El desliz en la lectura y en la escritura contin.1

El desliz en la lectura y en la escritura

10. En un segundo grupo de casos, es mucho mayor el papel que en el desliz de lectura desempeña el texto: contiene algo que pone en movimiento la defensa del lector, alguna comunicación o insinuación penosa para él, y entonces dicho texto experimenta, por el desliz que en su lectura se comete, una rectificación en el sentido del rechazo o del cumplimiento de deseo. En tal caso, desde luego, es irrefutable el supuesto de que el texto, antes que fuese así rectificado, se recibió y se apreció con toda corrección, y ello aunque la conciencia no se enterase de esta primera lectura. El ejemplo 3 de las páginas anteriores es de esa índole; comunicaré otro, de gran actualidad, siguiendo al doctor M. Eitingon(204), destacado en ese tiempo en el hospital militar de Igló. «El teniente X., quien se encuentra en nuestro hospital aquejado por una neurosis traumática de guerra, me lee cierto día, con visible emoción, los versos con que termina la última estrofa de un poema de Walter Heymann, tan prematuramente muerto en el frente: »»Pero, ¿dónde está escrito -pregunto- que, de todos, yo deba sobrevivir? ¿Quién caerá por mí? Pues ciertamente, el que de vosotros caiga, por mí morirá; ¿y yo he de sobrevivir? ¿Por qué no?». »Alertado por mi gesto de extrañeza, torna a leer y, algo turbado, esta vez lo hace correctamente: »»¿y yo he de sobrevivir? ¿Por qué yo?». »Al caso de X. debo el haber obtenido cierta penetración analítica en el material psíquico de estas «neurosis traumáticas de guerra», y me permitió, a pesar de las circunstancias imperantes en un lazareto militar -tan desfavorables, por el recargo de tareas y la escasez de médicos que supone, a nuestra modalidad de trabajo- ver un poco más allá de las explosiones de granada, cuyo valor como «causas» tanto se extrema. »También en esta oportunidad se observaban los fuertes temblores que a primera vista confieren tan gran parecido a los casos acusados de esta neurosis; estado de angustia, tendencia al lloriqueo, inclinación a unos ataques de ira con manifestaciones motrices convulsivas e infantiles, y al vómito (“ante la menor emoción»). »El carácter psicógeno de este último síntoma, sobre todo por estar al servicio de la ganancia secundaria de la enfermedad, no podía menos que resultar evidente para cualquiera: la aparición del comandante del hospital, quien de tanto en tanto inspeccionaba a los convalecientes, en la sala, o la frase de un conocido por la calle: «Pero si se lo ve muy bien, ¡sin duda ya está sano!», bastaban para desencadenar enseguida un vómito. »»Sano … de nuevo a filas … ¿y por qué yo?…»». 11. El doctor Hanns Sachs comunica otros casos de desliz «de guerra» en la lectura: «Una persona de mi amistad me había declarado repetidas veces que no apelaría, cuando fuese movilizado, a su formación profesional, que un título le acreditaba, sino que renunciaría al derecho que ese diploma le daba de obtener un destino acorde en la retaguardia, y marcharía al frente. Poco antes que le llegase realmente su turno, me comunicó un día, en la forma más escueta y sin alegar más razones, que había presentado la prueba de su formación profesional a la autoridad competente y a consecuencia de ello lo habían destinado a una actividad industrial. Al día siguiente nos encontramos en una oficina pública. Estaba yo ante un pupitre, y escribía; él se acercó, miró un momento por encima de mi hombro, y luego dijo: «¡Ah! La palabra de arriba es Drückbogen {pliegos}; lo leí como si dijera Drückeberger {desertor} » ». 12. «Sentado en el tranvía, iba reflexionando en que muchos de mis amigos de juventud, tenidos siempre por timoratos y debiluchos, eran ahora capaces de sobrellevar las más duras fatigas, ante las que yo sucumbiría con toda seguridad. Sumido en estos ingratos pensamientos, leí al paso del vehículo, sin fijar la atención, las grandes letras negras de un cartel comercial: «Constitución de hierro». Pasado un instante se me ocurrió que estas palabras no eran propias de un cartel de negocio; me di vuelta con rapidez y alcancé a atrapar la inscripción con la mirada; en realidad decía «Construcción de hierro»». (Sachs,) 13. «En los diarios de la tarde se incluyó un despacho de la agencia Reuter, que luego resultó incorrecto, según el cual Hughes había sido electo presidente de los Estados Unidos. A continuación se publicaba una breve biografía del supuesto nuevo presidente, y en ella me topé con la noticia de que Hughes se había graduado en la Universidad de Bonn. Me pareció raro que no hubieran mencionado ya esa circunstancia los análisis periodísticos que sobre ese tema se habían sucedido en las semanas previas a la elección. Pero un ulterior examen me mostró que sólo se hablaba de la Universidad «Brown» [en Providence, estado de Rhode Island, Estados Unidos]. Este caso grosero, en que para producir el desliz hizo falta forzar bastante las cosas, no sólo se debió a mi descuidada lectura del periódico, sino, sobre todo, a que por razones personales, además de las políticas, me pareció deseable que el nuevo presidente simpatizara con las potencias centrales como base de futuras buenas relaciones». (Sachs) Deslices en la escritura 1. En una hoja de papel que contenía breves notas diarias, la mayoría de interés profesional, hallo para mi sorpresa que entre las fechas correctas del mes de setiembre se había deslizado la equivocada de «jueves 20 de octubre». No es difícil esclarecer esta anticipación, también, como expresión de un deseo. Pocos días antes había vuelto descansado de mi viaje de vacaciones, y me sentía dispuesto a desarrollar un intenso quehacer médico, pero el número de pacientes era todavía escaso. A mi llegada hallé una carta de cierto enfermo que se anunciaba para el 20 de octubre. Al registrar ese mismo día, pero en setiembre, acaso pensé: «Ojalá que X. ya estuviera aquí; lástima perder todo un mes». Y pensando así anticipé la fecha. En este caso el pensamiento perturbador no se puede llamar chocante; por eso supe resolver la equivocación de escritura en el acto mismo de reparar en ella. En el otoño del año siguiente repetí un desliz de escritura enteramente análogo y por motivos semejantes. Ernest Jones(209) ha estudiado tales deslices en la escritura de fechas, y en la mayoría de los casos le ha resultado fácil discernir que estaban motivados [psicológicamente]. 2. Recibo las pruebas de imprenta de mi contribución al Jahresbericht für Neurologie und Psychiatrie y, desde luego, me es preciso revisar con particular cuidado los nombres de autores, que, por sus diversas nacionalidades, suelen deparar las mayores dificultades al cajista. Y, en efecto, tuve que corregir muchos nombres de raíz extranjera. Pero en un caso, curiosamente, el cajista mejoró mi manuscrito, y con todo acierto. Yo había escrito «Buckrhard», mientras que el cajista coligió «Burckhard». Yo había elogiado como muy meritorio el ensayo de un tocólogo acerca del influjo del nacimiento sobre la génesis de las parálisis infantiles, y nada tenía en contra de su autor; pero lleva su mismo apellido un publicista de Viena que me causó enojo por su irrazonable reseña de mi libro La interpretación de los sueños. Es como si al poner por escrito el apellido Burckhard, que era el de aquel tocólogo, hubiera yo pensado entre mí algo malo contra el otro B., el publicista, pues la tergiversación de nombres significa a menudo un denuesto, según dije ya a propósito del trastrabarse. 3. Esta tesis es corroborada por una muy buena observación de Storfer sobre él mismo, donde el autor pone en claro, con una franqueza digna de encomio, los motivos que le indujeron un recuerdo falso del apellido de un supuesto competidor, y luego su escritura desfigurada. «En diciembre de 1910 vi en el escaparate de una librería de Zurich el libro, recién aparecido, del doctor Eduard Hitschmann sobre la doctrina de las neurosis de Freud. Por entonces yo trabajaba en el manuscrito de una conferencia que pronto daría en una asociación académica sobre los principios de la psicología Freudiana. En la introducción, que ya tenía redactada, yo señalaba el desarrollo de la psicología de Freud desde sus investigaciones en una rama de la psicología aplicada, ciertas dificultades que de ahí se seguían para obtener una exposición sintética de sus principios, y, por añadidura, que aún no existía una exposición general. Cuando vi en el escaparate el libro (de un autor para mí hasta entonces desconocido), al principio no se me pasó por la cabeza comprarlo. Pero algunos días más tarde me resolví a hacerlo. Ya no estaba en el escaparate. Mencioné al librero ese libro recién publicado; como autor mencioné al «doctor Eduard Hartmann». El librero me corrigió: «Usted quiere decir Hitschmann», y me trajo el libro. »El motivo inconciente de la operación fallida estaba claro. En cierto modo me había atribuido el mérito de ser quien sintetizara las doctrinas psicoanalíticas, y es evidente que vi con envidia y enojo el libro de Hitschmann, que empequeñecía ese mérito. Me dije, siguiendo lo que se afirma en Psicopatología de la vida cotidiana, que la alteración del nombre es un acto de hostilidad inconciente. Con esta explicación me di entonces por satisfecho. »Algunas semanas después anoté aquella operación fallida. Y en esta oportunidad me pregunté por qué había puesto Eduard Hartmann, justamente, en vez de Hitschmann. ¿La mera semejanza de los apellidos me habría llevado hasta el del conocido filósofo? Mi primera asociación fue el recuerdo de un veredicto que le oí cierta vez al profesor Hugo von MeltzI, un entusiasta admirador de Schopenhauer: «Eduard von Hartmann es un Schopenhauer echado a perder, vuelto por el mal lado». La tendencia afectiva que determinó al producto sustitutivo del nombre olvidado fue, pues: «¡Bah! Este Hitschmann y su exposición sintética no han de valer gran cosa; él es a Freud lo que Hartmann es a Schopenhauer». »Debí entonces consignar este caso como de olvido [psicológicamente] determinado con ocurrencia sustitutiva. »Pasados seis meses volví a dar con la hoja donde lo había anotado. Entonces reparé en que por Hitschmann había escrito en todas partes «Hintschmann». 4. He aquí un caso de desliz en la escritura en apariencia más serio; quizá con igual derecho yo habría podido clasificarlo como de «trastrocar las cosas confundido» [cf. el capítulo VIII]: Tengo el propósito de retirar de la Caja de Ahorro Postal la suma de 300 coronas, que quiero enviar a un familiar ausente para que realice una cura médica. Observo, a raíz de ello, que tengo en mi cuenta 4.380 coronas, y decido disminuirla ahora hasta la cifra redonda de 4.000, que no deberé tocar en el futuro próximo. Tras haber escrito el cheque en regla, y cortado los números correspondientes a la suma, noto de pronto que no he anotado 380 coronas, como quería, sino 438, y me espanta la inexactitud de mi obrar. Pero enseguida pienso que ese espanto es injustificado; no me he vuelto más pobre de lo que antes era. No obstante, me veo precisado a meditar un buen rato sobre el influjo que, sin anunciarse a mi conciencia, pudo perturbar mi primera intención. Al principio caigo en caminos falsos, pretendo restar entre sí las dos cifras de 380 y 438, pero luego no sé qué hacer con la diferencia. Por fin, una ocurrencia súbita me enseña el verdadero nexo. ¡Es que 438 corresponde al diez por ciento del monto total de 4.380 coronas! Y una rebaja del 10 % es la que se obtiene de un librero. Me acuerdo de que hace pocos días he reunido cierto número de obras de medicina que han perdido su interés para mí, y se las ofrecí al librero justamente por 300 coronas. El halló muy alto el precio, y prometió darme respuesta definitiva en los próximos días. Si acepta mi oferta, me habrá reintegrado justamente la suma que debo desembolsar para el enfermo. Es innegable que me pesa hacer este gasto. El afecto que me invadió al percibir mi error se comprende mejor como miedo de quedar pobre con tales expensas. Pero tanto el pesar por el gasto como la angustia de empobrecimiento, a él anudada, son por completo ajenos a mi conciencia; no registré semejante pesar en el acto de decidir el envío de esa suma, y habría hallado ridícula su motivación. Y es probable que jamás me atribuyera semejante moción de no estar asaz familiarizado, por la práctica del psicoanálisis de pacientes, con lo reprimido dentro de la vida anímica, y de no haber tenido pocos días atrás un sueño que demandaba idéntica solución. 5. Cito, según Wilhelm Stekel, el siguiente caso cuya autenticidad también yo puedo garantizar: «Un ejemplo directamente increíble de desliz en la escritura y en la lectura ocurrió en la redacción de un difundido semanario. Sus propietarios habían sido calificados de «venales»; era preciso escribir un artículo en defensa del buen nombre. Y fue lo que se hizo, con mucho calor e inspirado pathos. El jefe de redacción del periódico leyó el artículo; por cierto que su autor ya lo había hecho varias veces en el manuscrito, y luego lo volvió a leer en las pruebas; todos muy satisfechos. De pronto, entra el corrector y señala un pequeño error que había escapado a la atención de todos. Allí se leía claramente: «Ponernos a nuestros lectores por testigos de que siempre hemos abogado interesadamente por el bien de la comunidad». Desde luego, debía decir «desinteresadamente», pero los pensamientos verdaderos irrumpieron con fuerza elemental en el patético discurso». 6. Una lectora del Pester Lloyd, la señora Kata Levy, de Budapest, sorprendió no hace mucho una franqueza parecida no deliberada, en una nota que el periódico publicó el 11 de octubre de 1918 como telegrama procedente de Viena: «Sobre la base de la absoluta confianza que durante toda la guerra ha prevalecido en nuestra relación con el aliado alemán, se supone indudable que las dos potencias habrán de alcanzar, en todos los casos, resoluciones acordes. Por eso es ocioso consignar de manera expresa que también en la presente fase se produce una cooperación ágil y discontinua {lückenhaftes, por unlückenhaft, «continua»} de las diplomacias aliadas». Apenas unas semanas después fue posible pronunciarse con mayor sinceridad sobre esta «relación de confianza», y ya no hizo falta refugiarse en el desliz en la escritura (o el error de imprenta). 7. Un norteamericano residente en Europa, que ha abandonado a su esposa desavenida, cree poder reconciliarse ahora con ella, y la invita a seguirlo a través del mar para determinada fecha: «Sería lindo -escribe- que, como yo lo hice, pudieras viajar en el «Mauretania»». Pero no se atreve a enviar la hoja donde aparece esta frase. Prefiere escribirla de nuevo. No quiere que ella note la corrección que fue preciso hacer en el nombre del barco. Inicialmente, en efecto, había escrito «Lusitania». Este desliz en la escritura no ha menester elucidación, es de interpretación directa. Por gracia de la casualidad, empero, podemos agregar algo: su esposa había viajado por primera vez a Europa antes de la guerra, a la muerte de su única hermana. Si no me equívoco, Mauretania es el buque hermano sobreviviente del Lusitania, hundido durante la guerra. 8. Un médico ha examinado a un niño, y ahora redacta para este la receta, en la que se incluye «alcohol». Mientras lo hace, la madre lo fatiga con preguntas tontas y ociosas. El médico se propone interiormente no enojarse por ello, y consigue realizar ese designio; empero, mientras era perturbado cometió un desliz en la escritura. En la receta se lee, en lugar de «alcohol», «achol». 9. Por causa de su afinidad en el material, inserto aquí un caso del que informa E. Jones acerca de A. A. Brill. Este último, que es de ordinario totalmente abstemio, se dejó inducir por un amigo a beber un poco de vino. A la mañana siguiente, un fuerte dolor de cabeza le dio ocasión para lamentar esa flaqueza. Debía poner por escrito el nombre de una paciente llamada Ethel, y en lugar de ello escribió «ethyl» También interesa aquí, desde luego, que la dama en cuestión solía beber más que lo que le hacía bien. Como los deslices en la escritura cometidos por el médico al recetar tienen una significación que supera en mucho al usual valor práctico de las operaciones fallidas, aprovecho la oportunidad para comunicar en detalle los pocos análisis hasta ahora publicados sobre tales equivocaciones médicas: 10. Del doctor Eduard Hitschmann: «Un colega me refirió que, en el curso de los años, varias veces le había ocurrido equivocarse al prescribir algún medicamento a mujeres de edad avanzada. En dos ocasiones prescribió una dosis diez veces mayor y luego se vio obligado -al percatarse de su acción por una ocurrencia repentina, y presa de la mayor angustia ante la posibilidad de haber dañado a la paciente y estar expuesto él mismo a un grandísimo disgusto- a procurar a toda prisa el retiro de la receta. Vale la pena aclarar esta rara acción sintomática mediante una exposición más precisa de cada caso, y su análisis. »Primer caso: A una pobre mujer, ya en los umbrales de la senectud, el médico le prescribe, contra una constipación espástica, una dosis de supositorios de belladona diez veces más fuerte. El médico deja el hospital, y ya en su casa, cerca de una hora más tarde, mientras lee el diario y desayuna, advierte de pronto su error por una ocurrencia súbita; dominado por la angustia, primero regresa a toda prisa al hospital para requerir la dirección de la paciente, y de allí corre a su domicilio, muy distante. Halla que la viejecita todavía no ha empleado la receta, lo cual lo alegra mucho, y vuelve a casa tranquilo. Se disculpa ante sí mismo, y no sin justificación, aduciendo que el verboso jefe de consultorios externos estuvo mirando sobre su hombro mientras extendía la receta, y así lo perturbó. »Segundo caso: El médico tiene que despegarse de su visita médica a una paciente bonita, coqueta y provocativa, para asistir a una vieja solterona. Se vale de un automóvil de alquiler para llegar hasta el domicilio de esta, pues no dispone de mucho tiempo: a determinada hora, en las cercanías, debe concurrir a una cita secreta con una joven amante. También aquí corresponde indicar belladona, por achaques análogos a los del primer caso. Y se vuelve a cometer el error de recetar una dosis diez veces superior del medicamento. La paciente inicia una conversación sobre algo que no viene al caso, pero el médico deja traslucir impaciencia, si bien la desmiente con palabras, y se despide, consiguiendo así acudir con bastante comodidad a la cita. Unas doce horas después, hacia las siete de la mañana, despierta el médico; el recuerdo de su desliz de escritura y la consiguiente angustia penetran casi al mismo tiempo en su conciencia; en la esperanza de que el medicamento todavía no haya sido retirado de la farmacia, env ía un mensajero a toda prisa a casa de la enferma con el pedido de que le restituya la receta a fin de reverla. Pero aquel le trae el remedio ya preparado; entonces, con cierta resignación estoica y el optimismo del hombre experimentado, se encamina a la farmacia, donde el encargado lo tranquiliza diciéndole que desde luego (¿o quizás en virtud de un desliz en la lectura?) expidió el medicamento en una dosis menor. »Tercer caso: El médico quiere prescribir la mezcla de Tina. belladonnae y Tinct. opii, en una dosis inofensiva, a su a » anciana tía, hermana de su madre. Enseguida una servidora sale hacia la farmacia con la receta. Pasa apenas un rato, y al médico se le ocurre que en lugar de tinctura ha escrito «extractum», y en el acto telefonea al farmacéutico para alertarlo sobre ese error. El médico se disculpa con el falso subterfugio de que no había terminado de escribir la receta; él no tenía la culpa, pues se la quitaron inesperadamente de su escritorio. »He aquí los puntos llamativamente comunes a estos tres errores de escritura: hasta ahora sólo le ocurrieron al médico con este preciso medicamento; todas las veces se trató de una paciente mujer de edad avanzada, y la dosis en todos los casos era excesiva. Tras breve análisis, se averiguó que la relación del médico con su madre no podía menos que poseer significación decisiva. En efecto, a él se le ocurrió cierta vez -y, con suma probabilidad, antes de estas acciones sintomáticas- prescribir idéntica receta a su madre, también anciana, y hacerlo en la dosis de 0,03, no obstante estar familiarizado con la de 0,02, que es la habitual; y ello, según pensó, para curarla de manera radical. La reacción de la frágil madre a este medicamento fue una congestión de cabeza y una desagradable sequedad en la garganta. Se quejó de ello con una alusión, medio en broma, a las peligrosas indicaciones que se pueden recibir de un hijo. También en otros casos la madre, ella misma hija de un médico, hizo parecidas objeciones, me dio en broma, a medicamentos ocasionalmente recomendados por su hijo, y habló de envenenamiento. »Hasta donde ha podido penetrar quien esto escribe las relaciones de este hijo con su madre, él es sin duda un hijo instintivamente lleno de amor, pero no descuella en la estima intelectual ni el respeto personal que tiene por su madre. Vive en la misma casa con su hermano, un año menor, y su madre, y desde hace mucho él siente esta convivencia como un obstáculo para su libertad sexual; no obstante, nosotros sabemos, por la experiencia psicoanalítica, que se suele abusar de tales argumentos como pretexto de una atadura interior. El médico aceptó el análisis con bastante satisfacción por el esclarecimiento y apuntó, sonriendo, que la palabra «Belladonna» («mujer bella») podría significar también una relación erótica. Con anterioridad, él mismo utilizó ese medicamento». Yo arriesgaría este juicio: estas operaciones fallidas graves no se producen de otro modo que las inocentes, que son las que principalmente investigamos.