El chiste y las variedades de lo cómico (contin. 3)

El chiste y las variedades de lo cómico

Pues bien, nada hay aquí que recuerde al chiste. Sin duda lo que vuelve cómicas a estas «poesías» es su insuficiencia, el extraordinario engolamiento de su expresión, sus giros tomados del lenguaje coloquial o del estilo periodístico, la limitación simplota de sus pensamientos, la falta del mínimo asomo de un pensar y decir poéticos. A pesar de todo, no es cosa obvia que hallemos cómicas las poesías de la Kempner; a muchas producciones de ese jaez las encontramos francamente detestables, no reímos de ellas, sino que nos indignan. Lo que nos empuja a concebirlas cómicas es justamente el abismo que las separa de lo que demandamos a una poesía; donde esta diferencia parezca menor, nos inclinaremos más a criticar que a reír. En el caso de las poesías de la Kempner, el efecto cómico es asegurado además por otras circunstancias coadyuvantes: la inequívoca buena intención de la autora, y una cierta ingenuidad de sentimiento que registramos tras sus desvalidas frases y desarma nuestra burla o nuestro enojo. Esto nos advierte sobre la existencia de un problema cuya apreciación habíamos pospuesto. La diferencia de gasto es por cierto la condición básica del placer cómico, pero la observación enseña que de esa diferencia no siempre nace placer. ¿Qué condiciones tienen que añadirse o qué perturbaciones atajarse para que la diferencia de gasto pueda arrojar efectivamente placer cómico? No obstante, antes de pasar a responder esta pregunta dejemos establecido, a modo de conclusión de las elucidaciones anteriores, que lo cómi co del decir no coincide con el chiste, y por tanto el chiste forzosamente ha de ser algo diverso de lo cómico del decir. A punto de abordar ahora la respuesta a la pregunta, que acabamos de plantear, sobre las condiciones de la génesis del placer cómico a partir de la diferencia de gasto, podemos permitirnos un alivio que no podrá menos de resultarnos placentero a nosotros mismos. La respuesta precisa a esa pregunta coincidiría con una exposición exhaustiva sobre la naturaleza de lo cómico, para la cual no podemos atribuirnos ni aptitud ni competencia. Nos contentaremos, otra vez, con iluminar el problema de lo cómico sólo hasta donde él se recorta con nitidez partiendo del problema del chiste. A todas las teorías de lo cómico sus críticos les han objetado que su definición descuida lo esencial de la comicidad. Lo cómico descansa en un contraste de representación; sí, mientras ese contraste produzca un efecto cómico y no de otra índole. El sentimiento de la comicidad estriba en la disipación de una expectativa; sí, siempre que esa expectativa no sea más bien penosa. Es indudable que esas objeciones están justificadas, pero se las sobrestima si de ellas se infiere que el signo distintivo esencial de lo cómico ha escapado hasta ahora a la intelección. Lo que menoscaba la validez universal de aquellas definiciones son condiciones indispensables para la génesis del placer cómico; pero no es forzoso buscar en ellas la esencia de la comicidad. Por lo demás, sólo nos resultará fácil rechazar las objeciones y esclarecer las contradicciones planteadas a las definiciones de lo cómico si hacemos brotar el placer cómico de la diferencia por comparación entre dos gastos. El placer cómico y el efecto en que se lo discierne, la risa, sólo pueden nacer entonces si esa diferencia no encuentra aplicación y es susceptible de descarga. Cuando la diferencia, tan pronto es discernida, experimenta otra aplicación, no ganamos ningún efecto placentero, sino a lo sumo un pasajero sentimiento de placer en que no se recorta el carácter cómico. Así como en el chiste es preciso que se den particulares constelaciones para prevenir un diverso empleo del gasto que se juzga superfluo, de igual modo el placer cómico sólo puede nacer bajo circunstancias que satisfagan esta última condición. Por eso, si los casos en que nacen esas diferencias de gasto dentro de nuestro representar son numerosísimos, comparativamente raros son aquellos en que de ahí surge lo cómico. Dos puntualizaciones se imponen a quien considere aunque sólo sea de pasada las condiciones para la génesis de lo cómico a partir de la diferencia de gasto; la primera, que existen casos en que la comicidad se instala regularmente y como de un modo necesario, y en oposición a estos, otros casos en que ello parece depender por completo de las condiciones del caso y del punto de vista del observador; y la segunda, que diferencias inusualmente grandes suelen abrirse paso aun en condiciones desfavorables, de suerte que, a pesar de estas, nazca el sentimiento cómico. Respecto del primer punto, uno podría establecer dos clases, la de lo cómico obligado y la de lo cómico ocasional, aunque de antemano habría que renunciar a hallar exenta de excepciones la obligatoriedad de lo cómico en la primera clase. Sería sugestivo rastrear cuáles son las condiciones decisivas para cada una de ellas. Para la segunda de esas clases parecen esenciales las condiciones que en parte han sido reunidas bajo el título de «aislamiento» del caso cómico. Quizás una descomposición más precisa haría posible reconocer las siguientes constelaciones: a. La condición más favorable para la génesis del placer cómico resulta ser el talante alegre general, en el que uno es «proclive a reír». En los estados tóxicos que lo provocan casi todo parece cómico, probablemente por comparación con el mismo gasto en estado normal. Chiste, comicidad, y todos los métodos semejantes para ganar placer a partir de una actividad anímica, no son en definitiva más que otros tantos caminos para reproducir, desde un punto singular, ese talante alegre -euforia-, toda vez que él no preexista como una predisposición general de la psique. b. Parecido efecto favorecedor ejerce la expectativa de lo cómico, el acomodamiento al placer cómico. Por eso, dado el propósito de volver cómico algo, si el otro participa de él, basta con unas diferencias tan mínimas que probablemente se las habría pasado por alto de haber sobrevenido en un vivenciar desprovisto de ese propósito. Quien emprende una lectura cómica o va al teatro a ver una farsa, debe a ese propósito el reír luego sobre cosas que en su vida ordinaria difícilmente habrían constituido para él un caso de lo cómico. En definitiva, apenas ve sobre el escenario al actor cómico, y antes que este pueda intentar moverlo a risa, ríe por el recuerdo de haber reído, por la expectativa de reír. Por ese motivo uno confiesa que con posterioridad se avergonzó de haber podido llegar a reírse de tales cosas en el teatro. c. Condiciones desfavorables para la comicidad proceden de la índole de la actividad anímica que ocupa en el momento al individuo. Un trabajo de representación o de pensamiento que persiga metas serias estorba la susceptibilidad de las investiduras a la descarga, pues las requiere para sus desplazamientos; por eso en tal caso sólo unas diferencias de gasto inesperadamente grandes pueden abrirse paso hasta el placer cómico. Desfavorables a la comicidad son, muy en particular, todas las modalidades del proceso del pensar lo bastante distanciadas de lo intuible para hacer que cese la mímica de representación; con un meditar abstracto, ya no queda espacio alguno para la comicidad, salvo que esta modalidad del pensar sufra repentina interrupción. d. La oportunidad de desprender placer cómico desaparece también si la atención se acomoda justamente a la comparación de la que puede surgir la comicidad. En tales circunstancias pierde su fuerza cómica lo que de otro modo produciría el más seguro efecto cómico. Un movimiento o una operación intelectual no pueden ser cómicos para quien orienta su interés justamente a compararlos con una medida que él tiene bien en claro. Así, el examinador no encuentra cómico el disparate que el examinando produce en su ignorancia; le produce enojo, mientras los colegas del examinando, mucho menos interesados en la cuantía de su saber que en la suerte que correrá, ríen de buena gana a causa de ese mismo disparate. El profesor de gimnasia o de danza rara vez verá lo cómico de los movimientos que hacen sus alumnos, y al predicador se le escapa por completo, en los defectos de carácter de los hombres, lo cómico que el autor de comedias sabe recoger con tanta eficacia. El proceso cómico es inconciliable con la sobreinvestidura, por la atención; es preciso que se cumpla de una manera por completo inadvertida, totalmente semejante al chiste en este aspecto. Empero, si se pretendiera calificarlo de necesariamente inconciente, se contradiría la nomenclatura de los «procesos de conciencia» de la cual yo me serví con buen fundamento en mi libro La interpretación de los sueños. Más bien es nativo de lo preconciente, y parece adecuado emplear el nombre de «automáticos» para los procesos que se juegan en lo preconciente y escapan a la investidura de atención a que va conectada la conciencia. El proceso de la comparación de los gastos debe permanecer automático si es que ha de producir placer cómico. e. Es completamente estorboso para la comicidad que el caso del cual está destinada a nacer dé ocasión al mismo tiempo a un intenso desencadenamiento de afecto. Entonces queda excluida, por regla general, la descarga de la diferencia eficaz. Afectos, predisposición y actitud del individuo en cada caso permiten entender que lo cómico surja o desaparezca junto con el punto de vista de aquel, y sólo por vía de excepción exista algo absolutamente cómico. Por eso la dependencia o relatividad de lo cómico es mucho mayor que la del chiste; este nunca surge solo, se lo hace según reglas y en su producción ya se puede atender a las condiciones bajo las cuales halla aceptación. Ahora bien, el desarrollo de afecto es la más intensa entre las condiciones que estorban la comicidad, y nadie le ha cuestionado ese valor. Por eso se dice que el sentimiento cómico se produce sobre todo en casos más bien indiferentes, en que no están envueltos intereses o sentimientos intensos. Sin embargo, es justamente en casos con desprendimiento de afecto donde vemos que una diferencia de gasto muy intensa puede producir el automatismo de la descarga. Así, cuando el coronel Butler responde a las admoniciones de Octavio, «riendo amargamente», con esta exclamación: «¡Agradecida la Casa de Austria!», su enojo no le impide reír ante el recuerdo del desengaño que cree haber experimentado, y por otra parte el dramaturgo no podría haber pintado más plásticamente la magnitud de esa desilusión que mostrándola capaz de mover a risa en medio de la tormenta de los afectos desencadenados. Me inclino a pensar que esta explicación es aplicable a todos los casos en que la risa sobreviene en oportunidades diversas de las placenteras y con fuertes afectos de pena o tensión. f. Si, por último, agregamos que el desarrollo de placer cómico puede ser promovido por cualquier otro añadido placentero al caso mismo, así como por una suerte de efecto de contacto (al modo del principio del placer previo en el chiste tendencioso), por cierto que no habremos completado las condiciones del placer cómico, pero sí las tendremos elucidadas lo suficiente para nuestro propósito. Vemos entonces que a estas condiciones, así como a la inconstancia y dependencia del efecto cómico, ningún otro supuesto se adapta mejor que la derivación del placer cómico de la descarga de una diferencia que, bajo las más variables constelaciones, puede recibir otro empleo que la descarga. Una consideración más atenta merecería aún lo cómico de lo sexual y obsceno, que aquí empero rozaremos sólo con unas pocas puntualizaciones. También esta vez el punto de partida sería el desnudamiento [como en el caso de los chistes obscenos. Un desnudamiento casual nos produce efecto cómico porque comparamos la facilidad con que gozamos de esa visión con el gran gasto que de ordinario nos requeriría alcanzar esa meta. Así, el caso se aproxima al de lo cómico-ingenuo, pero es más simple. Todo desnudamiento en cuyos espectadores -u oyentes, en el caso de la pulla indecente- nos vemos convertidos por obra de un tercero equivale a un volver cómica a la persona desnudada. Sabemos ya que es tarea del chiste sustituir a la pulla y así reabrir una fuente cegada de placer cómico. En cambio, espiar un desnudamiento no es un caso de comicidad para quien espía, puesto que el esfuerzo que le demanda cancela la condición del placer cómico; ahí sólo resta el placer sexual que proporciona lo visto. Pero en el relato que el espía hace a otro la persona espiada se vuelve otra vez cómica, porque prevalece el punto de vista de que ha omitido el gasto que habría sido menester para encubrir su secreto. De ordinario, del campo de lo sexual y obsceno resultan las más abundantes oportunidades para ganar un placer cómico junto a la excitación sexual placentera, en la medida en que se puede mostrar al ser humano en su dependencia de necesidades corporales (rebajamiento) o descubrir tras el reclamo del amor anímico la exigencia corporal (desenmascaramiento). El bello y vivaz libro de Bergson, Le rire, nos invita de una minera sorprendente a procurar entender lo cómico también en su psicogénesis. Bergson, cuyas fórmulas para asir el carácter cómico conocemos ya- «mécanisation de la vie», «substitution quelconque de l’artificiel au naturel(180)»-, pasa, a través de una sugerente conexión de pensamientos, del automatismo a los autómatas, y busca reconducir una serie de efectos cómicos al empalidecido recuerdo de un juguete infantil. En este contexto se eleva un momento hasta un punto de vista que, por lo demás, enseguida abandona; procura derivar lo cómico del eco de las alegrías infantiles. «Peut-être même devrions-nous potisser la simplification plus loin encore, remonter à nos souvenirs les plus anciens, chercher dans les jeux qui amusèrent l’enfant la première ébauche des combinaisons qui font rire l’homme. ( … ) Trop souvent surtout nous méconnaissons ce qu’¡l y a Xencore enlantin, pour ainsi dire, dans la plupart de nos émotions joyeuses» (Bergson, 1900, págs. 68 y sigs.). Como nosotros hemos rastreado el chiste hasta un juego infantil con palabras y pensamientos, proscrito por la crítica racional, nos seducirá pesquisar también esta raíz infantil de lo cómico, conjeturada por Bergson. Y en efecto tropezamos con toda una serie de nexos que nos parecen muy prometedores cuando indagamos la relación de la comicidad con el niño. El niño mismo en modo alguno nos parece cómico, aunque su ser reúne todas las condiciones que en la comparación con nosotros mismos arrojarían una diferencia cómica: el desmedido gasto de movimiento y el mínimo gasto intelectual, el gobierno de las operaciones anímicas por las funciones corporales, y otros rasgos. El niño sólo nos produce un efecto cómico cuando no se comporta como tal, sino como un adulto serio; vale decir, de la misma manera que otras personas que se disfrazan. Pero mientras él retiene su naturaleza de niño, su percepción nos depara un placer puro, quizá de eco cómico. Lo llamamos ingenuo cuando nos exhibe su falta de inhibiciones, y cómico-ingenuas nos parecen aquellas exteriorizaciones suyas que en otro habríamos juzgado obscenas o chistosas. Por otra parte, al niño le falta el sentimiento de la comicidad. Esta tesis parece decir simplemente que el sentimiento cómico se instala en algún momento dentro del curso del desarrollo anímico, como tantas otras cosas; y ello en modo alguno sería asombroso, tanto más cuanto que, según debe admitírselo, ya se recorta con nitidez en años que es preciso incluir en la infancia. Sin embargo, puede demostrarse que la aseveración según la cual al niño le falta el sentimiento de lo cómico contiene algo más que una trivialidad. En primer lugar, fácilmente se echa de ver que no puede ser de otro modo si es correcta nuestra concepción, que deriva el sentimiento cómico de una diferencia de gasto resultante de la comprensión del otro. Volvamos a tomar como ejemplo lo cómico del movimiento. La comparación cuyo resultado es aquella diferencia reza, puesta en fórmulas concientes: «Así hace él» y «Así haría yo, así lo he hecho yo». Ahora bien, el niño carece del rasero contenido en la segunda frase, simplemente comprende por imitación, lo hace del mismo modo. La educación brinda al niño este patrón: «Así debes hacerlo»; y si él ahora lo utiliza en la comparación, le sugiere esta inferencia: «Ese no lo hizo bien» y «Yo puedo hacerlo mejor». En este caso se ríe del otro, lo ridiculiza con el sentimiento de su propia superioridad. Nada obsta derivar también esta risa de la diferencia de gasto, pero según la analogía con los casos de ridiculización que a nosotros nos ocurren, estaríamos autorizados a inferir que en la risa de superioridad del niño no se registra el sentimiento cómico. Es una risa de puro placer. Toda vez que se instala con nitidez en nosotros el juicio de nuestra propia superioridad, nos limitamos a sonreír en vez de reír, o, si reímos, de todos modos podemos distinguir con claridad, de ese devenir-conciente nuestra superioridad, lo cómico que nos hace reír. Probablemente sea correcto decir que el niño ríe por puro placer en diversas circunstancias que nosotros sentimos «cómicas» y cuyo motivo no atinamos a encontrar, mientras que los motivos de él son claros y se pueden señalar. Por ejemplo, si alguien resbala y cae en la calle, reímos porque esa impresión -no sabemos por que- es cómica. En igual caso, el niño ríe por sentimiento de superioridad o por alegría dañina: «Tú te caíste y yo no». Ciertos motivos de placer del niño parecen cegados para nosotros, los adultos, y a cambio en las mismas circunstancias registramos, como sustituto de lo perdido, el sentimiento «cómico». Si fuera lícito generalizar, parecería muy seductor situar el buscado carácter específico de lo cómico en el despertar de lo infantil, y concebir lo cómico como la recuperada «risa infantil perdida». Y luego podría decirse que yo río por una diferencia de gasto entre el otro y yo toda vez que en el otro reencuentro al niño. 0 bien, para expresarlo con mayor exactitud, la comparación completa que lleva a lo cómico rezaría: «Así lo hace él – Yo lo hago de otro modo El lo hace como yo lo he hecho de niño». Por tanto, esa risa recaería siempre sobre la comparación entre el yo del adulto y su yo de niño. Aun la desigualdad de signo de la diferencia cómica, a saber, que me parecen cómicos unas veces el más y otras el menos del gasto, concordaría con la condición infantil; de esta manera lo cómico queda siempre, de hecho, del lado de lo infantil. No lo contradice que el niño mismo, como objeto de la comparación, no me haga impresión cómica, sino una puramente placentera; tampoco que esa comparación con lo infantil sólo me produzca efecto cómico cuando se excluye otro empleo de la diferencia. En esto, en efecto, entran en cuenta las condiciones de la descarga. Todo lo que incluya un proceso psíquico dentro de una trama contraría la descarga de la investidura sobrante y la lleva a otro empleo; y todo cuanto aísle a un acto psíquico favorece la descarga. Así, adoptar una postura conciente frente al niño como persona de comparación imposibilita la descarga requerida para el placer cómico; sólo en el caso de una investidura preconciente se produce una aproximación al aislamiento, semejante al que, por lo demás, podemos adscribir a los procesos anímicos en el niño. El agregado en la comparación: «Así lo he hecho yo también de niño», del que partía el efecto cómico, sólo contaría en el caso de diferencias medianas cuando ningún otro nexo pudiera apoderarse del sobrante liberado. Si perseveramos en el ensayo de hallar la esencia de lo cómico en el anudamiento preconciente a lo infantil, nos vemos precisados a dar un paso más que Bergson y admitir que la comparación cuyo resultado es lo cómico tal vez no necesita despertar un antiguo placer y un juego infantiles: bastaría que convocara un ser infantil en general, y quizás hasta una pena de infancia. Nos distanciamos en esto de Bergson, pero permanecemos de acuerdo con nosotros mismos no refiriendo el placer cómico a un placer recordado sino, una y otra vez, a una comparación. Es posible que los casos de la primera clase [los vinculados a un placer recordado] coincidan con lo cómico regular e irresistible. Repasemos ahora el esquema antes expuesto de las posibilidades cómicas. Dijimos que la diferencia cómica se hallaría o bien a. por una comparación entre el otro y el yo, o b. por una comparación dentro del otro toda ella, o c. por una comparación dentro del yo toda ella. En el primer caso, el otro se me aparecería como niño; en el segundo, él mismo descendería a la condición de niño; en el tercero, yo hallaría el niño dentro de mí. [a.] Al primer caso pertenecen lo cómico del movimiento y de las formas, de la operación intelectual y del carácter; lo infantil correspondiente serían el esfuerzo a moverse y el menor desarrollo intelectual y ético del niño, de suerte que el tonto me resultaría cómico por recordarme a un niño lerdo, y el malo, por recordarme a un niño díscolo. De un placer infantil cegado para el adulto sólo podría hablarse toda vez que estuviera en juego el gusto de moverse propio del niño. [b.] El segundo caso, en que la comicidad descansa por entero en una «empatía», comprende el mayor número de posibilidades: la comicidad de situación, de exageración (caricatura), de imitación, de rebajamiento y desenmascaramiento. Es el caso en que la introducción del punto de vista infantil viene más a propósito. En efecto, la comicidad de situación se funda las más de las veces en embarazos en que reencontramos el desamparo del niño; lo más enojoso de tales embarazos, la perturbación de otras operaciones por las imperiosas exigencias de las necesidades naturales, corresponde al todavía defectuoso dominio que el niño tiene sobre las funciones corporales. Donde la comicidad de situación actúa por repeticiones, se apoya sobre el placer, peculiar del niño, en la repetición continuada (de preguntas, relato de historias), que lo vuelve importuno para el adulto. La exageración, que todavía depara placer al propio adulto siempre que sepa justificarse ante su crítica, se entrama con la peculiar carencia de sentido de la medida en el niño, su ignorancia de todo nexo cuantitativo, que llega a conocer más tarde que a los cualitativos. El sentido de la medida, la templanza incluso para las mociones permitidas, es un fruto tardío de la educación y se adquiere por inhibición recíproca de las actividades anímicas recogidas en tina urdimbre única. Toda vez que esa urdimbre se debilita, en lo inconciente del sueño, en el monoteísmo de las psiconeurosis, sale al primer plano la falta de medida del niño. La comicidad de la imitación nos había ofrecido dificultades relativamente grandes para entenderla mientras no tomábamos en cuenta este factor infantil en ella. Pero la imítacíón es el mejor arte del niño y el motivo pulsionante de la mayoría de sus juegos. La ambición del niño tiende mucho menos a destacarse entre sus iguales que a imitar a los grandes. De la relación del niño con el adulto depende también la comicidad del rebajamiento, que corresponde al descenso del adulto a la vida infantil. Es difícil que otra cosa depare al niño mayor placer que el hecho de que el adulto descienda a él, renuncie a su opresiva superioridad y juegue con él como su igual. El alivio, que procura al niño placer puro, se convierte en el adulto, en calidad de rebajamiento, en un medio de volver cómico algo y en una fuente de placer cómico. Acerca del desenmascaramiento sabemos que se remonta al rebajamiento. [c.] El caso que más dificultades ofrece para fundarlo en lo infantil es el tercero, el de la comicidad de la expectatíva, lo cual explica bien que los autores que comenzaron por este caso en su concepción de lo cómico no hallaran ocasión de considerar el factor infantil respecto de la comicidad. Es que está lejos del niño lo cómico de la expectativa; la aptitud para asirlo es la que más tardíamente emerge en él. Es probable que en la mayoría de los casos de este tipo, que al adulto se le antojan cómicos, el niño sienta sólo un desengaño. Sin embargo, se podría tomar como punto de partida la confianza del niño en sus expectativas y su credulidad para comprender que uno se presenta en escena cómicamente «como niño» cuando sucumbe al desengaño cómico. Si de lo que precede resultara un asomo de probabilidad para traducir el sentimiento cómico por ejemplo en estos términos: «Cómico es lo que no corresponde al adulto», yo no osaría, en vista de mi posición de conjunto sobre el problema cómico, defender esta tesis con el mismo empeño que a las formuladas antes. No me atrevo a decidir si el rebajarse a la condición de niño es sólo un caso especial del rebajamiento cómico, o si toda comicidad en el fondo descansa en un rebajamiento a ser niño. Una indagación que trata de lo cómico, aun tan de pasada, sería enojosamente incompleta si no agregara al menos algunas puntualizaciones respecto del humor. Es tan poco dudoso el esencial parentesco entre ambos que un intento de explicar lo cómico tiene que proporcionar siquiera algún componente para entender el humor. Es indudable que muchas cosas certeras e instructivas se han aducido para la apreciación de este, que, siendo a su vez una de las operaciones psíquicas más elevadas, goza del particular favor de los pensadores; no podemos, pues, eludir el intento de expresar su esencia mediante una aproximación a las fórmulas dadas para el chiste y para lo cómico. Ya averiguamos que el desprendimiento de afectos penosos es el obstáculo más fuerte del efecto cómico. Si el movimiento que no persigue fin alguno provoca daño, si la estupidez lleva a la desgracia y la desilusión al dolor, ello pone fin a la posibilidad de un efecto cómico, al menos para el que no puede defenderse de ese displacer, es aquejado por él o se ve precisado a participar de él, mientras que la persona ajena atestigua con su conducta que la situación del caso respectivo contiene todo lo requerido para un efecto cómico. Ahora bien, el humor es un recurso para ganar el placer a pesar de los afectos penosos que lo estorban; se introduce en lugar de ese desarrollo de afecto, lo remplaza. Su condición está dada frente a una situación en que de acuerdo con nuestros hábitos estamos tentados a desprender un afecto penoso, y he ahí que influyen sobre nosotros ciertos motivos para sofocar ese afecto in statu nascendi. Entonces, en los casos recién citados la persona afectada por el daño, el dolor, etc., podría ganar un placer humorístico, en tanto la persona ajena ríe por placer cómico. El placer del humor nace, pues -no podríamos decirlo de otro modo-, a expensas de este desprendimiento de afecto interceptado; surge de un gasto de afecto ahorrado. Entre las variedades de lo cómico, el humor es la más contentadiza; su proceso se completa ya en una sola persona, la participación de otra no le agrega nada nuevo. Puedo reservarme el goce del placer humorístico nacido en mí, sin sentirme esforzado a comunicarlo. No es fácil enunciar lo que sucede en esa persona única a raíz de la producción del placer humorístico; sin embargo, se obtiene cierta intelección indagando los casos de humor comunicado o sentido por simpatía en que yo, al entender a la persona humorista, llego al mismo placer que ella. Tal vez nos ilustre sobre ello el caso más grosero del humor, el llamado humor de patíbulo (Galgenhumor, «humor negro»} . El reo, en el momento en que lo llevan para ejecutarlo un lunes, exclama: « ¡Vaya, empieza bien la semana!». Es propiamente un chiste, pues la observación es de todo punto certera en sí misma; pero por otro lugar está enteramente fuera de lugar, es disparatada, pues para él no habrá más sucesos en la semana. No obstante, es propio del humor hacer un chiste así, o sea, prescindir de todo cuanto singulariza ese comienzo de semana de todos los demás comienzos, desconocer la diferencia que podría motivar unas mociones de sentimiento muy particulares. Lo mismo si el reo, en camino al cadalso, pide un pañuelo para cubrir su cuello desnudo, no vaya a tomar frío, precaución muy loable si el inminente destino de ese cuello no la volviera absolutamente superflua e indiferente. Hay que admitirlo: algo como una grandeza de alma se oculta tras esa blague {humorada}, esa afirmación de su ser habitual y ese extrañamiento de lo que está destinado a aniquilarlo y empujarlo a la desesperación. Esta suerte de grandiosidad del humor resalta de manera inequívoca en casos en que nuestro asombro no halla inhibición alguna por las circunstancias de la persona humorista. En Hernani, de Victor Hugo, el bandido, confabulado contra su rey Carlos I de España, llamado Carlos V en su condición de emperador de Alemania, cae en las manos de este su poderosísimo enemigo; prevé su destino como convicto de alta traición, su cabeza caerá. Pero tal previsión no lo disuade de darse a conocer como Grande de España por derecho de linaje y declarar que no renunciará a ninguna de las prerrogativas que ese título le concede. Un Grande de España tiene permitido permanecer cubierto en presencia de su real majestad. Y bien: «Nos têtes ont le droit De tomber couvertes devant de toi». He ahí un humor grandioso, y si nosotros como oyentes no reímos se debe a que nuestro asombro tapa al placer humorístico. En el caso del reo que no quiere tomar frío en el trayecto hasta el cadalso reímos a mandíbula batiente. Semejante trance, uno creería, empujará al delincuente a desesperarse, lo cual podría provocarnos una intensa compasión; pero esta se inhibe porque comprendemos que a él, al directamente afectado, le importa un ardite de la situación. Tras entenderlo, el gasto de compasión, que ya estaba pronto en nosotros, se vuelve inaplicable y lo reímos. La indiferencia del reo, que sin embargo, lo notamos, a él le ha costado un considerable gasto de trabajo psíquico, se nos contagia de algún modo. Ahorro de compasión es una de las fuentes más comunes del placer humorístico. El humor de Mark Twain suele trabajar con este mecanismo. Cuando nos refiere de la vida de su hermano, empleado en una gran empresa constructora de carreteras, que la explosión anticipada de una mina lo hizo volar por el aire para devolverlo a tierra en un sitio alejado de su puesto de trabajo, es inevitable que despierten en nosotros unas mociones de compasión por el desdichado; querríamos preguntar si safló ileso de su accidente; pero la continuación de la historia, a saber, que al hermano le descontaron medio jornal «por alejarse de su puesto de trabajo», nos desvía enteramente de la compasión y nos vuelve casi tan duros de corazón como mostró ser aquel empresario, tan indiferentes ante las lesiones que el hermano pudiera haber sufrido. En otra ocasión, Mark Twain nos expone su árbol genealógico, que hace remontarse hasta uno de los compañeros de viaje de Colón. Pero luego de pintarnos el carácter de este antepasado, cuyo equipaje se reducía a varias prendas procedentes cada una de una lavandería distinta, no podemos hacer otra cosa que reír a expensas de la piedad ahorrada, piedad que se nos había instilado al comienzo de esa historia familiar. Y no perturba al mecanismo del placer humorístico nuestro saber que esa historia de los antepasados es imaginaria y que esta ficción sirve a la tendencia satírica de desnudar la inclinación embellecedora en que otros incurren en semejantes comunicaciones; aquel mecanismo es tan independiente de la condición de realidad objetiva como en el caso del volver cómico algo. Otra historia de Mark Twain, que informa cómo su hermano se instaló en un sótano al que debió llevar cama, mesa y lámpara, y para formar el techo aparejó una gran lona agujereada en su centro; cómo a la noche, luego de haber terminado el arreglo de su habitación, una vaca de establo cayó por el agujero del techo sobre la mesa y apagó la lámpara, y el hermano con paciencia ayudó al animal para que volviera a la superficie, y debió reparar toda su instalación; cómo hizo lo mismo cuando igual inconveniente se repitió la próxima noche, y luego noche tras noche; una historia así se vuelve cómica por su repetición. Pero Mark Twain la concluye informándonos que la noche número 46, cuando la vaca volvió a caer, su hermano observó al fin: «El asunto empieza a ponerse monótono», y entonces nosotros no podemos retener nuestro placer humorístico, pues desde hacía rato esperábamos enterarnos de que el hermano … se enojaba por esa obstinada desgracia. El pequeño humor que acaso nosotros mismos criamos en nuestra vida, por regla general lo producimos a expensas del enojo, en lugar de enojarnos. Las variedades del humor son de una extraordinaria diversidad, según sea la naturaleza de la excitación de sentimiento ahorrada en favor del humor: compasión, enojo, dolor, enternecimiento, etc. Por otra parte, su serie no parece cerrada, pues el ámbito del humor experimenta continuas extensiones cuando los artistas o escritores consiguen domeñar humorísticamente mociones de sentimiento no conquistadas todavía, convertirlas en fuentes de placer humorístico por medio de artificios semejantes a los de los ejemplos anteriores. Verbigracia, los artistas de Simplicissimus han obtenido asombrosos logros en ganar humor a expensas de cosas crueles y asquerosas. Además, las formas de manifestación del humor están comandadas por dos propiedades que se entraman con las condiciones de su génesis. En primer lugar, el humor puede aparecer fusionado con el chiste u otra variedad de lo cómico, en cuyo caso le compete la tarea de eliminar una posibilidad de desarrollo de afecto contenida en la situación y que sería un obstáculo para el efecto de placer. En segundo lugar, puede cancelar este desarrollo de afecto de una manera completa o sólo parcial; esto último es sin duda lo más frecuente, por ser la operación más simple, y arroja como resultado las diferentes formas del humor «quebrado», el humor que sonríe entre lágrimas. Le sustrae al afecto una parte de su energía y a cambio le proporciona un eco humorístico. El placer humorístico ganado por simpatía corresponde, como pudo notarse en los ejemplos anteriores, a una técnica particular comparable al desplazamiento, mediante la cual el aprontado desprendimiento de afecto recibe un desengaño y la investidura es guiada hacía otra cosa, no raramente algo accesorio. Empero, esto en nada nos ayuda a entender el proceso por el cual en la propia persona humorista se cumple el desplazamiento que la lleva a apartarse del desprendimiento de afecto. Vemos que el receptor imita al creador del humor en sus procesos anímicos, pero con esto no averiguamos nada acerca de las fuerzas que posibilitan ese proceso en el segundo. Cuando alguien logra, por ejemplo, situarse por encima de un afecto doloroso representándose la grandeza de los intereses universales en oposición a su propia insignificancia, sólo podemos decir que no vemos ahí una operación del humor, sino del pensar filosófico, y tampoco obtenemos una ganancia de placer sí nos compenetramos con la ilación de pensamiento de esa persona. Por tanto, si la atención conciente lo ilumina, el desplazamiento humorístico es tan imposible como la comparación cómica; como esta, se encuentra atado a la condición de permanecer preconciente o automático. Alguna noticia sobre el desplazamiento humorístico se obtiene si se lo considera bajo la luz de un proceso defensivo. Los procesos de defensa son los correlatos psíquicos del reflejo de huida y tienen la misión de prevenir la génesis de un displacer que proceda de fuentes internas; en el cumplimiento de esa tarea sirven al acontecer anímico como una regulación automática que, es verdad, resulta ser dañina a la postre y por eso es preciso que sea sometida al gobierno del pensar conciente. En una determinada variedad de esa defensa, la represión fracasada, he podido pesquisar el mecanismo eficiente para la génesis de las psiconeurosis. Pues bien; el humor puede concebirse como la más elevada de esas operaciones defensivas. Desdeña sustraer de la atención conciente el contenido de representación enlazado con el afecto penoso, y de ese modo vence al automatismo defensivo; lo consigue porque halla los medios para sustraer su energía al aprontado desprendimiento de placer, y mudarlo en placer mediante descarga. Hasta es imaginable que de nuevo la conexión con lo infantil ponga a su disposición los recursos para esta operación. Sólo en la vida infantil hubo intensos afectos penosos de los cuales el adulto reiría hoy, como en calidad de humorista ríe de sus propios afectos penosos del presente. La exaltación de su yo, de la que da testimonio el desplazamiento humorístico -y cuya traducción sin duda rezaría: «Yo soy demasiado grande (grandioso) {gross(artig)} para que esas ocasiones puedan afectarme de manera penosa»-, muy bien podría él tomarla de la comparación de su yo presente con su yo infantil. En alguna medida esta concepción es apoyada por el papel que toca a lo infantil en los procesos neuróticos de represión. En términos globales, el humor se sitúa más cerca de lo cómico que del chiste. Tiene en común con lo cómico, además, su localización psíquica en lo preconciente, mientras que el chiste se forma, según nos vimos precisados a suponerlo, como un compromiso entre inconciente y preconciente. En cambio, no tiene participación alguna en un peculiar carácter en que chiste y comicidad coinciden, y que acaso no hayamos destacado hasta este momento con la debida nitidez. Condición de la génesis de lo cómico es que nos veamos movidos a aplicar a la misma operación del representar, simultáneamente o en rápida sucesión, dos diversas maneras de representación entre las que sobreviene la «comparación» y surge como resultado la diferencia cómica. Tales diferencias de gasto surgen entre lo ajeno y lo propio, lo habitual y lo alterado, lo esperado y lo que sobreviene. En el caso del chiste, la diferencia entre dos maneras de concepción que se ofrecen simultáneamente y trabajan con un gasto desigual cuenta para el proceso que ocurre en el oyente. Una de esas dos concepciones, siguiendo las indicaciones contenidas en el chiste, recorre el camino de lo pensado a través de lo inconciente; la otra permanece en la superficie y se representa al chiste como a cualquier otro texto devenido conciente desde lo preconciente. Acaso no sería una exposición ¡lícita derivar el placer del chiste escuchado a partir de la diferencia entre estas dos maneras de representación. Lo que aquí enunciamos acerca del chiste es lo mismo que hemos descrito como su cabeza de Jano cuando la relación entre chiste y comicidad se nos presentaba aún no tramitada. En el caso del humor desaparece ese carácter aquí situado en un primer plano. Es cierto que registramos el placer humorístico toda vez que se evita una moción de sentimiento que habríamos esperado, por hábito, como propia de la situación, y que en esa medida también el humor cae dentro del concepto ampliado de la comicidad de expectativa. Pero en el humor ya no se trata de dos diversas maneras de representar un mismo contenido; el hecho de que la situación esté dominada por una excitación de sentimiento a evitar, de carácter displacentero, pone término a toda posibilidad de comparación con los rasgos de lo cómico y del chiste. El desplazamiento humorístico es en verdad un caso de aquel diverso empleo de un gasto liberado que resultaba tan peligroso para el efecto cómico. Hemos llegado al final de nuestra tarea, tras reconducir el mecanismo del placer humorístico a una fórmula análoga a las del placer cómico y del chiste. El placer del chiste nos pareció surgir de un gasto de inhibición ahorrado; el de la comicidad, de un gasto de representación (investidura) ahorrado, y el del humor, de un gasto de sentimiento ahorrado. En esas tres modalidades de trabajo de nuestro aparato anímico, el placer proviene de un ahorro; las tres coinciden en recuperar desde la actividad anímica un placer que, en verdad, sólo se ha perdido por el propio desarrollo de esa actividad. En efecto, la euforia que aspiramos a alcanzar por estos caminos no es otra cosa que el talante de una época de la vida en que solíamos arrostrar nuestro trabajo psíquico en general con escaso gasto: el talante de nuestra infancia, en la que no teníamos noticia de lo cómico, no éramos capaces de chiste y no nos hacía falta el humor para sentirnos dichosos en la vida.