EL INSTINTO GREGARIO

EL INSTINTO GREGARIO

Nuestra ilusión de haber resuelto con la fórmula que antecede, el enigma de la masa, se desvanece al poco tiempo. No tardamos, efectivamente, en darnos cuenta de que, en realidad, no hemos hecho sino retraer el enigma de la masa al enigma de la hipnosis, el cual presenta, a su vez, muchos puntos oscuros. Pero una nueva reflexión nos indica el camino que ahora hemos de seguir.
Podemos decirnos que los numerosos lazos afectivos dados en la masa bastan ciertamente para explicarnos uno de sus caracteres, la falta de independencia e iniciativa del individuo, la identidad de su reacción con la de los demás, su descenso, en fin, a la categoría de unidad integrante de la multitud. Pero esta última, considerada como una totalidad, presenta aún otros caracteres; la disminución de la actividad intelectual, la afectividad exenta de todo freno, la incapacidad de moderarse y retenerse, la tendencia a transgredir todo límite en la manifestación de los afectos y a la completa derivación de éstos en actos, todos estos caracteres y otros análogos, de los que Le Bon nos ha trazado un cuadro tan impresionante, representan sin duda alguna, una regresión de la actividad psíquica a una fase anterior en la que no extrañamos encontrar al salvaje o a los niños. Una tal regresión caracteriza especialmente a las masas ordinarias, mientras que en las multitudes más organizadas y artificiales, pueden quedar, como ya sabemos, considerablemente atenuados, tales caracteres regresivos.
Experimentamos así, la impresión de hallarnos ante una situación en la que el sentimiento individual y el acto intelectual personal son demasiado débiles para afirmarse por sí solos, sin el apoyo de manifestaciones afectivas e intelectuales, análogas, de los demás individuos. Esto nos recuerda cuán numerosos son los fenómenos de dependencia en la sociedad humana normal, cuán escasa originalidad y cuán poco valor personal hallamos en ella y hasta qué punto se encuentra dominado el individuo por las influencias de un alma colectiva, tales como las propiedades raciales, los prejuicios de clase, la opinión pública, etcétera. El enigma de la influencia sugestiva se hace aún más oscuro cuando admitimos que es ejercida no sólo por el caudillo sobre todos los individuos de la masa, sino también por cada uno de éstos sobre los demás y habremos de reprocharnos la unilateralidad con que hemos procedido al hacer resaltar casi exclusivamente la relación de los individuos de la masa con el caudillo, relegando, en cambio, a un segundo término, el factor de la sugestión recíproca.
Llamados, así, a la modestia, nos inclinaremos a dar oídos a otra voz que nos promete una explicación basada en principios más simples. Tomamos esta explicación del interesante libro de W. Trotter sobre el instinto gregario, lamentando tan sólo que el autor no haya conseguido sustraerse a las antipatías desencadenadas por la última gran guerra.
Trotter deriva los fenómenos psíquicos de la masa, antes descritos, de un instinto gregario (gregariousness), innato al hombre como a las demás especies animales. Este instinto gregario es, desde el punto de vista biológico, una analogía y como una extensión de la estructura policelular de los organismos superiores, y desde el punto de vista de la teoría de la libido, una nueva manifestación de la tendencia libidinosa de todos los seres homogéneos, a reunirse en unidades cada vez más amplias. El individuo se siente «incompleto» cuando está solo. La angustia del niño pequeño sería ya una manifestación de este instinto gregario. La oposición al rebaño, el cual rechaza todo lo nuevo y desacostumbrado, supone la separación de él y es, por lo tanto, temerosamente evitada. El instinto gregario sería algo primario y no susceptible de descomposición (which cannot be split up).
Trotter considera como primarios los instintos de conservación y nutrición, el instinto sexual y el gregario. Este último entra a veces en oposición con los demás. La consciencia de la culpabilidad y el sentimiento del deber serían las dos propiedades características del animal gregario. Del instinto gregario emanan asimismo según Trotter, las fuerzas de represión que el psicoanálisis ha descubierto en el Yo, y por consiguiente, también las resistencias con las que el médico tropieza en el tratamiento psicoanalítico. El lenguaje debe su importancia al hecho de permitir la comprensión recíproca dentro del rebaño, y constituiría, en gran parte, la base de la identificación de los individuos gregarios.
Así como Le Bon insiste particularmente sobre las formaciones colectivas pasajeras, tan características, y Mc. Dougall sobre las asociaciones estables, Trotter concentra toda su atención en aquellas asociaciones más generales, dentro de las cuales vive el hombre, ese zwon politicon que no se entienden, e intenta fijar sus bases psicológicas. Considerando el instinto gregario, como un instinto elemental no susceptible de descomposición, prescinde, claro está, de toda investigación de sus orígenes, y su observación de que Boris Sidis lo deriva de la sugestibilidad, resulta por completo superflua, afortunadamente para él, pues se trata de una tentativa de explicación ya rechazada en general, por insuficiente, siendo, a nuestro juicio, mucho más acertada la proposición inversa, o sea la de que la sugestibilidad es un producto del instinto gregario.
Contra la exposición de Trotter puede objetarse, más justificadamente aún que contra las demás, que atiende demasiado poco al papel del caudillo. En cambio, nosotros creemos imposible llegar a la comprensión de la esencia de la masa haciendo abstracción de su jefe. El instinto gregario no deja lugar alguno para el caudillo, el cual no aparecería en la masa sino casualmente. Así, pues, el instinto gregario excluye por completo la necesidad de un dios y deja al rebaño sin pastor. Por último, también puede refutarse la tesis de Trotter con ayuda de argumentos psicológicos, esto es, puede hacerse, por lo menos, verosímil, la hipótesis de que el instinto gregario es susceptible de descomposición, no siendo primario en el mismo sentido que los instintos de conservación y sexual.
No es, naturalmente, nada fácil, perseguir la ontogénesis del instinto gregario. El miedo que el niño pequeño experimenta cuando le dejan solo, y que Trotter considera ya como una manifestación del instinto gregario, es susceptible de otra interpretación más verosímil. Es la expresión de un deseo insatisfecho, cuyo objeto es la madre y más tarde, otra persona familiar, deseo que el niño no sabe sino transformar en angustia. Esta angustia del niño que ha sido dejado solo, lejos de ser apaciguada por la aparición de un hombre cualquiera «del rebaño», es provocada o intensificada por la vista de uno de tales «extraños». Además, el niño no muestra durante mucho tiempo signo ninguno de un instinto gregario o de un sentimiento colectivo. Ambos comienzan a formarse poco a poco en la «nursery», como efectos de las relaciones entre los niños y sus padres y precisamente a título de reacción a la envidia con la que el hijo mayor acoge en un principio la intrusión de un nuevo hermanito. El primero suprimiría celosamente al segundo, alejándole de los padres y despojándole de todos sus derechos, pero ante el hecho positivo de que también este hermanito -como todos los posteriores- es igualmente amado por los padres, y a consecuencia de la imposibilidad de mantener sin daño propio su actitud hostil, el pequeño sujeto se ve obligado a identificarse con los demás niños y en el grupo infantil se forma entonces un sentimiento colectivo o de comunidad, que luego experimenta, en la escuela, un desarrollo ulterior. La primera exigencia de esta formación reaccional es la de justicia y trato igual para todos. Sabido es con qué fuerza y qué solidaridad se manifiesta en la escuela esta reivindicación. Ya que uno mismo no puede ser el preferido, por lo menos, que nadie lo sea. Esta transformación de los celos en un sentimiento colectivo entre los niños de una familia o de una clase escolar parecería inverosímil si más tarde, y en circunstancias distintas, no observásemos de nuevo el mismo proceso. Recuérdese la multitud de mujeres y muchachas románticamente enamoradas de un cantante o de un pianista y que se agolpan en torno de él a la terminación de un concierto. Cada una de ellas podría experimentar justificadísimos celos de las demás, pero dado su número y la imposibilidad consiguiente de acaparar por completo al hombre amado, renuncian todas a ello, y en lugar de arrancarse mutuamente los cabellos, obran como una multitud solidaria, ofrecen su homenaje común al ídolo e incluso se considerarían dichosas si pudieran distribuirse entre todas, los bucles de su rizosa melena. Rivales al principio, han podido luego identificarse entre sí por el amor igual que profesan al mismo objeto. Cuando una situación instintiva es susceptible de distintosdesenlaces -como sucede en realidad, con la mayor parte de ellas- no extrañaremos que sobrevenga aquel con el cual aparezca enlazada la posibilidad de una cierta satisfacción, en lugar de otro u otros que creíamos más naturales, pero a los que las circunstancias reales impiden alcanzar tal fin.
Todas aquellas manifestaciones de este orden, que luego encontramos en la sociedad, así, el compañerismo, el espíritu de cuerpo, etc., se derivan también, incontestablemente, de la envidia primitiva. Nadie debe querer sobresalir; todos deben ser y obtener lo mismo. La justicia social significa que nos rehusamos a nosotros mismos muchas cosas, para que también los demás tengan que renunciar a ellas, o lo que es lo mismo, no puedan reclamarlas. Esta reivindicación de igualdad es la raíz de la consciencia social y del sentimiento del deber y se revela también de un modo totalmente inesperado en la «angustia de infección» de los sifilíticos, angustia a cuya inteligencia nos ha llevado el psicoanálisis, mostrándonos que corresponde a la violenta lucha de estos desdichados contra su deseo inconsciente de comunicar a los demás su enfermedad, pues ¿por qué han de padecer ellos solos la temible infección que tantos goces les prohibe, mientras que otros se hallan sanos y participan de todos los placeres?
También la bella anécdota del juicio de Salomón encierra igual nódulo. «Puesto que mi hijo me ha sido arrebatado por la muerte -piensa una de las mujeres- ¿por qué ha de conservar ésa el suyo?» Este deseo basta al rey para reconocer a la mujer que ha perdido a su hijo.
Así, pues, el sentimiento social reposa en la transformación de un sentimiento primitivamente hostil en un enlace positivo de la naturaleza de una identificación. En cuanto podemos seguir el proceso de esta transformación; creemos observar que se efectúa bajo la influencia de un enlace común, a base de ternura, a una persona exterior a la masa. Estamos muy lejos de considerar completo nuestro análisis de la identificación, mas para nuestro objeto nos basta haber hecho resaltar la exigencia de una absoluta y consecuente igualdad. A propósito de las dos masas artificiales, la Iglesia y el Ejército, hemos visto que su condición previa consiste en que todos sus miembros sean igualmente amados por un jefe. Ahora bien, no habremos de olvidar que la reivindicación, de igualdad formulada por la masa, se refiere tan sólo a los individuos que la constituyen, no al jefe. Todos los individuos quieren ser iguales, pero bajo el dominio de un caudillo. Muchos iguales, capaces de identificarse entre sí, y un único superior, tal es la situación que hallamos realizada en la masa dotada de vitalidad. Así, pues, nos permitiremos corregir la concepción de Trotter, diciendo que más que un «animal gregario», es el hombre un «animal de horda», esto es, un elemento constitutivo de una horda conducido por un jefe.