El chiste y las variedades de lo cómico

El chiste y las variedades de lo cómico Al problema de lo cómico como tal sólo con temor osamos aproximarnos. Sería presuntuoso esperar que nuestros empeños contribuyeran con algo decisivo a su solución después que los trabajos de una vasta serie de notables pensadores no obtuvieron un esclarecimiento satisfactorio en todos sus aspectos. En realidad, no nos proponemos sino perseguir durante un tramo, por el ámbito de lo cómico, aquellos puntos de vista que demostraron ser valiosos respecto del chiste. Lo cómico se produce en primer lugar como un hallazgo no buscado en los vínculos sociales entre los seres humanos. Se lo descubre en personas, y por cierto en sus movimientos, formas, acciones y rasgos de carácter; originariamente es probable que sólo en sus cualidades corporales, más tarde también en las anímicas, o bien en sus manifestaciones. Por vía de una manera muy usual de personificación, luego también animales y objetos inanimados devienen cómicos. No obstante, lo cómico puede ser desasido de las personas cuando se discierne la condición bajo la cual una persona aparece como cómica. Así nace lo cómico de la situación, y con ese discernimiento se establece la posibilidad de volver adrede cómica a una persona trasladándola a situaciones en que sean inherentes a su obrar esas condiciones de lo cómico. El descubrimiento de que uno tiene el poder de volver cómico a otro abre el acceso a una insospechada ganancia de placer cómico y da origen a una refinada técnica. También es posible volverse cómico uno mismo. Los recursos que sirven para volver cómico a alguien son, entre otros, el traslado a situaciones cómicas, la imitación, el disfraz, el desenmascaramiento, la caricatura, la parodia, el travestísmo. Como bien se entiende, estas técnicas pueden entrar al servicio de tendencias hostiles y agresivas. Uno puede volver cómica a una persona para hacerla despreciable, para restarle títulos de dignidad y autoridad. Pero aunque ese propósito se encuentre por lo común en la base del volver cómico, no necesariamente constituye el sentido de lo cómico espontáneo. Ya este desordenado repaso del surgimiento de lo cómico nos permite advertir que debe atribuírsele un radio de origen muy extenso, de suerte que no cabe esperar aquí unas condiciones tan especializadas como las que hallamos, por ejemplo, en lo ingenuo. Con miras a ponernos sobre la pista de la condición válida para lo cómico, lo más atinado es escoger un caso como punto de partida; elegimos lo cómico de los movimientos acordándonos de que la representación teatral más primitiva, la pantomima, se vale de este recurso para hacernos reír. A la pregunta sobre por qué nos reímos de los movimientos del clown, se podría responder: porque nos parecen desmedidos y desacordes con un fin. Reímos de un gasto demasiado grande. Busquemos esta condición fuera de la comicidad obtenida artificialmente, vale decir, allí donde uno la descubre de manera no deliberada. Los movimientos del niño no nos parecen cómicos, por más que se agite y salte. Cómico es, en cambio, que el niño que aprende a escribir saque la lengua y acompañe con ella los movimientos de la pluma; en estos movimientos concomitantes vemos un gasto superfluo que nosotros en igual actividad nos ahorraríamos. De igual modo, también en adultos nos resultan cómicos unos movimientos concomitantes o aun movimientos expresivos algo desmedidos. Así, son casos puros de esta clase de comicidad los movimientos que ejecuta el jugador de bolos después que arrojó la bola, cuando sigue su trayectoria como si todavía pudiera regularla con posterioridad; cómicos son todos los gestos que exageran la expresión normal de las emociones, aunque se produzcan de manera involuntaria, como en las personas afectadas por el baile de San Vito (chorea); también los apasionados movimientos de un moderno director de orquesta parecerán cómicos a toda persona ignara en música que no comprenda su carácter necesario. Y desde esta comicidad de los movimientos se ramifica aún lo cómico de las formas del cuerpo y los rasgos del rostro, en la medida en que se los conciba corno si fueran producto de un movimiento llevado demasiado lejos y carente de fin. Ojos saltones, una nariz que se proyecte sobre la boca en forma de pico de loro, orejas salientes, una joroba y rasgos de esta índole probablemente sólo sean cómicos porque uno se representa los movimientos que se habrían requerido para producirlos, a cuyo fin la representación considera móviles mucho más de lo que lo son en realidad a nariz, orejas y otras partes del cuerpo. Es sin duda cómico que alguien pueda «mover las orejas», y por cierto que lo sería todavía más el que pudiera mover su nariz hacia arriba o hacia abajo. Buena parte del efecto cómico que los animales nos producen se debe a que percibimos en ellos movimientos que no podríamos imitar. Pero, ¿de qué manera damos en reír cuando hemos discernido como desmedidos y desacordes con el fin los movimientos de otro? Opino que por la vía de la comparación entre el movimiento observado en el otro y el que yo mismo habría realizado en su lugar. Desde luego que tiene que aplicarse una misma medida a los términos comparados, y esa medida es mi gasto de inervación conectado a la representación del movimiento en uno y en otro caso. Esta afirmación requiere ser elucidada y desarrollada. Lo que aquí ponemos en recíproca relación es, por tina parte, el gasto psíquico producido a raíz de un cierto representar y, por la otra, el contenido de eso representado. Nuestra afirmación sostiene que el primero no es en general y por principio independiente del segundo, del contenido de representación; en particular, sostenernos que la representación de algo grande exige un plus de gasto respecto de la de algo pequeño. En la medida en que sólo se trate de la representación de tinos movimientos de magnitud diversa la fundamentación teórica de nuestra tesis y su prueba mediante la observación no podrían depararnos dificultad alguna. Se demostrará que en este caso una propiedad de la representación de hecho coincide con una propiedad de lo representado, aunque la psicología nos alerta de ordinario contra esa confusión. Adquiero la representación de un movimiento de magnitud determinada ejecutando o imitando ese movimiento, y a raíz de esta acción tengo noticia en mis sensaciones de inervación de una medida para ese movimiento. Ahora bien: cuando percibo en otro un movimiento parecido, de mayor o menor magnitud, el camino más seguro para entenderlo -para apercibirlo- será que lo ejecute imitándolo, y entonces podré decidir mediante la comparación en cuál de los dos fue mayor mi gasto. Es indudable que a raíz de la percepción de movimientos sobreviene ese esfuerzo de imitación. Pero en la realidad efectiva yo no ejecuto la imitación, así como no deletreo aunque aprendí a leer haciéndolo. En vez de imitar el movimiento con mis músculos, procedo a representarlo por medio de mis huellas mnémicas de los gastos que demandaron movimientos semejantes. El representar o «pensar» se diferencia del obrar o ejecutar, sobre todo, porque hace desplazarse muy escasas energías de investidura e impide que el gasto principal sea drenado. Pero, ¿de qué modo el factor cuantitativo -la magnitud mayor o menor- del movimiento percibido se expresa en la representación? Y si en la representación, compuesta por cualidades, falta una figuración de la cantidad, ¿cómo puedo diferenciar las representaciones de movimientos de magnitud diversa, y emprender entonces la comparación que nos interesa aquí? En este punto la fisiología nos señala el camino, enseñándonos que también durante el representar discurren inervaciones hacia los músculos, aunque ellas corresponden, claro está, sólo a un gasto modesto. Pero entonces es sugerente suponer que ese gasto de inervación que acompaña al representar se emplea para la figuración del factor cuantitativo de la representación, y es más grande cuando el representado es un movimiento mayor, y menor cuando este es más pequeño. La representación del movimiento más grande sería aquí, pues, efectivamente la mayor, o sea la acompañada de un gasto mayor. La observación muestra de manera directa que los seres humanos están habituados a expresar lo grande y lo pequeño de sus contenidos de representación por la diversidad de gasto en una suerte de mímica de representación. Cuando un niño, un hombre de pueblo o un miembro de ciertas razas comunica o describe algo, fácilmente se echa de ver que no se contenta con patentizar al oyente su representación escogiendo unas palabras claras, sino que también figura el contenido de ella en sus movimientos expresivos; conecta la figuración mímica con la verbal. Sobre todo dibuja así las cantidades e intensidades: «Una alta montaña», y levanta la mano por encima de su cabeza; «Un enanito», y la hace descender a ras del suelo. Y si se ha quitado el hábito de pintar con las manos, tanto más lo hará con la voz; si también se ha dominado en esto, puede apostarse a que al describir algo grande abrirá desmesuradamente los ojos y al figurar lo pequeño los entrecerrará. No son sus afectos los que así exterioriza, sino, en realidad, el contenido de lo representado. ¿Deberíamos suponer ahora que esta necesidad de mímica sólo despierta exigida por la comunicación, aunque buena parte de este modo de figurar escapa por completo a la atención del oyente? Prefiero pensar que esta mímica, si bien menos vívida, está presente en ausencia de toda comunicación, y también se produce cuando la persona se representa para sí sola, piensa algo en forma intuible; entonces expresa lo grande y lo pequeño en su cuerpo como lo hace cuando habla, por lo menos mediante una inervación alterada en los rasgos de su rostro y en sus órganos sensoriales. Y hasta puedo pensar que la inervación corporal acorde al contenido de lo representado fue el comienzo y origen de la mímica con fines de comunicación; para cumplir este propósito, no le hizo falta más que acentuarse, volverse llamativa para el otro. En tanto así defiendo el punto de vista de que a la «expresión de las emociones», notoria como un efecto secundario corporal de procesos anímicos, debe agregársele esta «expresión del contenido de representación», tengo bien en claro que mis puntualizaciones sobre la categoría de lo grande y lo pequeño no han agotado el tema. Yo mismo sabría agregar muchas cosas aun antes de llegar a los fenómenos de tensión por los cuales una persona señala corporalmente el recogimiento de su atención y el nivel de abstracción en que su pensar se mantiene durante ese tiempo. Considero muy sustantivo este asunto, y creo que el estudio de la mímica de representación sería en otros campos de la estética tan útil como lo es aquí para entender lo cómico. Para volver ahora a la comicidad del movimiento, repito que con la percepción de un determinado movimiento se dará el impulso a representarlo mediante un cierto gasto. Por tanto, en el «querer comprender», en la apercepción de ese movimiento, yo hago un cierto gasto, me comporto en esta pieza del proceso anímico exactamente igual que si me situara en el lugar de la persona observada. Ahora bien, es probable que al mismo tiempo tenga en vista la meta de ese movimiento y pueda apreciar, por medio de mi anterior experiencia, la medida de gasto que se requiere para el logro de esta meta. Prescindo en esto de la persona observada y me comporto como si yo mismo quisiera alcanzar la meta del movimiento. Estas dos posibilidades de representación desembocan en una comparación entre el movimiento observado y el mío propio. Ante un movimiento desmedido del otro, y desacorde con el fin, mi plus de gasto para entenderlo es inhibido in statu nascendi, por así decir en su movilización misma; es declarado superfluo y así queda libre para un empleo ulterior, eventualmente su descarga en risa. De esta manera, si vinieran a agregarse otras condiciones favorables, la génesis del placer por el movimiento cómico sería un gasto de inervación que ha devenido inaplicable como excedente a consecuencia de la comparación con el movimiento propio. Notamos ahora que debemos continuar nuestras elucidaciones en dos sentidos diferentes: en primer lugar, establecer las condiciones para la descarga del excedente; en segundo lugar, examinar si los otros casos de lo cómico pueden concebirse de manera parecida a lo cómico del movimiento. Abordamos primero la segunda de esas tareas y, tras lo cómico del movimiento y de la acción, pasamos a considerar lo cómico que se descubre en las operaciones mentales y rasgos de carácter del otro.