Obras de S. Freud: El malestar en la cultura (1930). Capítulo III

El malestar en la cultura (1930)

III

El malestar en la cultura (1930). Capítulo III – S. Freud

El malestar en la cultura (1930)

III

Hasta ahora, nuestra indagación sobre la felicidad no nos ha enseñado mucho que no sea
consabido. La perspectiva de averiguar algo nuevo no parece muy grande ni aun si la
continuáramos preguntando por qué es tan difícil para los seres humanos conseguir la dicha. Ya
dimos la respuesta cuando señalamos las tres fuentes de que proviene nuestro penar: la
hiperpotencia de la naturaleza, la fragilidad de nuestro cuerpo y la insuficiencia de las normas
que regulan los vínculos recíprocos entre los hombres en la familia, el Estado y la sociedad.
Respecto de las dos primeras, nuestro juicio no puede vacilar mucho; nos vemos constreñidos
a reconocer estas fuentes de sufrimiento y a declararlas inevitables. Nunca dominaremos
completamente la naturaleza; nuestro organismo, él mismo parte de ella, será siempre una
forma perecedera, limitada en su adaptación y operación. Pero este conocimiento no tiene un
efecto paralizante; al contrario, indica el camino a nuestra actividad. Es cierto que no podemos
suprimir todo padecimiento, pero sí mucho de él, y mitigar otra parte; una experiencia milenaria
nos convence de esto. Diversa es nuestra conducta frente a la tercera fuente de sufrimiento, la
social. Lisa y llanamente nos negamos a admitirla, no podemos entender la razón por la cual las
normas que nosotros mismos hemos creado no habrían más bien de protegernos y
beneficiarnos a todos. En verdad, si reparamos en lo mal que conseguimos prevenir las penas
de este origen, nace la sospecha de que también tras esto podría esconderse un bloque de la
naturaleza invencible; esta vez, de nuestra propia complexión psíquica.
Cuando nos ponemos a considerar esta posibilidad, tropezamos con una aseveración tan
asombrosa que nos detendremos en ella. Enuncia que gran parte de la culpa por nuestra
miseria la tiene lo que se llama nuestra cultura; seríamos mucho más felices si la resignáramos y volviéramos a encontrarnos en condiciones primitivas. Digo que es asombrosa porque, comoquiera que se defina el concepto de cultura, es indudable que todo aquello con lo cual intentamos protegernos de la amenaza que acecha desde las fuentes del sufrimiento pertenece, justamente, a esa misma cultura.
¿Por qué camino han llegado tantos seres humanos a este punto de vista de asombrosa hostilidad a la cultura? (1). Opino que un descontento profundo y de larga data con el respectivo estado de la cultura abonó el terreno sobre el cual se levantó después, a raíz de
ciertas circunstancias históricas, un juicio condenatorio. Creo discernir la última y la anteúltima
de estas ocasiones; no soy lo suficientemente sabio para remontar su encadenamiento en la
historia todo lo que sería menester: ya en el triunfo del cristianismo sobre las religiones paganas tiene que haber intervenido un factor así, de hostilidad a la cultura; lo sugiere la desvalorización de la vida terrenal, consumada por la doctrina cristiana. El anteúltimo de los mencionados ocasionamientos se presentó cuando a medida que progresaban los viajes de descubrimiento se entró en contacto con pueblos y etnias primitivos. A raíz de una observación insuficiente y un malentendido en la concepción de sus usos y costumbres, los europeos creyeron que llevaban una vida dichosa, con pocas necesidades, simple, una vida inasequible a los visitantes, de superior cultura. La experiencia posterior ha corregido muchos juicios de esta índole; en numerosos casos, la existencia de cierto grado de vida más fácil, que en verdad se debía a la generosidad de la naturaleza y a la comodidad en la satisfacción de las grandes necesidades, se había atribuido por error a la ausencia de exigencias culturales enmarañadas. En cuanto al último ocasionamiento, es particularmente familiar para nosotros; sobrevino cuando se dilucidó el mecanismo de las neurosis, que amenazan con enterrar el poquito de felicidad del hombre culto. Se descubrió que el ser humano se vuelve neurótico porque no puede soportar la medida de frustración que la sociedad le impone en aras de sus ideales culturales, y de ahí se concluyó que suprimir esas exigencias o disminuirlas en mucho significaría un regreso a posibilidades de dicha.
A esto se suma un factor de desengaño. En el curso de las últimas generaciones, los seres
humanos han hecho extraordinarios progresos en las ciencias naturales y su aplicación técnica,
consolidando su gobierno sobre la naturaleza en una medida antes inimaginable. Los detalles
de estos progresos son notorios; huelga pasarles revista. Los hombres están orgullosos de
estos logros, y tienen derecho a ello. Pero creen haber notado que esta recién conquistada
disposición sobre el espacio y el tiempo, este sometimiento de las fuerzas naturales, no
promueve el cumplimiento de una milenaria añoranza, la de elevar la medida de satisfacción
placentera que esperan de la vida; sienten que no los han hecho más felices. Ahora bien: de
esta comprobación debería inferirse, simplemente, que el poder sobre la naturaleza no es la
única condición de la felicidad humana, como tampoco es la única meta de los afanes de
cultura, y no extraer la conclusión de que los progresos técnicos tienen un valor nulo para
nuestra economía de felicidad. En efecto, objetaríamos: ¿Acaso no significa una ganancia
positiva de placer, un indiscutible aumento en el sentimiento de felicidad, el hecho de que yo,
tantas veces como se me ocurra hacerlo, pueda escuchar la voz de un hijo que vive a cientos
de kilómetros de mi lugar de residencia, o que apenas desembarcado mi amigo yo pueda
averiguar que pasó sin contratiempos un largo y azaroso viaje? ¿No significa nada que la
medicina haya logrado disminuir extraordinariamente la mortalidad de los recién nacidos y el
peligro de infección de las parturientas, a punto tal que se ha prolongado en mucho la duración
media de vida de los hombres civilizados? Y podríamos mencionar todavía una larga serie de
tales beneficios, que debemos a la tan vilipendiada época del progreso técnico y científico. Pero
en este punto se hace oír la voz de la crítica pesimista y advierte que la mayoría de estas
satisfacciones siguieron el modelo de aquel «contento barato» elogiado en cierta anécdota: Uno
se procura ese goce cuando en una helada noche de invierno saca una pierna desnuda fuera de
las cobijas y después la recoge. Si no hubiera ferrocarriles que vencieran las distancias, el hijo
jamás habría abandonado la ciudad paterna, y no haría falta teléfono alguno para escuchar su
voz. De no haberse organizado los viajes trasoceánicos, mi amigo no habría emprendido ese
viaje por mar y yo no necesitaría del telégrafo para calmar mi inquietud por su suerte. ¿Y de qué
nos sirve haber limitado la mortalidad infantil, si justamente eso nos obliga a la máxima reserva
en la concepción de hijos, de suerte que en el conjunto no criamos más niños que en las
épocas anteriores al reinado de la higiene y, por añadidura, nos impone penosas condiciones en
nuestra vida sexual dentro del matrimonio y probablemente contrarresta la beneficiosa selección
natural? Y en definitiva, ¿de qué nos vale una larga vida, si ella es fatigosa, huera de alegrías y
tan afligente que no podemos sino saludar a la muerte como redentora?
Parece establecido que no nos sentimos bien dentro de nuestra cultura actual, pero es difícil formarse un juicio acerca de épocas anteriores para saber si los seres humanos se sintieron
más felices y en qué medida, y si sus condiciones de cultura tuvieron parte en ello. Siempre nos inclinaremos a aprehender la miseria de manera objetiva, vale decir, a situarnos con nuestras exigencias y nuestra sensibilidad en las condiciones de antaño, a fin de examinar qué
hallaríamos en ellas que pudiera producirnos unas sensaciones de felicidad o de displacer. Este
modo de abordaje, que parece objetivo porque prescinde de las variaciones de la sensibilidad
subjetiva, es desde luego el más subjetivo posible, puesto que remplaza todas las
constituciones anímicas desconocidas por la propia. Pero la felicidad es algo enteramente
subjetivo. Podemos retroceder espantados frente a ciertas situaciones, como la del esclavo
galeote de la Antigüedad, el campesino en la Guerra de los Treinta Años, las víctimas de la
Santa Inquisición, el judío que esperaba el pogrom; podemos espantarnos todo lo que
queramos, pero nos resulta imposible una compenetración empática con esas personas,
imposible colegir las alteraciones que el embotamiento originario, la insensibilización progresiva,
el abandono de las expectativas, modos más groseros o más finos de narcosis, han producido
en la receptividad para las sensaciones de placer y displacer. Por otra parte, en el caso de una
posibilidad de sufrimiento extremo, entran en actividad determinados dispositivos anímicos de
protección. Me parece infecundo seguir considerando más este aspecto del problema.
Es tiempo de que abordemos la esencia de esta cultura cuyo valor de felicidad se pone en entredicho. No pediremos una fórmula que exprese esa esencia con pocas palabras; no, al menos, antes de que nuestra indagación nos haya enseñado algo. Bástenos, pues, con repetir que la palabra «cultura» designa toda la suma de operaciones y normas que distancian nuestra vida de la de nuestros antepasados animales, y que sirven a dos fines: la protección del ser humano frente a la naturaleza y la regulación de los vínculos recíprocos entre los hombres (2). A fin de comprender un poco más, buscaremos uno por uno los rasgos de la cultura,
tal como se presentan en las comunidades humanas. Para ello nos dejaremos guiar sin reparos
por el uso língüístico -o, como también se dice, por el sentimiento lingüístico-, confiados en que
de tal modo daremos razón de intelecciones internas que aún no admiten expresión en palabras
abstractas.
El comienzo es fácil: Reconocemos como «culturales» todas las actividades y valores que son útiles para el ser humano en tanto ponen la tierra a su servicio, lo protegen contra la violencia de las fuerzas naturales, etc. Sobre este aspecto de lo cultural hay poquísimas dudas.
Remontémonos lo suficiente en el tiempo: las primeras hazañas culturales fueron el uso de
instrumentos, la domesticación del fuego, la construcción de viviendas. Entre ellas, la
domesticación del fuego sobresale como un logro extraordinario, sin precedentes, (3) con los
otros, el ser humano no hizo sino avanzar por caminos que desde siempre había transitado
siguiendo incitaciones fáciles de colegir. Con ayuda de todas sus herramientas, el hombre
perfecciona sus órganos -los motrices así como los sensoriales- o remueve los límites de su
operación. Los motores ponen a su disposición fuerzas enormes que puede enviar en la
dirección que quiera como a sus músculos; el barco y el avión hacen que ni el agua ni el aire
constituyan obstáculos para su marcha. Con las gafas corrige los defectos de las lentes de sus
ojos; con el largavista atisba lejanos horizontes, con el microscopio vence los límites de lo
visible, que le imponía la estructura de su retina. Mediante la cámara fotográfica ha creado un
instrumento que retiene las impresiones visuales fugitivas, lo mismo que el disco del gramófono
le permite hacer conlas impresiones auditivas, tan pasajeras como aquellas; en el fondo, ambos
son materializaciones de la facultad de recordar, de su memoria, que le ha sido dada. Con
ayuda del teléfono escucha desde distancias que aun los cuentos de hadas respetarían por
inalcanzables; la escritura es originariamente el lenguaje del ausente, la vivienda un sustituto del
seno materno, esa primera morada, siempre añorada probablemente, en la que uno estuvo
seguro y se sentía tan bien.
No sólo parece un cuento de hadas; es directamente el cumplimiento de todos los deseos de
los cuentos -no; de la mayoría de ellos- lo que el hombre ha conseguido mediante su ciencia y
su técnica sobre esta tierra donde emergió al comienzo como un animal endeble y donde cada
individuo de su especie tiene que ingresar de nuevo como un lactante desvalido («oh inch of
nature! (4)»).’Todo este patrimonio puede reclamar él como adquisición cultural. En tiempos remotos se había formado una representación ideal de omnipotencia y omnisapiencia que
encarnó en sus dioses. Les atribuyó todo lo que parecía inasequible a sus deseos -o le era
prohibido-. Es lícito decir, por eso, que tales dioses eran ideales de cultura. Ahora se ha
acercado tanto al logro de ese ideal que casi ha devenido un dios él mismo. Claro que sólo en la
medida en que según el juicio universal de los hombres se suelen alcanzar los ideales. No
completamente: en ciertos puntos en modo alguno, en otros sólo a medias. El hombre se ha
convertido en una suerte de dios prótesis, por así decir, verdaderamente grandioso cuando se
coloca todos sus órganos auxiliares; pero estos no se han integrado con él, y en ocasiones le
dan todavía mucho trabajo. Es cierto que tiene derecho a consolarse pensando que ese
desarrollo no ha concluido en el año 1930 d. C. Epocas futuras traerán consigo nuevos
progresos, acaso de magnitud inimaginable, en este ámbito de la cultura, y no harán sino aumentar la semejanza con un dios. Ahora bien, en interés de nuestra indagación no debernos olvidar que el ser humano de nuestros días no se siente feliz en su semejanza con un dios.
Entonces, reconocemos a un país una cultura elevada cuando hallamos que en él es cultivado y
cuidado con arreglo a fines todo lo que puede ponerse al servicio de la explotación de la tierra
por los seres humanos y de su protección frente a las fuerzas naturales; sintetizando: todo lo
que le es útil. En un país así, se ha regulado el curso de los ríos que amenazaban con
inundaciones, y mediante canales sus aguas han sido dirigidas adonde faltaban. El suelo es
objeto de cuidadoso laboreo, y se lo siembra con los. vegetales que es apto para nutrir; los
tesoros minerales son desentrañados con diligencia, y procesados para convertirlos en los
instrumentos y utensilios requeridos. Los medios de trasporte son abundantes, rápidos y
seguros; los animales salvajes y peligrosos han sido exterminados, y es floreciente la cría de
los animales domésticos. Ahora bien, tenemos aún otras exigencias que plantear a la cultura, y
esperamos hallarlas realizadas de manera excelente en esos mismos países, Como si
quisiéramos desmentir el reclamo que hicimos primero, también saludaremos como cultural
que el cuidado de los seres humanos se dirija a cosas que en modo alguno son útiles, y hasta
parecen inútiles; por ejemplo, que en una ciudad los espacios verdes, necesarios como lugares
de juego y reservorios de aire, tengan canteros de flores, o que las ventanas de las casas estén
adornadas con tiestos floridos. Pronto notamos que lo inútil cuya estima esperamos por la
cultura es la belleza; exigimos que el hombre culto venere la belleza donde la encuentre en la
naturaleza, y que la produzca en las cosas cuando pueda lograrlo con el trabajo de sus manos.
Y nuestras exigencias a la cultura no se agotan en absoluto con eso. Requerimos ver, además,
los signos de la limpieza y el orden. No nos formamos una elevada idea acerca de la cultura de
una ciudad rural inglesa de la época de Shakespeare cuando leemos que ante los portales de
su casa paterna, en Stratford, había un elevado montículo de estiércol. Si en el Bosque de Viena
vemos papeles diseminados, arrojados allí, sentimos disgusto y motejamos el hecho de
«bárbaro» (que es lo opuesto de «cultural»). La suciedad de cualquier tipo nos parece
inconciliable con la cultura; esa misma exigencia de limpieza la extendemos también al cuerpo
humano; con asombro nos enteramos de cuán mal olor solía despedir la persona del Roi
Soleil (5), y meneamos la cabeza cuando en Isola Bella (6) nos muestran la diminuta jofaina de
que se servía Napoleón para su aseo matinal. Más aún: no nos sorprende que alguien presente
directamente al uso del jabón como medida de cultura. Algo parecido ocurre con el orden, que,
como la limpieza, está enteramente referido a la obra del hombre. Pero mientras que no
tenemos derecho a esperar limpieza en la naturaleza, el orden más bien ha sido espiado y
copiado de ella; la observación de las grandes regularidades astronómicas no sólo ha
proporcionado al ser humano el arquetipo del orden, sino los primeros puntos de apoyo para
introducirlo en su vida. El orden es una suerte de compulsión de repetición que, una vez
instituida, decide cuándo, dónde y cómo algo debe ser hecho, ahorrando así vacilación y dudas
en todos los casos idénticos. Es imposible desconocer los beneficios del orden; posibilita al ser
humano el mejor aprovechamiento del espacio y el tiempo, al par que preserva sus fuerzas
psíquicas. Se tendría derecho a esperar que se hubiera establecido desde el comienzo y sin
compulsión en el obrar humano, y es lícito asombrarse de que en modo alguno haya sido así;
en efecto, el hombre posee más bien una inclinación natural al descuido, a la falta de
regularidad y *de puntualidad en su trabajo, y debe ser educado empeñosamente para imitar los
arquetipos celestes.
Es notorio que belleza, limpieza y orden ocupan un lugar particular entre los requisitos de la cultura. Nadie afirmará que poseen igual importancia vital que el dominio sobre las fuerzas naturales y otros factores que aún habremos de considerar; no obstante, nadie los relegará a un segundo plano como cosas accesorias. Ahora bien, que la cultura no está concebida únicamente para lo útil lo muestra ya el ejemplo de la belleza, que no queremos echar de
menos entre los intereses de aquella. La utilidad del orden es evidentísimas; en cuanto a la
limpieza, tengamos en cuenta que también la requiere la higiene, y podemos conjeturar que su
relación con ella no era del todo desconocida ni siquiera en épocas anteriores a la profilaxis
científica. Sin embargo, la utilidad no explica totalmente el afán; algo más ha de estar en juego.
Pero en ningún otro rasgo creemos distinguir mejor la cultura que en la estima y el cuidado dispensados a las actividades psíquicas superiores, las tareas intelectuales, científicas y artísticas, el papel rector atribuido a las ideas en la vida de los hombres. En la cúspide de esas ideas se sitúan los sistemas religiosos, sobre cuyo complejo edificio procuré echar luz en otro trabajo (7); junto a ellos, las especulaciones filosóficas y, por último, lo que puede llamarse formaciones de ideal de los seres humanos: sus representaciones acerca de una perfección posible del individuo, del pueblo, de la humanidad toda, y los requerimientos que se erigen sobre la base de tales representaciones. El hecho de que estas creaciones no sean independientes entre sí, sino que forman más bien un estrecho tejido, dificulta tanto su exposición como el hallazgo de su origen psicológico. Si suponemos, con la máxima generalidad, que el resorte de todas las actividades humanas es alcanzar dos metas confluyentes, la utilidad y la ganancia de placer, debemos considerar que rige también para las manifestaciones culturales aquí
mencionadas, aunque sólo sea fácilmente discernible en el caso de la actividad científica y
artística. Pero no puede ponerse en duda que también las otras responden a intensas
necesidades de los seres humanos -necesidades que, acaso, sólo se han desarrollado en una
minoría. Adviértase que no es lícito dejarse extraviar por juicios de valor acerca de algunos de
estos sistemas religiosos o filosóficos, o de estos ideales; ya se busque en ellos el logro
supremo del espíritu humano o se los deplore como aberraciones, es preciso admitir que su
presencia, y en particular su predominio, indica un elevado nivel de cultura.
Como último rasgo de una cultura, pero sin duda no el menos importante, apreciaremos el
modo en que se reglan los vínculos recíprocos entre los seres humanos: los vínculos sociales,
que ellos entablan como vecinos, como dispensadores de ayuda, como objeto sexual de otra
persona, como miembros de una familia o de un Estado. Es particularmente difícil librarse de
determinadas demandas ideales en estos asuntos, y asir lo que es cultural en ellos. Acaso se
pueda empezar consignando que el elemento cultural está dado con el primer intento de regular
estos vínculos sociales. De faltar ese intento, tales vínculos quedarían sometidos a la
arbitrariedad del individuo, vale decir, el de mayor fuerza física los resolvería en el sentido de
sus intereses y mociones pulsionales. Y nada cambiaría si este individuo se topara con otro aún
más fuerte que él. La convivencia humana sólo se vuelve posible cuando se aglutina una
mayoría más fuerte que los individuos aislados, y cohesionada frente a estos. Ahora el poder de
esta comunidad se contrapone, como «derecho», al poder del individuo, que es condenado
como «violencia bruta». Esta sustitución del poder del individuo por el de la comunidad es el
paso cultural decisivo. Su esencia consiste en que los miembros de la comunidad se limitan en
sus posibilidades de satisfacción, en tanto que el individuo no conocía tal limitación. El siguiente
requisito cultural es, entonces, la justicia, o sea, la seguridad de que el orden jurídico ya
establecido no se quebrantará para favorecer a un individuo. Entiéndase que ello no decide
sobre el valor ético de un derecho semejante. Desde este punto, el desarrollo cultural parece
dirigirse a procurar que ese derecho deje de ser expresión de la voluntad de una comunidad
restringida -casta, estrato de la población, etnia- que respecto de otras masas, acaso más
vastas, volviera a comportarse como lo haría un individuo violento. El resultado último debe ser
un derecho al que todos -al menos todos los capaces de vida comunitaria- hayan contribuido
con el sacrificio de sus pulsiones y en el cual nadie -con la excepción ya mencionada- pueda
resultar víctima de la violencia bruta.
La libertad individual no es un patrimonio de la cultura. Fue máxima antes de toda cultura; es
verdad que en esos tiempos las más de las veces carecía de valor, porque el individuo
difícilmente estaba en condiciones de preservarla. Por obra del desarrollo cultural experimenta
limitaciones, y la justicia exige que nadie escape a ellas. Lo que en una comunidad humana se
agita como esfuerzo libertario puede ser la rebelión contra una injusticia vigente, en cuyo caso
favorecerá un ulterior desarrollo de la cultura, será conciliable con esta. Pero también puede
provenir del resto de la personalidad originaria, un resto no domeñado por la cultura, y
convertirse de ese modo en base para la hostilidad hacia esta última. El esfuerzo libertario se
dirige entonces contra determinadas formas y exigencias de la cultura, o contra ella en general.
No parece posible impulsar a los seres humanos, mediante algún tipo de influjo, a trasmudar su
naturaleza en la de una termita: defenderá siempre su demanda de libertad individual en contra
de la voluntad de la masa. Buena parte de la brega de la humanidad gira en torno de una tarea:
hallar un equilibrio acorde a fines, vale decir, dispensador de felicidad, entre esas demandas
individuales y las exigencias culturales de la masa; y uno de los problemas que atañen a su
destino es saber si mediante determinada configuración cultural ese equilibrio puede alcanzarse
o si el conflicto es insalvable.
Hemos dejado que el sentido común nos indicara los rasgos que en la vida de los seres
humanos han de llamarse culturales; así obtuvimos una impresión nítida del cuadro de conjunto
de la cultura, aunque desde luego no averiguarnos de entrada nada que ya no fuese
universalmente sabido. En nuestra indagación nos guardamos de refirmar el prejuicio según el
cual cultura equivaldría a perfeccionamiento, sería el camino prefijado al ser humano para
alcanzar la perfección. Pero ahora se nos impone un modo de concebir las cosas que acaso
nos lleve a otra parte. El desarrollo cultural nos impresiona como un proceso peculiar que
abarca a la humanidad toda, y en el que muchas cosas nos parecen familiares. Podemos
caracterizarlo por las alteraciones que emprende con las notorias disposiciones pulsionales de
los seres humanos, cuya satisfacción es por cierto la tarea económica de nuestra vida. Algunas
de esas pulsiones son consumidas del siguiente modo: en su remplazo emerge algo que en el
individuo describiríamos como una propiedad de carácter. El ejemplo más notable de este
proceso lo hemos hallado en el erotismo anal de los seres jóvenes. Su originario interés por la
función excretoria, por sus órganos y productos, se trasmuda, en el curso del crecimiento, en el
grupo de propiedades que nos son familiares como parsimonia, sentido del orden y limpieza, y
que, valiosas y bienvenidas en sí y por sí, pueden incrementarse hasta alcanzar un llamativo
predominio, dando entonces por resultado lo que se llama el carácter anal. No conocernos el
modo en que ello acontece; pero no caben dudas en cuanto a la justeza de esta concepción
(8). Ahora bien, hemos hallado que orden y limpieza son exigencias esenciales de la
cultura, aunque su necesidad vital no es evidente, como, tampoco lo es su aptitud para ser fuentes de goce. En este punto debería imponérsenos, por primera vez, la semejanza del proceso de cultura con el del desarrollo libidinal del individuo. Otras pulsiones son movidas a desplazar las condiciones de su satisfacción, a dirigirse por otros caminos, lo cual en la
mayoría de los casos coincide con la sublimación (de las metas pulsionales) que nos es bien
conocida, aunque en otros casos puede separarse de ella. La sublimación de las pulsiones es
un rasgo particularmente destacado del desarrollo cultural; posibilita que actividades psíquicas
superiores -científicas, artísticas, ideológicas- desempeñen un papel tan sustantivo en la vida
cultural. Si uno cede a la primera impresión, está tentado de decir que la sublimación es, en
general, un destino de pulsión forzosamente impuesto por la cultura. Pero será mejor meditarlo
más. Por último y en tercer lugar (9) -y esto parece lo más importante-, no puede soslayarse la
medida en que la cultura se edifica sobre la renuncia de lo pulsional, el alto grado en que se
basa, precisamente, en la no satisfacción (mediante sofocación, represión, ¿o qué otra cosa? )
de poderosas pulsiones. Esta «denegación cultural» gobierna el vasto ámbito de los vínculos
sociales entre los hombres; ya sabemos que esta es la causa de la hostilidad contra la que se
ven precisadas a luchar todas las culturas. También a nuestro trabajo científico planteará serias
demandas: tenemos mucho por esclarecer ahí. No es fácil comprender cómo se vuelve posible
sustraer la satisfacción a una pulsíón, Y en modo alguno deja de tener sus peligros; si uno no es
compensado económicamente, ya puede prepararse para serias perturbaciones.
Pues bien; si queremos saber qué valor puede reclamar nuestra concepción del desarrollo
cultural como un proceso particular comparable a la maduración normal del individuo, es
evidente que debemos acometer otro problema, a saber, preguntarnos por los influjos a que
debe su origen el desarrollo cultural, por el modo de su génesis y lo que comandó su curso (10).

Continúa en ¨El malestar en la cultura  (1930). Capítulo IV¨

Notas:

1- [Freud había tratado esto ya dos años antes, en los primeros capítulos de El porvenir de una ilusión (1927c).]
2- Cf. El porvenir de una ilusión (1927c).
3- Algún material psicoanalítico, incompleto e incapaz de ofrecer indicaciones ciertas, admite al menos una conjetura -que suena fantástica- acerca del origen de esta hazaña de la humanidad. Es como si el hombre primordial soliera, al toparse con el fuego, satisfacer en él un placer infantil extinguiéndolo con su chorro de orina. De atenernos a sagas registradas, no ofrece duda ninguna la concepción fálica originaria de las llamas que se alzan a lo alto en forma de lenguas. La extinción del fuego mediante la orina -que retoman los modernos gigantes Gulliver, en Lilliput, y el Gargantúa de Rabelais era por tanto como un acto sexual con un varón, un goce de la potencia viril en la competencia homosexual. Quien primero renunció a este placer y resguardó el fuego pudo llevarlo consigo y someterlo a su servidumbre. Por haber ahogado el fuego de su propia excitación sexual pudo enfrenar la fuerza natural del fuego. Así, esta gran conquista cultural habría sido el premio por una renuncia de lo pulsional. Y además, es como si la mujer hubiera sido designada guardiana del hogar porque su conformación anatómica no le permitía ceder a esa tentación de placer. Es notable, también, la regularidad con que las experiencias analíticas atestiguan el nexo entre ambición, fuego y erotismo uretral. – [Freud aludió al nexo entre la micción y el fuego ya en el caso «Dora» (1905e), AE, 7, págs. 63-4; el vínculo con la ambición lo estableció algo más tarde. Se encontrará una lista completa de referencias en mi «Nota introductoria» a su último trabajo acerca de este terna, «Sobre la conquista del fuego» (1932a).]
4- [Pese al cuño shakespeareano de esta frase, no procede en realidad de la edición canónica de las obras de Shakespeare. En cambio, en la novela de George Wilkins, The Painful Adventures of Pericles, Prince of Tyre {Las penosas aventuras de Pericles, Príncipe de Tiro}, Pericles exclama frente a su pequeña hija: «Poore inch of Nature!» {« ¡Pequeña pulgada de Naturaleza! »}. Esta obra fue impresa por primera vez en 1608, inmediatamente después de la publicación del drama Pericles, de Shakespeare, en cuya factura se piensa que Wilkins intervino. La imprevista familiaridad de Freud con la frase mencionada se explica porque esta apareció en la discusión que, sobre los orígenes de Pericles, efectuó en su libro acerca de Shakespeare el crítico danés Georg Brandes (1896); en la biblioteca de Freud había un ejemplar de la traducción alemana de este libro. Como informa Ernest Jones (1957), Freud tenía gran admiración por Brandes, cuya obra cito, en «El motivo de la elección del cofre» (1913f), AE, 12, pág. 307,]
5- {El Rey Sol, Luis XIV de Francia.}
6- [Célebre isla del Lago Maggiore, visitada por Napoleón pocos días antes de la batalla de Marengo]
7- [Cf. El porvenir de una ilusión (1.927c).]
8- Cf. mi trabajo «Carácter y erotismo anal» (1908b), así como numerosas contribuciones de Ernest Jones [1918] y otros.
9- [El tipo de carácter y la sublimación son los otros dos factores que, según Freud, participan en el «proceso» cultural.]
10- [Freud vuelve a ocuparse del «proceso» de la cultura en  AE, págs. 117-8 y 135 y sigs. Lo mencionó nuevamente en su carta abierta a Einstein, ¿Por qué la guerra? (1933b).]

Autor: psicopsi

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