tal como ésta se ofrecería en su totalidad intacta, antes de que esos marcos inferiores del pensamiento que están condicionados por el lenguaje la hayan reducido a las formas empobrecidas de lo real común, que no es más que el reflejo de las constricciones sociales. Reconocemos aquí a la falange de los bergsonizantes. Pero, hecho curioso, mientras que unos verían en nuestro caso una regresión de la conciencia al mencionado estado de indiferenciación primordial (Blondel), los otros no vacilarían en relacionar el trastorno inicial con una deficiencia de ese contacto vital con realidad que es, para ellos, la fuente primera de toda actividad humana; estos últimos hablarían de racionalismo mórbido (Minkowski), y nuestro maestro y amigo el doctor Pichón nos diría, citando a Chesterton: «El loco no es el hombre que ha perdido la razón; el loco es el que lo ha perdido todo, excepto su razón.»

No seguiremos presentando estas contradicciones sugestivas.

La innovación de Freud nos parece capital por el hecho de haber aportado a la psicología una noción energética, que sirve de medida común para fenómenos muy diversos. Esta noción es la de libido, cuya base biológica está dada por el metabolismo del instinto sexual. La importancia teórica que se otorga a este instinto tiene que ser confirmada por el estudio de los hechos; en todo caso, acarrea consigo el beneficio inmediato de imponer la investigación sistemática de los trastornos del comportamiento sexual hasta en estados psicopatológicos que, como nuestras psicosis por ejemplo, habían sido descuidados durante mucho tiempo. Es, en efecto, muy digno de consideración el hecho de que esos trastornos, con ser tan evidentes, hayan quedado largo tiempo confinados, dentro de los terrenos que nosotros estudiamos, en una especie de segundo plano teórico e incluso clínico, hecho en el que nos sentimos tentados a reconocer la intrusión de «prohibiciones» de índole poco científica.

De hecho, la noción de libido se revela, en la doctrina de Freud, como una entidad teórica sumamente amplia, que desborda, con mucho, el deseo sexual especializado del adulto. Más bien tiende a identificarse con el deseo, con el eros helénico, pero entendido en un sentido vastisimo, a saber, como el conjunto de los apetitos del ser humano, que van mucho más allá de sus estrictas necesidades de conservación. La preponderancia enorme de esos instintos eróticos en el determinismo de un orden importante de trastornos y de reacciones del psiquismo es uno de los hechos globales mejor demostrados por la experiencia psicoanalítica. Diversos hechos de la observación biológica hablan permitido, desde hacia mucho, entrever esa preponderancia como una propiedad fundamental de toda vida.

En cuanto a la imprecisión relativa del concepto de libido, es, en opinión nuestra, justamente lo que constituye su valor. Tiene, en efecto, el mismo alcance general que los conceptos de energía o de materia en física, y a ese título representa la primera noción que permite entrever la introducción, en psicología, de leyes de constancia energética, bases de toda ciencia.,

Y precisamente hacia tales leyes energéticas es hacía donde convergen las sugerencias que un cúmulo de hechos nuevos, descubiertos cada día, está aportando a una ciencia que se halla todavía en la infancia. Las primeras concepciones psicoanalíticas fundaron la noción de las fijaciones anormales de la libido en órganos no sexuales (síntomas histéricos). Al mismo tiempo, indagaban los modos de trasferencia de la libido en sus proyecciones sucesivas sobre los objetos exteriores (complejo de Edipo; estadio de homosexualidad infantil normal; más tarde, fijación en el objeto heterosexual de la sexualidad adulta normal; mecanismos de trasferencia). Quedó establecido el hecho de que gran parte de esta evolución se lleva a cabo antes de la pubertad, e incluso en un estadio muy precoz del individuo (sexualidad infantil).

Fue entonces cuando se añadió a estas concepciones un complemento que en un principio no habla podido ser más que sospechado a propósito de los hechos del simbolismo normal (sueños) y patológico (fobias, fetichismo): a saber, el papel capital de las fijaciones libidinales en la elaboración del mundo de los objetos en el sentido más general. La función del «contacto con lo real» se acomodaba así en la energética general de la libido. Esta concepción fue impuesta por el análisis de los síntomas de la demencia precoz tal como lo llevaron a cabo, en competencia unos con otros, los psicoanalistas y los miembros de la escuela misma que ha dado de esta entidad mórbida una síntesis a la vez más clínica y más psicológica con el nombre de esquizofrenia.

Gracias al estudio de los síntomas de esta afección se llega a la concepción siguiente: en el primerisimo estadio de organización erógena (orgasmo oral del niño de pecho),» la proyección libidinal está enteramente fijada en el propio cuerpo del bebé (estadio autoerótico primitivo); después, mediante sucesivas fijaciones de la libido en objetos de valor vital, y más tarde de valor sublimado, se crea progresivamente el mundo objetal. Se puede así comprender el determinismo de ciertos síntomas de pérdida de los objetos (Obiektverlust; síntomas hebefreno-catatónicos y esquizofrénicos más o menos deleznables) y de fijaciones somáticas anormales (hipocondría).

Esta concepción de una compensación entre las fijaciones narcisistas y las fijaciones objetales aportó luces incontestables para la comprensión del conjunto de las psicosis. Preciso es reconocer, sin embargo, que esas primeras síntesis esperan todavía su coordinación con un estudio sistemático de los hechos mismos que están permitiendo ver bajo un aspecto nuevo. Pensamos que la elaboración de monografías psicopatológicas, como la nuestra, es esencial para cualquier progreso en esta vía, y que el análisis comparativo de los trabajos de este tipo es lo único que permitirá aclarar los estadios de estructura del periodo oscuro del narcisismo.

Sea de ello lo que fuere, hay un estadio de la evolución de las tendencias narcisistas que es, con mucho, el mejor conocido de todos, y es el que responde a la aparición de las primeras prohibiciones morales en el niño, a la instauración de la independencia de estas prohibiciones frente a las amenazas de sanción exterior, o, dicho en otras palabras, a la formación de los mecanismos autopunitivos o del super-ego. Este periodo corresponde a un estadio de la evolución libidinal ya tardío, y separado del narcisismo autoerótico primitivo por toda una primera diferenciación del mundo de los objetos (complejo de Edipo – complejo de castración); el principio moral demuestra, en efecto, ser posterior al principio de realidad. Este período merece el nombre de narcisismo secundario: en efecto, el análisis de los casos de fijación mórbida en ese estadio evolutivo permite demostrar que equivale a una reincorporación al yo de una parte de la libido que ya había sido proyectada sobre los objetos (objetos parentales principalmente). Esta reincorporación tiene todo el carácter de un fenómeno orgánico y puede verse trastornada por diversas causas exógenas (anomalías familiares) y endógenas. Los trastornos quedan entonces ligados a una fijación afectiva de una economía llamada sádico-anal de la libido en este periodo.

Así, pues, el predominio mórbido de los mecanismos de autocastigo irá acompañado siempre de trastornos detectables de la función sexual. La fijación sádico-anal, que es la que esos trastornos representan las más de las veces, explica la correlación de éstos con trastornos neuróticos obsesionales y síntomas llamados psicasténicos. Están, además, vinculados con ese periodo de homosexualidad infantil de que se nos habla en la doctrina, y que corresponde a la erotización de los objetos fraternos. En sus trabajos, así sociológicos como clínicos, Freud ha puesto de manifiesto la relación electiva de este periodo con la génesis de los instintos sociales.

En un sentido, el valor patogénico de una fijación dada puede ser asimilado al de una constitución, puesto que es siempre susceptible (y en eso insiste Freud constantemente) de ser referida, como ella, a un determinismo orgánico congénito; pero hay una diferencia importante, y es que la fijación deja siempre, igualmente, lugar para la hipótesis de un determinismo traumático, detectable históricamente, y evocable subjetivamente mediante una técnica adecuada.

En este caso, una fijación se traduce por huellas psíquicas que no se manifiestan sino en los límites fisiológicos mientras no haya sobrevenido un acontecimiento emparentado, en cuanto a su sentido, con el traumatismo primitivo. En ausencia de toda liquidación afectiva del trauma primitivo (psicoanálisis), semejante acontecimiento representa, en consecuencia, el papel de una represión, o sea que las resistencias inconscientes que desencadena acarrean una regresión afectiva hasta el estadio de la fijación.

Una vez recordados estos puntos teóricos, nos parece manifiesto que permiten captar las correlaciones clínicas más importantes que se presentan en nuestra enferma.

Explican, en primer lugar, la concomitancia de los rasgos patológicos propiamente psicasténicos y obsesionales.

Por otro lado, dan su valor clínico a las deficiencias, que son descuidadas en el cuadro de Janet, y que atañen a la esfera sexual. Ya hemos demostrado la importancia que esas deficiencias tienen en nuestro caso. En efecto, hemos encontrado en Aimée la incertidumbre del pragmatismo sexual (elección de compañeros de una incompatibilidad máxima), rasgo que sigue todavía cerca de las conductas psicasténicas; hemos podido señalar, en un terreno más cercano a lo orgánico, la impotencia para experimentar el orgasmo sexual, fenómeno que nuestra enferma nos confiesa como permanente; y por último, hemos insistido en toda una serie de rasgos de la conducta que, por su convergencia, han parecido imponemos, cuando menos bajo una forma reservada, el diagnóstico de inversión psíquica: predominio manifiesto de los afectos femeninos; vivacidad del atractivo intelectual que para la enferma tienen las reacciones del sexo opuesto; afinidades con este sexo experimentadas por la introspección, y que, aunque «bovaryanas», siguen siendo significativas; y asimismo esos desórdenes de la conducta, tan singulares por su carácter gratuito como por su discordancia con los pretextos éticos que les servían de cobertura, desórdenes que nosotros hemos designado con el término donjuanismo, que expresa bastante bien su carácter de búsqueda inquieta de sí mismo sobre una base de insatisfacción sexual. Al mismo tiempo, los complejos éticos, que dominan toda la personalidad de la enferma, están mezclados en el más alto grado con las reacciones psicosexuales que acabamos de mencionar.

En cuanto a la génesis histórica de la psicosis, nuestro análisis (véase el capitulo precedente) nos ha revelado que su núcleo está en el conflicto moral de Aimée con su hermana. ¿No adquiere este hecho todo su valor a la luz de la teoría que determina la fijación afectiva de tales sujetos en el complejo fraternal?

Finalmente, creemos poder encontrar la regresión libidinal típica en la estructura misma del delirio de Aimée. Es eso lo que ahora vamos a mostrar.

Freud, en un análisis célebre, ha hecho la observación de que los diferentes temas del delirio en la paranoia pueden deducirse, de una manera gramatical por así decir, de las diferentes denegaciones que pueden oponerse a la confesión libidinosa inconsciente:

Yo lo amo a él (el objeto de amor homosexual).

La primera denegación posible, Yo no lo amo: lo odio, proyectada secundariamente en £1 me odia, da el tema de persecución. Esta proyección secundaria es inmediata en la fenomenología propia del odio y, a nuestro parecer, puede prescindir de cualquier otro comentario.

La segunda denegación posible, Yo no lo amo: es ella (el objeto de sexo opuesto) a quien amo, proyectada secundariamente en Ella me ama, da el tema erotomaniaco. Aquí, a nuestro parecer, la proyección secundaria, por la cual la iniciativa amorosa viene del objeto, implica 12 intervención de un mecanismo delirante propio, que Freud deja en la oscuridad.

La tercera denegación posible, Yo no lo amo: es ella quien lo ama, da, con inversión proyectiva o sin ella, el tema de celos.

Hay en fin, dice Freud, una cuarta denegación posible, que es la que descansa globalmente sobre toda la fórmula y que dice: Yo no lo amo. Yo no amo a nadie. Yo no amo más que a mí. Esta denegación explicaría la génesis de los temas de grandeza que, en el caso analizado por Freud, son los temas de omnipotencia y de enormidad propios de la parafrenia. La regresión, en el caso estudiado por Freud, va en efecto a un estadio primitivísimo del narcisismo.

Según Freud, la distancia evolutiva que separa la pulsión homosexual, causa de la represión traumática, del punto de fijación narcisista, que revela la regresión llevada a cabo, da la medida de la gravedad de la psicosis en un caso dado.

Desprendidas de los casos a que se refieren, estas fórmulas resultan tan generales, que pueden dar la impresión de no ser más que un juego de ingenio. Sin embargo, al aplicarlas a nuestro caso vamos a comprobar no sólo que explican de manera luminosa la estructura del delirio, sino también que los modos especiales con que en él se presentan dan la base teórica de su relativa benignidad.

En primer lugar, no podemos menos de sentirnos impresionados por el hecho de que la primera que aparece en la sucesión de las perseguidoras 18 haya sido la amiga más intima de la enferma; y de que, por otra parte, el estallido del odio de Aimée contra la señorita C. de la N. haya coincidido exactamente con el fracaso de su esperanza de maternidad. Era ésa, en efecto, la esperanza última a que se aferraba su tentativa, ya semicomprometida, de realizar de manera redonda, desde el doble punto de vista sexual y social, su destino de mujer. No podemos menos de ver en su fracaso la represión que, al reactivar el componente psíquico homosexual, le dio al delirio su primera sistematización.

Ciertamente, esta perseguidora no será olvidada nunca (la enferma la habría agredido a ella, y no a la señora Z., si hubiera estado a su alcance). Hasta el final, es C. de la N. quien le da al delirio su peso afectivo. De manera muy rápida, sin embargo, cede el primer plano a personajes de categoría superior, esas grandes actrices, esas mujeres de letras que hacen del delirio de Aimée. una auténtica erotomanía homosexual. Estos personajes, según hemos visto, simbolizan además el ideal del yo de Aimée (o su super-ego), de la misma manera que la primera perseguidora, durante un instante, habla sido identificada con él.

El papel de los perseguidores, vagamente impregnado de atractivo erotomaniaco, y al mismo tiempo unido con lazos indiscernibles a la actividad de la perseguidora principal («No son amantes Pero hacen como si asi fuera»), revela, por esa ambigüedad misma, su dependencia respecto del primer tema. En cuanto al tema francamente erotomaniaco que se forma tardíamente (amor por el príncipe de Gales), su carácter de utopía trascendental y la actitud mental de platonismo puro que en él adopta la enferma, según la descripción de los clásicos, adquieren todo su sentido si se hace una comparación con el primer apego amoroso de la enferma. En efecto, el exquisito cariño y la fidelidad prolongada que el príncipe de Gales ha inspirado en Aimée contrastan extrañamente con la brevedad y la mediocridad de las ocasiones que motivaron semejante elección amorosa, y también con el alcance sin esperanza e incluso sin respuesta de las relaciones que ella creyó mantener de lejos con su amante, sin tomar nunca una iniciativa para verlo. La paradoja aparente de esta actitud se ilumina ahora para nosotros. Sin duda esta situación fue tanto más preciosa para Aimée cuanto que satisfacía su poca afición a las relaciones heterosexuales, al mismo tiempo que le permitía negar sus pulsiones hacia su propio sexo, cosa reprobada por ella. Por lo demás, esta comparación entre el delirio y la pasión «normal» en un mismo sujeto nos demuestra que, en una forma de la erotomanía que se podría llamar la forma simple, el rasgo de la iniciativa atribuida al objeto está ausente, mientras que el de la situación superior del objeto elegido no sólo adquiere todo su valor, sino que tiende incluso a reforzarse. Pero aquí, en la génesis de las perseguidoras, se manifiesta además otra cosa: ese rasgo de la situación superior del objeto, lejos de ser atribuible, como se ha dicho, al «orgullo sexual» no es sino la expresión del deseo inconsciente de la no realización del acto sexual y de la satisfacción que se encuentra en un platonismo radical.

No menores son las luces que las fórmulas freudianas arrojan sobre los temas de celos de nuestra enferma. Las amantes que Aimée imputa sucesivamente a su marido son, a medida de los progresos de su delirio, aquellas mismas que su amor inconsciente designa a su odio delirante. El carácter delirante del odio es difícil de discernir allí donde las acusaciones de la enferma apuntan a las compañeras de oficina que son también compañeras de su marido; pero es ya notorio cuando a ese empleadito provinciano, modelo de las virtudes burguesas, le echa en cara el «tener relaciones con actrices». Freud ha demostrado muy bien que los delirios de celos propiamente paranoicos traducen un atractivo sexual inconsciente por el cómplice incriminado, y esto se aplica punto por punto al delirio de Aimée.

Por último, las ideas de grandeza de la enferma no han comportado nunca ninguna convicción presente de trasformación de su personalidad. No se ha tratado aquí más que de ensoñaciones ambiciosas, proyectadas sobre el porvenir; estas ambiciones, por lo demás, eran en gran parte de intención altruista y moralizante.

Estos dos rasgos reducen al mínimo el alcance narcisista de las ideas de grandeza. Además, las pulsiones homosexuales, reveladas por el delirio, poseen un carácter muy sublimado: tienden, en efecto, a confundirse con el ideal del yo de la enferma. Y esto concuerda muy bien con las reservas que nos ha inspirado ya el diagnóstico de inversión psíquica.

Así, pues, la fijación narcisista y la pulsión homosexual han brotado, en este caso, de puntos evolutivos muy cercanos de la libido. Ocupan lugares casi contiguos en el estadio de génesis del super-ego. Este hecho, de acuerdo con la teoría, indica un débil proceso regresivo y explica la benignidad relativa y la curabilidad de la psico-sis en nuestro caso.

Creemos, en consecuencia, haber contestado en este parágrafo a nuestros supuestos contradictores: al relacionar con los mecanismos de autocastigo el determinismo de la psicosis en nuestro caso, no nos estamos refiriendo sólo a las instancias psíquicas normales de la «conciencia moral» del «imperativo ético», o incluso, si se quiere, del «demonio de Sócrates»: precisamos la significación mórbida de ese término con toda una serie de correlaciones clínicas que están previstas en la teoría. Suponiendo ese control de los hechos es como la teoría adquiere su triple valor de clasificación natural, de indicación pronostica y de sugerencia terapéutica.

III. El prototipo «caso Aimée», o la paranoia de autocastigo. Frutos de su estudio: indicaciones de práctica médica y métodos de indagación teórica

Si se nos pide que resumamos ahora el balance del presente estudio, nos sentiremos tentados a responder remitiendo al estudio mismo. De ninguna manera tenemos, en efecto, la ambición de aumentar con una entidad nueva la nosología ya tan voluminosa de la psiquiatría. En ella, como a todos les consta, los marcos se distinguen demasiado a menudo por la arbitrariedad de su delimitación, por sus encabalgamientos recíprocos, fuentes de incesantes confusiones, sin hablar de aquellos que son puros mitos. La historia de la psiquiatría demuestra bastante lo vano y lo efímero de esos marcos.

La corriente mayor de las investigaciones médicas debe hacemos recordar que las síntesis sólidas están fundadas en observaciones rigurosas y de la mayor amplitud posible, es decir, mirándolo bien, en un número bastante pequeño de observaciones.

Esas condiciones se imponen tanto más a la psiquiatría, cuanto que ésta -y, por desgracia, no es ninguna perogrullada el recordarlo-, siendo como es la medicina de lo psíquico, tiene por objeto las reacciones totales del ser humano, o sea en el primer plano las reacciones de la personalidad. Ahora bien, no puede haber información suficiente acerca de este plano, según creemos haberlo demostrado, sino a través de un estudio lo más exhaustivo posible de la vida del sujeto. Sin embargo, la distancia que separa la observación psiquiátrica de la observación médica corriente no es tal que explique los veintitrés siglos que median entre Hipócrates, padre de la medicina, y Esquirol, a quien de buena gana concederíamos el diploma de padrastro de la psiquiatría. En efecto, el sano método de la observación psiquiátrica era ya conocido de Hipócrates y de su escuela. Y la ceguera de siglos que siguió no nos parece imputable más que al dominio cambiante, pero continuo, de los prejuicios filosóficos. Después de dominar durante quince siglos con Galeno,»‘ estos prejuicios fueron mantenidos de manera notable por la Enciclopedia, se reforzaron aún más gracias a la reacción comtista que excluye la psicología de la ciencia, y siguen siendo no menos florecientes entre la mayoría de los psiquiatras contemporáneos ya sean psicólogos, ya de aquellos que se dicen organicistas. El número uno de estos prejuicios consiste en decir que la reacción psicológica no ofrece en si misma ningún interés para el estudio, por ser un fenómeno complejo. Ahora bien, esto sólo es verdadero en relación con los mecanismos físico-químicos y vitales que esa reacción pone en juego, pero es falso en el plano que le es propio. Hay, en efecto, un plano que hemos tratado de definir, y en el cual la reacción psicológica tiene el valor de toda reacción vital: es simple por su dirección y por su significación.

La conspiración de tantas y tan diversas doctrinas para desconocer esa verdad es un hecho cuyo alcance psicológico merecerla a su vez algunas consideraciones, si éste fuera su lugar.

En todo caso, el hecho es que ahora, gracias a circunstancias históricas favorables, la observación del psiquismo humano -no de sus facultades abstractas, sino de sus reacciones concretas- nos está permitida de nuevo.

Pensamos que toda observación fecunda debe imponerse la tarea de monografías psicopatológicas tan completas como sea posible. Para realizar en esta materia un ideal, nos faltaban demasiados conocimientos, talentos y medios. Lo único que estamos afirmando es nuestro esfuerzo y nuestra buena voluntad.

En esta medida misma declaramos que nos repugna la idea de añadir, según la costumbre, a los marcos existentes una nueva entidad mórbida cuya autonomía, por cierto, no podríamos afirmar. En vez de eso, lo que propondríamos seria clasificar los casos análogos al nuestro bajo el título de un prototipo, que podrá ser «el caso Aimée» o algún otro, pero que sea una descripción concreta, y no una síntesis descriptiva que, por necesidades de generalidad, haya sido despojada de los rasgos específicos de esos casos -a saber, de los lazos etiológicos y significativos mediante los cuales la psicosis depende estrechamente de las vivencias del sujeto, de su carácter individual, en una palabra, de su personalidad. Y no vaya a creerse que nuestra proposición es utópica: una práctica como ésa se está aplicando actualmente en ciertas clínicas alemanas; el diagnóstico de acepción común está duplicado en ellas con una clasificación de orden científico mediante una simple referencia al nombre propio de una observación princeps, cuyo valor es controlable en los recuerdos o los expedientes del servicio mismo.

Además, nuestro trabajo, por su economía misma, está revelando nuestras intenciones, las cuales pueden expresarse ante todo de la siguiente manera: partiendo del último punto a que han llegado nuestros predecesores, pretendemos indicar un método para la solución de los problemas que plantean las psicosis paranoicas.

No creemos, con eso, haber perdido de vista los objetivos propios de la observación médica, o sea sus funciones clínicas y pronosticas, preventivas y curativas.

Nuestro trabajo nos permite, en efecto, conceder a ciertos rasgos semiológicos que presentan estas psicosis un valor de indicación pronostica y terapéutica. Así, pues, el cuadro clínico que a pesar de nuestras reservas vamos a dar de ellas, va a limitarse a este alcance puramente práctico.

Una vez hecho esto, podremos concluir algo en cuanto a las indicaciones metódicas que nuestro trabajo aporta a los problemas generales de la psicosis paranoica.

Tales son las dos cuestiones con que se terminará esta parte de nuestro estudio.

Si hace falta una designación para el tipo- clínico que vamos a describir, escogeremos el de paranoia de autocastigo. Lo justificaremos por la evidencia clínica de los mecanismos de autocastigo en los casos descritos. Cuestión aparte es la de si esos mecanismos les son específicos. Aquí nuestro pensamiento nos obliga a dar una respuesta negativa. En otras palabras: como el tipo que estamos aislando se define por su estructura y su pronóstico, las técnicas de examen y de tratamiento que se descubran en el futuro podrán aumentar su extensión de manera considerable. Por eso decimos que no pretendemos de ninguna manera dar los limites de una verdadera entidad mórbida.

A. Diagnóstico, pronóstico, profilaxia y tratamiento de la paranoia de autocastigo

Para la presente descripción nos basamos en el caso que acabamos de analizar, en otros cuatro casos análogos de nuestra experiencia personal, dos de los cuales presentaron reacción criminal, y en diversos casos de la literatura que muestran, según nosotros, una congruencia evidente con el nuestro: señalemos entre ellos el famoso caso del pastor Wagner, cuya abundante bibliografía hemos dado ya, así como varios casos de Kretschmer, de Bleuler, de Westerterp y de Janet, repartidos en los trabajos que hemos citado.

El diagnóstico se funda en la estructura anterior de la personalidad del sujeto, y en ciertas particularidades etiológicas y sintomáticas de la psicosis en relación con el cuadro común de la paranoia.

La personalidad anterior del sujeto está marcada ante todo por un inacabamiento de las conductas vitales. Este rasgo está emparentado con la descripción que hace Janet de las conductas psicasténicas; se distingue de ellas en el sentido de que los fracasos no se refieren propiamente a la eficacia del rendimiento social y profesional (que a menudo se mantiene satisfactorio), sino a la realización de las relaciones de la personalidad que atañen a la esfera sexual, o sea de los lazos amorosos, matrimoniales, familiares. Anomalías de la situación familiar en la infancia de los sujetos (orfandad, ilegitimidad, educación exclusiva por parte de uno de los progenitores, con o sin aislamiento social correlativo, apego exclusivo a uno de los progenitores, odios familiares), hipertensión sentimental con manifestaciones correlativas de apragmatismo sexual en la adolescencia, fracasos matrimoniales, huida frente al matrimonio y, cuando éste se ha realizado, faltas de entendimiento y fracasos conyugales, desconocimiento de las funciones parentales: tal es el pasivo del balance social de estas personalidades.

Pero a él se opone un activo no menos notable. Estos mismos sujetos, que demuestran unas impotencias de apariencia diversa, pero de » resultado constante» en las relaciones afectivas con el prójimo mas inmediato, revelan en cambio, en las relaciones más lejanas con la comunidad social, unas virtudes de incontestable eficacia. Desinteresados, altruistas, menos encariñados con los seres humanos que con la humanidad, fácilmente utopistas, estas características no sólo expresan en ellos tendencias afectivas, sino también actividades eficaces: celosos servidores del Estado, profesores o enfermeras que verdaderamente viven su papel, empleados u obreros excelentes, trabajadores tenaces, aceptan con más gusto aún todas las actividades entusiastas, todos los «dones de uno mismo» que son utilizados por las diversas empresas religiosas, y de manera general por todas las comunidades, sean de índole moral, política o social, que se fundan sobre un vinculo supra-individual.

Su vida afectiva e intelectual es un reflejo de esas conductas. Añadamos a ellas ciertos rasgos: descargas afectivas espaciadas, pero sumamente intensas, que se manifiestan a veces con un viraje en redondo de todas las posiciones ideológicas (conversión), y más frecuentemente con la inversión brusca de una actitud sentimental: paso brusco, con respecto a una persona, del amor al odio, y viceversa.

Por otra parte, las cualidades imaginativas, las representaciones. predominantes y los temas electivos de las reacciones emocionales se relacionan muy estrechamente con las huellas de la formación infantil.

En el orden moral, estos sujetos dan pruebas de honradez en los contratos, de fidelidad en la amistad, de tenacidad en la hostilidad, el odio o el vituperio. Son unos hipernormales, no unos amorales. No carecen, sin embargo, de posibilidad de disimulo, principalmente en cuanto a sus reacciones afectivas más profundas.

Determinados esbozos de trastornos psíquicos son detectables en los antecedentes. Consisten en trastornos de la función sexual (impotencia, frigidez o hiperexcitación psíquica), en perversiones (homosexualidad, donjuanismo), perversiones de forma frecuentemente sublimada (inversión sublimada, masoquismo moral), en episodios neuróticos obsesionales (obsesiones, fobias, agitaciones forzadas, etc.), en sentimientos neuróticos de despersonalización (que llegan a veces al sentimiento o hasta la alucinación de desdoblamiento), en sentimientos de trasformación del mundo exterior (sentimientos de ya visto [déja-vu], de nunca visto, de nunca conocido, transitivismo), en accesos de celos, en trastornos episódicos del carácter, en accesos de ansiedad.

Debido a sus fracasos y conflictos afectivos, estos sujetos se ven a veces arrastrados a un tipo de vida migrador, aventurero, en el cual dan pruebas de grandes cualidades de aguante y de tenacidad.

Ni acceso esquizofrénico legitimo ni fase maniaco-depresiva son señalables en los antecedentes.

Los rasgos de la constitución paranoica siguen siendo míticos.

En la etiología inmediata de la psicosis, se encuentra frecuentemente un proceso orgánico borroso (intoxicación, trastorno endocrino, puerperalidad, menopausia), casi constantemente una trasformación de la situación vital (pérdida de una posición, de un sostén económico, jubilación, cambio de medio, pero sobre todo matrimonio, particularmente matrimonio tardío, divorcio, y electivamente pérdida de uno de los progenitores) y muy frecuentemente un acontecimiento con valor de trauma afectivo. Las más de las veces se descubre una relación manifiesta entre el acontecimiento crítico o traumático y un conflicto vital que persiste desde años atrás. Este conflicto, cuya resonancia ética es fuerte, va ligado muy a menudo a las relaciones parentales o fraternales del sujeto.

La acumulación de estos factores es, muchas veces, lo que parece determinar la eclosión de la psicosis.

El inicio de la psicosis es brutal. Los primeros síntomas que aparecen representan, tanto en intensidad como en discordancia, el punto máximo de la evolución de los fenómenos. Plantean entonces regularmente el diagnóstico diferencial con la disociación esquizofrénica. Van seguidos en general de una remisión aparente, que es un periodo de inquietud y de meditación delirante.

El período de estado aparece con la sistematización del delirio. En este momento la psicosis corresponde en todos sus puntos a la descripción kraepeliniana clásica de la paranoia. No le falta tampoco ninguno de los rasgos diferenciales que Sérieux y Capgras, en su descripción magistral, destacan para distinguir el delirio de interpretación del delirio de reivindicación.

Los «fenómenos elementales» de la psicosis, según lo han demostrado esos autores, están representados esencialmente por interpretaciones. Ya se ha visto que nosotros nos separamos de ellos al negar a estas interpretaciones todo valor «razonante» y al negarles toda preformación en una pretendida falsedad congénita del juicio.

Hemos demostrado, asimismo, que las interpretaciones forman parte de todo un cortejo de trastornos de la percepción y de la representación, en los cuales no hay nada que sea más «razonante» que ese síntoma, a saber: ilusiones de la percepción, ilusiones de la memoria, sentimientos de trasformación del mundo exterior, fenómenos borrosos de despersonalización, seudo-alucinaciones, e incluso alucinaciones episódicas. La presencia, en un caso dado, de fenómenos alucinatorios llamados sutiles, no parece tener ningún valor diagnóstico ni pronóstico especial, como ampliamente lo demuestran ciertas observaciones de Kretschmer.

Todos estos fenómenos elementales son comunes al conjunto de las psicosis paranoicas, y el único rasgo que los hace ocasionalmente específicos en la forma que estamos describiendo consiste en su «contenido». Frecuentemente, en efecto, expresan la misma nota de autoacusación que aparece en la convicción delirante sistematizada, y significan de manera más o menos directa los reproches éticos que el sujeto se hace a si mismo, así como el conflicto exterior que el estudio del delirio revela como determinante.

Sería de todo punto equivocado considerar a priori como puramente secundarias a esos fenómenos las primeras identificaciones sistemáticas del delirio. Por más que estas identificaciones, explicativas o mnésicas, sean posteriores a los fenómenos llamados primarios y al periodo de inquietud de que van acompañados, suelen tener la relación más directa con el conflicto y con los complejos realmente generadores del delirio.

Una vez sistematizado, el delirio merece un estudio atento. En los casos que estamos describiendo, significa, en efecto, y de manera muy legible, tanto el conflicto afectivo inconsciente que lo engendra como la actitud de autocastigo que en él adopta el sujeto. Este sentido se expresa en fabulaciones muy diversas. No se puede dar ningún esquema general de ellas, sino que su alcance deberá ser estimado en cada caso concreto. Para juzgar bien, bastará con sacudirse ciertos hábitos de desconocimiento sistemático que, dígase lo que se diga, no tienen ningún valor propedéutico.

Limitémonos a indicar ciertas particularidades constantes de estos delirios.

Las ideas delirantes de persecución suelen tener aquí el alcance de un temor centrífugo y el sentido de autoacusación que se reconoce en los delirios de la melancolía. Pero conservan el significado de amenazas siempre proyectadas en el futuro, aunque más o menos marcadas de inminencia, y el sentido ante todo demostrativo, que son los rasgos característicos de los delirios de persecución paranoicos.

El perseguidor principal es siempre del mismo sexo que el sujeto, y es idéntico -o en todo caso representa con claridad- a la persona del mismo sexo con la cual está más profundamente trabado el sujeto por su historia afectiva.

Las ideas de celos son manifiestamente gratuitas y absurdas, y frecuentemente se puede detectar un interés de valor homosexual por el cómplice incriminado.

Las ideas de grandeza no se expresan en la conciencia del sujeto con ninguna trasformación actual de su personalidad. Ensoñaciones ambiciosas, proyectos de reforma, inventos destinados a cambiar la suerte del género humano, tienen siempre un alcance futuro, como también un sentido netamente altruista. Presentan así unos caracteres simétricos de las ideas de persecución. En ellas es fácil de reconocer el mismo contenido simbólico: se relaciona, tanto en las unas como en las otras, con el ideal del yo del sujeto. Estas ideas pueden no estar desprovistas de toda acción social efectiva, y las ideas llamadas de grandeza pueden recibir así un inicio de realización. Ya hemos señalado en otro lugar el carácter convincente que las ideologías de los paranoicos deben a su raíz catatímica.

En cuanto a las ideas erotomaniacas, tienen siempre el carácter de platonismo descrito por los clásicos, y permanecen, junto con las ideas de grandeza, en el marco del idealismo apasionado de Dide.

Señalemos la reactividad del delirio a las influencias endógenas, sobre todo a los ritmos sexuales, pero también a la intoxicación, al surmenage, al estado general -influencias exteriores psicológicas, cambios de medio principalmente-, y sobre todo a las modificaciones del conflicto generador, casi siempre familiar.

Se pueden observar, a propósito de estas diversas acciones intercurrentes, oscilaciones marcadas de la creencia delirante. En las oscilaciones favorables, la idea delirante suele quedar reducida al estado de la simple obsesión que se observa en el impulsivo-obseso.

Ninguna nota clínica propiamente melancólica es detectable en el curso del delirio; a pesar de la tendencia autoacusadora particular que hemos señalado en las ideas delirantes, no se encuentra ninguna señal de inhibición psíquica. No obstante, ciertos estados de exaltación pasajera parecen responder a variaciones holotímicas y cíclicas del humor. La convicción delirante está poderosamente sostenida por esas variaciones positivas esténicas.

El disimulo de estos sujetos no se debe propiamente a los fracasos de sus tentativas de expansión, sino más bien a una especie de incertidumbre residual de sus creencias. Ese disimulo y ese control parciales hacen dificilisimo un internamiento con que se pudiera prevenir la reacción peligrosa.

El peligro que suponen para los demás las virtualídades reaccionales de estos sujetos es inversamente proporcional a la paradoja de su delirio. En otras palabras, cuanto más cerca de la normal estén las concepciones del sujeto, tanto más peligroso es éste. Sérieux y Capgras han subrayado ya el nivel mucho más elevado del peligro que significan los delirantes llamados reivindicadores (= querulantes de Kraepelin), a causa no sólo de la violencia y la eficacia de su reacción agresiva, sino también de su inminencia inmediata. Los paranoicos que estamos describiendo se sitúan entre estos últimos y los interpretativos, para los cuales señalan Sérieux y Capgras reacciones más tardías y menos eficaces.

Esto quiere decir que las reacciones suelen ser muy tardías entre nuestros sujetos (diez años en Aimée, contados desde el principio del delirio hasta su reacción más prominente). Pueden tener en un principio el carácter de demostraciones, no siempre inofensivas, mediante las cuales el enfermo procura atraer sobre su caso la atención de las autoridades. Estas suelen ser alertadas por cierto número de quejas, de una gran violencia de fondo cuando no de forma, que deben permitir una intervención preventiva. Es raro que estos sujetos pasen de golpe y porrazo a la agresión contra sus enemigos. La agresión es casi siempre de intención homicida, suele ser sumamente brutal, pero no tiene la eficacia de la agresión de los pasionales. Va precedida siempre de una larga premeditación, pero se lleva a cabo, en la mayoría de las ocasiones, en un estado semicrepuscular.

Además de esta reacción que constituye la peligrosidad mayor de tales enfermos, no es raro encontrar en su pasado ultrajes o atentados contra las costumbres, como por ejemplo manifestaciones episódicas de perversiones sexuales (homosexualidad, «picadores», «pellizcadores») ciertos robos gratuitos, sin más motivo que el gusto del riesgo, o denuncias calumniosas anónimas. Hemos observado tentativa de suicidio en dos casos, y creemos que es con el tipo aquí descrito con el que se relacionan muy especialmente los raros hechos de suicidio observados en los delirios de persecución verdaderos.

La evolución y el pronóstico de la psicosis comportan no la curación, sino la curabilidad.

Las curaciones espontáneas son, en efecto, incontestables; sobrevienen principalmente a raíz de una resolución cuando menos parcial del conflicto generador, y dependen también eventualmente de todas las condiciones externas capaces de atenuar este conflicto, cambios de medio principalmente. Las observaciones de Kretschmer son bien demostrativas en cuanto este punto, de la misma manera que varias observaciones de Bleuler demuestran que el mantenimiento de la psicosis depende de la permanencia del conflicto generador.

Pero hay una condición interna que es la base primera de estas curaciones, a saber: la satisfacción de la pulsión autopunítíva. Esta satisfacción parece llevarse a cabo de acuerdo con una medida propia de cada caso, tan difícil de determinar como la intensidad de la pulsión agresiva, y que parece ser proporcional a ella. Las ocasiones más diversas pueden provocar dicha satisfacción: un trauma moral, un shock, y también, según parece, una enfermedad orgánica.

Hemos mostrado en qué medida la reacción agresiva misma podía satisfacer indirectamente el deseo de autocastigo, y dejar luego abierto el camino para la curación, como sucede en el caso de los pasionales. Esta curación espontánea, repentina y total está sujeta, sin embargo, a las mismas reservas de reincidencia, excepcional por lo demás, de que hay que usar para con los pasionales mismos.

No abordaremos en su fondo la cuestión de la responsabilidad penal de estos sujetos. La actualidad médico-legal nos hace ver cómo, en el caso de los paranoicos, es ésta una cuestión muy sujeta a controversias. Desde luego, los hechos nos hacen sentir que no podrá resolverse con las discriminaciones llamadas «de buen sentido», como por ejemplo «¿Delira o no delira el sujeto?», discriminaciones que es fácil proponer simplemente porque se parte de descripciones abstractas, forjadas al gusto de cada cual. Sería oportuno tener criterios más seguros, los cuales no pueden fundarse sino en un análisis teórico de la noción de responsabilidad. Sin tomar aquí ningún partido sobre el particular, sólo diremos que, en algunos de los casos que estamos describiendo y en el estado actual de las leyes, la represión penitenciaria, aplicada con el beneficio de la atenuación máxima, posee, en opinión nuestra, un valor terapéutico igual a la profilaxia asegurada por el asilo, al mismo tiempo que garantiza mejor los derechos del individuo, por una parte, y por otra las responsabilidades de la sociedad.

Indiquemos además que estos sujetos, incluso curados de su delirio, se ajustan mejor a la vida del asilo que los paranoicos. Salvo intervención del exterior, rara vez se trasforman allí en reivindicadores. Su tolerancia se funda en gran parte en una concepción «sublimada» que adquieren de su destino.

Todo indica la posibilidad de una acción Psicoterapéutica eficaz en nuestros casos. Nos vemos, sin embargo, reducidos en estas indicaciones a datos muy generales.

Algunas indicaciones profilácticas se imponen por principio de cuentas. Las medidas que se tomen en cuanto a nuestros sujetos deberán estar a medio camino entre un aislamiento social excesivo, que favorecerla o reforzarla sus tendencias narcisistas, y tentativas de adaptación demasiado completas, para las cuales no están ellos preparados afectivamente, y que les servirán más bien como fuentes de represiones traumáticas.

El aislamiento total en la naturaleza es una solución válida, pero cuya indicación es puramente ideal.

La permanencia prolongada en el medio familiar no haría más que provocar un verdadero estancamiento afectivo, segunda anomalía, cuyo efecto vendría a agregarse al trastorno psíquico, el cual ha sido determinado casi siempre en ese medio mismo. Finalmente, cuando este medio faltara (muerte de los progenitores), la psicosis encontraría su terreno óptimo. Es, pues, estrictamente contraindicada.

Por las razones generales que hemos indicado (insuficiencias básicas de la afectividad; ocasiones de represiones y de conflictos), el matrimonio no es aconsejable para estos sujetos. (Tal es, por cierto, la opinión tan cuerda que Aimée había oído de su familia, y que ella decidió contrariar.)

La fórmula de actividad más deseable para estos sujetos es su encuadramiento en una comunidad laboriosa con la cual los vincule un deber abstracto. Estos enfermos no merecen el desprecio con que los abruman ciertos autores; pueden, por el contrario, ser elementos de alto valor para una sociedad que sepa utilizarlos. Como profesores de escuela, como enfermeras, como ayudantes de laboratorio o de biblioteca, como empleados o capataces, revelarán cualidades morales muy seguras, así como dotes intelectuales nada mediocres por regla general. Pero la sociedad moderna deja al individuo en un aislamiento moral muy cruel, y que es particularmente sensible en esas funciones cuya situación intermedia y ambigua puede ser por sí misma la fuente de conflictos interiores permanentes. Nos remitimos a los varios autores que han subrayado la importancia del contingente aportado a la paranoia por aquellos a quienes se llama, con un nombre injustamente peyorativo, los «primarios»: maestros y maestras de escuela, niñeras, mujeres dedicadas a empleos intelectuales subalternos, autodidactas de toda especie, etc.

Hemos dado razón, a este propósito, de las finas observaciones de Kretschmer. Por eso nos parece que este tipo de sujeto debe encontrar su mayor beneficio en una integración, acorde con sus capacidades personales, a una comunidad de índole religiosa. Allí encontrará además una satisfacción, sometida a reglas, de sus tendencias autopunitivas.

A falta de esta solución ideal, será recomendable cualquier otra comunidad que tienda a satisfacer más o menos completamente las mismas condiciones: ejército, comunidades políticas y sociales militantes, asociaciones de beneficencia y de emulación moral, o sociedades de pensamiento. Se sabe, por lo demás, que las tendencias homosexuales reprimidas encuentran en esas expansiones sociales una satisfacción tanto más perfecta cuanto que está a la vez más sublimada y más garantizada contra toda revelación consciente.

En estas indicaciones profilácticas, lo que damos son las soluciones comunes. Es evidente que no están excluidas las soluciones raras, disciplinas intelectuales superiores, relaciones parentales sublimadas de discípulo a maestro, etc.

¿Qué indicaciones terapéuticas se pueden proponer para antes y después de la psicosis? Desde luego, es el psicoanálisis el que nos parece que viene en primer lugar. Observemos, sin embargo, la prudencia extrema con que proceden los psicoanalistas mismos, particularmente en el estadio de psicosis confirmada.

De acuerdo con la confesión de los maestros, la técnica psicoanalítica conveniente para estos casos no está madura aún. Es éste el problema más actual del psicoanálisis, y es de esperar que encuentre pronto su solución, pues un estancamiento de los resultados técnicos en su alcance actual no tardaría en acarrear consigo el decaimiento de la doctrina.

Algunos casos, sin embargo, si han sido analizados. Se han obtenido resultados netamente favorables, y algunos de los análisis se han publicado con detalles. Subrayemos con elogio la extremada reserva que expresan los autores mismos acerca de esos resultados felices. No dejan de atribuirlos a coyunturas particularmente propicias, y siempre hacen persistir grandes reservas en cuanto al porvenir.

En efecto, el problema espinosisimo que la técnica actual le planeta al psicoanalista es el siguiente: es de absoluta necesidad corregir las tendencias narcisistas del sujeto mediante una trasferencia tan prolongada como sea posible. Por otra parte, la trasferencia sobre el analista, al despertar la pulsión homosexual, tiende a producir en estos sujetos una represión en la cual la doctrina misma nos hace ver el mecanismo más importante de la eclosión de la psicosis. Este hecho puede poner al psicoanalista en una postura delicada. Lo menos que puede ocurrir es el abandono rápido del tratamiento por parte del paciente. Pero, en nuestros casos, la reacción agresiva se endereza con mucha frecuencia contra el psicoanalista mismo, y puede persistir durante largo tiempo, incluso después de la reducción de síntomas importantes, y con gran asombro del enfermo mismo.

Por esas razones, muchos psicoanalistas proponen, como condición primera, la cura de esos casos en clínicas cerradas. Observemos, sin embargo, como una antinomia más del problema del psicoanálisis de las psicosis, que la acción de este tratamiento implica hasta aquí la buena voluntad de los enfermos como condición primera.

Y aquí aparece una tercera antinomia, consistente en el hecho de que el progreso curativo de un psicoanálisis está esencialmente ligado al despertar de resistencias en el sujeto. Ahora bien, el delirio mismo expresa a veces de manera tan adivinatoria la realidad inconsciente, que el enfermo puede integrarle de golpe, como otras tantas armas nuevas, las revelaciones que el psicoanalista aporta sobre esta realidad .34 Cuando menos es eso lo que ocurre en tanto que las fijaciones narcisistas y las relaciones objetales del sujeto no hayan encontrado un equilibrio mejor. Por eso, en opinión nuestra, el problema terapéutico de las psicosis hace más necesario un psicoanálisis del yo que un psicoanálisis del inconsciente, lo cual quiere decir que deberá encontrar sus soluciones técnicas en un mejor estudio de las resistencias del sujeto y en una experiencia nueva de su modo de operar. Y es inútil aclarar que no estamos culpando del retardo de tales soluciones a una técnica que está apenas en sus comienzos. Nuestra impotencia profunda para indicar alguna otra psicoterapia dirigida no nos da para ello ningún derecho.

B. Métodos e hipótesis de investigación sugeridos por nuestro estudio

Nuestro propósito en este trabajo ha sido ofrecer un ensayo de estudio clínico lo más completo posible y que, sin desconocer nada de los planteamientos actuales del problema, se mantenga enteramente libre de todo sistema preconcebido.

Creemos que semejante tentativa habrá servido, ante todo, para damos algunas sugerencias muy generales.

Estas sugerencias se aplican inmediatamente a una serie de observaciones que nosotros hemos recogido tanto en la clínica de la Facultad como en los diversos servicios hospitalarios por donde hemos pasado o que nos han sido abiertos muy generosamente. Tenemos así delante de nosotros una veintena de casos de paranoia verdadera, cuya observación no ha podido ser llevada siempre a un grado idéntico de rigor, pero que han sido tomados o retomados todos ellos por nosotros, y siempre según el mismo método. Dentro del mismo espíritu, además, hemos observado (y en parte publicado)35 una veintena más de casos cuyos síntomas se sitúan en el limite de la paranoia y de los estados paranoides; entre estos últimos, unos diez, más o menos, representan la estructura delirante especial que hay que reconocer en las parafrenias kraepelinianas, independientemente de lo que se piensa en los tiempos actuales acerca de su autonomía evolutiva.

Los diversos puntos de semiología y de estructura psicológica que pone de relieve nuestra monografía nos parecen capaces de aportar algunas luces para la comprensión de esta gama de casos, que se cuentan entre los más enigmáticos de toda la psiquiatría.

Sólo querríamos indicar aquí las direcciones que vemos como más prometedoras para la hipótesis y para la investigación metódica.

Nuestro estudio nos ha impuesto, por principio de cuentas, la importancia de la historia afectiva del enfermo. Y hemos comprobado que las vivencias eran tanto más determinantes de esta historia cuanto más relacionadas estaban con la infancia del sujeto.

En el caso de nuestra paciente, hemos señalado el papel prominente que han desempeñado en la génesis del delirio las relaciones con su hermana mayor. Este papel se debe, en parte, a los aspectos personales de esas relaciones: seria incomprensible si no conociéramos la distribución de los caracteres de las dos hermanas, las situaciones morales recíprocas que les ha hecho vivir su pasado, las anomalías psíquicas manifiestas de la hermana mayor, y finalmente la preparación psicológica que le han dado a Aimée sus relaciones precedentes de amistad. Pero en las reacciones de Aimée aparecen con evidencia ciertas resistencias especiales con respecto a esa persona precisa; en efecto, no sólo abandona la lucha directa, sino que renuncia a toda reivindicación moral de sus derechos. No tiene otra reacción que la de sentirse inferior y más culpable. Más aún: en la psicosis misma a la que este conflicto la precipita, Aimée no se atreve, al parecer, a hacer uso de los recursos de la interpretación delirante para proveer de objetos mórbidos su reivindicación reprimida. Todo el delirio de Aimée, por el contrario, según lo hemos hecho ver, puede entenderse como una transposición cada vez más centrífuga de un odio cuyo objeto directo se rehusa ella a reconocer. Ha sanado del delirio, pero sigue negando formalmente cualquier culpabilidad que pudiera atribuirse a esa hermana, a pesar de la actitud plenamente inhumana que ahora está mostrando hacia ella.

Una paradoja tan constante de la actitud de Aimée no puede explicarse más que como una resistencia psicológica muy profunda. La enferma no ha vacilado en acusar a su amiga más querida de ser su perseguidora, y en seguida la principal informante de sus enemigas. Si se detiene delante de la hermana es porque es su hermana, la mayor, la que en un momento fue sustituta de su madre.

Por otra parte, ya hemos visto cómo la infancia de la enferma estuvo marcada por un cariño demasiado exclusivo a su madre. Esta madre, como sabemos, correspondió a ese enorme afecto; ni los años ni las «faltas» de nuestra enferma han disminuido el gran cariño que le tiene. (Por cierto que, después de varios años de estarla amenazando el delirio, ahora éste se ha declarado plenamente, a raíz de los sucesos recientes en que se metió la hija.)

Vale la pena que nos fijemos algo más en esos hechos, y que nos planteemos el problema de la relación de la psicosis con la situación familiar infantil de los enfermos.

Para la mayoría de los autores, hasta nuestros días, es evidente que esa relación les resulta de las más alejadas, y no le dedican mayor atención. Sin embargo, el carácter sucinto de sus observaciones sobre este punto de la historia de los enfermos, prescindiendo de lo mucho que en ellas echemos de menos, hace precisamente más significativa la casi constancia de las anomalías de situación familiar que revelan.

En nuestros días, el doctor A. Meyer, de Baltimore, ha fundado sobre la constancia bien comprobada de tales anomalías toda su doctrina intervencionista de profilaxia y de tratamiento de las psicosis paranoicas y alucinatorias. A pesar de la incertidumbre relativa de los resultados por él obtenidos, no podemos sino admirar el espíritu de iniciativa científica y la valerosa perseverancia de semejantes empresas, pero sobre todo su inspiración verdaderamente médica de ayuda al enfermo, actitud tan diferente de ciertas condenas sumarias cuya justificación no puede estar en el precario valor científico de la doctrina moderna que las lanza.

En cuanto a nosotros, no hemos encontrado un solo caso (ni entre los de paranoia ni entro los de parafrenia) en que falten las mencionadas anomalías familiares. En todos están siempre a la vista: educación del hijo por uno solo de los progenitores, las más de las veces por el progenitor del mismo sexo, ya sea que se trate de orfandad, o ya de divorcio, situación frecuentemente reforzada por un aislamiento social secundario (educación de la hija por la madre, seguida de celibato prolongado, con perpetuación de la vida en común); pleitos conyugales ruidosos, etc.

Nos parece incluso que al conflicto agudo y manifiesto entre los padres es a lo que obedecen los raros casos de delirio paranoico precoz que nos ha sido dado observar, y que son los de un muchacho> de catorce años y uno de dieciséis: delirio netamente agresivo y reivindicador en el menor de los dos, delirio de interpretación típico en el mayor.

A la falta de uno de los padres parecen responder, en cambio, delirios más tardíos y también más disociados.

Pero hay un punto que nos parece capital y que ningún autor ha puesto de relieve, y es la frecuencia de una anomalía psíquica, similar a la del sujeto, en el progenitor del mismo sexo, que ha sido a menudo el único educador. La anomalía psíquica puede (como en el caso Aimée) no revelarse sino en época bastante tardía en el progenitor. No por ello deja de ser significativo el hecho. La frecuencia de este fenómeno nos ha llamado la atención desde hace mucho. Lo que podía hacemos titubear un tanto son los datos estadísticos publicados por Hoffmann y por Von Economo de un lado, y por Lange de otro, los cuales llegan a conclusiones opuestas a nuestra observación y hablan de la herencia «esquizoide» de los paranoicos.

Pero el problema se nos presenta mucho más claro si eliminamos de su consideración los datos, más o menos teóricos, que se fundan en la investigación de las constituciones, y nos quedamos únicamente con los hechos clínicos y con los síntomas manifiestos. No puede entonces dejar de impresionamos la frecuencia de los delirios a dúo, que reúnen a madre e hija o a padre e hijo. Si estudiamos atentamente estos casos, nos daremos cuenta de que la doctrina clásica del contagio mental no los explica jamás. Es imposible distinguir entre el presunto sujeto inductor, cuya eficacia sugestiva radicaría en sus capacidades superiores (?) o en alguna estenia afectiva mayor, y el presunto sujeto inducido, que sería el que tiene que sufrir la sugestión a causa de su debilidad mental. Se habla entonces de locuras simultáneas o de delirios convergentes. Pero queda sin explicar el hecho de que tal coincidencia sea tan frecuente.

Nosotros hemos agrupado, en una publicación de la Sociedad Médico-Psicológica, dos de esas parejas familiares delirantes (madre e hija). En ambos hemos podido señalar la importancia del aislamiento social en pareja, y la ley del reforzamiento de la anomalía psicótica en el descendiente.

Es notable el hecho de que, en todos los casos de «delirios a dúo» registrados por Legrand du Saulle en su libro magistral, los codelirantes estén unidos entre si por un vínculo familiar o por una vida en común bastante prolongada.

Por otra parte, Lange, hostil a toda conclusión prematura en cuanto a la herencia de las psicosis paranoicas, ha demostrado la enorme frecuencia con que se encuentra, en los ascendientes directos de estos sujetos, un delirio cuya similaridad llega hasta el extremo de reproducir el contenido mismo del delirio.-

En efecto, cuando estudiamos de cerca estos casos, nos damos cuenta de que la noción de una transmisión hereditaria, tan discutible en psicología, no tiene ninguna necesidad de ser aducida. La anamnesis demuestra, invariablemente, que la influencia del medio se ha ejercido de manera ampliamente suficiente para explicar la transmisión del trastorno.

Pero si ha llegado a ser posible admitir lo anterior, es sólo porque nos hemos enseñado a conocer el papel primordial que desempeña en la psicogénesis ese medio eminentemente dotado de un valor vital electivo que es el medio parental.

Son hechos que están esperando el día en que se les pueda clasificar y juzgar sobre datos estadísticos. Pero éstos, por su parte, sólo serán válidos si cuentan con un estudio rigurosisimo de los casos concretos, que permita irlos agrupando con precisión en cierto número de situaciones reaccionales típicas.

De acuerdo con nuestras observaciones, las más determinantes son las situaciones familiares de la infancia, pero nuestro caso nos muestra que las demás situaciones vitales de la vida desempeñan igualmente un papel que, aunque suela depender de su relación con las primeras, no por ello deja de ser notorio en la organización de la psicosis. A medida que otros estudios como el nuestro vayan proporcionándonos más hechos nuevos, se irá viendo mejor de qué manera las inter-reaccíones «inconscientes» entre los individuos van mucho más lejos de lo que las experiencias mismas de la sugestión dirigida hablan permitido imaginar.

Semejante concepción genética de estas inter-reacciones es, por lo demás, la única que permitirá concebir los hechos incontestables de contagio mental que se observan en aquellos casos en que la «disociación» psíquica está lo bastante avanzada para oponerse a toda comunicabilidad social del psiquismo por las vías normales.

Sobre la base de investigaciones históricas así concebidas es como podrá establecerse la parte que en las psicosis hay que conceder al elemento auténticamente constitucional.

No vamos nosotros a negar ese elemento, cuando el promotor mismo de las nociones que nos han permitido concebir en su verdadera medida la reactividad psicológica, Freud, se ocupa de él incesantemente en sus obras.

Sin embargo, pensamos que para conocer el valor exacto del elemento constitucional en las psicosis, es de buen método científico proceder por vía de reducción. En efecto, cuanto más se avance en la tarea de empujar las metamorfosis y las máscaras psicológicas secundarias hasta su último reducto, tanto mejor aparecerá en su simplicidad el elemento congénito último.

Un método como ése tendrá, además, derecho a nuestras preferencias en cuanto médicos. En un terreno en que se trata ante todo de curar síntomas, nos brinda, en efecto, una esperanza terapéutica tanto mayor cuanto más extenso demuestre ser en el psiquismo el campo del reflejo condicional.,»

El segundo orden de hechos a cuya indagación nos invita nuestro estudio es el de las formas conceptuales o de las funciones mentales de representación, en su sentido más general, que son propias de nuestros enfermos.

Para abordar este estudio, creemos que nunca nos guardaremos lo suficiente de la tentación de imaginar la estructura de las funciones de representación (tomadas en el sentido más vasto, en el cual queda incluida la actividad imaginativa pura) sobre el modelo de la arquitectura, modelo que nos revela la neurología en las vías motrices o en los centros del lenguaje. Semejantes analogías aventuradas son las que llevan a gran número de autores a concebir la psicosis como un fenómeno de ~t de los centros llamados de control o de síntesis, y de liberación correlativa de los centros inferiores: es lo que expresan al hablar de un fenómeno de automatismo, término tanto más seductor aquí cuanto que cada cual puede confundir en él, a su gusto, los sentidos completamente diferentes que presentan sus empleos precisos, en neurología por una parte, y en psiquiatría por otra.

Hay aquí una verdadera petición de principio, no confirmada en modo alguno por la observación concreta. ¿Por qué, según lo hemos indicado antes, la estructura de las representaciones mórbidas no habría de ser en las psicosis simplemente otra, distinta de lo que es en la situación normal? En su libro, verdadero dechado de prudencia intelectual, Blondel ha puesto muy de relieve este hecho: la consciencia mórbida se muestra dotada de una estructura radicalmente diferente de la de la consciencia normal, y esto mismo, según él, es lo que debe ponemos en guardia contra toda tentativa de comprensión aventurada. Pero eso no nos da derecho para declarar tajantemente que la consciencia mórbida no es más que una forma empobrecida de la consciencia normal. Nuestro autor, por el contrario, ve en la consciencia mórbida una representación del mundo más indiferenciada, es decir, más directamente unitiva con el ritmo de lo real, más inmediatamente surgida asimismo de las relaciones vitales del yo, sólo que, por eso mismo, asocial e incomunicable.

Una concepción como la de Blondel, en la cual se combinan el rigor y la prudencia, representa un orden de doctrinas psiquiátricas no menos importante que el primero, o sea el de las que se inspiran no ya en la neurología, sino en la sociología.

Los investigadores italianos modernos, según lo hemos indicado antes (cap. 1 de la parte i), esperan encontrar la clave de las estructuras mentales de la paranoia en una comparación con las formas (definidas por los sociólogos) del pensamiento primitivo, llamado por otro nombre pensamiento prelógico. Son llevados a emprender ese camino por el espíritu que sobrevive de las teorías lombrosianas, y encuentran para ello el mejor apoyo en los trabajos de la escuela sociológica francesa contemporánea. Nosotros creemos que las investigaciones futuras, así sobre la paranoia como sobre la parafrenia, están destinadas a internarse más y más en ese camino. ¡Ojalá que estas reflexiones sirvan como de cebo!

Cualquiera que sea el futuro que tengan, subrayemos el hecho de que la inspiración misma de tales investigaciones le quita todo fundamento a una subestimación del valor humano de la psicosis, y particularmente de lo que produce bajo su imperio la imaginación creadora del enfermo. No de otra manera el canon griego de la belleza deja intacta la significación de un ídolo polinesio.

¿Quiere esto decir que hay un beneficio positivo en la psicosis? Si hemos de ser consecuentes, no podemos negar a prior¡ tal posibilidad. El beneficio podrá realizarse a expensas de la adaptación social e incluso biológica del sujeto, pero eso no disminuye en nada el alcance humano de algunas representaciones de origen mórbido.

Ciertos rasgos exquisitos de la sensibilidad de nuestra enferma -su comprensión de los sentimientos de la infancia, su entusiasmo por los espectáculos de la naturaleza, su platonismo en el amor, as¡ como su idealismo social, que no conviene tener por vacio a causa de haber quedado sin empleo- se nos muestran, evidentemente, como virtualidades de creación positiva; y no se puede decir que la psicosis haya dejado intactas esas virtualidades, puesto que, por el contrario, es la psicosis la que las ha producido directamente.

¿Diremos que la psicosis ha privado a la enferma de los medios de expresión, socialmente eficaces, de esos sentimientos? Pero ¿cómo demostrarlo? Ese gusto de la escritura gracias al cual Aimée, a semejanza de tantos otros, vuelve la espalda al estrecho circulo humano en que fracasa para dirigirse a una colectividad más vasta que la compensará de su fracaso, ese regodeo casi sensible que le producen las palabras de su lengua, ese carácter Í de urgente necesidad personal que adquiere en ella la elaboración de la obra literaria, ¿acaso todo eso es menos debido a la psicosis que los rasgos precedentes? Desde luego que no, puesto que Aimée no consiguió llevar a término lo mejor y lo más importante que ha escrito sino en el momento más agudo de su psicosis, y bajo la influencia directa de las ideas delirantes. Por lo demás, la caída de la psicosis parece haber determinado la actual esterilidad de su pluma.

¿No se puede decir, por el contrario, que lo único que le ha hecho falta a nuestra enferma, para llevar a cabo una obra válida, es una instrucción suficiente de los medios de información y de los medios de critica, en una palabra la ayuda social? Es algo que nos parece evidente al leer muchos pasajes de sus escritos.

Cualquiera que nos lea evocará aquí, sin duda, el caso de un paranoico de genio, Jean-Jacques Rousseau. Considerémoslo, pues, durante un instante en función de nuestra enferma.

Guardando todas las proporciones, no podemos menos de sentirnos impresionados por los rasgos de la personalidad de Rousseau que se encuentran en nuestra paciente: las fallas de su conducta familiar, el contraste de estas fallas con su pasión de idealismo ético y de reforma social (objetos, los dos, de requisitorias cuya inanidad ha sido puesta de manifiesto por nuestros conocimientos actuales de psicología), su preocupación por la infancia, su sentimiento de la naturaleza, su gusto de autoconfesión. Es difícil negar que estos rasgos están relacionados con el mismo determinismo del cual depende no sólo la psicosis de interpretación típica de que estaba afectado Rousseau (según está atestiguado por su conducta y por su correspondencia), sino también su perversión masoquista, limitada por lo demás a una actitud imaginativa. La comparación con nuestra enferma nos resulta tanto más tentadora cuanto que Rousseau mismo hace remontar la génesis de sus perversiones a un período y a un episodio de su infancia que se relacionan de manera directa con la integración personal de las constricciones punitivas.

En el caso de Rousseau, se plantea naturalmente la cuestión de cuál es la parte que debe su genio al desarrollo anómalo de la personalidad que revelan esos rasgos. No podemos detenernos aquí en esa cuestión, que ya ha sido objeto de monografías y de trabajos de conjunto considerables.

Limitémonos a subrayar estos dos puntos: primero, que de todas las acciones que recaen en el dominio social, la acción del genio es la que hace mayor uso del valor representativo de la personalidad; y segundo, que en la irradiación de la personalidad de Rousseau tuvieron un papel manifiesto los rasgos mismos que marcan su anomalía.

Por lo demás, sólo un estudio histórico minuciosísimo de la actividad social y de la actividad creadora del escritor podría damos la posibilidad de apreciar qué es lo que deben de positivo a su anomalía mental sus medios de expresión mismos, a saber, no únicamente su sensibilidad estética y su estilo, sino también su poder de trabajo, sus facultades de entrenamiento, su memoria especial, su excitabilidad, su resistencia a la fatiga, en una palabra los diversos resortes de su talento y de su oficio. Pero para determinar la parte que en tales elementos le corresponde a la psicosis, o sea, para nosotros, a la génesis anormal de su personalidad, la ausencia de informaciones sólidas sobre los factores neurobiológicos será aquí irremplazable, y constituirá siempre la fragilidad de tales estudios históricos.

A pesar de todo esto, nosotros creemos que esas investigaciones psiquiátricas acerca de los hombres cuya personalidad ha tenido un alto poder de sugestión social, tienen un valor muy grande para el estudio de los mecanismos de la personalidad. Pensamos, por lo tanto, que no deben ser condenados a causa de los defectos que les son inherentes. Ciertos espíritus no mediocres han querido que los dominios de la gloria le estén vedados a la psiquiatría: el mejor de sus argumentos, el que dice que la enfermedad no puede dar ningún valor espiritual positivo, descansa íntegramente sobre una concepción doctrinal de la psicosis como déficit, y nosotros justamente hemos comenzado por demostrar lo mal fundado de semejante teoría.

Así, pues, los únicos obstáculos serios para tales investigaciones siguen siendo la idolatría natural por el vulgo y el mal uso que de ellas harán los espíritus mediocres, que son quienes más se han visto tentados a emprenderlas. Ninguno de esos obstáculos debe hacemos renunciar a los beneficios que de ellas cabe esperar para la ciencia, aún naciente, de la personalidad.

Consideremos ahora, entre las funciones psíquicas de representación, no ya la imaginación creadora que es la que nos ha ocupado hasta aquí de manera más particular, sino esas funciones propiamente conceptuales que son el fundamento de toda objetividad. Para uso de nuestro estudio, vamos a limitar su campo: vamos a tomar desde su acción en la simple percepción hasta las operaciones discursivas de la lógica, de manera que dejaremos excluidas las funciones del juicio, que representan síntesis de la conducta en la que se integran directamente otros componentes del psiquismo, como emociones, apetitos, sentimientos reguladores de la acción, etc.

La doctrina clásica de la paranoia da por supuesto que estas funciones quedan «conservadas». Sérieux y Capgras afirman que, en el delirio de interpretación, el percepto es exacto, si bien el juicio está pervertido. Y, según Kraepelin, «el orden lógico se conserva en los pensamientos, los actos y el querer».

Estas afirmaciones responden, evidentemente, al carácter clínico, según el cual los delirios paranoicos son delirios comprensibles. Tomadas en ese sentido, son acertadas; parecen sobre todo evidentes si nos atenemos a comparar los delirios que estamos describiendo con los delirios parafrénicos, por ejemplo.

Pero, según creemos haber demostrado (véase el cap. 2 de esta parte), si se estudian los delirios paranoicos en su estructura propia, ya esos criterios no se nos muestran dotados más que de un valor muy aproximativo.

Por principio de cuentas, la percepción ya no parece ser exacta; está profundamente trasformada. Hemos hecho ver la frecuencia (descuidada hasta ahora) con que en estos delirios intervienen trastornos cuyo valor de anomalías perceptivas está fuera de toda duda. Hemos puesto de relieve, asimismo, que las pretendidas interpretaciones pertenecen de hecho al número de esos trastornos perceptivos. Estos preceptos anormales han sido relacionados por nosotros con dos estructuras mórbidas de la aprehensión de lo real; nos ha parecido que una de estas estructuras depende de los mecanismos oníroidos, y que la otra se acerca más a los trastornos perceptivos de la psicastenia. Digamos aquí, para extremar plenamente nuestro pensamiento, que si la génesis de las percepciones e interpretaciones oniroides depende directamente, en opinión nuestra, de los trastornos orgánicos que determinan la aparición de la psicosis, en cambio los fenómenos del segundo tipo dependen, siempre según nosotros, de una forma conceptual específica de la psicosis paranoica. Sólo un estudio comparativo en que vayan a la par el escrúpulo científico y una documentación abundante podría revelamos en qué medida las percepciones psicóticas están emparentadas con la percepción llamada animista, en la cual el hombre primitivo carga de significación personal los fenómenos mismos de la naturaleza.

De cualquier modo que sea, nuestro análisis, al poner de manifiesto la inanidad de una génesis «razonante» de estos fenómenos, les quita todo valor a los argumentos puramente fenomenológicos en que ciertas doctrinas se fundan para oponer de manera radical la interpretación por una parte, y por otra parte los fenómenos «impuestos», xenopáticos, también llamados «alucinatorios», con una extensión. frecuente, pero discutible, del término «alucinación».

En este sentido, a pesar de nuestra actitud de oposición hacia las doctrinas constitucionalistas, suscribimos plenamente la fórmula con que Dupré ponía un término a la discusión en tomo a los delirios pasionales. Lo que Dupré dice es que es imposible fundar para los delirios ninguna clasificación sobre bases semiológicas, tales como interpretación, alucinación o pasión, que no representan nunca más que «mecanismos y no causas».

¿Y qué decir de esa «conservación del orden lógico en los pensamientos» que se presenta como característica, en nuestra psicosis entre todas, de la disposición de las ideas delirantes? ¿Podremos tener por válida cuando menos esa idea? Como va a verse, nuestra-respuesta , es negativa. En efecto, retornemos bajo este ángulo el estudio del delirio, tal como lo hemos descrito en su periodo de estado plenamente organizado (cap. 1 de esta parte). ¿Qué sucede allí con los principios lógicos fundamentales de la contradicción, de la localización espacial y temporal, de la causalidad?

Lo que durante un instante nos hace creer en su presencia organizadora es un primer rasgo característico del delirio, que es su claridad significativa. Pero ya hemos hecho ver que esta claridad es de una índole que no se parece a la de la lógica, y que sólo se refiere al sentido perfectamente congruente que tienen los temas delirantes, como expresión de tendencias afectivas no reconocidas por la consciencia del sujeto. Este primer carácter del delirio, o sea la evidencia de su significación, vale la pena de ser destacado. Muy diferente de la oscuridad simbólica de los sueños, esa claridad ha hecho decir que «en el delirio, el inconsciente se expresa directamente en el consciente». Hemos hecho notar las dificultades especiales que de ello resultan para el psicoanálisis de los delirios. Puede decirse que, contrariamente a lo que ocurre con los sueños, que deben ser interpretados, el delirio es en sí mismo una actividad interpretativa del inconsciente. Y ahí tenemos un sentido completamente nuevo que se ofrece al término «delirio, de interpretación».

Sin embargo, si se interroga al enfermo acerca de los orígenes históricos de sus convicciones delirantes, aparecerá de golpe el segundo rasgo característico A-1 delirio, que es su imprecisión lógica. Nada más difícil de captar que el encadenamiento temporal, espacial y causal de las intuiciones iniciales, de los hechos originales, de la lógica de las deducciones en los delirios paranoicos, ni siquiera en el más puro de ellos. Hemos hablado de amnesia electiva; pero esta amnesia no parece referirse en realidad a los hechos, evocados siempre con una precisión satisfactoria, sino a sus circunstancias, a su localización, a su coordinación. As¡ nuestra enferma es capaz de asegurarnos que ha visto varias veces la persona y la imagen de la señora Z. a lo largo de su permanencia en París, pero en cambio es incapaz de recordar dónde y cuándo tuvieron lugar esos hechos. De la misma manera, es incapaz de situar la época ni las causas de la introducción de P. B. en su sistema delirante, pero recuerda con precisión que esta introducción se produjo como un rayo de luz. «Aquello dio una especie de rebote en mi imaginación.»

Pero también es que ese término que empleamos, «amnesia», no tenia más que un valor provisional, y de hecho es completamente inexacto. De ninguna manera se trata aquí de trastornos de la rememoración, que se refieran a hechos que muy probablemente no han existido nunca. De lo que se trata en realidad es de un trastorno de la creencia. En efecto, para que el enfermo anexe a la imagen evocada por las asociaciones delirantes el coeficiente de creencia que la convierte en una imagen integrada a su pasado, o sea una imagen-recuerdo, es preciso que no se haya dejado estorbar por ninguna referencia a ese sistema coherente según el cual el hombre normal organiza su historia por medio de los principios de lugar, de tiempo, de causa y de identidad.

De hecho, la imagen no se le presenta al enfermo de otra manera que en el caso ideal forjado, por William James, según el cual: ‘Todo objeto [imaginativo] que no se topa con contradicción se convierte ipso facto en un objeto de creencia y queda establecido como una realidad absoluta.» Lo que encontramos en la génesis del delirio es, pues, una deficiencia del principio de contradicción, tomado en su sentido más general.

De esa manera, en la organización de las creencias delirantes, como también en las percepciones delirantes, nos encontramos con dos órdenes de trastornos: unos son debidos a estados tóxicos o autotóxicos que, como sabemos, pueden modificar directamente el sentimiento de la creencia, y los otros tienen que ver con formas conceptuales propias de la psicosis, formas en las cuales se manifiesta la falla de los marcos lógicos, llamados a priori, del pensamiento normal.

Pero esta imprecisión lógica del delirio no demuestra todo su alcance sino en la medida en que dejamos de ver en el delirio algo privado de valor de realidad. El delirio, según lo hemos demostrado, expresa claramente tendencias psíquicas cuya expresión lógica normal es lo único que está reprimido. Además, conduce a identificaciones explicativas y mnésicas que, si bien posteriores a los trastornos iniciales del delirio y racionalmente ilusorias, no por ello dejan de estar en una relación constante con un complejo o con un conflicto, de naturaleza ético-sexual, generador del delirio.

Nuestra posición acerca de este punto es tanto menos sospechosa cuanto que nos hemos visto llevados a ella sin tener ninguna idea preconcebida. Las investigaciones atentas que nos han mostrado de una parte la imprecisión lógica del delirio, y por otra parte su alcance siempre significativo de cierta realidad, nos han sido sugeridas, en efecto, por la idea absolutamente contraria de demostrar que la psicosis representarla un «proceso» extraño a la personalidad. Técnicas de interrogatorio e hipótesis teóricas nos eran aportadas en ese sentido por gran número de autores, a quienes hemos citado en el cap. 4 de -nuestra parte.

El estudio de los hechos nos ha llevado, por lo que se refiere cuando menos a una parte de las psicosis paranoicas, a conclusiones completamente opuestas a las de ellos, a saber: que las concepciones delirantes tienen siempre cierto valor de realidad, el cual se comprende en relación con el desarrollo histórico de la personalidad del sujeto.

En consecuencia, el delirio, caracterizado, según hemos visto, por su imprecisión lógica, no está revelando formas conceptuales que le sean propias. Nos parece que, en nuestro caso, es posible determinarlas en parte. Ya hemos subrayado en el análisis del delirio el carácter de duplicación, triplicación y multiplicación que en él representan los perseguidores en su papel de símbolos de un prototipo real. Lo que aquí tenemos es la indicación de un principio de identificación iterativa, que es un modo de organización «prelógico» de un alcance muy general en los delirios de las psicosis.

En psicosis paranoicas relativamente benignas, este principio no es perceptible más que en ciertos detalles de la organización delirante, pero en cambio gobierna totalmente los delirios más graves de las grandes paranoias interpretativas esquizofrénicas y de las parafrenias. Es en ellos donde se ven florecer a montones las ideas de vuelta a comenzar, de repetición indefinida de los mismos acontecimientos en el tiempo y en el espacio, las desmultiplicacíones ubicuistas de un mismo personaje, los ciclos de muerte y resurrección que el sujeto atribuye a su persona, las dobles y triples realidades que reconoce en competencia unas con otras. Hemos comprobado este carácter en no pocas observaciones, algunas de las cuales han visto la luz pública.

¿No es ése el mismo principio que se refleja hasta en los trastornos de la percepción, por la repetición, la multiplicidad, la extensividad de los fenómenos de falsos reconocimientos, de simbolismos amenazantes, de significaciones personales?

Por otra parte, es evidente el parentesco de las concepciones que estamos exponiendo con las producciones míticas del folklore: mitos de eterno regreso, sosías y dobles de los héroes, mito del Fénix, etc. No menos claro es su parentesco con las formas conceptuales que son características del pensamiento «prelógico» en las cuales se desconoce el principio de identidad.

Señalemos asimismo su parentesco (más inesperado aún) con ciertos principios generales de la ciencia, a saber, los principios de constancia energética, cuando menos en la medida en que no se ven complementados por los principios correlativos de caída y de degradación de la energía. Esta asimilación no sorprenderá a aquellos a quienes el espléndido libro de Meyerson les haya mostrado la identidad formal de los mecanismos profundos de todo pensamiento humano. Nos hará claro, por otra parte, un hecho señalado por Ferenczi, a saber, la predilección que manifiestan muchos paranoicos y parafrénicos (y también dementes precoces) por la metafísica y las doctrinas científicas colindantes con ella.

Creemos, pues, haber determinado los rasgos más generales de una estructura conceptual particular que se extiende a las psicosis paranoicas y a las psicosis vecinas. En nuestra opinión, el estudio de las variaciones de estos rasgos, según cada tipo de psicosis, tiene que suministrar a las investigaciones futuras un criterio de clasificación mucho más próximo a la causa real de las psicosis que los mecanismos completamente contingentes (interpretaciones, seudo-alucinaciones, etc.) en que se ha fundado hasta ahora.

Para esas estructuras fundamentales, proponemos el titulo de «formas del pensamiento paranoide».

Estas formas, que imponen su estructura conceptual al sistema del delirio, son las mismas que, en último análisis, trasforman la percepción. Pueden expresarse de acuerdo con cuatro principios:

1] Claridad significativa de las concepciones del delirio;

2] Imprecisión lógica y espacio-temporal de su desarrollo;

3] Valor de realidad de la expresión que dan de un complejo o de un conflicto desconocidos por el sujeto;

4] Organización de estas concepciones por un principio prelógico de identificación iterativa.

Por último, hay un tercer orden de investigaciones que no tiene que ser excluido de un estudio verdaderamente científico de estos enfermos. Es el orden de medida de su peligrosidad social. La última palabra de la ciencia consiste en prever, y si, como nosotros creemos, el determinismo se aplica en psicología, debe permitirnos resolver el problema práctico que cada día se le plantea al experto a propósito de los paranoicos, y que consiste en saber en qué medida un sujeto dado es peligroso, y especialmente en qué medida es capaz de realizar sus pulsiones homicidas.

Es éste un problema cuya consideración tiene gran interés por sí misma. No son raros, en la práctica del peritaje psiquiátrico, los casos en que el crimen constituye por si solo todo el cuadro semiológico de la anomalía psíquica presunta.

Un sujeto del cual puede decirse que ha vivido una vida ejemplar por el control de si mismo, la manifiesta suavidad del carácter, el rendimiento laborioso y el ejercicio de todas las virtudes familiares y sociales, se convierte de pronto en asesino: mata dos veces y a dos de sus deudos más cercanos, con una lucidez deducible de la ejecución minuciosa de los crímenes. Piensa matar todavía y matarse luego a si mismo, pero de repente se detiene, como saciado. Ve lo absurdo de sus crímenes. Una motivación, sin embargo, lo ha sostenido hasta ese momento: la de su inferioridad, la de su destino condenado al fracaso. Motivación ilusoria, pues en realidad nada en su situación andaba peor de lo que para él era costumbre, ni de lo que es común a cada persona. Sin embargo, durante un momento, epifenómeno de la impulsión-suicidio, le ha parecido que el porvenir se le cerraba. No ha querido abandonar a los suyos a las amenazas de ese futuro negro, y ha comenzado la matanza. El primer crimen ha sido impulsivo, como sucede las más de las veces, pero preparado por una larga obsesión; y en el segundo crimen la ejecución ha sido calculada, minuciosa, refinada. El examen psiquiátrico y biológico de los expertos, la observación prolongada durante varios meses por parte nuestra en una clínica, no han dado, a partir del drama, más que resultados totalmente negativos.

Se puede afirmar, por el análisis de la vida pasada del enfermo, la presencia de conflictos afectivos antiguos, reprimidos, y de un alcance enorme. En su infancia se revela una de las anomalías de situación familiar cuya acción traumatizante es más manifiesta. Además esta situación afectiva infantil aparece directamente calcada en su matrimonio. Pero la doble opresión de los imperativos morales, a través de la voz de su conciencia y a través de las virtudes de su esposa, le ha impuesto al sujeto la represión total del odio que esta situación implicaba, e incluso su inversión en un amor de manifestaciones atentas. Su conducta sin defectos, la suavidad casi humillada de todo su comportamiento, en particular conyugal, adquieren, después del drama, un valor sintomático.

Pero ¿quién hubiera podido discernir el síntoma antes del crimen? ¿Y quién no . e que, en el caso concreto cuyos rasgos más salientes acabamos de evocar, la impulsión homicida, en la cual se resume el cuadro clínico, resume igualmente en sí misma toda la patogenia?

¿No podemos, por consiguiente, concebir en cada sujeto esta impulsión homicida como directamente evaluable, a condición de que existan medios de investigación psicológica que vayan más allá de la simple observación?

Tal es el problema que día a día pone la clínica delante de nuestros ojos. Todos los observadores, en sus descripciones, tienden a precisar cuando menos de manera relativa la intensidad, la inmediatez, el alcance y la permanencia de la impulsión homicida, particularmente en las psicosis.

Sérieux y Capgras creen que es posible oponer bajo estos diferentes ángulos la peligrosidad social del delirio de reivindicación y la del delirio de interpretación. Nuestra concepción de los mecanismos del delirio puede hacer- comprender estos hechos: el peligro más grande, más inmediato, más dirigido también, que presentan los casos de querulancia, se explica por el hecho de que, en ellos, la impulsión homicida cuenta con el complemento energético de la conciencia moral, del ideal del yo, que aprueba y justifica dicha impulsión. Sin duda la forma sin máscara bajo la cual aparece aquí la obsesión criminal en la consciencia, y la hiperestenia hipomaniaca concomitante, se deben a esa situación afectiva, que se presenta como lo inverso del complejo de autocastigo.

Por el contrario, en las psicosis autopunitivas -que, como lo hemos mostrado, se traducen clínicamente en un delirio de interpretación-, las energías autopunitivas del super-ego se dirigen contra las pulsiones agresivas surgidas del inconsciente del sujeto, y retardan, atenúan o desvían su ejecución.

Se puede decir que el delirio mismo no es más que el epifenómeno de semejante conducta. Lejos de quejarse, como en efecto lo hace el querulante, de un perjuicio preciso, llevado a cabo, y que hay que hacerle pagar a su autor, el interpretativo cree sufrir de sus perseguidores unos agravios cuyo carácter ineficaz, siempre futuro, puramente demostrativo, es impresionante para el observador, si es que, por lo demás, escapa a la crítica del sujeto. Lo más frecuente es que necesite pasar un período no sólo dubitativo, sino también longánimo, para que los sujetos reaccionen. Aun así, esta reacción, como se ve claramente en el caso de nuestra, enferma, tendrá al principio un carácter a su vez demostrativo, un valor de advertencia, que debe permitir muchas veces la prevención de otras reacciones más graves (lo cual, según hemos visto, seguramente hubiera podido hacerse en el caso de nuestra enferma). Se ve finalmente que, en la medida misma en que la reacción criminal va a agredir a un objeto que no lleva más que la carga de un odio varias veces trasferido, la ejecución misma, aunque preparada, es muy a menudo ineficaz por falta de estenia.

Por todas esas razones se puede decir, con Sérieux y Capgras, que el peligro representado por los delirios de interpretación es menos grande, menos inmediato y menos dirigido que el representado por los querulantes. Pero cuando nuestros autores se expresan en esos términos, no están apuntando más que una verdad estadística por lo demás evidente. En cada caso mórbido, la peligrosidad debe considerarse prácticamente como igual de temible, a falta de un método seguro para evaluarla en el individuo.

Prosigamos nuestro examen de la reacción homicida en la serie de las psicosis.

Consideremos en primer lugar esos delirios interpretativos en los cuales no son demostrables los mecanismos de autocastigo descritos por nosotros. Se puede observar que en ellos se acentúan ciertos caracteres que tienden a atenuar el peligro de la psicosis: represión y derivación del odio, alcance puramente demostrativo de la persecución delirante. Por eso las reacciones acarreadas por esos delirios están mucho menos dirigidas y son en sí mucho más demostrativas que en la forma precedente. Hay en ellas, pues, una pérdida proporcional de eficacia.

Pero esas reacciones están dotadas, por el contrario, de una brutalidad y de una impulsividad particulares, debidas sin duda a la ausencia de la instancia autopunitiva.,

Hay, pues, en este punto de la gama natural de los delirios una recrudescencia del peligro social, una especie de punto de enderezamiento de la curva pulsional homicida.

Tal es el caso de no pocos sujetos cuyo delirio paranoico no revela ninguna estructura autopunitiva, pero que deja aparecer nítidamente la significación de homosexualidad reprimida en la cual insiste Freud, y cuyo alcance, en efecto, muestra ser muy general en los delirios paranoicos.

Los ejemplos de esto se presentan en gran número a nuestra memoria. Uno de esos sujetos, de origen extranjero, después de diez años de persecución delirante, soportada sin reacción grave, visita un buen día a un banquero de su nacionalidad, a quien, sin conocerlo, ha implicado en la conspiración de sus enemigos, y le descerraja cinco balazos. Observemos que en estos casos, aunque se produzca el alivio afectivo después del crimen, la convicción delirante persiste.

Así, por una serie de degradaciones progresivas, llegamos a los delirios que están en el límite de la paranoia y de los estados paranoides,- a las parafrenias, y de ahí a los estados paranoides mismos.

La peligrosidad social de estos enfermos se acentúa de acuerdo con la dirección de la curva esbozada por las formas psicóticas precedentes, es decir en un sentido creciente, aunque poco sensible. Este acrecentamiento no se refiere a la dirección ni a la eficacia del crimen, sino sobre todo a su impulsividad, a su brutalidad y a su inmotivación.

Aquí, en efecto, entramos de lleno en el terreno cubierto por el magnífico estudio de Guiraud sobre los crímenes inmotivados Para explicar estos crímenes, Guiraud hace ver la necesidad de acudir a la doctrina freudiana y a la distinción generalísima que esta doctrina permite establecer entre los crímenes del Yo (en los cuales entran todos los crímenes llamados de interés) y los crímenes del Ello (en los cuales entran los crímenes puramente pulsionales, como los que se dan típicamente en la demencia precoz).

En cuanto a nosotros, creemos que podemos añadir una precisión absolutamente rigurosa a la frontera misma que delimita esas dos clases de crímenes. Entre esas dos clases, en efecto, nuestro estudio permite determinar un tipo de crímenes, los crímenes de los delirios de querulancia y de los delirios de autocastigo, que son crímenes del Super-Ego. Como es sabido, esta función psíquica, por su génesis y por su función, se revela como intermedia entre el Yo y el Ello.

Por lo que respecta a los crímenes inmotivados o crímenes del Ello, Guiraud muestra muy bien su carácter de agresión simbólica (lo que el sujeto quiere matar aquí no es su yo o su super-ego, sino su enfermedad, o, de manera más general, «el mal»; los casos que él cita muestran muy bien, por lo demás, la distribución de la peligrosidad social de estos sujetos: sus víctimas son en efecto, tal como permitiría preverlo la teoría, ya sus parientes cercanos, ya sujetos totalmente desconocidos de ellos.

Este rápido esbozo del problema de profilaxia social planteado por los delirantes debe bastar para justificar el que se le conciba bajo el ángulo completamente general de una impulsión homicida primordial en el psiquismo humano. Semejante concepción, que tiene de su parte la sabiduría de las naciones y la tradición más clásica, recibe de los estudios sociológicos modernos una confirmación sobre la cual no podemos extendemos aquí.

Sin duda no podemos llegar actualmente a ninguna conclusión práctica sobre el tema de la medida individual de peligrosidad homicida de un delirante determinado, medida implicada, sin embargo, en las decisiones profilácticas que se esperan del experto.

Nos parece que la introducción de las técnicas del psicoanálisis en el campo de la psiquiatría permite por vez primera concebir la posibilidad de encontrar para esa medida una unidad de evaluación científica.

El psicoanalista, en efecto, se apoya constantemente, en su tratamiento, sobre las resistencias del sujeto, las cuales son para él, si así puede decirse, el termómetro del tratamiento catártico, a la vez que permiten postular sus medicaciones y seguir sus progresos. El limite de esa resistencia es precisamente la reacción agresiva, cuyo peligro permanente en el psicoanálisis de las psicosis ya hemos señalado. Es concebible que en la técnica aplicable a las psicosis en clínica cerrada -técnica que permiten entrever los progresos del psicoanálisis- pueda encontrarse un test de evaluación rigurosa de las pulsiones agresivas de un sujeto dado.

Semejante evaluación sería evidentemente esencial en la imputación de la responsabilidad penal, según el ángulo puramente positivista de la profilaxia en que se sitúan actualmente muchisimos teóricos, y que es social tanto en medicina legal como en derecho.

Nosotros, según lo hemos indicado ya, no creemos que este punto de vista pueda bastar en todos los casos. En opinión nuestra, la definición general que hemos dado de la personalidad, así como la discriminación nueva que introducimos en los delirios de acuerdo con la presencia o la ausencia del determinismo autopunitivo, pueden suministrar la base positiva que requiere una teoría más jurídica de la aplicación de la responsabilidad penal. Este punto desborda de nuestro tema preciso, pero sin embargo hemos creído pertinente indicar sus lazos directos con el problema que constituye el objeto de nuestro estudio.

Sólo recordaremos que, fundados en el carácter mínimo y reductible de la peligrosidad social de las psicosis de autocastigo, así como en nuestra concepción de su mecanismo, hemos expresado nuestra preferencia por la aplicación mesurada de sanciones penales a estos sujetos.

Seríamos completamente afirmativos acerca de este particular si en las cárceles francesas pudieran aplicarse una vigilancia y un tratamiento psiquiátricos.-

Observemos, para terminar, que si no se ha aplicado el psicoanálisis en el caso de nuestra enferma, esta omisión, no debida a nuestra voluntad, delimita al mismo tiempo el alcance y el valor de nuestro trabajo.

Por lo que se refiere a la presentación de los hechos y a su elaboración teórica, hay que dar ahora por concluida esta monografía de un caso que nos ha parecido particularmente iluminador para nuestro tema.

Vamos ahora a presentar las conclusiones generales que, en opinión nuestra, pueden sacarse en cuanto al problema de las relaciones de las psicosis paranoicas con la personalidad.