El chiste y las variedades de lo cómico

El chiste y las variedades de lo cómico Nos hemos aproximado a los problemas de lo cómico de una manera inhabitual. Nos pareció que el chiste, al que suele considerarse como una subclase de la comicidad, ofrecía suficientes peculiaridades para ser abordado directamente, y de ese modo, mientras nos fue posible, esquivamos su relación con la categoría más amplia de lo cómico, no sin recoger en el camino algunas valiosas indicaciones respecto de esto último. Hemos ‘descubierto, sin dificultad, que en el aspecto social lo cómico se comporta de otro modo que el chiste. Puede cumplirse con sólo dos personas, una que descubra lo cómico y otra en quien sea descubierto. La tercera persona a quien se lo comunica refuerza el proceso cómico, pero no le agrega nada nuevo. En el chiste, esta tercera persona es indispensable para el acabamiento del proceso placentero; en cambio, la segunda puede faltar, siempre que no se trate del chiste tendencioso, agresivo. El chiste se hace, la comicidad se descubre, y por cierto antes que nada en personas, sólo por ulterior trasferencia también en objetos, situaciones, etc. Acerca del chiste sabemos que no son personas ajenas, sino los propios procesos del pensar, las fuentes que esconden en su interior el placer que se ha de explotar. Además, tenemos noticia de que el chiste en ocasiones sabe reabrir fuentes de comicidad que han devenido inasequibles, y que lo cómico a menudo sirve al chiste de fachada y le sustituye el placer previo que de ordinario se produce mediante la consabida técnica. Nada de esto apunta a unos vínculos demasiado simples, que digamos, entre chiste y comicidad. Por otro lado, los problemas de lo cómico han demostrado ser lo bastante complejos como para desafiar con éxito, hasta hoy, todos los intentos de solución emprendidos por los filósofos, de suerte que no podemos nosotros abrigar la expectativa de dominarlo por así decir de un solo asalto, abordándolo desde el lado del chiste. Además, para la exploración del chiste contábamos con un instrumento de que otros aún no se habían servido: el conocimiento del trabajo del sueño; en cambio, para el discernimiento de lo cómico no disponemos de una ventaja parecida, por lo cual lo lógico es esperar que sobre la esencia de la comicidad no habremos de averiguar nada que no nos enseñara ya el chiste en la medida en que pertenece a lo cómico y lleva en su propio ser algunos de sus rasgos, intactos o modificados. El género de lo cómico más próximo al chiste es lo ingenuo. Al igual que todo lo cómico, ello es descubierto y no hecho como el chiste; y por cierto que lo ingenuo en modo alguno puede ser hecho, mientras que en lo puramente cómico [hay casos en que] cuenta también un hacer, un provocar la comicidad. Lo ingenuo por fuerza ha de aparecer sin nuestra intervención en los dichos y acciones de otras personas, que remplazan a la segunda persona de lo cómico o del chiste. Lo ingenuo surge cuando alguien se pone enteramente más allá de una inhibición porque no preexistía en él; cuando aparenta, entonces, haberla superado sin trabajo. Condición para que lo ingenuo produzca su efecto es que sepamos que esa persona no posee aquella inhibición; de lo contrario no la llamaríamos ingenua sino atrevida, no reiríamos sino que nos indignaríamos. El efecto de lo ingenuo es irresistible y parece fácil de entender. Cuando escuchamos el dicho ingenuo se nos vuelve de pronto inaplicable un gasto de inhibición que estamos habituados a hacer, y se descarga mediante la risa; para ello no es preciso distraer la atención, probablemente porque se consigue cancelar la inhibición de una manera directa y no por medio de una operación incitada. Así, nos comportamos análogamente a la tercera persona del chiste, a quien el ahorro de inhibición le es regalado sin trabajo alguno. Tras la intelección sobre la génesis de las inhibiciones, que obtuvimos al perseguir el desarrollo desde el juego hasta el chiste, no nos asombrará que lo ingenuo se encuentre sobre todo en el niño, y por ulterior trasferencia también en adultos incultos a quienes podemos concebir como infantiles en cuanto a su formación intelectual. Para una comparación con el chiste se prestan mejor, desde luego, los dichos que las acciones ingenuas, pues son dichos y no acciones las formas en que habitualmente se exterioriza el chiste. Ahora bien, es muy singular que a dichos ingenuos como los de los niños se los pueda designar también, y sin forzar las cosas, como «Chistes ingenuos». Algunos ejemplos nos mostrarán a las claras la concordancia y el fundamento de la diferencia entre chiste e ingenuidad. Una niñita de 3½ años advierte a su hermanito: «Tú, no comas tanto de eso, pues te enfermarás y deberás tomar Bubizin». «¿Bubizin? -pregunta la madre-. ¿Y qué es eso?». «Cuando yo estuve enterma -se justifica la niña- -debí tomar Medi-zin». La niña opina, pues, que el remedio prescrito por el médico se llama Mädizin por estar destinado a la Mädi {niñita; se pronuncia casi como Medi-}, e infiere que se llamará Bubizin cuando debe tomarlo el Bubi {varoncito}. Ahora bien, esto está construido como un chiste en la palabra que trabajara con la técnica de la homofonía, y de hecho se lo podría haber presentado como verdadero chiste, en cuyo caso habríamos respondido con una risa desganada. Como ejemplo de ingenuidad nos parece notabilísimos y nos provoca gran risa. Pero, ¿qué es lo que establece aquí la diferencia entre el chiste y lo ingenuo? Es evidente que no el texto ni la técnica, idénticos para ambas posibilidades, sino un factor a primera vista muy alejado de ambos. Es suficiente con que supongamos que el hablante quiso hacer un chiste, o bien que él -el niño- de buena fe, y sobre la base de su ignorancia no corregida, entendió extraer una conclusión seria. Sólo este último caso es el de la ingenuidad. Es la primera vez que tornamos noticia de semejante situarse de la otra persona en el proceso psíquico de la persona productora. La indagación de un segundo ejemplo corroborará esta concepción. Unos hermanitos, una niña de 12 años y un varón de 10, representan una pieza de teatro compuesta por ellos mismos ante una platea de tíos y tías. La escena figura una chocita a orillas del mar. En el primer acto los dos autores-actores, un pobre pescador y su brava mujer, se quejan de los duros tiempos y la magra ganancia. El marido resuelve lanzarse al mar en su bote para buscar en otra parte la riqueza, y tras una tierna despedida cae el telón. El segundo acto se desarrolla unos años después. El pescador regresa rico, con una gran talega de dinero, y refiere a su esposa, a quien encuentra esperándolo ante la puerta de la chocita, cuánta fue su buena suerte. Pero ella lo interrumpe orgullosa- «Es que yo tampoco estuve ociosa todo este tiempo», y abre la chocita, en cuyo suelo se ven doce grandes muñecas como unos niños durmiendo … En este punto del drama los actores fueron interrumpidos por un vendaval de risas de los espectadores, que aquellos no supieron explicarse. Se quedaron atónitos contemplando a esos queridos parientes que hasta entonces se habían portado con decoro y los seguían con atención. La premisa que explica esa risa es el supuesto de los espectadores de que los jóvenes dramaturgos no conocían aún las condiciones de la procreación, y por eso podían creer que una esposa durante una larga ausencia de su marido podía gloriarse de dar a luz descendientes, y el marido regocijarse por ello. Ahora bien, lo que los dramaturgos produjeron sobre la base de esa ignorancia puede designarse como disparate, como absurdo. Un tercer ejemplo nos mostrará al servicio de lo ingenuo otra técnica más que hemos conocido a raíz del chiste. Para una niñita contratan una «francesa» como institutriz, y la persona de esta no le cae en gracia. Apenas se aleja la recién colocada cuando la pequeña ya formula su crítica: «¡Qué va a ser una francesa! Quizás ella se llame así porque alguna vez bei einem Franzosen gelegen ist! {estuvo acostada con un francés; estuvo guardada junto a un francés}». Hasta podría ser un chiste pasable: doble sentido con equivocidad o alusión equívoca, si es que la niña pudo vislumbrar la posibilidad del doble sentido. En realidad, no había hecho sino trasferir a esa extranjera que le resultaba antipática una afirmación de inautenticidad que a menudo había escuchado decir en chanza. («¡Qué va a ser oro puro! Quizás alguna vez estuvo guardado junto a algo de oro {bei Gold gelegen ist}».) A causa de esta ignorancia del niño, que modifica de manera tan radical el proceso psíquico en los oyentes que comprenden, su dicho se convierte en ingenuo. Pero a raíz de esta misma condición existe también la ingenuidad por malentendido; uno puede suponer en el niño una ignorancia que él ya no tiene, y los niños suelen a menudo hacerse los ingenuos para gozar de una libertad que de otro modo no se les concedería. En estos ejemplos es posible elucidar la posición de lo ingenuo entre el chiste y lo cómico. Con el chiste, lo ingenuo (del dicho) coincide en el texto y en el contenido; produce un abuso en la palabra, un disparate o una pulla indecente. Pero el proceso psíquico en la primera persona productora, que en el chiste nos ofrecía tantas cosas interesantes y enigmáticas, aquí falta por completo. La persona ingenua entiende servirse de sus medios de expresión y caminos de pensamiento de la manera más normal y simple, y nada sabe de un propósito secundario; y por otra parte no extrae ganancia de placer alguna de la producción de lo ingenuo. Todos los caracteres de lo ingenuo se sitúan en la concepción de la persona que escucha, que coincide con la tercera persona del chiste. Además, la persona productora concibe lo ingenuo sin trabajo; la compleja técnica destinada en el chiste a paralizar la inhibición que impondría la crítica racional está ausente en ella porque todavía no posee esa inhibición, de suerte que puede engendrar disparate y pulla de una manera directa y sin compromiso. En esa medida, lo ingenuo es el caso límite del chiste, que sobreviene cuando en la fórmula de la formación del chiste uno rebaja a cero la magnitud de aquella censura. Si para la eficacia del chiste era condición que las dos personas se encontraran más o menos bajo iguales inhibiciones o resistencias internas, como condición de lo ingenuo cabe discernir que una de ellas posea inhibiciones de que la otra carezca. Es en la persona provista de inhibiciones donde reside la concepción de lo ingenuo, en ella exclusivamente tiene lugar la ganancia de placer que aquello produce, y estamos casi por colegir que este placer nace por cancelación de inhibición. Puesto que el placer del chiste tiene ese mismo origen -un núcleo de placer en la palabra o en el disparate y una envoltura de placer por cancelación y alivio, este parecido vínculo con la inhibición fundamenta el parentesco interno de lo ingenuo con el chiste. En ambos, el plac er nace por cancelación de una inhibición interna. Ahora bien, el proceso psíquico de la persona receptora (en el caso de lo ingenuo, ella por lo común coincide con nuestro yo, mientras que en el chiste también podemos ponernos en el lugar de la persona productora) es en lo ingenuo más complejo en la misma medida en que se encuentra simplificado el de la persona productora en comparación al chiste. En la persona receptora, lo ingenuo escuchado tiene que producir por un lado el efecto de un chiste, cosa que nuestros ejemplos pueden atestiguar; de hecho, como en el chiste, el mero trabajo de escuchar posibilita la cancelación de la censura. Pero sólo una parte del placer procurado por lo ingenuo admite esta explicación, y aun ella correría peligro en otros casos de lo ingenuo, por ejemplo cuando se escuchan pullas ingenuas. Frente a estas uno podría reaccionar sin más con la misma indignación que se alza contra la pulla indecente real y efectiva si otro factor no nos ahorrara esa indignación y al mismo tiempo brindara la contribución más sustantiva al placer por lo ingenuo. Este otro factor nos es dado por la condición, ya mencionada, de que para reconocer lo ingenuo tenemos que estar ciertos de que en la persona productora falta la inhibición interna. Sólo cuando ello es seguro reímos en vez de indignarnos. Por tanto, tomamos en cuenta el estado psíquico de la persona productora, nos trasladamos a él, procuramos comprenderlo comparándolo con el nuestro. De ese situarse dentro y comparar resulta un ahorro de gasto que descargamos mediante la risa. Podría preferirse una exposición más sencilla, reflexionando en que nuestra indignación se vuelve superflua porque la persona no debió vencer inhibición alguna; la risa se produciría a expensas de la indignación ahorrada. Para alejar esta concepción, errónea en general, separaré con mayor precisión dos casos que en la anterior exposición había reunido. Lo ingenuo que nos sale al paso puede ser de la naturaleza del chiste, como en nuestros ejemplos, o de la naturaleza de la pulla indecente, de lo chocante como tal, lo cual será particularmente válido si no se exterioriza como dicho, sino como acción. Este último caso es realmente despistante; uno podría suponer respecto de él que el placer nace de la indignación ahorrada y trasmudada. Pero el primer caso es el esclarecedor. El dicho ingenuo, por ejemplo el de la «Bubizín», puede en sí producir el efecto de un chiste menor, y no dar ocasión a indignarse; es sin duda el caso más raro, pero también el más puro y, con mucho, el más instructivo. Tan pronto reparamos en que la criatura, seriamente y sin propósito secundario, considera idénticos las sílabas «Medi», de «Medizin» {medicina}, y su propio nombre, «Mädi» {niñita}, el placer por lo escuchado experimenta un incremento que ya no tiene que ver con el placer de chiste. Ahora abordamos lo dicho desde dos diversos puntos de vista: una vez tal como se produjo en la niña, y la otra como se habría producido para nosotros; a raíz de esa comparación hallamos que el niño descubrió una identidad, venció una barrera que para nosotros subsiste, y entonces todo sigue como si nos dijéramos: «Si quieres comprender lo escuchado puedes ahorrarte el gasto que significa mantener esa barrera». El gasto liberado a raíz de tal comparación es la fuente del placer por lo ingenuo y se lo descarga mediante la risa; es en verdad el mismo gasto que habríamos mudado en indignación si esta última no estuviese excluida por nuestro entendimiento de la persona productora y, en este caso, también por la naturaleza de lo dicho. Ahora bien, si tomamos el caso del chiste ingenuo como paradigma del otro caso, el de lo chocante ingenuo, vemos que también en él el ahorro de inhibición puede provenir directamente de la comparación, que no tenemos necesidad de suponer una indignación incipiente y luego ahogada, y que esta última no corresponde sino a un empleo en otro lugar del gasto liberado, empleo para prevenir el cual se requerían en el chiste complejos dispositivos protectores. Esta comparación, este ahorro de gasto a raíz del situarse dentro del proceso anímico de la persona productora, sólo pueden reclamar significatividad para lo ingenuo si no convienen a lo ingenuo solo. De hecho nace en nosotros la conjetura de que este mecanismo, por completo ajeno al chiste, es una pieza, quizá la esencial, del proceso psíquico en lo cómico. Desde este ángulo -es por cierto la perspectiva más importante de lo ingenuo-, lo ingenuo se presenta, así, como una variedad de lo cómico. Lo que en nuestros ejemplos de dichos ingenuos viene a sumarse al placer de chiste es un placer «cómico». Respecto de este nos inclinaríamos a suponer, en términos generales, que nace por ahorro de un gasto a raíz de la comparación entre las exteriorizaciones de otro y las nuestras. Empero, como aquí estamos en presencia de unas intuiciones de vasto alcance, concluiremos antes la apreciación de lo ingenuo. Entonces, lo ingenuo sería una variedad de lo cómico en la medida en que su placer brota de la diferencia de gasto que arroja el querer entender al otro, y se aproxima al chiste por la condición de que ese gasto ahorrado por vía comparativa tiene que ser un gasto de inhibición. Pasemos todavía rápida revista a algunas concordancias y diferencias entre los conceptos que nosotros hemos obtenido ahora y aquellos que desde hace mucho se mencionan en la psicología de la comicidad. Es evidente que el trasladarse dentro, el querer comprender, no es otra cosa que el «préstamo cómico» que desde Jean Paul desempeña un papel en el análisis de lo cómico; el «comparar» el proceso anímico del otro con el propio corresponde al «contraste psicológico», para el cual al fin hallamos un sitio aquí, después que no supimos qué hacer con él a raíz del chiste. Sin embargo, en la explicación del placer cómico nos apartamos de numerosos autores en cuya opinión el placer nace al fluctuar la atención entre las diversas representaciones contrastantes. Nosotros no sabríamos concebir un mecanismo de placer semejante; en cambio, señalamos que de la comparación de los contrastes resulta una diferencia de gasto que, si no experimenta otro empleo, se vuelve susceptible de descarga y, de ese modo, fuente de placer.