El chiste y las variedades de lo cómico (contin. 1)

El chiste y las variedades de lo cómico Podemos tomar como modelo del género el disparate cómico tal como lo producen los candidatos ignorantes en un examen; claro que es más difícil dar un ejemplo simple de los rasgos de carácter. No nos despiste el hecho de que disparate y tontería, de efecto tan a menudo cómico, no sean sentidos así en todos los casos, de igual modo que los mismos caracteres que una vez nos dan risa por cómicos, otras veces pueden parecernos despreciables u odiosos. Este hecho, que no debemos dejar de tener en cuenta, no hace empero sino indicar que en el efecto cómico intervienen todavía otras constelaciones que la comparación ya consabida, unas condiciones que acaso pesquisemos en otro contexto. Es evidente que lo cómico descubierto en las propiedades espirituales y anímicas de otro vuelve a ser resultado de una comparación entre él y mi yo; pero lo notable es que se trata de una comparación que casi siempre ha arrojado el resultado contrapuesto al caso del movimiento o la acción cómicas. En estos últimos era cómico que el otro se impusiera un gasto mayor del que yo creo necesitar; en el caso de la operación anímica, en cambio, será cómico que el otro se haya ahorrado un gasto que yo considero indispensable; en efecto, disparate y tontería son operaciones por defecto. En el primer caso yo río porque él lo hizo demasiado difícil, y por demasiado fácil en el segundo. Parece entonces que para el efecto cómico sólo importa la diferencia entre los dos gastos de investidura -el de la «empatía» y el del yo-, y no el sentido de esa diferencia. Esto al comienzo confunde nuestro juicio, pero deja de sonarnos raro tan pronto consideramos que es acorde a nuestro desarrollo personal hacia un estadio más alto de cultura el limitar nuestro trabajo muscular y aumentar nuestro trabajo de pensamiento. Aumentando nuestro gasto de pensamiento. logramos reducir nuestro gasto de movimiento para una misma operación, logro cultural de que son prueba nuestras máquinas. Dentro de una concepción unitaria armoniza, pues, que nos parezca cómico lo que en comparación con nosotros gasta en exceso para sus operaciones corporales y en defecto para sus operaciones anímicas, y no puede desecharse que en los dos casos nuestra risa exprese una superioridad, sentida como placentera, que nos adjudicamos con relación al otro. Y cuando la proporción se invierte en ambos, cuando el gasto somático del otro es menor y hallamos su gasto anímico mayor que el nuestro, ya no reímos: nos asombramos entonces, y admiramos. El origen aquí elucidado del placer cómico desde la comparación de la otra persona con el yo propio -desde la diferencia entre el gasto empático y el propio- probablemente sea el más sustantivo en lo genético. Pero es seguro que no ha seguido siendo el único. En algún momento hemos aprendido a prescindir de tal comparación entre el otro y el yo, y a procurarnos la diferencia placentera desde un solo lado, sea el de la empatía, sea el de los procesos del yo propio, con lo cual queda demostrado que el sentimiento de superioridad no posee un nexo esencial con el placer cómico. Una comparación es [empero] indispensable para la génesis de ese placer; hallamos que esa comparación se establece entre dos gastos de investidura que se suceden con rapidez y se refieren a la misma operación, y que producimos en nosotros por el camino de la empatía con el otro, o bien hallamos, sin esa referencia, en nuestros propios procesos anímicos. El primer caso -en el cual, por consiguiente, la otra persona sigue desempeñando un papel, sólo que ya no por su comparación con nuestro yo se presenta cuando la diferencia placentera de los gastos de investidura se establece por influjos externos que podemos resumir como «situación», en razón de lo cual esta variedad de lo cómico se llama también comicidad de situación. En ella no cuentan como asunto principal las propiedades de la persona que ofrece lo cómico; reímos aunque debamos decirnos que en igual situación nos habríamos visto precisados a hacer lo mismo. Aquí extraemos la comicidad del nexo del ser humano con el a menudo hiperpotente mundo exterior, entendiendo por este, respecto de los procesos anímicos en el hombre, también las convenciones y leyes objetivas de la sociedad, y aun sus propias necesidades corporales. Caso típico de esta última especie es que alguien, en una actividad que reclama sus fuerzas anímicas, se vea de pronto perturbado por un dolor o una necesidad excrementicia. La oposición de la cual obtenemos la diferencia cómica por empatía es la que medía entre el elevado interés que esa persona ponía en su actividad anímica antes de la perturbación y el mínimo que le queda tras sobrevenir esta. La persona que nos ofrece esa diferencia se nos vuelve cómica, nuevamente,, por defecto; pero ese defecto es sólo por comparación con su yo anterior y no con el nuestro, pues bien sabemos que en igual caso no nos habríamos comportado de otro modo. Ahora bien, lo notable es que sólo podemos hallar cómico este defecto del ser humano en el caso de la empatía, vale decir, en el otro, mientras que nosotros mismos en estos y parecidos embarazos sólo devendríamos concientes de unos sentimientos penosos. Probablemente sólo este mantenerse alejado lo penoso de nuestra persona nos posibilite gozar como placentera la diferencia resultante de la comparación entre las investiduras cambiantes. La otra fuente de lo cómico, la que hallamos en nuestros propios cambios de investidura, se sitúa en nuestras referencias a lo futuro que estamos habituados a anticipar mediante las representaciones-expectativa. Supongo que en cada una de nuestras representaciones-expectativa va envuelto un gasto cuantitativamente determinado, y en caso de desilusión él se reduce en una determinada diferencia; me remito aquí a las puntualizaciones que ya hice sobre la «mímica de representación». Empero, en el caso de la expectativa me parece más fácil demostrar el gasto de investidura efectivamente movilizado. Para una serie de casos, es palmario que unos preparativos motores constituyen la expresión de la expectativa, sobre todo en aquellos en que el evento esperado pone en juego mi motilidad; y esos preparativos son, sin más, susceptibles de una determinación cuantitativa. Sí espero coger una pelota que me arrojaron, imprimo a mi cuerpo unas tensiones que lo habilitarán para atajar su choque, y los movimientos superfluos que hago si la pelota atajada resulta ser demasiado liviana me vuelven cómico ante los espectadores. Mi expectativa me ha llevado a realizar un ,gasto de movimiento desmedido. Lo mismo ocurrirá sí, por ejemplo, levanto de una cesta un fruto que me parece pesado, pero me engañaba por estar hueco, era una imitación en cera. Mi mano delatará, por l a rapidez con que se levanta, que yo había aprontado una inervación desmesurada para el fin, y ello me pondrá en ridículo. Y hasta existe por lo menos un caso en que el gasto de expectativa puede medirse de una manera directa mediante un experimento fisiológico con animales. En las experiencias de Pavlov sobre las secreciones de saliva, a perros a los que se les ha colocado una fístula se les enseñan diversos alimentos, y los volúmenes de saliva secretados oscilan según que las condiciones experimentales hayan refirmado o desengañado las expectativas del perro de ser alimentado con lo que le enseñan. Aun donde lo esperado sólo pone en juego mis órganos sensoriales, y no mi motilidad, tengo derecho a suponer que la expectativa se exterioriza en cierto desembolso motor para poner en tensión los sentidos y para coartar otras impresiones no esperadas; en general, me es lícito concebir el acomodamiento de la atención como una operación motriz que equivale a cierto gasto. Además, puedo presuponer que la actividad preparatoria de la expectativa no ha de ser independiente de la magnitud de la impresión esperada, sino que figuraré lo grande o pequeño de ella mímicamente por medio de un gasto de preparativo mayor o menor, tal como sucede, sin mediar expectativa, en el caso de la comunicación y en el del pensar. Por otra parte, el gasto de expectativa constará de varios componentes, y también para mi desilusión intervendrán diversos, no sólo que lo sobrevenido sea sensorialmente mayor o menor que lo esperado, sino también que sea digno del gran interés que yo había dispensado a la expectativa. Es posible que esto me induzca a considerar, además del gasto para la figuración de lo grande y lo pequeño (la mímica de representación), el gasto para la tensión de la atención (gasto de expectativa) y, en otros casos, aun el gasto de abstracción. Pero estas otras variedades de gasto se reconducen con facilidad al desembolsado para lo grande y lo pequeño, puesto que lo más interesante, lo más elevado y aun lo más abstracto no son sino unos casos especiales de lo más grande, de una particular cualidad. Si agregamos que según Lipps y otros el contraste cuantitativo -y no el cualitativo- ha de considerarse en primera línea como fuente del placer cómico, quedaremos por entero satisfechos de haber escogido lo cómico del movimiento como punto de partida de nuestra indagación. Lipps, en un libro suyo que ya hemos citado repetidas veces, ha intentado, desarrollando la tesis de Kant según la cual «lo cómico es una expectativa pulverizada», derivar el placer cómico enteramente de la expectativa. A pesar de las múltiples conclusiones instructivas y valiosas que ese intento ha promovido, yo refrendaría la crítica expresada por otros autores, a saber, que Lipps ha concebido demasiado estrecho el ámbito en que se origina lo cómico y no pudo someter sus fenómenos a esa fórmula sin forzar grandemente las cosas. Los hombres no se han contentado con gozar lo cómico donde se topaban con ello en su vivenciar, sino que procuraron producirlo adrede; y uno aprende más sobre la esencia de lo cómico cuando estudia los recursos que sirven para engendrarlo. En primer lugar, uno puede provocar lo cómico en su propia persona para alegrar a otros, por ejemplo haciéndose el torpe o el tonto. Uno engendra entonces la comicidad, como si en efecto la tuviera, al satisfacer la condición de la comparación a través de la cual se llega a la diferencia de gasto; pero de esa manera uno no se vuelve ridículo ni despreciable, sino que en ciertas circunstancias hasta puede provocar admiración. El otro, si sabe que uno meramente se ha disimulado, no obtendrá el sentimiento de superioridad, lo cual. vuelve a proporcionarnos una buena prueba de que en principio la comicidad es independiente de ese sentimiento. Como recurso para volver cómico a otro, se usa sobre todo trasladarlo a situaciones en que a consecuencia de la humana dependencia de circunstancias exteriores, en particular factores sociales, uno se vuelve cómico sin que importen sus cualidades personales; vale decir: el aprovechamiento de la comicidad de situación. Ese traslado a una situación cómica puede ser objetivo (a practical joke) cuando se traba a alguien para que caiga como sí fuese torpe, se lo hace aparecer tonto explotando su credulidad, se le hace creer algo disparatado, etc., o se lo puede fingir con un dicho o un juego, Es un buen auxiliar para la agresión, a cuyo servicio suele ponerse el volver cómico a alguien, que el placer cómico sea independiente de la realidad objetiva de la situación cómica; de este modo, cada quien está expuesto, inerme, a devenir cómico. Pero hay también otros medios para volver cómico algo o a alguien, que merecen consideración especial y en parte enseñan nuevos orígenes del placer cómico. Entre ellos se cuenta, por ejemplo, la imitación, que garantiza al oyente un placer totalmente extraordinario y vuelve cómico su objeto aunque ella esté todavía lejos de la exageración caricaturizante. Es mucho más fácil sondear el efecto cómico de la caricatura que el de la mera imitación. Caricatura, parodia y travestismo, así como su contrapartida práctica, el desenmascaramiento, se dirigen a personas y objetos que reclaman autoridad y respeto y son sublimes en algún sentido. Son métodos de rebajamiento {Herabsetzung}, como lo enuncia esta feliz expresión de la lengua alemana. Lo sublime es algo grande en el sentido traslaticio, psíquico, y me gustaría hacer, o más bien renovar, el supuesto de que al igual que lo grande somático está constituido por un plus de gasto. Basta observar un poco para comprobar que yo, cuando hablo de lo sublime, inervo mi voz diversamente, hago otros ademanes y busco armonizar, digamos así, mi postura corporal con la dignidad de lo que me represento. Me impongo una compulsión de solemnidad, no muy diversa de la que adopto frente a una personalidad sublime, un monarca, un príncipe de la ciencia. Difícilmente me equivoque si supongo que esta inervación diversa de la mímica de representación corresponde a un plus de gasto. El tercer caso de un plus de gasto tal lo hallo, sin duda, cuando me entrego a unas ilaciones abstractas de pensamiento en lugar de seguir las representaciones plásticas y concretas ordinarias. Entonces, cuando los métodos de rebajamiento de lo sublime hacen que yo me lo represente como algo ordinario, algo que no me exige guardar la compostura y en cuya presencia ideal puedo adoptar «posición de descanso», como reza la fórmula militar, me ahorran el plus de gasto de la compulsión de solemnidad, y la comparación entre ese modo de representar, incitado por la empatía, y el acostumbrado hasta ese momento, que procura establecerse simultáneamente, vuelve a crear la diferencia de gasto que puede ser descargada por la risa. La caricatura opera el rebajamiento, según es notorio, realzando de la expresión global del objeto sublime un único rasgo en sí cómico que no podía menos que pasar inadvertido mientras sólo era perceptible dentro de la imagen total. Ahora, por medio de su aislamiento, se puede obtener un efecto cómico que en nuestro recuerdo se extiende al todo. Condición de ello es que la presencia de lo sublime mismo no nos mantenga en nuestra predisposición a venerarlo. Cuando en la realidad falta un rasgo cómico omitido de ese modo, la caricatura lo crea sin reparo alguno exagerando uno no cómico en sí mismo. Vuelve a ser característico para el origen del placer cómico que el efecto de la caricatura no sufra esencial menoscabo por ese falseamiento de la realidad. Parodia y travestismo obtienen el rebajamiento de lo sublime de otra manera, destruyendo la unidad entre los caracteres que nos resultan familiares en ciertas personas y sus dichos o acciones, o bien sustituyendo las personas sublimes o sus exteriorizaciones por unas de inferior nivel. En esto, y no por el mecanismo para producir placer cómico, se distinguen de la caricatura. Idéntico mecanismo vale también para el desenmascaramiento, que sólo interviene allí donde alguien se ha arrogado mediante fraude una dignidad y autoridad de las que es preciso despojarlo realmente. Ya a raíz del chiste tomamos conocimiento del efecto cómico del desenmascaramiento a través de algunos ejemplos; tal la historia de la noble dama que en las primeras ansias del parto exclamó: «Ah, mon Dieu!», y a la que el médico no quiso hacer caso hasta que gritó: «¡Ay-ay-ay ay!». Ahora que tenemos noticia de los caracteres de lo cómico, ya no podemos negar que esa historia es en verdad un ejemplo de desenmascaramiento cómico y no posee justificados títulos para llamarse chiste. Al chiste recuerda meramente por la escenificación, por el recurso técnico de la «figuración mediante algo pequeñísimo», o sea, en este caso, el grito, considerado indicio suficiente para iniciar la asistencia. Empero, queda en pie que a nuestro sentimiento lingüístico, si se nos pide pronunciarnos, no le repugna llamar chiste a una historia de esta clase. Nos inclinaríamos a explicarlo reflexionando que el uso lingüístico no parte de la intelección científica de la esencia del chiste que nosotros hemos adquirido en esta laboriosa indagación. Como entre las operaciones del chiste se cuenta la de reabrir fuentes cegadas del placer cómico, dentro de una analogía laxa puede llamarse chiste todo artificio que saque a la luz una comicidad no palmaria. Ahora bien, esto último es válido de preferencia para el desenmascaramiento, como también para otros métodos del volver cómico algo o a alguien. En el «desenmascaramiento» pueden incluirse, además, aquellos otros procedimientos para volver cómico a un individuo, ya mencionados, que rebajan su dignidad llamando la atención sobre su humana flaqueza, pero en particular sobre la dependencia en que sus operaciones anímicas se encuentran respecto de necesidades corporales. El desenmascaramiento tiene entonces significado equivalente a la advertencia: «Este o aquel a quien admiran como a un semidiós no es más que un hombre como tú y yo». En este punto se incluyen, asimismo, todos los empeños por dejar al descubierto, tras la riqueza y la aparente libertad de las operaciones psíquicas, el monótono automatismo psíquico. En los chistes de casamenteros conocimos ejemplos de tales «desenmascaramientos», y en verdad en ese momento nos asaltó un sentimiento de duda sobre si teníamos derecho a considerar chistes esas historias. Ahora podemos decidir con más certeza que la historia del eco, que reafirmaba todas las aseveraciones del casamentero y al final reforzó también su confesión de que la novia tenía una joroba exclamando: «¡Pero qué joroba!», es en lo esencial una historia cómica, un ejemplo de desenmascaramiento del automatismo psíquico. Empero, la historia cómica sirve en este caso solamente como fachada; para quien quiera considerar el sentido oculto de las anécdotas de casamenteros, el conjunto sigue siendo un chiste de excelente escenificación. Algo parecido vale para aquel otro en que, a fin de refutar una objeción, se confiesa a la postre la verdad mediante la exclamación: «¡Pero por favor! ¿Quién prestaría algo a esta gente?»; un desenmascaramiento cómico como fachada de un chiste. Sin embargo, en este caso el carácter de chiste es mucho más inequívoco, pues el dicho del casamentero es al mismo tiempo una figuración por lo contrarío. Queriendo probar que esa gente es rica, simultáneamente prueba que no lo es, que es muy pobre. Chiste y comicidad se combinan aquí y nos enseñan que un mismo enunciado puede ser a la vez chistoso y cómico. Aprovechamos gustosos la oportunidad de remontarnos desde la comicidad del desenmascaramiento al chiste, pues nuestra genuina tarea es esclarecer el nexo entre chiste y comicidad, y no definir la naturaleza esencial de lo cómico. Por eso añadiremos al caso de descubrimiento del automatismo psíquico, en el que nos ha dejado en la estacada el sentimiento de si algo es cómico o chistoso, otro caso en que de igual modo chiste y comicidad se confunden entre sí: el de los chistes disparatados. Ahora bien, nuestra indagación terminará por mostrarnos que para este segundo caso la coincidencia de chiste y comicidad es deducible en la teoría. A raíz de la elucidación de las técnicas de chiste hemos hallado que el consentimiento de maneras del pensar usuales en lo inconciente, pero que en lo conciente se juzgarían sólo como «falacias», es el recurso técnico de muchísimos chistes; empero, luego pudimos dudar de que en verdad tuvieran carácter de tales, de suerte que nos inclinamos a clasificarlos como simples historias cómicas. Y no nos fue posible llegar a una decisión acerca de nuestra duda, porque no poseíamos el previo conocimiento del carácter esencial del chiste. Luego, guiados por la analogía con el trabajo del sueño, hallamos aquel en el compromiso operado por el trabajo del chiste entre los requerimientos de la crítica racional y la pulsión a no renunciar al antiguo placer obtenido en la palabra y el disparate. Lo que se producía en calidad de compromiso entonces, cuando el esbozo preconciente de lo pensado se abandonaba por un momento a la elaboración inconciente, satisfacía en todos los casos los dos requisitos, pero se presentaba ante la crítica en variadas formas y debía consentir apreciaciones diversas. Unas veces el chiste había logrado conquistarse la forma de una frase carente de valor, pero de todos modos admisible; otras, filtrarse en la expresión de un pensamiento valioso; y en el caso límite de la operación de compromiso había renunciado a satisfacer la crítica y, ateniéndose a las fuentes de placer de que disponía, aparecía ante ella como mero disparate, sin arredrarle despertar su contradicción, pues podía contar con que el oyente enderezaría mediante elaboración inconciente la deformidad expresiva, devolviéndole así su sentido. Ahora bien, ¿en qué caso aparecerá el chiste como disparate ante la crítica? En particular, cuando se vale de aquellos modos del pensar usuales en lo inconciente, pero desterrados del pensar conciente, o sea las falacias. Es que algunos de aquellos se conservan también para lo conciente -p. ej., muchas variedades de la figuración indirecta, la alusión, etc.-, aunque su uso conciente esté sometido a mayores limitaciones. Con estas técnicas el chiste ofrecerá poco o ningún motivo de escándalo a la crítica; esto último sólo sobreviene cuando se vale como técnica también de aquellos recursos de los cuales el pensar conciente ya no quiere saber nada. No obstante, el chiste puede esquivar e¡ escándalo si disimula la falacia empleada, si la reviste con una apariencia de lógica, como en la historia de la torta y el licor, la del salmón con mayonesa y otras semejantes. Pero si ofrece la falacia sin disfraz, el veto de la crítica es cosa segura. En estos casos hay algo más que opera en favor del chiste. Las falacias que aprovecha para su técnica en calidad de modos del pensar de lo inconciente parecen -si bien no siempre- cómicas a la crítica. El consentimiento conciente de los modos del pensar inconciente, desestimados por falaces, es uno de los recursos para producir el placer cómico; y ello se comprende fácilmente, puesto que sin ninguna duda producir la investidura preconciente requiere un gasto mayor que consentir la inconciente. La diferencia de gasto, de la cual surge el placer cómico, resulta para nosotros tan pronto como, al escuchar el pensamiento formado al modo de lo inconciente, lo comparamos con su rectificación. Un chiste que se valga de tales falacias como técnica y por eso parezca disparatado puede producir entonces, simultáneamente, un efecto cómico. Y si no pescamos el chiste, vuelve a quedarnos sólo la historia cómica, el chascarrillo. La historia del caldero prestado que al ser devuelto traía un agujero, ante lo cual el que lo tenía respondió que en primer lugar jamás había pedido prestado un caldero, en segundo lugar ya estaba todo agujereado cuando se lo prestaron, y en tercero lo dev olvió intacto, sin agujero alguno, es un excelente ejemplo de efecto cómico puro por consentimiento de una falacia inconciente. justamente falta en lo inconciente esta recíproca cancelación de varios pensamientos cada uno bien motivado por sí mismo. Por eso mismo el sueño, en el cual se manifiestan los modos de pensar de lo inconciente, no conoce ningún «o bien … o bien», sino sólo una simultaneidad de coexistencia. En aquel ejemplo de sueño de mi obra La interpretación de los sueños que yo escogí como paradigma para el trabajo interpretativo a pesar de su complicación, procuro librarme de] reproche de no haber eliminado mediante cura psíquica los dolores de una paciente. Mis argumentos son: 1 ) ella misma es culpable de su condición de enferma porque no ha querido aceptar mi solución; 2) sus dolores son de origen orgánico, y por tanto no me competen; 3) sus dolores se deben a su viudez, de la que yo no soy culpable, y 4) sus dolores provienen de una inyección con una jeringa sucia, que otro le administró. Ahora bien, todas estas razones coexisten las unas junto a las otras como si no se excluyeran recíprocamente. Yo debía sustituir el «y» del sueño por un «o bien … o bien» a fin de escapar al reproche de disparate. Una historia cómica semejante sería aquella de la aldea húngara donde el herrero había cometido un crimen pasible de la pena de muerte, pero el burgomaestre decidió no hacerlo ahorcar a él para expiar el crimen, sino a un sastre; es que en la aldea había establecidos tres sastres, pero el herrero era el único, y una expiación tenía que haber. Semejante desplazamiento desde la persona del culpable a otra contradice desde luego todas las leyes de la lógica conciente, pero en manera alguna el modo de pensar de lo inconciente. No vacilo en llamar cómica a esta historia, pese a haber incluido la del caldero entre los chistes. Ahora acepto que sería mucho más correcto designar «cómica» que no «chistosa» a esta última. Pero a la vez comprendo cómo es posible que mi sentimiento, tan seguro en otros casos, pueda dejarme en la duda de saber si estas historias son cómicas o chistosas. Es este el caso en que no se puede decidir por el sentimiento, o sea, cuando la comicidad nace por la develación de los modos del pensar exclusivos de lo inconciente. Una historia de esta índole puede ser cómica y chistosa al mismo tiempo; ahora bien, me producirá la impresión de lo chistoso aunque sea meramente cómica porque el empleo de las falacias de lo inconciente me recuerda al chiste, lo mismo que antes las escenificaciones para develar una comicidad escondida. Estoy obligado a conceder importancia a la aclaración de este punto peliagudo de mis exposiciones, a saber, la relación del chiste con la comicidad, y por eso complementaré lo dicho con algunas tesis negativas. En primer lugar, puedo señalar que el caso aquí considerado de coincidencia entre chiste y comicidad no es idéntico al anterior. Por cierto se trata de un distingo más fino, pero se lo puede establecer con seguridad. En el caso anterior la comicidad se debía al descubrimiento del automatismo psíquico. Pero este en modo alguno es exclusivo de lo inconciente, y tampoco desempeña un papel llamativo entre las técnicas del chiste. El desenmascaramiento sólo se relaciona con el chiste de una manera contingente valiéndose de alguna otra técnica de este; por ejemplo, de la figuración por lo contrario. En cambio, en el caso del consentimiento de modos del pensar inconciente la coincidencia de chiste y comicidad es necesaria, puesto que el mismo recurso que en la primera persona del chiste es empleado como técnica para desprender placer, por su misma naturaleza produce placer cómico en la tercera persona.